Un dulce amor de verano
Por RavenYoru
Llevaba días espiándolo cada vez que bajaba a la playa, pero nunca se atrevía a decirle nada.
No sabía qué era lo que le pasaba exactamente con ese chico. Había algo en él que le llamaba poderosamente la atención, pero no estaba seguro de qué era ese algo.
Sus padres tenían una casa de verano en un pueblo turístico llamado San Gregorio. Ellos estaban deseando salir de vacaciones para disfrutar de la paz que se respiraba allí, peor para Jonathan, un chico de diecisiete años, no era tan divertido pasar un mes entero conviviendo con sus padres y ahora su hermana recién nacida, que por cierto, no paraba de llorar durante las noches.
No es que no disfrutara de la compañía de sus padres, a veces se divertía con ellos, los amaba aunque viviera llevándoles la contraria, pero era adolescente, y a los adolescentes no les gustaba estar lejos de su hábitat natural.
Así que, para él, las vacaciones en San Gregorio eran bastante aburridas. Pero eso cambió el día que conoció a ese chico.
Ese chico.
A simple vista parecía un muchacho como cualquier otro, pero para Jonathan era lo más hermoso que había visto en todos los años que tenía de vida.
Más hermoso que una chica. Más hermoso que otros chicos. Su belleza era única. Todo él lo era.
Desde luego, Jonathan se sentía un idiota por estar pensando todo eso mientras lo espiaba. Pero su fuerte nunca fue ser romántico, quizás por eso nunca pudo tener novia. Bueno, tal vez por eso y porque nunca en su vida sintió atracción por ninguna chica, ni por nadie en realidad.
Pero ese chico...
Ese chico.
Se bañaba desnudo en el río como si fuera el único habitante del pueblo. Como si las olas se hubieran llevado su vergüenza. Luego salía y se tumbaba boca arriba sobre una roca entibiada por el sol, y allí dormía la siesta.
En un par de ocasiones también lo había visto pescar sentado en la roca sobre su camiseta, desnudo, con un sombrero de paja y la caña de pescar entre las manos.
Era extraño. O quizás Jonathan lo era. Tal vez él era un bicho de ciudad que no estaba acostumbrado a la vida de pueblo. Pero llevaba años yendo con sus padres a San Gregorio, y nunca en su vida había visto a un pueblerino haciendo lo que hacía este chico.
—Sé que me estás viendo.
Su voz, átona, suave y rasposa, voló con el viento para acariciar sus oídos.
Jonathan sintió pánico.
Al principio no dijo nada, ni siquiera intentó salir de su escondite. Pero cuando la voz de ese chico volvió a escucharse, no tuvo más remedio que dejarse ver.
—¿Qué estás haciendo ahí? —le preguntó con una sonrisa.
Sus dientes no eran perfectos, pero su sonrisa era radiante y dulce.
—¿Yo? Yo, eh... Nada. ¿Qué voy a estar haciendo? Nada, solo vine a la playa.
—Llevas una semana espiándome.
A Jonathan ni siquiera le salían las palabras.
—Esp- ¿qué?¿Espiándote? Por favor, yo no... Por favor. Estoy en la playa, es un lugar público. Cualquiera puede estar aquí.
Observó de reojo mientras el chico se colocaba los shorts de baño, luego bajaba cuidadosamente de la roca. El viento meció su cabello oscuro cuando caminó hacia él. Segundos que para Jonathan fueron eternos.
—Soy Endi, mucho gusto. No eres de aquí, ¿no?
Su acento sonaba chistoso, como si todo el tiempo le pusiera énfasis a la última palabra.
—Vengo todos los años con mis padres a vacacionar.
—¿Tienen casa o alquilan?
—Tenemos casa, está cerca del parador.
—Oh, ¿la Bella Madre es de ustedes?
Jonathan asintió.
Los pueblerinos tenían la costumbre de ponerle nombre a sus casas. De esa forma se identificaban.
—Es una casa muy linda. Está en el mejor punto del pueblo. Y también en el más peligroso.
—¿Tú crees?
—El río lleva mucho tiempo sin crecer, de hecho, ahora estamos pasando por un decrecimiento bastante fuerte. Pero si sube, el agua probablemente llegue hasta la Bella Madre.
—Nunca nos ha pasado.
—Eso es bueno. Oye, ¿los citadinos tienen la costumbre de no presentarse cuando conocen a alguien? Ustedes son raros. Espían a la gente y tienen malos modales.
—¡Yo no te estaba...! Jonathan, me llamo Jonathan. No te estaba espiando. Tú te bañas desnudo como si la playa fuera tuya, ¿eso no es bastante raro también?
—¿Por qué? Todos estamos desnudos en algún momento de nuestras vidas. Llegamos al mundo desnudos y un montón de médicos nos ven, y manipulan nuestro cuerpo, nos dan nalgadas, nos meten un succionador por la nariz y nos vacunan. Y luego nos visten como si fuéramos un juguete. Nosotros no decidimos si queremos estar vestidos o desnudos cuando somos bebés, pero cuando creces sí puedes decidirlo.
—Entonces esa es tu excusa.
—No es una excusa. ¿Qué estás haciendo en la playa tú solo?
Sus preguntas iban demasiado rápido.
—Yo estoy... Bueno, estaba aburrido en casa y tenía calor. No tengo amigos aquí, solo a mis padres y a mi hermana, pero no cuenta porque apenas tiene un mes de nacida.
—Hay fiestas en el centro del pueblo.
—No me gustan las fiestas.
Entonces, él sonrió, y Jonathan tuvo la sensación de que su sonrisa brillaba más que el sol.
—A mí tampoco me gustan. Prefiero bañarme desnudo en la playa. ¿Quieres caminar?
Y aquella invitación fue el preludio de una tarde fantástica. Endi era un chico extraordinario. Gracioso, simpático y profundo. Era esa clase de personas que te encuentras casualmente una sola vez en la vida. Una pequeña estrella fugaz a la que debes pedirle un deseo antes de que desaparezca en la inmensidad del firmamento.
—Entonces tienes dieciséis.
—El catorce de febrero cumplo diecisiete.
—Guau, es una fecha interesante para cumplir años. Imagino que recibes doble regalo.
—No recibo ninguno en realidad. Nunca me han dado regalos por mi cumpleaños.
—¿Y por el catorce de febrero?
—Tampoco, la suerte no está de mi lado.
—Oye, pero qué es lo que desearías recibir?
Endi miró al cielo y esbozó una sonrisa. Su mirada celeste brillaba con el reflejo de la luna.
—Un beso.
—¿Un beso? ¿Nada más?
—Solo eso, un beso y nada más. ¿También vas a decir que es raro?
—No más raro que verte andar desnudo por la playa —comentó Jonathan entre risas. —. Yo si fuera tú probablemente pediría un playstation y una caja de chocolates, aunque solo con los chocolates ya me conformaría.
—Bueno, los chocolates también estarían bien, pero ese no es mi deseo principal, es como el secundario.
—Sí que eres modesto. ¿Y quién se supone que debe darte ese beso?
—No lo sé, alguien especial, supongo. Alguien que me haga sentir especial el catorce de febrero.
—¿Por ser tu cumpleaños o por ser San Valentín?
—Por ambas cosas. Solo que me haga sentir especial.
Entonces, un dejo de tristeza apareció en su mirada, como una nube gris que oscurece un día soleado.
Al inicio Jonathan pensó que el deseo de Endi era algo un poco tonto, pero a medida que fue descifrando el secreto escondido detrás de ese deseo, comprendió de inmediato lo que significaría para él recibir algo tan simple. Y es que se lo había dicho directamente: quería sentirse especial.
A él nunca se le había dado bien eso de descifrar códigos secretos, pero Endi lo había dejado bastante claro.
—Entonces... ¿Te veo mañana? —preguntó Endi cuando llegaron a la Bella Madre—. Ya no necesitas ocultarte ahora que sabes que te descubrí.
Jonathan hizo un mohín,
—¿Dónde nos vemos?
—Sabes dónde encontrarme. Siempre estoy en el mismo lugar. A ese rincón de la playa no va nadie que pueda espantarse si me ve desnudo.
Ambos se rieron.
Esa noche, Jonthan casi no pudo dormir. Estaba entusiasmado, ansioso por volver a encontrarse con Endi.
Endi. Hasta su nombre le sonaba bonito.
Así que, durante el resto de la semana todo lo que ocupaba sus pensamientos era Endi. Endi y el catorce de febrero.
Jonathan sabía perfectamente cuál era el regalo perfecto. Pero para él no era tan sencillo el asunto de regalarle una caja de chocolates y un beso a otro muchacho en San Valentín. Tal vez ese chico mágico aparentaba ser distinto a los demás, pero Jonathan todavía no sabía si su mente estaba abierta en todos los sentidos. Pero si algo había aprendido en sus cortos dieciséis, era que las oportunidades deben aprovecharse. Su madre solía decirle que nunca dejara nada por hacer, porque las cuentas pendientes se convierten en un gran peso cuando uno es adulto, y a veces, esperar que el valor llegue solo hace que termines perdiendo grandes oportunidades.
Entonces, cuando el gran día llegó, a Jonathan le sudaban las manos y le temblaban las rodillas.
—Buenos días. Hoy llegaste temprano.
Endi estaba sentado en la roca, tratando de pescar con un aparejo fabricado con una lata de duraznos en almíbar. También había llevado su caña, algunos anzuelos y carnada, pero el agua parecía demasiado tranquila. Tanto, que hasta los peces se habían marchado en busca de algo de diversión.
—Sí, es que mis padres salieron y... Bueno. ¡Feliz cumpleaños!
Endi sonrió, pero su sonrisa murió a mitad de camino.
—Gracias. Feliz San Valentín. ¿No tienes a nadie con quién festejar?
—Bueno, estoy lejos de mi casa y de todas maneras no tengo muchos amigos ni una novia, así que por ahora creo que te tengo a ti. Lo cual es genial, porque me caes bien y... Bueno...
Se escuchó un breve silencio mientras Endi recogía la tanza del agua y la enrollaba en la lata de duraznos. Jonathan se puso algo nervioso, pensó que quizás había dicho algo inoportuno, pero cuando Endi saltó de la roca y le enseñó su gran sonrisa, él sintió que el alma entraba nuevamente a su cuerpo.
—Entonces hagamos que este San Valentín sea único.
Era la primera vez que Jonathan celebraba San Valentín. Antes solía pensar que era un completo fracasado por no tener a nadie con quién celebrarlo. Incluso había llegado a pensar que nunca existiría una persona que quisiera pasar el día con él, pero entonces llegó Endi. Ese chico que había conocido de una forma bastante extraña, pero que había conseguido robarle el corazón. Aunque obviamente eso era un gran secreto.
Estaban tumbados en la arena mirando el grandioso espectáculo que les brindaba el cielo estrellado.
—A pesar de que hoy no recibí mi beso y mis chocolates, creo que fue el mejor cumpleaños de toda mi vida.
Jonathan tragó saliva. Estaba ahí. La pequeña cajita de bombones que le había comprado. La tenía en el bolsillo de sus shorts, pero no había tenido el valor de sacarla. Todavía estaba debatiendo consigo mismo si se la daría o no. Entonces volvió a recordar las palabras de su madre, y de repente, como por arte de magia, el valor estaba ahí. Nació en su pecho como una pequeña llama que de a poco fue haciéndose más viva.
—Escucha —se aclaró la garganta antes de continuar—. Yo te traje una cosa. Es un... Una tontería, pero bueno, es tu cumpleaños y San Valentín, así que yo solo quería... —La mirada de Endi se iluminó, y de pronto la llama se hizo un poco más pequeña.
—¿Y qué es?
—Mejor no. Como te dije es una bobada, ni siquiera vale la pena.
Cuando Jonathan quiso levantarse, Endi atrapó su muñeca.
—No es una bobada. Es mi regalo. Yo debería decidir si lo es o no.
Jonathan notó que el lenguaje corporal de Endi había cambiado. Generalmente se veía relajado, pero ahora lucía ansioso, incluso un poco molesto. Supo de inmediato que, aunque él no quisiera darle el regalo, Endi no se iría a casa hasta no obtenerlo, así que instintivamente se llevó la mano al bolsillo, y Endi supo de inmediato que allí era donde estaba oculto.
—¿Lo tienes ahí? Déjame verlo.
—No, olvídalo.
—No seas malo, solo quiero ver.
Y mientras decía esto, Endi comenzaba a avanzar peligrosamente hacia Jonathan.
—Te dije que es una estupidez, yo no soy bueno dando regalos, en serio.
—Y yo soy extremadamente curioso y me encantan los regalos, no importa lo que sea, quiero verlo.
En ese momento, Jonathan tropezó contra una roca que estaba enterrada en la arena y cayó de espaldas al suelo. Mientras caía estiró la mano para atrapar la de Endi, y al final los dos terminaron tumbados en la arena, uno sobre el otro.
—¡Me di el talón contra una piedra! —chillaba Jonathan.
Pero Endi no dijo nada.
Jonathan lo miró, y en ese instante notó que los ojos del chico estaban clavados en la arena. Cuando ladeó el rostro, vio la pequeña caja de bombones tirada a un costado de ambos.
—Endi yo solo...
—Son chocolates.
Estiró la mano para tomar la pequeña cajita, aplastada por el forcejeo. La tomó entre las manos y la miró con detenimiento, y mientras apreciaba los detalles, una sonrisa amplia nació en sus labios de dientes imperfectos, pero sonrisa dulce. Era el mejor regalo, y se lo había dado justo la persona que él esperaba.
—Sí, bueno, te dije que era una estupidez. El otro día cuando hablamos me dijiste que querías chocolates y...
Sus palabras murieron en su boca cuando la mirada celeste de Endi lo abordó.
—Y un beso —terminó.
—Sí.
—Y tú... —prosiguió Endi—. ¿También lo tienes guardado?
Jonathan soltó una carcajada. Una de esas que delatan tu nerviosismo aunque pretendas disimularlo. Seguía tumbado boca arriba en la arena, y Endi estaba sentado sobre sus piernas. Se sentía indefenso, descubierto.
—Yo no puedo darte un beso —dijo Jonathan.
—¿Por qué no?
Su primer pensamiento fue "porque eres un chico", pero esa excusa tonta se esfumó de su mente de inmediato. A él no le importaba que Endi fuera un chico, nunca le importó. Le gustó desde la primera vez que lo vio, y siempre supo que era un chico como él. Ese no era su motivo.
—Porque tú dijiste que querías que la persona que te diera el beso te hiciera sentir especial. Yo no lo hice, así que no soy esa persona.
—¿Tú crees que no me hiciste sentir especial?
Jonathan lo miraba con incredulidad.
—Fuiste el primero que me saludó por mi cumpleaños, pasaste el día entero conmigo, me compraste una caja de chocolates y me miras de esa manera... Tú me hiciste sentir especial desde el primer día que te conocí, Jonathan.
Jonathan se sentó con dificultad. la arena se desprendió de su cuerpo y voló con la brisa tibia de la noche.
Las palabras de Endi fueron como pólvora sobre su pequeña llama de valentía. De pronto sentía que su pecho ardía, se sentía capaz de hacerlo, y lo hizo.
Fue un beso suave, dulce y fugaz. Un beso con muchas palabras escondidas y un sentimiento implícito.
—Feliz cumpleaños, y feliz San Valentín.
. . .
—Siempre estás deseando irte y ahora te quieres quedar.
—Sí, es que encontré la magia de la que tanto hablaban.
—Sabes que la "magia" se acaba a fines de febrero. Tu padre y yo tenemos que trabajar, tú tienes que regresar a la escuela, las vacaciones se terminan, Jonathan.
Jonathan bufó.
—Sí, lo sé. Pero al menos puedo ir a despedirme de un amigo?
—Oh, hiciste un amigo, es eso.
—Sí, así es. ¿Puedo?
Su madre le hizo un gesto con la mano, indicándole que podía marcharse, pero cuando Jonathan estaba por cruzar la puerta, escuchó a su madre gritarle que no se demorara mucho.
Corrió descalzo por la playa hasta llegar a la roca. Tenía la esperanza de encontrarlo y poder despedirse de él. Todo sucedió tan rápido que apenas habían hablado sobre lo que pasó, solo se dedicaron a disfrutar de sus últimos días juntos. Tampoco hubo despedida.
—Creí que te ibas hoy.
Su voz sonó como un susurro y se mezcló con el sonido de las olas rompiendo contra las rocas.
—No podía irme sin decirte adiós.
Endi bajó de la roca y se paró frente a él. Hubo un breve momento de silencio entre los dos. Algo mágico; una sonrisa y un jugueteo de miradas que se acabó cuando Endi retomó la conversación.
—Entonces supongo que no nos veremos hasta el año que viene.
—Voy a estar esperando que llegue febrero con muchas ganas.
Endi le sonrió.
—Gracias por hacerlo. Yo también esperaré.
Y sin previo aviso, Endi dio una zancada para atrapar la boca de Jonathan en un beso. Un beso que no sabía a despedida, sino a verano y a bombones de chocolate.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro