Prólogo
— Suéltame ahora mismo — demandé, mirando esos ojos claros que tanto me habían fascinado desde el día que lo conocí mientras tiraba del brazo que él retenía con su mano —. Por favor — le pedí, viendo que no me hacía caso.
En lugar de soltarme, su agarre se hizo más fuerte, llegando incluso a hacerme daño al retorcerme ligeramente el brazo.
Le miré, aterrorizada y dolida por aquel cambio brusco de actitud que había tomado. Nunca sabía por dónde iba a salir, era muy imprevisible y eso siempre me había gustado de su personalidad, pero no en ese momento.
El corazón me iba a mil, tenía miedo y sabía que él era capaz de notarlo, pero parecía darle igual. Nunca lo había visto así y en ese momento habría preferido no haberle visto en absoluto, habría preferido que nunca se hubiera mudado a Lane, que nunca lo hubiera conocido.
Su rostro se mostraba impasible y cualquiera podría haber dicho que estaba calmado de no ser por su mandíbula, que estaba claramente apretada y por la expresión de sus ojos. De ellos brotaba una ira que no había visto antes, pero de la que ya me había advertido Conrad. Debería haberle hecho caso y no haber ido a aquella estúpida fiesta, mucho menos haberme quedado a recoger las cosas.
— Deja de resistirte, Adeline — me pidió con un tono de voz ronco que me hizo estremecer —. Todavía no he acabado contigo — prosiguió, tirando de mí hasta hacerme chocar contra su pecho.
Aquella situación me hizo sentir como un conejo a punto de ser devorado por un zorro, y es que no se podía definir de otra manera a los Reed. Los tres eran increíblemente listos, ambiciosos y astutos, mientras que yo... Para qué mentir, yo era igual, pero en ese momento no me sentía para nada un zorro.
— Suéltame o gritaré — le espeté, antes de que me tapara la boca con su mano, mientras yo forcejeaba para intentar zafarme de su agarre, aunque parecía en vano.
Él obviamente era mucho más fuerte que yo, además de alto. Malditos genes de minion y maldita yo por haberme metido en aquel lío. Y todo por mi estúpida curiosidad. Pero claro, ¿quién le dice que no a un buen chisme? Obviamente yo no.
Escuché los pasos de alguien que parecía subir por las escaleras, pero no me fijé en quién era. No había tiempo para hacerle caso a mi curiosidad.
Aproveché el momento en el que él giró su cabeza hacia el invitado inesperado para asestarle un buen rodillazo en la entrepierna. En cuanto sus brazos se debilitaron por el dolor y me soltó para arrodillarse en el suelo, me separé de él para salir corriendo por la puerta principal.
— ¡No vuelvas a dirigirme la palabra en tu vida! — le grité mientras avanzaba, sin contar con los pequeños escalones que daban al jardín.
Mi pie y mi mente no tomaron el mismo camino y en un abrir y cerrar de ojos acabé fuera de la casa, pero no como hubiera querido. Mi tobillo se torció al bajar mal el primer escalón y caí rodando hasta el suelo, dándome un golpe bastante feo en la cabeza, que acabó por marearme y dejarme tirada en el jardín. Al menos la hierba olía bien, como a césped recién cortado, debieron de haber hecho las tareas de jardinería hacía relativamente poco.
Noté una gota resbalando por mi cabeza, lo que me hizo salir de mis pensamientos. Me llevé la mano a la frente y me la puse ante mis ojos, asustándome al ver sangre.
— ¡Blair! — escuché, pero no pude ver de dónde procedía la voz. Intenté levantarme pero mi cuerpo parecía no querer responder a las órdenes que mandaba mi cerebro.
De repente empecé a tener muchísimo sueño y mis párpados empezaron a pesar. ¿Desde cuándo tenía ladrillos en los ojos? No quería dormirme, tenía que volver a casa. No tardaría mucho, solo tenía que cruzar la calle o gritar el nombre de Conrad. Seguro que a aquella distancia me escucharía, aún más con el silencio de la madrugada. Sin embargo, mi voz tampoco parecía querer hacer caso de lo que necesitaba mi cerebro.
Miré el cielo algo atontada mientras mi mente se dejaba llevar por mis pensamientos sin sentido. ¿Desde cuándo las estrellas daban vueltas? A decir verdad era muy bonito aquel torbellino de luces que pasaba ante mis ojos, pero se fue apagando a medida que dejaba de ver. Era imposible ganar aquella batalla contra el sueño.
Yo no era de aquellas personas que se dan por vencidas a la primera de cambio, pero eran las seis de la mañana aproximadamente y todo mi cuerpo pedía a gritos un descanso.
Lo último que vi antes de quedarme inconsciente fueron aquellos ojos claros que tanta alegría y dolor me habían causado. Me vi reflejada en ellos, antes de que todo a mi alrededor se volviera negro y que mis oídos dejaran de captar a dos voces que parecían llamarme desesperadamente.
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