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5


A lomos del corcel azabache, cabalgaron sin noción del tiempo a través de aquel mundo nocturno coronado por un cielo sin estrellas, recorriendo bosques y claros hasta detenerse bajo un árbol de hojas rojizas y aromáticos frutos amarillos.

Él fue el primero en desmontar para ayudarla a bajar en un gesto tan galante como prescindible.

—Caballero, ¿probarás hoy las viandas de mi reino? Recuerda que, si lo haces, esta noche será casi eterna para ti, como lo fue la vez anterior... —le tentó Morrigan, ofreciéndole con coquetería el alimento recién arrancado de una rama.

Shura esbozó una mueca similar a la de ella.

—Tan solo dime cuántos debo comer para no despertar jamás, mi diosa —contestó antes de dar el primer mordisco.

—Sabes que no está en mi poder retenerte, amor mío. A mi pesar, te devolveré al mundo mortal al amanecer —musitó ella.

Él negó con la cabeza y la tomó por la nuca para besarla. El jugo de la fruta mojó los labios de la diosa y él los lamió con deleite.

—Lo único que sé es que sería cruel de tu parte mostrar a un hombre el paraíso y arrojarlo después de nuevo a una vida de añoranza...

—Por eso te daré mil años esta noche —replicó Morrigan, sonriente, rodeándole el cuello con los brazos.

Tendido bajo aquel árbol de frutos ignotos para él, con el cuerpo desnudo de Morrigan cobijado entre sus brazos, Shura supo que regresar a la vida en el santuario sería una tortura para él; la injusta separación impuesta por Atenea se le antojaba de un sadismo extremo y su mente maquinaba a toda velocidad soluciones a cual más disparatada para eludir ese punto del tratado sin poner en peligro la paz entre panteones.

Como si pudiese leerle el pensamiento, ella elevó el rostro hacia él sin dejar de recorrer su pecho con suaves caricias. Shura apresó su mano con dulzura, fijando la mirada en sus iris, pálidos y extraños como ópalos iridiscentes.

—¿En qué piensas, caballero? —la oyó inquirir con aquel tono tierno que solo él conocía.

—En que ya he sonreído hoy más que en todo un año, en un rato empezará a dolerme la cara... —bromeó—; en lo afortunado que soy... y en lo hermosa que me pareces, ahora que por fin puedo admirar tu aspecto real —la lisonjeó estrechándola con firmeza—. Es como si tu naturaleza divina impregnase todo alrededor, incluidos mis dedos al tocarte...

—En verdad eres privilegiado, muy pocos logran gozar del amor de una diosa sin mediar una envoltura mortal —comentó Morrigan mientras se incorporaba lo justo para rozarle los labios.

—Bueno, si te soy sincero, no creí que esto que acabamos de hacer fuese posible... o sea, sin que tú usaras un cuerpo semejante al mío...

—¿Por qué no? Estudiaste los mitos antiguos... ¡Tus queridos dioses griegos pasaban el día encamándose con todo lo que se encontraban! —rio ella dejándole un reguero de besos en el mentón.

—Sí, pero nunca di demasiado crédito a esas historias. Prefería centrarme en los aspectos más... bélicos, ya sabes.

Ella volvió a reír y se incorporó acariciando el tronco del árbol, el cual floreció de repente a su contacto en un derroche de pétalos amarillos.

—Mi heroico caballero, siempre recto y valiente... También yo soy afortunada por tenerte a mi lado.

Suspiró, se estiró con aire perezoso y se acercó a mimar al caballo, que descansaba sin prestarles atención.

—Ven, amor mío; hay otros lugares que deseo visitar contigo durante nuestras breves horas juntos —solicitó.

Shura la abrazó desde atrás mientras le besaba el cuello; tenía la convicción de que no podría volver a separarse de ella después haber conocido la sobrenatural calidez de la piel de su diosa.

—¿Qué lugares son esos? —preguntó oliendo la tierra húmeda en su piel.

—Algunos que quizá ya conociste, pero desde otro punto de vista —respondió ella, con una enigmática sonrisa.

Se giró y posó las palmas en los hombros de Shura, por cuyas extremidades se extendió un agradable cosquilleo. Cuando miró hacia abajo en busca de la causa, advirtió que ahora estaba cubierto por prendas de suave hilo. Frente a él, Morrigan llevaba un vestido de seda blanca adornado por la flor roja que la representaba en algunos relatos ancestrales.

—Cabalguemos juntos —dijo ella, subiendo al caballo.

El tiempo y el espacio eran elásticos y extraños en el síd; él mismo lo había experimentado durante su primera visita. Por tanto, no tenía sentido intentar calcular la distancia transitada, la duración del trayecto ni la velocidad del corcel que los llevó desde el claro del bosque hasta la fascinante gruta que los envolvió poco a poco en una maraña de pétreos pasillos.

A paso lento, el animal recorrió las galerías hasta que se hallaron en una cavidad gigantesca, iluminada tenuemente por insectos inverosímiles más propios de las leyendas; allí, Morrigan detuvo al caballo tirando con suavidad de su crin albina y le agradeció su fiel servicio con un beso entre las orejas. Como antes, esperó a que Shura se apease y le tendió los brazos en un ademán cómplice que él retribuyó tomándola por la cintura para depositarla en el suelo.

—¿Reconoces este escenario, caballero? —preguntó acariciándole la mejilla.

Él observó todo con atención; su concentración quedaba patente en el modo en que fruncía el ceño y bajaba las comisuras de los labios, imprimiendo cierta severidad en su atractivo rostro.

—He visto este tipo de rocas, sí... hace mucho tiempo.

La risa de Morrigan resonó en la sala de piedra, cuyas paredes exhibían un resplandor limoso.

—Nos hallamos en tu tierra natal, en una de las cuevas donde se dice que residía Mari, vuestra diosa primigenia —explicó en voz baja, como si no quisiera perturbar el descanso de otra deidad—; dime, amor mío: ¿llegaste a creer en ella alguna vez? ¿O fuiste educado en la fe del dios cristiano hasta que te entregaron a Atenea?

Shura guardó silencio durante un par de minutos mientras procesaba lo que acababa de oír.

—¿Hemos viajado desde tu reino hasta estas grutas? Pensé que eso no era posible... Es decir, exceptuando Rath Cruaghan...

—¿Esperabas lo que los mortales llamáis un "círculo de hadas"? —inquirió ella acunando su rostro entre las palmas y cubriéndolo de pequeños besos.

—Son esos círculos formados por flores o pequeños hongos, ¿verdad? Sí, los vi en el síd cuando estuvimos allí hace un año... Afrodita nos contó que se consideraban la puerta de entrada a vuestro mundo... que las hadas y los duendes danzaban en torno a ellos y que los seres humanos podíamos unirnos a vuestra celebración en ciertas ocasiones —rememoró el caballero mientras le devolvía cada beso sin soltarle la cintura.

—En efecto, así es para los mortales —concordó ella echando a caminar hacia la entrada de la cueva y deteniéndose cuando pudo divisar el paisaje del exterior, cuajado de tonos de verde tan hermosos como variados—; los círculos pueden transportaros a mis feudos, pero mis criaturas son celosas y pícaras e idearán mil modos de reteneros a este lado, ya sea con pruebas tramposas o imponiéndoos condiciones imposibles de cumplir.

Su mirada vagó por los árboles que custodiaban el acceso a la cueva y se perdió en los lejanos valles y montañas. Cuando volvió a hablar, Shura pudo percibir con claridad la añoranza en su tono:

—Tu tierra es hermosa, caballero, como lo es mi isla, y sin embargo no puedo cabalgar junto a ti por estos frondosos prados ni subir a las cumbres para admirar el sol en el horizonte. Mi corazón arde en deseos de sentir la hierba fresca bajo mis pies y de respirar el aire húmedo, pero el acuerdo que suscribí con Atenea me impide disfrutar de todo cuanto amo —se giró hacia él con una mueca elocuente—, incluido tú. Créeme cuando te digo que a veces me pregunto si habría sido mejor mover guerra contra su panteón al completo para reconquistar mi libertad y poder amarte en Tír na nÓg.

Shura la alcanzó y la estrechó contra su pecho en un gesto protector:

—Morrigan, obraste por amor a la humanidad, como corresponde a una diosa del mayor rango —declaró con firmeza—; te añoro a cada momento, pero sé que sacrificaste nuestra unión para lograr una paz duradera y eso solo te hace aún más magnífica y digna a mis ojos. ¿Qué otra deidad habría renunciado al amor y a su derecho a deambular por sus propios dominios a cambio de algo así?

Ella suspiró y acarició el torso de su amante con suavidad, deleitándose en el tacto de los rocosos pectorales a través de la delgada túnica.

—¿Suena muy mal si digo que te deseo una breve estancia en el plano mortal, amor mío? —preguntó al tiempo que pasaba los labios por la nuez del español.

—En absoluto; mi destino y mi anhelo son reunirme contigo eternamente cuando llegue mi hora —concordó él.

Al igual que un año antes, la noche del Samhain fue para Shura tan intensa y larga como una vida junto a su diosa, esta vez en las grutas en las que se habían forjado los mitos sobre Mari. Sin noción del tiempo, se amaron en cada rincón, se bañaron en los lagos subterráneos, exploraron corredores y salas de estalactitas y estalagmitas y contemplaron un irreal cielo nocturno a través de la gran oquedad que presidía la cueva principal.

Estaba echado sobre la piedra, perdidos la ropa y el pudor en algún lugar de aquellos parajes, abrazado a Morrigan, cuya piel parecía emitir un leve resplandor nacarado en la penumbra.

—Antes me preguntaste si llegué a ser cristiano...

Ella musitó un "ahá" sin dejar de enredarle displicentemente los dedos en la rebelde y oscura cabellera.

—Mi madre me contaba las leyendas de Mari, del Baxajaun y de otras criaturas propias del folclore de esta región —murmuró el caballero con una sonrisa cuajada de nostalgia—. Dibujaba eguzkilores en mis cuadernos mientras revisaba mis tareas escolares. Decía que me protegerían, pero también hablaba de Jesús y de María y me hacía rezar cada noche antes de dormir. Para ella, ambos cultos eran compatibles, supongo. Me bautizaron cuando era un bebé y durante varios años llevé al cuello un crucifijo de oro.

—¿Y tu padre?

—No llegué a conocerle. Mi madre siempre decía que se había marchado a trabajar al extranjero, pero con el paso de los años comprendí lo que no quiso contarme: andaba envuelto en algún tipo de conflicto político. Cuando yo era pequeño, eso estaba a la orden del día.

—¿Lo dedujiste tú solo, mi amor? —la voz de Morrigan sonaba como un arrullo, relajante e hipnótica.

—No. Me lo contó mi maestro poco antes de obtener la armadura, tras amenazarle con dejar el entrenamiento e irme a buscar mis raíces. Había oído algunos comentarios en el pueblo, pero mi madre ya no vivía para confirmarlos o desmentirlos y yo insistí en saber más sobre mi padre. Mi madre era lo único que me unía a mi propia tierra en ese momento de mi vida.

—Su muerte debió de ser dura para ti...

Shura exhaló antes de contestar. Su mejilla estaba apoyada sobre el pecho izquierdo de Morrigan, el rítmico golpeteo de su corazón le serenaba. Tomó aire deleitándose en el aroma de su amante y delineó el contorno del pecho hasta el pezón con el índice, como si aquel gesto le ayudase a no dejarse llevar demasiado lejos por la tristeza.

—Lamenté no estar con ella cuando falleció, pero mi formación estaba avanzada y mi maestro fue inflexible a la hora de exigirme un compromiso total. Supe de su muerte después de que se produjese.

—Sé que la lloraste sin contárselo a nadie. ¿No es así, mi guerrero?

El tono de Shura, habitualmente firme y cauto al tiempo, adquirió un matiz de vulnerabilidad al rememorar aquellos días.

—Nunca fui un niño muy comunicativo y tampoco tenía nadie con quien hablar de un tema tan delicado. Entendí el punto de vista de mi maestro: no quería distraerme de mi tarea con cuestiones personales, por eso no me lo dijo. Cuando... cuando fui digno de mi armadura me lo contó y me llevó a visitar su tumba en un cementerio católico antes de enviarme definitivamente a Grecia. Fue la primera y última vez que entré en uno... y la última vez que estuve cerca de ella.

—Fuiste adulto demasiado pronto... —murmuró Morrigan con dulzura, sin dejar de acariciarle nuca, cuello y hombro.

—Maduré cuando fue preciso —concordó él cerrando los ojos. Guardó silencio unos segundos, concentrado en los latidos de la diosa—. Años después, cuando ya vivía en el santuario, Deathmask me entregó un paquete que le habían dado a él por error... los lugareños nos confundían a veces. Eran las cartas que mi madre me había escrito cada semana mientras duró mi entrenamiento en Navarra.

Morrigan lo apretó contra ella como si deseara protegerlo de sus propios recuerdos. Su voz brotó en un cántico arcano que infundió a Shura el valor necesario para continuar.

—Mi maestro las guardó todo aquel tiempo sin abrirlas y me las hizo llegar sin siquiera una nota. Siempre fue parco en palabras —sonrió con amargura—, todavía más que yo... Pero aquellas cartas aparecieron en el momento justo, cuando mi lealtad a Atenea estaba siendo puesta a prueba bajo el mandato de Saga. Leerlas me recordó que mi destino era hacer del mundo un lugar más justo sirviendo a un líder poderoso y con visión de futuro, me recordó que los grandes logros exigían grandes sacrificios, como el que ella misma hizo desprendiéndose de su único hijo para entregarlo a algo que no comprendía del todo.

—Quizá quiso que el vástago emulara al padre, luchando para cambiar el entorno que conocía... —aventuró Morrigan— Estaba en tu carácter ser un héroe, como estaba en el de ella tener el temple de encaminarte a un bien mayor.

—Quizá, sí. O quizá no tuvo elección...

La demoledora tristeza patente en la voz de Shura conmovió a la irlandesa, que se incorporó a medias para mirarle a los ojos:

—Tu tierra y la mía tienen algo en común: son tan mágicas como inhóspitas. Espesuras verdes, ríos generosos y alimento en abundancia, pero también conflictos y penurias. Nacimos de pueblos guerreros, que resisten a los invasores y luchan con denuedo para conservar lo que les pertenece. Tu madre gestó un guerrero, tu maestro forjó tu carácter con severidad y el resultado es este hombre perfecto, que estrecharé en mis brazos cada Samhain hasta que el destino nos una para siempre.

Los ojos verdes del caballero estaban húmedos. Ella tomó su rostro entre las palmas sonriendo cálidamente.

—Nunca hubo combatiente tan digno ni adorador tan devoto. Allá donde se encuentre, tu madre te mira con orgullo, mi amor. Ni Atenea, ni Mari ni ese culto cristiano supieron aprovechar todo tu potencial... pero yo lo vi en cuanto nuestras miradas se cruzaron y te amé por ello.

La diosa había vuelto a hablar en la lengua antigua, derramando con ternura las sílabas como si pronunciase un hechizo capaz de diluir la pena, la soledad y la amargura de los años en los que Rodrigo dedicó todo su tiempo y su fuerza a borrarse a sí mismo hasta convertirse en Shura, el ejecutor cuya espada inclemente dividía el mundo entre fieles e indignos.

—Te amé entonces y te amaré cada día de tu vida. No lo olvides nunca —la oyó decir, incapaz de ver nada salvo aquellos iris cambiantes e imposibles—. Ahora bésame, y existamos por toda la eternidad en este oasis donde nadie puede alcanzarnos.

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