Capítulo 12: Coartada Perfecta.
Los camiones se alejaron del almacén en la madrugada, perdiéndose en las calles desiertas. Mercancía asegurada. Rutas establecidas. Compradores listos.
Al menos, eso creían.
La mafia no sabía que, en cada punto de entrega, la policía ya los estaba esperando.
Las intercepciones fueron rápidas, precisas, sin margen para errores. Los agentes encubiertos cayeron sobre los transportistas como depredadores en la oscuridad. No hubo oportunidad de alertar, no hubo escapatoria.
Los camiones no llegaron a su destino.
Y en la bodega, el caos no tardó en estallar.
Kaigaku fue el primero en notar que algo estaba mal. Sus llamadas a los conductores fueron recibidas por el silencio. Su ceño se frunció con una furia contenida mientras su mirada viajaba entre los presentes hasta detenerse en Obanai.
—¿Qué demonios hiciste? —su voz era un filo envenenado.
Obanai no pestañeó.
—Organizar la carga, como siempre. ¿Acaso me viste manejando los camiones?
Pero su compostura no apagó la creciente sospecha. Era el único a cargo de la logística, el único que podía haber filtrado información.
Akaza no tardó en tomar cartas en el asunto.
—Revisen sus cosas.
La orden cayó como una sentencia.
Un par de hombres se movieron de inmediato, hurgando en sus bolsillos, en su chaqueta, cada rincón de su ropa con manos demasiado ansiosas. Obanai sintió los dedos invasivos deslizarse por su torso, apretando más de lo necesario.
Pero no podían encontrar nada.
Porque el dispositivo ya no estaba con él.
Sanemi lo tenía.
Obanai sintió una presión en el pecho cuando lo vio al otro lado del almacén, con los puños apretados y una expresión que solo él sabía leer. Pero antes de que pudiera moverse, Akaza le bloqueó el paso.
—Tranquilo. —Su voz era calmada, pero su mirada era pura advertencia—. No queremos escenas innecesarias, ¿verdad?
Sanemi apretó los dientes y su mandíbula se marcó con tensión. No era por la situación. Era por los hombres que aún tocaban a Obanai.
Cuando la inspección terminó, los revisores intercambiaron miradas y negaron con la cabeza.
—Nada.
El ambiente no se alivió. Kaigaku apretó la mandíbula, sus nudillos crujieron cuando cerró los puños.
—No me trago esta mierda.
Akaza lo miró fijamente por un largo segundo antes de exhalar con un dejo de fastidio. Su furia no era evidente, pero ardía en el aire como una brasa encendida.
—No tenemos pruebas.
Pero la duda estaba plantada. Y en la mafia, la duda era un veneno lento.
Antes de que la tensión explotara, un mensajero irrumpió en la puerta. Su respiración agitada. Su tono urgente.
—Muzan quiere verte.
Silencio.
El aire se volvió espeso, sofocante.
Akaza no se inmutó. No hizo preguntas. Sabía por qué lo llamaban.
Había fallado.
Y en esta organización, las fallas se pagaban con sangre.
Sin decir nada más, se giró y salió del almacén.
Obanai apenas tuvo tiempo de parpadear antes de que Sanemi apareciera a su lado, moviéndose con la farsa de una pareja preocupada.
Pero la rigidez en su agarre sobre su muñeca delataba que esto no era una simple actuación.
Obanai le lanzó una mirada afilada.
—¿Qué pasa contigo?
Sanemi sonrió, pero en sus ojos no había diversión.
—¿Te gustó que te metieran las manos encima?
Obanai chasqueó la lengua, fingiendo desinterés.
—No me hagas escenitas, Shimazugawa.
Sanemi lo atrajo más cerca, su aliento rozando la piel de su cuello. No como una caricia. Como una amenaza.
—Podría hacerte la escena que quieras, amor.
Su tono era bajo, ronco, con un filo que Obanai sintió más de lo que quería admitir.
Las llamas de la desconfianza y los celos ardían en ambos.
Habían ganado esta batalla, pero la guerra apenas comenzaba.
Akaza estaba de rodillas en el centro de la habitación, su cuerpo rígido, la cabeza baja en una reverencia obligada. El aire era denso, sofocante, cargado con una presión tan brutal que le hacía hervir la sangre en las venas.
Frente a él, Muzan lo observaba en completo silencio.
No había ruido, no había movimiento. Solo el peso de sus ojos carmesí, dos pozos de abismo rebosantes de un desprecio puro, hirviendo con una furia contenida que amenazaba con desbordarse.
Akaza había presenciado muchas cosas en su vida. Torturas, muertes, traiciones. Pero nada le ponía la piel de gallina como el silencio de Muzan.
Ese silencio... era la antesala de algo peor.
Entonces, el demonio habló.
—Un error tan grande...
Su voz era suave, aterciopelada, casi amable.
Y eso lo hacía mil veces más aterrador.
—¿Y aún estás respirando?
Akaza mantuvo la cabeza gacha. Sabía que cualquier palabra solo empeoraría su destino. No había justificación, no había excusa.
Solo una verdad absoluta.
Había fallado.
El golpe llegó sin advertencia.
Explosivo. Arrollador.
El impacto fue tan brutal que sintió sus costillas crujir cuando el pie de Muzan se hundió en su costado como una lanza perforando carne viva.
No tuvo tiempo de reaccionar.
El mundo se inclinó y su cuerpo salió despedido como un muñeco roto, estrellándose contra el suelo de piedra con un ruido sordo y húmedo.
Dolor.
El aire le abandonó los pulmones en un jadeo ahogado. Pero no gritó. No podía.
A duras penas, apoyó una mano temblorosa en el suelo, intentando enderezarse.
—¿Quién te traicionó?
La voz de Muzan no había cambiado en lo más mínimo. Seguía tranquila, paciente, como si estuviera preguntando algo trivial.
Pero Akaza sabía lo que realmente quería decir.
"Dame un nombre o te arrancaré la piel con mis propias manos."
Apretó los dientes con fuerza, sintiendo el sabor metálico de la sangre llenar su boca.
No lo sabía.
Pero tenía que averiguarlo.
Pronto.
Un sonido rompió la tensión.
Un leve roce de tela.
Una figura emergió desde la penumbra, avanzando con pasos sigilosos y medidos.
Nakime.
Su largo cabello oscuro caía en cortinas alrededor de su rostro pálido, los ojos entornados con la eterna serenidad de quien observa desde las sombras.
Cuando habló, su tono fue suave, pero inconfundible.
—Tenemos un enemigo dentro de la organización.
Muzan giró la cabeza lentamente hacia ella.
—¿Tienes un nombre?
Nakime negó con lentitud, su mirada fija en el suelo.
—Aún no. Pero no descansaremos hasta encontrarlo.
El silencio que siguió fue peor que cualquier golpe.
Entonces, Muzan sonrió.
Pero no era un gesto amable.
Era la sonrisa de un verdugo antes de bajar la hoja.
—Más te vale.
Había promesas en esas palabras.
No de victoria.
Sino de dolor.
Akaza cerró los ojos por un breve momento.
Sabía lo que venía después.
Alguien iba a pagar por esto.
Con su vida.
Akaza salió de la oficina con pasos pesados, su mandíbula tensa y el sabor metálico de la sangre en su boca. Cada latido en sus costillas dolía como un recordatorio de su fracaso. Pero lo que más le dolía no era el castigo físico.
Era la humillación. Alguien dentro de la mafia había filtrado información. Y lo descubriría.
Mientras tanto, Nakime permaneció dentro de la oficina, su postura serena a pesar de la tensión en el aire.
—Encuentra a la rata. —Muzan no necesitó levantar la voz. Su orden era absoluta.
Nakime asintió con una leve inclinación de cabeza.
—Ya he comenzado.
Sin más palabras, giró sobre sus talones y desapareció en la oscuridad.
Obanai y Sanemi sabían que el ambiente se había vuelto más peligroso que nunca. La mirada de Kaigaku seguía puesta en ellos, analizando cada uno de sus movimientos.
Sanemi, con su acostumbrado descaro, estiró los brazos con pereza, como si todo el asunto no le preocupara en lo más mínimo.
—Vaya, parece que alguien la cagó feo.
Obanai no respondió, pero su mirada se cruzó fugazmente con la de Sanemi. Un intercambio silencioso, una advertencia muda.
Tienen sospechas.
Sabían que la mafia no descansaría hasta encontrar a la rata. Y aunque no había pruebas contra ellos, el tiempo jugaba en su contra. Por ahora, tenían que seguir con su papel.
Actuar con naturalidad. Mantenerse un paso adelante. Y, sobre todo...
No cometer ni un solo error.
...
El agua caía con fuerza, golpeando su piel con un calor abrasador. El vapor llenaba la ducha como un manto sofocante, pegajoso, envolviéndolo en una sensación irreal.
Obanai mantuvo los ojos cerrados, dejando que el agua deslizara por su cuerpo, arrastrando consigo el peso del día. Sabía que Sanemi vendría. Sabía que estaba furioso por el riesgo que había tomado. Solo.
No tuvo que esperar mucho.
La puerta se abrió de golpe.
Un estruendo, seguido por pasos firmes y decididos. El aire cambió. Lo sintió de inmediato, como si la temperatura de la habitación bajara al instante.
Sanemi.
Su presencia era un torbellino de furia contenida, un trueno antes de la tormenta.
—¿¡Estás jodidamente loco!? —La voz de Sanemi rugió en el reducido espacio, rasgando el aire con pura rabia.
Obanai no se movió. No abrió los ojos. No reaccionó.
—No había tiempo para esperar. Alguien debía hacerlo.
Su tono fue tranquilo. Demasiado tranquilo. Como si la vida que casi perdió no fuera más que una simple apuesta en un juego al que estaba condenado a perder.
Sanemi sintió cómo algo dentro de él se rompía de la frustración. De la desesperación.
—¡Te pudiste haber jodido, idiota!
No lo pensó. No lo dudó.
Se metió bajo el agua sin vacilar, la tela de su ropa pegándose a su piel en un instante, empapándose por completo. El agua caliente le quemaba, pero el fuego dentro de su pecho ardía más fuerte.
Tenía que hacerlo reaccionar.
Tenía que hacerlo sentir.
Lo agarró por los hombros y lo empujó contra la pared de la ducha.
La cerámica fría chocó con su espalda, y por primera vez, Obanai respiró hondo.
Sus rostros quedaron a centímetros de distancia, el vapor envolviéndolos en una burbuja que solo pertenecía a ellos.
—Tienes que dejar de actuar como si tu vida no importara.
Obanai finalmente abrió los ojos.
Sanemi se quedó sin aliento.
Los conocía bien, esos ojos. Siempre afilados, calculadores, vacíos de cualquier emoción real. Pero en ese instante, bajo la luz tenue del baño, con las gotas deslizándose por su piel, había algo más.
Algo que no quería nombrar.
Sanemi no lo soltó.
No podía.
La piel de Obanai ardía bajo sus dedos. Lo sentía respirar, lo sentía tan cerca que si inclinaba el rostro un poco más...
—No estoy en esto para sobrevivir, Sanemi. —Su voz era baja, apenas un murmullo entre el rugir del agua—. Estoy en esto para acabar con ellos.
Las palabras encendieron algo en el albino. Un fuego salvaje, violento.
Lo empujó otra vez. Más fuerte. Más desesperado.
Su frente chocó contra la de Obanai, y de pronto, el mundo se redujo a ese único punto de contacto.
Calor.
Peligro.
Sanemi apretó la mandíbula, su respiración pesada contra los labios ajenos.
—No vuelvas a hacerme esto. —Su voz descendió, pero la intensidad no hizo más que crecer—. No vuelvas a ponerte en riesgo así.
Obanai no parpadeó. Solo lo miró.
—Ambos vamos a salir con vida de esta mierda. —Los dedos de Sanemi se hundieron en su piel—. No te atrevas a sacrificarte.
El silencio que siguió no fue paz.
Fue una guerra silenciosa.
El agua seguía cayendo en cascadas sobre ellos, empapándolos por completo, pero ninguno se movió. El calor era insoportable. La cercanía, intoxicante.
Sanemi podía sentir su respiración, podía ver la gota de agua deslizarse desde la mejilla de Obanai hasta sus labios entreabiertos. Podía verlo tragarse sus propias emociones, fingir que no estaba sintiendo lo mismo.
Era un maldito mentiroso.
Y Sanemi también.
Si se inclinaba solo un poco...
Obanai finalmente suspiró, y el sonido fue un golpe directo a su autocontrol.
—Bien.
Sanemi lo soltó.
Pero no se alejó.
No podía.
El peligro seguía acechando. El mundo afuera era un infierno.
Pero aquí, en esta pequeña ducha, bajo el agua caliente, con el vapor nublando sus pensamientos...
La única certeza que tenían era que solo podían confiar el uno en el otro.
Los golpes en la puerta fueron secos. Tres, cuatro impactos fuertes, demandantes, inconfundibles.
Sanemi y Obanai se congelaron.
Mierda.
El sonido de varias voces al otro lado confirmó lo peor: Kaigaku no estaba solo.
El aire se volvió denso, sofocante. El agua aún caía en la ducha, golpeando la cerámica en un eco lejano, pero ambos sabían que el verdadero peligro estaba tras la puerta. No había escapatoria.
Sanemi reaccionó primero. Se movió con la rapidez de alguien acostumbrado a reaccionar bajo fuego, a no pensar demasiado cuando la situación exigía acción. Salió de la ducha de un solo movimiento, sin importar el agua goteando de su cuerpo ni la forma en que la ropa mojada se pegaba como una segunda piel. El frío golpeó su piel desnuda, pero su mente estaba en otra parte.
Obanai apenas tuvo tiempo de enrollarse la bata antes de que la puerta se abriera de golpe.
Kaigaku entró sin permiso, sin tacto, sin vergüenza.
Su expresión, la misma de siempre: fastidio teñido con un retorcido placer. Detrás de él, dos hombres de rostros pétreos lo seguían, inspeccionando la habitación con meticulosidad enfermiza. Olfateaban el peligro, buscaban algo, cualquier cosa, cualquier pista.
Kaigaku no era estúpido. Y eso era un problema.
Sus ojos brillaron con burla cuando vio a Sanemi, aún goteando, con el cabello pegado a la frente. Pero no solo era burla. Había otra cosa ahí. Algo que lo hizo peligroso.
Sospecha.
—¿Qué carajo es esto? —preguntó con sorna, recorriendo la escena con la mirada, como un depredador evaluando su caza.
Sanemi le devolvió una mirada asesina. Cargada de rabia, cargada de advertencias.
—¿Tienes algún puto problema?
Kaigaku sonrió, la malicia bailando en sus ojos.
—Tengo varios. —Se cruzó de brazos y echó un vistazo a la habitación, sin perderse un solo detalle—. Y uno de ellos es que alguien está filtrando información, ¿no crees?
El ambiente se tensó como una cuerda a punto de romperse.
Obanai salió del baño con pasos medidos, controlando cada fibra de su cuerpo. La bata le quedaba ajustada, su rostro permanecía sereno, pero su mente trabajaba rápido.
Kaigaku lo miró con el ceño fruncido.
—Qué conveniente.
Dio un paso adelante. La amenaza en su voz se filtró en el aire, como veneno, como un filo afilándose antes del golpe.
—El encargado del depósito, el que maneja las entregas... y de pronto la policía aparece en los puntos exactos.
Y sin previo aviso, su puño se alzó.
El golpe jamás llegó a destino.
Sanemi se interpuso sin dudarlo.
Su antebrazo bloqueó el impacto con un golpe seco, el sonido del choque resonando en la habitación. Los músculos de su brazo se tensaron como acero, su mandíbula apretada en un gesto que no dejaba espacio para segundas oportunidades.
Kaigaku apretó los dientes.
—Si lo tocas otra vez, te rompo la puta mandíbula.
Cada palabra era una amenaza desnuda. Una promesa de violencia contenida, de huesos rotos y sangre derramada.
Kaigaku bufó, pero no retrocedió.
—No te metas, Shinazugawa.
Sanemi sonrió, pero no fue un gesto amable. Fue un filo bajo la luz tenue de la habitación.
—Me meto si tocas a mi pareja.
El aire se volvió sofocante. Como si las palabras hubieran cambiado la gravedad en la habitación.
Obanai no se movió. No apartó la vista de Sanemi. Podía sentirlo en su vientre: esa sacudida, ese tirón profundo e inconfesable.
Kaigaku chasqueó la lengua, claramente irritado.
—¿Entonces tienes otra teoría? —demandó, señalando a Obanai con un movimiento de cabeza—. Dame un puto motivo para no destrozarlo ahora mismo.
Sanemi inclinó la cabeza, su sonrisa volviéndose más afilada. Como un depredador disfrutando el juego.
—Uno de los traidores que torturaron ayer mencionó un nombre.
Kaigaku parpadeó.
—¿Qué?
Sanemi dio un paso adelante, la presión de su presencia palpable, implacable.
—No estaba del todo claro, pero lo suficiente para levantar sospechas. —Su voz era baja, controlada, letal—. Alguien que trabaja para Douma y Akaza ha estado filtrando información por su cuenta.
Kaigaku entrecerró los ojos.
Obanai, en silencio, ocultó su alivio tras una máscara de indiferencia.
Sanemi no había dudado. No había titubeado. Había lanzado la carnada sin una sola grieta en su mentira.
Y la semilla de la duda estaba sembrada.
Kaigaku lo fulminó con la mirada.
El resto de los hombres intercambiaron miradas entre sí. El equilibrio de la sospecha había cambiado.
Finalmente, Kaigaku resopló, visiblemente irritado.
—Más te vale que no estés cubriéndolo, Sanemi. —Se giró con un movimiento brusco, sus pasos firmes y llenos de rabia—. O la próxima vez, no lo voy a dejar pasar. Douma está muy interesado-... en el más mínimo fallo.
Y con esas palabras, él y sus hombres salieron de la habitación, dejando tras de sí una atmósfera cargada de peligro y promesas no dichas.
El silencio se estiró.
Obanai exhaló lentamente.
No le temblaron las manos. No dejó que se notara lo cerca que habían estado.
Sanemi se pasó una mano por el cabello húmedo y lo miró de reojo.
No había ira en su mirada. Solo determinación feroz.
—Nos toca jugar más sucio.
Obanai dejó que una media sonrisa se curvara en sus labios. Sanemi no tenía idea de cuánto le gustaba escucharlo decir eso.
—Siempre estuve de acuerdo con eso.
Y esta vez, cuando Sanemi lo miró, se permitió sostener su mirada un poco más de lo necesario.
Continuará....
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