Capítulo 10: Los Engranajes del Infierno Se Mueven.
⚠️Se tratarán temas sensibles ⚠️
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El alba trajo consigo una despedida silenciosa.
Sanemi ajustó los guantes de cuero en sus manos mientras Obanai lo observaba desde la puerta. No había palabras innecesarias entre ellos, solo una mirada cargada de significado. Sabían lo que estaba en juego.
La misión de Sanemi lo llevaría lejos de la seguridad relativa que habían construido juntos dentro de la organización, mientras que Obanai debía encargarse de recibir un cargamento demasiado importante como para confiarlo a otros.
La separación era inevitable, pero perderse mutuamente no era una opción.
Sanemi inclinó apenas la cabeza en un gesto de despedida, mientras Obanai, con su habitual seriedad, sostuvo su mirada un segundo más antes de girarse y marcharse. La promesa muda flotó en el aire como un peso invisible sobre sus espaldas.
Mientras tanto, en lo más profundo del territorio de la mafia, una reunión se llevaba a cabo en las sombras.
El salón se extendía como una boca hambrienta, iluminado solo por la luz titilante de candelabros antiguos, cuya flama parecía retorcerse con cada sombra que se movía en las paredes. El aire estaba denso, impregnado de un aroma a incienso y hierro oxidado, como si la habitación misma estuviera impregnada de la sangre de aquellos que nunca salieron de ella.
En el centro, la mesa de madera oscura era un altar de conspiraciones. Siete figuras se distribuían a su alrededor, la presencia de cada una pesando sobre la estancia de formas distintas: algunas con la elegancia de depredadores refinados, otras con la brutalidad de bestias que solo sabían devorar.
Y en la cabecera, Muzan Kibutsuji.
El Rey del Crimen, el titiritero en las sombras.
Se encontraba sentado con la postura relajada de un dios que contemplaba a sus creaciones. Sus dedos se entrelazaban bajo el mentón, y sus ojos rojos, tan profundos como un abismo sin fondo, recorrieron lentamente a sus subordinados. Cuando habló, su voz fue un murmullo helado, tan suave que se sintió como una aguja deslizándose bajo la piel.
—Es hora de mover nuestras piezas.
Un silencio absoluto cayó sobre la habitación. Nadie osaba interrumpir cuando Muzan hablaba.
A su derecha, Daiki, la mujer de cabellos albinos y ojos de zafiro, sonrió con satisfacción, sus labios pintados de un rojo intenso que contrastaba con la palidez marmórea de su piel. Se recargó en una mano, dejando que su largo cabello ondeara como un velo de seda mientras su voz destilaba miel envenenada.
—¿Nos darás la oportunidad de divertirnos, Muzan-sama? —murmuró con un dejo de anticipación.
Pero no había ternura en su tono, solo un vacío calculador. Daiki era la dueña de la trata de blancas más grande del país, su red extendiéndose como un cáncer por el submundo. No solo traficaba cuerpos, sino almas. Rompía a las mujeres hasta que ya no recordaban sus nombres y las vendía como muñecas de porcelana. A veces, cuando se aburría, simplemente las destruía.
Gyutaro se echó hacia atrás en su asiento, dejando escapar una risa gutural que parecía un carraspeo malsano. Sus dientes podridos se mostraron en una sonrisa torcida, y sus ojos hundidos brillaban con una lujuria que no tenía nada que ver con el placer y todo que ver con el dolor.
—Mientras me den algo que destripar, no tengo objeciones —su voz era áspera, plagada de un sadismo primitivo.
No había muchos hombres que pudieran mirar a Gyutaro y no sentir arcadas. Su piel cicatrizada, su hedor a podredumbre, su aura de rencor acumulado lo hacían una visión nauseabunda. Pero lo peor no era su aspecto, sino su talento: nadie hacía sufrir como él. Podía mantener viva a una víctima días, semanas, meses. Solo porque le divertía ver qué tan lejos podía llegar antes de que finalmente imploraran la muerte.
Frente a él, Nakime permanecía en silencio.
Su postura erguida, sus dedos deslizándose suavemente por las cuerdas de su biwa, dejando escapar una melodía disonante, perturbadora. No necesitaba palabras para hacer temblar la piel de los demás. Su talento era la información, el control absoluto de cada escondite, cada transacción, cada traición dentro de la organización. Si alguien huía, ella lo encontraba. Si alguien traicionaba, ella los hacía desaparecer en su laberinto sin salida.
A un lado, Akaza permanecía de brazos cruzados, con la mandíbula tensa. Su desdén estaba dirigido a una figura en particular: Douma.
El hombre de cabello bicolor sonrió con la ligereza de alguien que jamás ha sentido el peso del remordimiento. Apoyó la mejilla en su mano, sus ojos dorados resplandeciendo con diversión insana.
—Akaza-dono, ¿por qué esa cara tan seria? —canturreó, entrecerrando los ojos—. Relájate un poco, todo esto es solo parte del juego.
Akaza no respondió. Odiaba a Douma. No por su apariencia de ángel caído, ni por su actitud despreocupada, sino porque sabía la verdad sobre él. Douma no era solo un asesino. No era solo un hombre despiadado. Era vacío.
Se deslizaba en la vida como si todo fuera una broma cósmica, matando no por placer, no por odio, sino por aburrimiento. Sus seguidores lo adoraban como un mesías, las mujeres lo seguían hasta los rincones más oscuros sin saber que lo último que verían sería su sonrisa teñida de sangre.
Por último, en el extremo de la mesa, Kokushibo permanecía inmóvil.
Su largo cabello oscuro caía sobre parte de su rostro, ocultando la mayor parte de su expresión, pero sus ojos escudriñaban la sala con la paciencia de un depredador ancestral. Su sola presencia hacía que incluso Douma midiera sus palabras.
—No podemos permitir errores —su voz era grave, profunda, con un tono que resonaba en los huesos de quienes lo escuchaban.
Muzan asintió con calma. La satisfacción brillaba en sus ojos como una estrella oscura a punto de devorar el cielo.
—Cada uno de ustedes tiene un papel en lo que viene. No toleraré fallos.
El aire se volvió más pesado. La oscuridad que yacía en esa sala era tan densa que parecía filtrarse en las paredes, en el suelo, en la médula de cualquiera que estuviera lo suficientemente cerca.
Afuera, en el mundo real, Obanai y Sanemi jugaban a la supervivencia, fingiendo un amor que no existía para sostener una tapadera que pendía de un hilo.
Pero aquí, en esta sala, en la cumbre del crimen organizado, los hilos de una nueva masacre ya estaban siendo tejidos.
No había escapatoria.
No había redención.
Solo había un abismo que continuaba creciendo, engullendo todo a su paso, y en su centro, Muzan sonreía.
La reunión finalizó con un solo mandato: es hora de cazar.
Sin necesidad de más palabras, los seis lugartenientes se levantaron de sus asientos y abandonaron la sala con la naturalidad de depredadores dispersándose para la cacería.
Douma fue el primero en moverse, estirando los brazos por encima de su cabeza con la indolencia de un felino satisfecho. Su sonrisa permaneció intacta, la misma expresión despreocupada de alguien que nunca ha sentido el más mínimo temor. Antes de desaparecer en el pasillo, se tomó la libertad de susurrar una melodía burlona, como si todo esto no fuera más que un espectáculo montado solo para su entretenimiento.
Daiki intercambió una mirada cargada de un entendimiento perverso con Gyutaro. No necesitaron hablar. Ella se desvaneció en la penumbra con la elegancia de un perfume letal, mientras él se retiraba con su andar encorvado, rascándose el cuello con esos dedos huesudos, la risa entrecortada de un hombre que disfrutaba demasiado su trabajo.
Nakime, sin hacer el menor sonido, se fundió en las sombras, su presencia evaporándose con la misma facilidad con la que hacía desaparecer a sus enemigos. Cuando ella se iba, era como si nunca hubiera estado allí.
Pero Akaza no se movió.
Muzan lo notó sin siquiera mirarlo.
—¿Qué ocurre, Akaza? —su voz fue un murmullo de terciopelo frío, sus dedos tamborileando con calma sobre la mesa. El ritmo era lento, paciente. El latido de algo antiguo y voraz.
El pelirrojo apretó los puños. Sus nudillos crujieron.
—No confío en Douma —gruñó—. Ni en su método.
Muzan sonrió. Una mueca breve, apenas una sombra de emoción, pero en sus ojos carmesí solo había vacío.
—No necesitas confiar en él —susurró—. Solo necesitas asegurarte de que no convierta mi obra en un desastre.
La respuesta flotó en el aire, como veneno disolviéndose en agua.
Akaza no respondió de inmediato. Sabía lo que esas palabras significaban. No era una advertencia, ni una simple orden. Era una sentencia. Si Douma desviaba el curso, él lo corregiría. Con sus propias manos.
Finalmente, con un leve asentimiento, giró sobre sus talones y salió.
Afuera, la noche de Tokio brillaba con luces de neón y pecados disfrazados de promesas. La sangre, la traición y el horror estaban a punto de derramarse sobre la ciudad.
Era hora de cumplir con la misión.
Las luces de neón titilaban en la distancia, reflejándose en los charcos sucios de un callejón mientras la ciudad respiraba su corrupción habitual. Sanemi caminaba con las manos en los bolsillos, sus botas resonando sobre el pavimento húmedo.
Lo estaban siguiendo.
Lo había notado en la esquina anterior, en el reflejo sucio de un escaparate, en la leve sombra que se desplazaba a destiempo con el murmullo de la calle. Demasiado torpe. Demasiado obvio.
El albino sonrió con burla y tomó un desvío a la izquierda, llevándose un cigarro a los labios con calma estudiada. Su perseguidor cayó en la trampa, creyendo que Sanemi no lo había notado. Un error fatal.
Cuando la figura cruzó la esquina, Sanemi se giró con la velocidad de una víbora. En un parpadeo, su mano se cerró en la garganta del hombre y lo estampó contra la pared húmeda del callejón.
—No eres muy bueno en esto, ¿eh? —susurró, exhalando una bocanada de humo en su rostro.
El tipo forcejeó, con los ojos desorbitados, intentando sacar algo del bolsillo de su chaqueta. Mala idea. Sanemi le torció la muñeca con un chasquido seco. El grito quedó atrapado en su garganta, como si su propio cuerpo se negara a delatarlo.
—¿Quién te envió? —el tono de Sanemi bajó, transformándose en un filo peligroso.
El hombre jadeó, sus pupilas buscando desesperadas una salida que no existía.
—S-Solo... sigo órdenes —tragó saliva con esfuerzo—. Douma quiere asegurarse de que estés haciendo bien tu trabajo.
El nombre retumbó en la cabeza de Sanemi como una alarma. Así que ese maldito ya empezaba a mover sus piezas.
Sanemi afiló la mirada, sintiendo el ardor de la adrenalina recorriéndole la espalda. ¿Desde cuándo los estaban observando? ¿Desde cuándo Douma dudaba de ellos?¿Que diablos queria de ellos?
Empujó al hombre con fuerza, viendo cómo se encogía en su sitio.
—Dile a Douma que no necesito niñeras —espetó, cada palabra impregnada de desdén.
El tipo asintió frenéticamente, temblando. Sabía que si Douma lo había mandado, también significaba que su vida no valía demasiado.
Sanemi lo soltó de golpe.
—Lárgate antes de que cambie de opinión.
El hombre no esperó dos veces. Se tambaleó hacia la salida del callejón, desvaneciéndose entre la multitud como un fantasma al que le habían concedido una segunda oportunidad.
Sanemi permaneció en su sitio, encendiendo otro cigarro con un gesto mecánico.
Si Douma estaba metiendo sus narices en su misión, significaba que alguien ya estaba sospechando.
No podía perder más tiempo.
Tenía que advertir a Obanai.
El aire dentro de la bodega olía a óxido y a muerte en reposo. Un hedor espeso flotaba en el ambiente, impregnando cada resquicio de metal corroído, cada grieta en el concreto. La penumbra era interrumpida por una única bombilla parpadeante, un ojo amarillo y moribundo que parecía disfrutar de la podredumbre que iluminaba.
Obanai esperaba con los brazos cruzados, la tensión latiendo en su mandíbula. Había estado en suficientes transacciones como para conocer la rutina, pero algo en esta noche lo carcomía desde adentro. Algo andaba mal.
El eco de motores rugió en la distancia. Pronto, las puertas de la bodega se deslizaron con un quejido metálico y la silueta de un camión emergió de la negrura.
Los neumáticos chirriaron cuando el vehículo se detuvo en seco. Dos hombres bajaron de la cabina, intercambiando miradas de complicidad podrida. Sin palabras, fueron hasta la parte trasera y golpearon el metal con los nudillos.
Un sonido sordo respondió desde adentro.
No un eco.
No el sonido de armas apiladas.
No el tintineo de drogas en su envoltura de plástico.
Obanai se irguió cuando el primer candado se abrió con un chasquido seco.
Los hombres tomaron cada lado de las puertas y, con un tirón, las abrieron de par en par.
La pestilencia golpeó primero. Una mezcla de sudor, desesperación y algo más agrio: miedo destilado, encierro prolongado, la humanidad reducida a un animal acorralado.
Pero lo peor fue cuando sus ojos se ajustaron a la penumbra del interior del contenedor.
No eran armas.
No eran drogas.
Eran personas.
Cuerpos amontonados como si fueran mercancía barata, con los labios secos, la piel marcada por moretones viejos y nuevos. Atados. Amordazados. Algunos demasiado débiles para reaccionar, otros con los ojos abiertos de par en par, fijos en él con la mirada de alguien que ya ha entendido que está muerto.
Obanai sintió cómo su estómago se revolvía en un nudo de bilis y asco.
Trata de personas.
Esta era la "mercancía especial" que Muzan quería mover.
Uno de los hombres silbó con diversión, apoyándose contra el camión.
—Lote fresco. La mayoría importados —soltó con la facilidad de quien habla de frutas en el mercado—. Algunos todavía pelean, pero nada que un par de semanas sin agua no solucione.
Otro rió con una tos grave, encendiendo un cigarrillo.
—Hay demanda. Este mes las apuestas están altas. Especialmente para los nuevos.
Obanai sintió un espasmo involuntario en la mandíbula, los músculos tensándose hasta doler. Cada fibra de su ser le exigía moverse, hacer algo. Pero su máscara no podía romperse.
No aquí. No ahora.
—¿Qué tan rápido deben moverse? —preguntó con una calma forzada, su voz sonando más hueca de lo que pretendía.
El hombre exhaló una bocanada de humo y sonrió con los dientes amarillos.
—Para mañana en la noche, todos tendrán dueño.
La palabra le repugnó. Dueño.
La boca de Obanai se secó. Su sangre hervía, su piel le picaba con una ansiedad asesina.
Él estaba en el maldito centro de la operación.
Y no había peor infierno que este.
Continuará....
TN: 😔
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