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Sedienta de fango

Por ArekkusuD

Salí convencida de que la vida en Barcelona sería mucho mejor de la vida que había conocido en mi hogar. Apenas llevaba equipaje, las cosas que eran mías podía contarlas con los dedos de una sola mano, pero lo cierto es que me importaba poco, me llevaba lo más valioso que podía haber en aquel pueblo perdido una zona montaña al sur de Catalunya. Iris era la mujer más hermosa que hubiese pisado el mundo de los mortales, su belleza era quimérica, algo con lo que apenas me atrevía a soñar en las frías y solitarias noches de mi pequeño dormitorio. Una chica como yo se sentía sola e incomprendida por la sociedad, no era nada común hablar abiertamente sobre los sueños que tenía con Iris o sobre la forma en la que miraba a algunas chicas que únicamente debían ser amigas mías. Yo tenía muy clara la forma en la que las contemplaba y era consciente de que no había nada de malo en ello, pero el resto de personas que vivían en aquel pueblo no pensaban igual que yo y me lo habían hecho saber desde que tuve uso de razón. Durante veinte años fui la chica con la que nadie quería hablar, con la que las mujeres se sentían incómodas y con la que los hombres no querían ni hablar. Era la lesbiana del pueblo, el marimacho, la bollera, la hija que mis padres habrían preferido esconder en el desván. Claro que poco me importaba eso cuando también era la chica con la que Iris iba a marcharse a Barcelona. Era irónico que de todos los pretendientes que tenía aquella prometedora hija única, yo fuese la escogida.

El coche de mi padre era poco más que un montón de chatarra con ruedas, pero el viaje a una ciudad como Barcelona no sería muy agradable si lo hacíamos a pie. Había dos calles de diferencia entre mi casa y la de ella, no tardé absolutamente nada en verla allí, apoyando la espalda en la pared con el vestido blanco, estampado con flores moradas, agitado por el viento que soplaba aquella tarde. Me miró, sonrió y corrió hacia el coche con aquella triste mochila de tela y la melena castaña sacudiéndose a cada zancada. Se subió tirando la mochila hacia los asientos traseros y me besó en la boca sin mirar ni una sola vez alrededor. Me impresionó que lo hiciese, nunca nos besábamos mientras hubiese luz en el cielo, mucho menos en la calle, pero fue suficientemente excitante como para dejarme con ganas de más. Me dijo que tenía una sorpresa y yo olvidé que teníamos prisa por irnos, siempre me pasaba eso con ella. Iris hacía que el tiempo desapareciese, vivía en un oasis atemporal en el que solo estábamos las dos y los sentimientos que nos unían la una a la otra.

—¿Qué día es hoy? —me preguntó sonriendo con picardía.

—14 de febrero de 1989. El primer día del resto de nuestras vidas.

—Hoy es San Valentín, Ivet, nuestro primer San Valentín libres. Tengo algo que darte, pero quiero que cierres los ojos.

No sé por qué no la detuve en aquel momento y le dije que teníamos que irnos, habría sido lo lógico, pero mi amor por Iris era más importante y decidí cerrar mis párpados, riendo con nerviosismo mientras la escuchaba rebuscar algo en las bolsas de atrás. Noté algo frío alrededor de mi cuello, pero hice como que no me había dado cuenta y seguí fingiendo hasta que me pidió que abriese los ojos de nuevo. Era un sencillo cordón con una pequeña herradura de caballo de hierro, el mismo collar que Iris se puso a sí misma en aquel preciso momento. La abracé y volvía a besarla, en parte por la emoción y en parte para evitar que me viese llorar. Odiaba que alguien me viese llorar, especialmente Iris, era demasiado joven para entender que el llanto no te hace débil, si no humana. Iris había forjado aquellas pequeñas herraduras ella misma, lo había hecho en el taller de su padre. Había estado preparando aquel regalo durante días, aprovechando los pocos momentos en los que su padre dejaba libre el taller. ¿Cómo no iba a estar locamente enamorada de una mujer así?

Arranqué el coche, esta vez dispuesta a dejar atrás aquel pueblo con el amor de mi vida, la única persona que había sido capaz de tratarme con respeto, devolviéndome la dignidad que el resto se obsesionaba con arrebatarme. Poco a poco fuimos dejando atrás nuestro lugar de nacimiento, adentrándonos en aquel camino que nos llevaría a la carretera. Pronto solo fuimos capaces de ver el campanario por el espejo retrovisor mientras hacíamos bromas y chistes sobre lo que dejábamos allí y teorizábamos sobre lo que nos deparaba la gran ciudad. Nunca había visto una sonrisa tan grande y pura en el rostro de Iris, me hacía querer aparcar el coche y quedarme mirándola fijamente para memorizarla. No supe a tiempo que debería haberlo hecho. Cuando comencé a ver que había algo mal ya estábamos casi en la carretera que nos sacaría de allí. Quería aminorar el paso porque sabía que un poco más adelante habría una pendiente, pero el coche no frenó. Cuando llegamos allí me di cuenta de que no frenaría, los frenos no funcionaban. El vehículo cogió más velocidad a medida que se precipitaba hacia abajo y eso puso nerviosa a Iris. Las dos supimos que algo no iba como habíamos planeado, pero ya estábamos allí. Intenté mantener el control del vehículo, pero ni estaba acostumbrada a esa velocidad ni era capaz de predecir qué iba a aparecer en nuestro camino, pues nos habíamos desviado. El coche iba cada vez más rápido hacia abajo y antes de darnos cuenta se precipitó por una pendiente más empinada hacia el cauce de un río seco.

Había abierto los ojos, pero apenas podía ver algo. Sentía que me ardía el cuerpo, la cabeza me iba a estallar y oía un pitido agudo y molesto que me aturdía todavía más. Quise abrir la puerta, pero el coche había volcado. Miré al otro lado buscando a Iris, pero no había nadie. Eso me hizo recordar que ella no se había puesto en ningún momento el cinturón de seguridad. Sentí que el aire apenas entraba en mí, así que me arrastré fuera por el agujero de la ventanilla, clavándome algunos cristales en los brazos. Me quedé tendida en el suelo a pocos pasos del coche, destrozado y humeante. Llamé a Iris a gritos, pero no recibí respuesta y me quedé tendida por más tiempo, recobrando el aliento que había estado a punto de perder. Me fijé en la luna del coche, completamente rota, pero con rastros de sangre en el asiento del copiloto. Mi corazón comenzó a latir demasiado deprisa y me levanté sin apenas poder mantenerme, consciente de que Iris me necesitaba. La llamé a gritos, aunque no estoy segura de que brotase voz de mi garganta. Quise ir demasiado deprisa y correr para encontrarlo, pero volví a caerme al suelo poco después. Era normal que mis piernas pudiesen fallarme después de un suceso como aquel, pero no me habían fallado. La herradura en el cuello de Iris brillaba con los primeros rayos de la luz de la luna, pero el resto de ella estaba camuflado en el lodo de aquel lugar. Me arrastré hacia ella, llamándola sin obtener respuesta. Estaba repleta de lodo, el cabello apenas se le distinguía y su cuerpo estaba en una posición extraña. Cogí su cara entre mis manos y la sacudí, primero con suavidad, pero después dejándome llevar por la desesperación.

La llamé hasta que mi boca olvidó cualquier otra palabra que no fuese su nombre, pero Iris no volvió a responderme jamás. Su cuerpo se quedó allí tendido, vacío de vida y de amor, llenado el mío de rabia y ansiedad. El día que supuestamente iba a comenzar el resto de nuestra vida fue en realidad el final de nuestra historia; nuestro primer San Valentín fue el último. Iris se desvaneció frente a mis ojos y aunque yo sobreviví, nunca salí de allí. Mi verdadero yo se quedó arrodillado allí, sediento de ella, sediento del fango en el que se perdió mi razón de vivir. 

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