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El olor de la gasolina

Por LauraDadaCuentista

La primera vez que Marc vio a Diego pensó que aquel chico era como el olor de la gasolina. Su proximidad le despertaba una placentera sensación de euforia, como lo haría cualquier droga que tras su dulzor oculta algo letal, tóxico, pero que no puedes dejar de aspirar. Era un tipo tan peligroso como adictivo.

***

Unos carteles colgados en el conservatorio de música de Asoranza tuvieron la culpa de que Marc se apuntara a las audiciones organizadas por un grupo llamado «Banana Jack» que empezaba a hacerse famoso por la zona. El catorce de febrero, convocaban a todo guitarrista al que le apeteciera formar parte de la banda a que se pasara por su local de ensayo, la antigua fábrica de juguetes, a conocerlos y a dejarse conocer. Harían una pequeña prueba y, de entre todos los asistentes, escogerían al que mejor encajara con su estilo para convertirse en un integrante más. Se rumoreaba que el anterior guitarrista había hecho «bomba de humo» después de una seria discusión con el cantante.

Aburrido tras cuatro años de régimen a base de anodina teoría, Marc decidió que no perdía nada por probar a entrar en acción. Se colgó la guitarra a la espalda y, a la hora anunciada, se plantó en la puerta de aquel antro. Había unos veinte impacientes esperando para la prueba ya y, tras él, apareció otra decena más. Se sentó en el suelo de cemento lleno de mugre, con la espalda apoyada contra la pared del fondo de aquella nave abandonada que se caía a trozos, y se dedicó a disfrutar del espectáculo hasta que le llegara su turno. Estaba tranquilo, total no tenía nada que perder.

Antes de dar comienzo, los «Banana Jack» expusieron las reglas de la audición y se presentaron, uno a uno, en mitad del escenario que habían improvisado con unos palés de madera, cuatro focos, una banqueta, un micro, unos altavoces y una maraña de cables. Teresa era la batería, una chica muy pálida, alta y corpulenta, de sonrisa llana, que llevaba el pelo corto de color rosa chillón peinado hacia arriba con tremenda personalidad. Johnny era el teclista, un chaval escuálido con un look oscuro de veintipocos años, igual que el resto de sus compañeros. Llevaba los ojos delineados de negro, el cabello ceniciento y desaliñado, y vestía unos vaqueros muy ceñidos, botas militares y una camiseta de los «Ramones». Todos eran especímenes peculiares, pero el que atrapó toda la atención de Marc fue el vocalista, Diego. Era el que manejaba el cotarro, el líder a todas luces, y no era de extrañar pues contaba con una presencia magnética. Vestía un jersey oversized de un tono menta sobre unos tejanos rotos que insinuaban sus deliciosas proporciones. Un brillante y lacio flequillo de lado dejaba asomar la mitad de un rostro de facciones hipnóticas: ojos rasgados de mirada felina, gruesas cejas delineadas y unos labios carnosos. Marc supo que era el típico pastelito apetecible, de humos subidos... y hetero de pies a cabeza. Su atractivo era objetivo y él lo sabía, lo había sabido siempre, y no era de extrañar que se hubiera convertido en el ingrediente clave del éxito de la banda.

Tras la breve presentación, los del grupo se acomodaron en tres sillones, dispuestos a ejercer su papel de jueces implacables. La prueba era sencilla: tocar lo que cada participante quisiera, siempre que fuera del palo de la banda: un indie-pop con toques electrónicos.

Una chica muy mona con una boina color mostaza colapsó de los nervios en el segundo acorde y abandonó el escenario llorando como una Magdalena. Otro tipo, sin embargo, se vino arriba y trató de impresionarles estirando su prueba como el chicle hasta que le pararon los pies. Hubo otros que ni fu ni fa, y dos o tres que demostraron bastante talento, aunque Marc creyó que ninguno estaba a su nivel, cuanto menos de conocimientos teóricos, hasta que apareció la rival más fuerte. Era una castaña con un pelazo hasta la cintura de un cuerpo que quitaba el hipo. Tocaba bien, se movía genial y tenía una presencia arrolladora, aunque, puestos a ser puntillosos, le faltaba algo de fuerza, como si necesitara corregir el punto de sal y añadirle algo de pimienta a su forma de interpretar.

El vocalista se levantó de su asiento, demostrando sin reparo que aquella sirena había despertado su interés. Tocaba y también cantaba con una voz suave y melódica que, en cuanto se percató de que era escrutada por Diego, hizo dos amagos de desafinar, aunque concluyó con bastante dignidad. Todos finalizaban y eran despedidos con un «ya te llamaremos» o similar, mientras que ella fue acompañada a la salida cogida por los hombros del mismo Diego, quien no se molestó en disimular su juego de seducción; un juego en el que aparentaba tener bastante práctica como jugador. Marc tuvo claro que ya no tenía nada que hacer, por mucho talento que demostrase. ¿Qué podía ofrecerle de interesante a Diego un simple estudiante gay con cero experiencia en ninguna banda?

Dos o tres sosainas después, le llegó el turno a él. Tomó posiciones en el escenario amenizado por varios bostezos de los jueces, cuyas posturas descoyuntadas en los respectivos sillones evidenciaban que ya estaban hasta el gorro. Mientras se colocaba el micro a la altura adecuada, se fustigó por no haber llegado media hora antes para pillarlos más frescos y receptivos.

«¡A la mierda! —se dijo para recoger coraje—. Voy a disfrutar tocando mi tema. Yo lo haré lo mejor que pueda y, si no les gusto, ¡que les den!»

Despegó con unos punteos minuciosos y estudiados, elaborados como filigranas, seguidos de varios rascados descarados que rompieron con el inicio académico y provocaron el silencio de todos los presentes. Entonces incorporó sus versos, el cóctel del éxito ya estaba servido.

Marc solo había actuado en algunas fiestas de amigos, y siempre habían alucinado con cómo se crecía en el escenario, era su medio. Era como si en su día a día fuera una especie de anfibio que se mueve con poca gracia por tierra, pero que cuando se sumerge en el agua demuestra la agilidad y elegancia que en verdad le pertenecen. Cerró los ojos y su voz fluyó entre las notas en una corriente limpia, rápida en ciertos recodos y mansa en otros, hasta que de pronto notó cómo otra guitarra y otra voz se unían a su interpretación, como si navegaran sobre la misma balsa. Armonizaban, se comprendían, aunque muy pronto el tono del otro navegante se elevó hasta hacerlo salir a la superficie.

Abrió los ojos y vio a Diego tocando y cantando a su lado. Con una naturalidad innata había tomado el timón de la actuación y Marc le seguía con facilidad, asumiendo cuál era su puesto allí. Aquella nave ya tenía un capitán y eso fue lo primero que aprendió al vuelo que debía respetar, si quería formar parte de la banda. Había que reconocer que el guaperas era muy buen músico, improvisaba sobre su composición manteniendo viva la esencia, y era un placer disfrutar de hacerlo juntos... casi a dúo.

La última estrofa llegó y los encontró con las miradas clavadas, el uno en el otro, sin pudor alguno. Los graves del postulante servían de base a los agudos y falsetes del líder. Todo entre ellos encajaba con extrema facilidad, hasta parecía un tema de la propia banda, sin serlo. La euforia de la actuación les hizo bailar al compás despojados de toda inhibición. Marc no era consciente de la fuerza que liberaba cada vez que cantaba. La música le ayudaba a mostrar al mundo su arte, su inteligencia, su habilidad, su picardía y, como el cisne del cuento El patito feo, hacía que desplegara sus alas y dejara brillar al hermoso joven moreno de grandes ojos plomizos que se ocultaba detrás de unas gafas de pasta y una cazadora vaquera del más común de los azules.

Con la última nota todavía suspendida sobre el polvoriento aire del local, concursantes y jurado estallaron en aplausos, silbidos y exclamaciones de asombro. Allí se acababan de combinar todos los elementos de la tabla periódica en una fórmula química explosiva. Los dos chicos se resistían a romper la burbuja de intimidad en la que les había sumergido la intensa actuación, aunque, conforme se fueron apagando los aplausos, dejaron de levitar y volvieron a posar los pies en el suelo. Sin deshacer el contacto visual, el de ojos gatunos le ofreció la mano al de apacibles iris pardos y, cuando sus palmas entraron en contacto, ambos corazones fueron víctimas de una intensa convulsión.

—Tú y yo tenemos que hablar —anunció en un susurro el líder—. Espérame, por favor, hasta el final de las audiciones.

—Hecho.

Marc regresó a su conocido rincón en la penumbra del fondo de la sala y guardó la guitarra de nuevo en la funda, tratando de ignorar las palpitaciones que le provocaba que Diego no fuera capaz de retirarle la vista de encima. Hizo lo posible por serenarse después de aquel estallido emocional, casi visceral, que se había despertado con la proximidad del cantante y se sentó de nuevo a esperar el final de las pruebas.

El resto de participantes fueron escuchados por pura cortesía, después de aquello era obvio que el pescado ya estaba vendido, aun así, cuando despidieron a todos los asistentes eran cerca de las doce de la noche.

—Perdona... Marc, te llamabas Marc, ¿verdad? —le preguntó el atractivo líder mientras se le acercaba ciñéndose una chupa de cuero entallada.

—Así es —respondió él sorprendiéndose a sí mismo con un descarado guiño de ojos. A veces se quedaba a cuadros con las reacciones involuntarias que tenía su propio cuerpo ante la tentación. Y es que aquel chico le resultaba la mar de tentador—. Tú eras Diego, ¿no?

El otro afirmó con la cabeza, haciendo oscilar su flequillo. Marc hubiera jurado que el tipo duro estaba algo ruborizado, pero pensó que serían alucinaciones suyas. Unos mechones le rozaron los ojos y se los retiró detrás de las orejas, descubriendo al completo un bello rostro de cinceladas mandíbulas masculinas. Se encendió un cigarro, no sin antes ofrecerle uno que él rechazó, y se encaminaron juntos hacia la salida.

—Oye, tío —comenzó a decir exhalando el humo—. Lo de antes ha sido una pasada. Sin rodeos. ¿Quieres formar parte de «Banana Jack»? Los chicos han flipado con tu actuación y yo...

—Me encantaría unirme a la banda —le interrumpió, aunque el otro seguía hablando.

—Yo me muero porque me enseñes más temas como ese. He alucinado contigo, te confieso que no me había pasado jamás con nadie.

—Vaya, gracias... Será un placer.

—Ensayamos aquí los miércoles y los viernes. Si tenemos bolo algún sábado, lo que solemos hacer...

El veterano le detallaba las rutinas del grupo al nuevo integrante oficial, mientras caminaban bajo la luz amarilla mortecina de las farolas de la solitaria calle del polígono, en dirección a una moto grande, lacada de granate oscuro, que había aparcada a unos metros. Una vez delante, se detuvo, sacó unas llaves, abrió el portaequipajes y extrajo un casco. Marc pensó que había llegado el momento de despedirse. La guapa del pelazo estaría esperándolo impaciente y seguro que él también lo estaba por exprimirle el jugo a la conquista de la noche de San Valentín.

—¿Has venido andando, Marc?

—Sí —respondió sacando los auriculares del bolsillo de su cazadora tejana, sus fieles compañeros de caminatas.

—Venga, sube, te acerco.

—No es necesario, seguro que tienes prisa.

—Vamos, no me cuesta nada. Ya me vas indicando.

Sacó otro casco y se lo pasó con tanta energía que no le dejó margen a rechazarlo de nuevo. Se lo colocó y se subió a la moto. Estaba demasiado cerca de su espalda, sus muslos... Podía sentir el calor que desprendía, y se dejó embriagar por primera vez por su irresistible olor a peligro. Se agarró de las asas del lateral del asiento, debatiéndose entre si debía mantenerse dignamente alejado o disfrutar de aquel placentero roce que se preveía efímero.

En poco más de diez minutos, llegaron a la estrecha calle adoquinada de Marc. Diego apagó el motor y ambos se apearon.

—Gracias por traerme, tío. No quiero robarte ni un minuto más con tu chica... A no ser que te apetezca venirte a mi casa...

¿Qué había sido eso último? Una vez más, el espíritu de lobo hambriento que habitaba en Marc, y que solo se despertaba cuando había una suculenta presa cercana, había tomado el control de su boca.

—¿Cómo?

—Nada, déjalo. Es una tontería, vete con tu buenorra, que además hoy es el día de los enamorados y seguro que...

—Marc, acepto tu invitación —soltó tras una mirada afilada de ojos entornados.

Tal vez no había atinado al presuponer sus tendencias sexuales... Se encaminaron hacia la puerta del patio y, una vez allí, Diego se acercó al otro dando un paso dentro de la línea de la seducción, mientras este buscaba las llaves por uno de los bolsillos de sus vaqueros. Las encontró.

Más cerca.

Las clavó en la cerradura y abrió solo un palmo. Podía sentir el aliento del cantante a pocos centímetros. Su fiera interior estaba relamiéndose los colmillos, y su exterior de cordero no podía creer que aquel tipo tan cañón estuviera de verdad interesado en él.

Ahí estaba el olor a gasolina. Dulce y a la vez ácido, puro vicio.

Medio centímetro y aquellos labios jugosos tocarían los suyos. Empujó la puerta y pasó dentro, pero cuando el otro le iba a seguir, él le bloqueó el paso entrecerrándola y diciendo:

—¿A dónde te crees que vas?

—¿Eh? —preguntó desconcertado y un poco colorado— ¿No me habías invitado a tu casa?

—No te equivoques... Yo solo quería saber si te «apetecía» venir, y ya veo que sí, pero siento decirte que, si quieres algo conmigo, vas a tener que currártelo un poco más.

Se metió del todo en su patio y le cerró la puerta en las narices, a pesar de que se moría de ganas por morderle la boca al bombón más descolocado del planeta.

A partir de aquella noche, Cupido convirtió a Marc en la única chispa capaz de prender la gasolina de Diego.

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