Capítulo 3: Prueba de Lealtad
Obanai despertó antes del amanecer, su instinto de supervivencia manteniéndolo alerta incluso en un entorno aparentemente seguro. Se deslizó fuera de la cama con movimientos silenciosos, asegurándose de no perturbar a Sanemi, y se dirigió al baño.
El agua caliente golpeó su piel, relajando momentáneamente los músculos tensos. Pero su mente no descansaba. En silencio, repasó cada posible escenario que Muzan podría haber planeado para ellos. Sabía que la prueba del día definiría su futuro dentro de la organización, y cualquier error sería fatal.
Sanemi entró sin ceremonias, tallándose los ojos con una mano y sosteniendo su cepillo de dientes con la otra. Obanai apenas le dedicó una mirada desde la ducha, acostumbrado a su falta de modales.
El sonido del agua amortiguaba la conversación, lo que les daba una mínima seguridad para hablar sin levantar sospechas.
—Hoy tenemos que hacerlo perfecto —murmuró Sanemi mientras se inclinaba sobre el lavabo para escupir la pasta de dientes—. Si nos destacamos, nos acercaremos más a Muzan y nos alejaremos del foco de sospecha.
Obanai cerró los ojos por un momento, dejando que el agua cayera sobre su rostro antes de responder.
—Lo sé. Pero si nos piden hacer algo demasiado comprometedor, tendremos que improvisar.
Sanemi apoyó ambas manos en el lavabo, mirando su reflejo en el espejo con el ceño fruncido.
—Estamos demasiado adentro para retroceder. Lo que sea que nos toque hoy, lo haremos.
Obanai apagó la ducha y tomó la toalla con calma.
—Siempre tan imprudente.
Sanemi soltó una risa sarcástica.
—Y tú siempre tan calculador.
Obanai lo miró de reojo mientras se secaba.
—Por eso seguimos con vida.
Sanemi no lo contradijo. Ambos sabían que su éxito como equipo radicaba en ese equilibrio.
Cuando salieron del baño, la luz del amanecer se filtraba por las cortinas gruesas. Se vistieron con ropa adecuada para la misión, sin decir una palabra más sobre el tema. No podían arriesgarse a ser escuchados.
Cuando llamaron a su puerta, ambos estaban listos.
Kaigaku los esperaba en el pasillo con su eterna sonrisa burlona.
—Hora de demostrar su valía. Espero que estén listos para ensuciarse las manos.
Sanemi y Obanai intercambiaron una mirada. No había vuelta atrás.
—Siempre lo estamos —respondió Obanai con su tono sereno.
Y con eso, se adentraron en la boca del lobo, listos para enfrentarse a lo que Muzan tuviera preparado.
El aire de la madrugada era denso y frío mientras Sanemi y Obanai se subían a la parte trasera de la camioneta negra que los llevaría a la entrega del cargamento. Junto a ellos iban Kaigaku y otros tres escoltas armados. La atmósfera dentro del vehículo era tensa, pero no por la misión en sí, sino por la presencia de Kaigaku, cuya expresión reflejaba diversión malintencionada.
—Bueno, bueno, tortolitos —dijo con sorna mientras revisaba el cargamento—. Espero que no estén demasiado nerviosos. Aunque, claro, si meten la pata, será la última vez que vean el amanecer.
Sanemi resopló, cruzándose de brazos.
—Solo dinos qué tenemos que hacer y deja de parlotear.
Kaigaku sonrió con burla.
—Vaya, qué impaciente. Pero está bien. Es una entrega sencilla. Solo tenemos que llegar al punto de encuentro, mostrar la mercancía y recibir el pago. No deberían arruinarlo, ¿verdad?
Obanai, como siempre, se mantuvo en silencio, observando cada detalle con la calma que lo caracterizaba.
El trayecto hasta la zona de intercambio fue relativamente corto. La camioneta se detuvo en un callejón oscuro a las afueras de la ciudad, donde los clientes ya esperaban. Eran un grupo de hombres vestidos de negro, con miradas desconfiadas y armas visibles en sus cinturones.
Kaigaku bajó primero, seguido por los escoltas.
—Bien, vamos a hacer esto rápido —dijo, y luego, con una sonrisa maliciosa, se giró hacia Obanai—. Tú, acompáñame a negociar los términos.
Sanemi sintió su mandíbula tensarse de inmediato. Clavando su mirada penetrante en el criminal. No era un simple capricho; Kaigaku lo hacía a propósito, disfrutando del mar de celos que provocaría en él.
Obanai, sin inmutarse, asintió y caminó junto a Kaigaku hacia los clientes.
Sanemi apretó los puños. Sabía que debía actuar con naturalidad recelosa, pero la forma en que Kaigaku intentaba provocarlo lo estaba poniendo al límite.
—Relájate —le susurró uno de los escoltas con una sonrisa burlona—. Seguro tu novio no te va a cambiar por otro.
Sanemi respiró hondo, obligándose a sonreír de forma tensa.
—Si no quieres que te parta los dientes, cállate.
El hombre solo rió, pero se alejó.
Mientras tanto, Obanai y Kaigaku hablaban con los clientes. Obanai se mantenía frío e impasible, explicando con voz calmada la calidad de las armas y asegurándose de que el pago estuviera en orden.
—Tu chico parece muy eficiente —comentó uno de los clientes con una sonrisa ladina—. ¿Seguro que no prefieres trabajar con nosotros?
Kaigaku rió, dándole una palmada en la espalda a Obanai.
—Nah, él está muy ocupado siendo el juguete de Sanemi.
Obanai no reaccionó, pero su mirada se afiló ligeramente.
—Solo estoy aquí para hacer el trato —respondió sin emoción—. Si ya revisaron el cargamento, terminemos esto.
El intercambio se llevó a cabo sin problemas. Los clientes entregaron el dinero y se llevaron la mercancía.
Cuando Kaigaku y Obanai regresaron a la camioneta, Sanemi los observó con una expresión neutral, aunque su mandíbula seguía tensa.
Kaigaku, disfrutando del momento, se acercó y le dio una palmada en el hombro a Sanemi.
—Tranquilo, amante celoso. Tu novio se portó bien.
Sanemi lo fulminó con la mirada, pero se contuvo.
—Vámonos de una vez.
La camioneta arrancó de regreso a la guarida.
Kaigaku se recargó contra el asiento con una sonrisa satisfecha.
—Bueno, sobrevivieron a su primera entrega. Supongo que eso significa que no son completamente inútiles.
Sanemi no respondió, pero dentro de su cabeza ya estaba planeando cómo hacer pagar a Kaigaku por su juego sucio.
Obanai, a su lado, simplemente susurró con una leve sonrisa oculta tras su bufanda:
—No valía la pena enojarse. Sabes que solo intentaba provocarte.
Sanemi gruñó por lo bajo.
—Lo sé. Pero eso no significa que no me den ganas de partirle la cara.
Obanai no dijo nada más. Solo intercambiaron una mirada silenciosa.
Sabían que Kaigaku intentaría hacerlos fallar una y otra vez. Pero si algo tenían claro, era que no permitirían que ese imbécil se interpusiera en su misión.
...
Sanemi y Obanai aprovecharon la ausencia de Kaigaku para explorar un poco más del edificio mientras desayunaban. La guarida de la mafia de Muzan era un laberinto de pasillos con diferentes estancias, desde oficinas refinadas hasta rincones oscuros donde los negocios turbios se llevaban a cabo sin disimulo.
Ambos sabían que convivir con los mafiosos era un desafío mucho mayor que leer simples expedientes. Reconocer nombres y cargos en papel era fácil, pero verlos en acción, sentir la tensión en el ambiente y medir las lealtades reales era otra historia completamente diferente.
Mientras caminaban entre los demás integrantes, Sanemi notó que algunos tenían aspecto de ejecutivos de alto nivel, vestidos con trajes finos y relojes caros, mientras que otros eran delincuentes a simple vista, con tatuajes visibles y miradas intimidantes. La mafia de Muzan no discriminaba mientras fueran útiles.
Sanemi iba unos pasos adelante cuando escuchó un golpe seco y vio de reojo a Obanai tropezar levemente con alguien. En un instante, la conversación a su alrededor pareció disminuir, como si el ambiente se tensara por un segundo.
Sanemi no tardó en reconocer al hombre con el que Obanai había chocado.
Douma.
El segundo hombre de confianza de Muzan.
Un tipo de apariencia refinada pero inquietante, con unos ojos dorados que brillaban con diversión y una sonrisa perpetua que no transmitía ni un ápice de calidez. Era peligroso. En los informes, lo describían como alguien carismático, pero letal, con una lealtad absoluta hacia Muzan y una capacidad perturbadora para manipular a cualquiera a su alrededor.
—Vaya, qué descuido el mío —dijo Douma con voz melosa, mirando a Obanai con una sonrisa entretenida—. No esperaba un encontronazo tan temprano en la mañana.
Obanai lo miró en silencio, su expresión inmutable.
—Fue mi error.
Douma inclinó la cabeza, como si analizara cada pequeño gesto de Obanai.
—Oh, no te preocupes. Es refrescante ver caras nuevas por aquí. Ustedes son los novatos, ¿no? Los "tortolitos".
Sanemi sintió un escalofrío de irritación recorrer su espalda, pero se obligó a mantener la compostura.
—Sí —respondió con voz firme—. Nos asignaron después de la prueba de admisión.
Douma observó a ambos con detenimiento, sus ojos dorados brillando con un interés casi depredador.
—Oh, Kaigaku mencionó algo sobre ustedes. Dice que tienen potencial, aunque también que son un poco... problemáticos.
Sanemi sonrió con falsa cordialidad.
—Ya sabes cómo es Kaigaku, siempre exagerando.
Douma rió suavemente, como si encontrara divertida la respuesta.
—Supongo que tendré que juzgarlo por mí mismo. Después de todo, si van a quedarse, seguramente nos veremos seguido.
Obanai mantuvo la mirada fija en Douma sin demostrar ni un atisbo de incomodidad.
—Será un honor.
Douma entrecerró los ojos por un momento antes de volver a sonreír.
—Me agradas —dijo con un tono que no dejaba claro si era una afirmación genuina o una amenaza disfrazada de amabilidad—. Espero verlos más adelante.
Con una última mirada curiosa, Douma se giró y siguió su camino, dejando a Sanemi y Obanai con una sensación de peligro latente en el aire.
Sanemi exhaló lentamente cuando Douma desapareció de su vista.
—Maldito bastardo da escalofríos.
Obanai asintió levemente.
—Es más peligroso de lo que aparenta. Hay que andarnos con cuidado.
Sanemi apretó los puños.
—Si ese tipo sospecha algo de nosotros, lo sabremos demasiado tarde.
Obanai no respondió, pero ambos sabían que habían llamado la atención de una de las serpientes más venenosas de la mafia de Muzan. Y eso nunca era una buena señal.
Continuará....
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro