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La lluvia arreció de tal modo en cuanto se halló en los alrededores de Rath Cruaghan que en un primer momento le costó reconocer en la oscuridad el camino que había recorrido con Morrigan un año antes, pero no tardó demasiado en orientarse y saltar la cerca sin esfuerzo para llegar hasta la entrada de Uaimh na gCat.

Resguardado bajo el dintel construido por los antepasados de Anne y Cillian, se sacudió el flequillo empapado antes de echar a caminar, tanteando las paredes en busca del final del corredor y pasando con cuidado sobre los restos de limo que -según la leyenda- habían sido alguna vez el cuerpo de la osada Odras. La gruta no había cambiado ni para bien ni para mal, como si nadie la hubiese visitado en esos doce meses, pensó al apoyar la espalda en la fría piedra a la espera de que la diosa rasgase la separación entre dimensiones para aterrorizar a los irlandeses con su séquito de criaturas monstruosas.

Aguardó durante algo más de una hora sin mostrar más signos de incomodidad que una mínima arruga en el entrecejo, pero nada parecía evidenciar que Morrigan se acercase. La lluvia se dejaba oír a lo lejos, repiqueteando sobre la hierba hasta convertir el campo en un lodazal. Permaneció inmóvil, conteniendo su creciente preocupación: ¿y si jamás volvía a abrir el síd? Tras el ataque de Atenea, en los tiempos antiguos, habían transcurrido siglos sin que pudiese liderar la ceremonia del Samhain; quizá ahora prefería apartarse de todo lo que pudiese recordarle el sufrimiento lejos de sus compañeros y de sus adoradores, o simplemente no deseaba acercarse a los humanos.

Sin embargo, Shura no se rindió al desánimo. Se quedaría allí hasta el amanecer si era preciso. Él era el caballero más leal a su diosa y no abandonaría la misión sin apurar incluso el último segundo.

Una hora y media después, por fin, su paciencia dio fruto: una bandada de pájaros del color del fuego se materializó a su alrededor y se arremolinó en un caótico revuelo hacia la salida de la cueva, obligándole a acuclillarse para protegerse y perdiéndose a continuación en la noche como las pavesas de una hoguera.

Aquel era el momento, se dijo, sobrecogido y con el corazón acelerado mientras, frente a él, la realidad se retorcía y desgarraba para unir efímeramente los mundos de los vivos y los muertos bajo el yugo de la Reina de las Pesadillas. Pronto los lacerantes alaridos de las banshees anunciaron la llegada de Morrigan, que galopaba sin silla ni riendas a lomos de su caballo azabache, vigoroso como un huracán, asiendo con tan solo una mano displicente las blancas crines.

El caballero no pudo evitar entreabrir los labios al contemplarla por primera vez en su auténtica forma; el año anterior, el dolor de su propia agonía le había impedido admirarla cuando dejó el cuerpo de Kyrene, pero ahora estaba decidido a memorizar cada detalle de la hermosa y siniestra dama que se acercaba escoltada por los horrendos seres que poblaban las tradiciones y cuentos de la Isla Esmeralda.

La inmortal se detuvo unos metros antes de trasponer la entrada, frenando al corcel con un suave tirón. Su cabello, de un rojo tan irreal que semejaba llamaradas, estaba recogido en una compleja serie de trenzas que realzaban sus armoniosas facciones y contrastaban con la alabastrina blancura de su piel. No usaba traje de combate, sino un pantalón y un corsé de suave cuero cubiertos de intrincados motivos que se correspondían con su dignidad de diosa. Un par de ajustadas mangas le cubrían los brazos y se prolongaban hasta los hombros, unidas en torno al cuello con un cierre metálico en forma de cabeza de lobo. Erguida sobre su montura, su voz se elevó y retumbó entre las paredes de la caverna con un eco fantasmagórico:

—¡Hijos míos, la tierra nos pertenece esta noche! ¡Avanzad y diseminaos, llenad de horror los sueños de aquellos que afirman no temeros, recordadles que la fe antigua es la que hizo grande nuestra isla y venció a los enemigos que amenazaban con arrasarla! —arengó usando la lengua ancestral— ¡Que todos aquellos que se alejaron de mí sientan el pavor y la angustia y se encomienden de nuevo entre sollozos a la protección de An Morrigan, la Reina Cuervo, la Profetisa de la Guerra!

Shura sonrió levemente: entendía sus palabras a pesar de no dominar el idioma, como si la magia de aquella noche impregnase cada rincón de la gruta convertida en pórtico del inframundo, y era tan bella y formidable que ni siquiera él, su amante y valedor, podía reprimir una punzada de temor en la boca del estómago.

—¡Vamos, mis nobles criaturas! ¡Haced del reino de los vivos vuestro jardín por unas horas!

Alzó el brazo para dar vía libre a los monstruos, que se dispersaron al igual que unos minutos antes habían hecho las aves mientras ella los miraba partir con semblante imperturbable.

—Solo tú me acompañarás en el Samhain, amigo mío —musitó inclinada sobre el pescuezo del caballo para besarlo con ternura—. Querría cabalgar contigo por los bosques de Eire, como antaño, pero la paz exige sacrificios y este no es el peor de los que he firmado...

—¿Sería presuntuoso de mi parte intentar adivinar cuál es la peor de esas renuncias, mi señora? —inquirió entonces Shura, elevando ligeramente su cosmos y dando un paso al frente.

Morrigan se irguió sin soltar la crin del caballo y localizó al instante la figura masculina, examinándola en silencio durante unos segundos que a él se le hicieron largos como años.

—Rodrigo... —dijo en voz baja, como si le costase creer lo que veía.

Él asintió, satisfecho con el efecto que su presencia había causado en la diosa, y avanzó otro paso sin cruzar aún la división entre ambos mundos.

—Caballero, has recorrido un camino muy largo para estar aquí esta noche —continuó ella, inmóvil.

—Ni siquiera el universo en toda su extensión podría impedir que me postrase ante ti, mi diosa.

Morrigan esbozó una tenue sonrisa. Bajo la fantasmal luz del síd, sus ojos y su cabello parecían destellar con colores jamás captados por el ojo humano, dotándola de un magnetismo tan fascinante como aterrador.

—He venido a cumplir con mi deber como garante del armisticio entre los panteones del norte y el sur —explicó él, realizando una sutil inclinación con la palma apoyada en el pecho.

—Me alegra verte en la Isla Esmeralda. Siempre fuiste un hombre de honor. Sin embargo, no puedo reunirme contigo; no está en mi ánimo hacer peligrar la paz que tanto nos costó alcanzar.

—Sé que el pacto que suscribiste te impide abandonar el síd —declaró Shura, caminando hasta el borde de la separación. Frente a él, el caballo levantó el morro y lo olisqueó, debatiéndose entre considerarlo un aliado o una amenaza—, pero nada en sus términos prohíbe que tu representante se adentre en tus dominios para ponerte al corriente de los asuntos que te incumben como reina del inframundo.

Con expresión melancólica, Morrigan extendió el brazo para rozarle la mejilla dulcemente a través de la frontera entre dimensiones en un contacto que él prolongó posando la mano sobre la de ella. A su alrededor, el desgarro creado por la diosa crepitaba y se retorcía como si pugnase por cerrarse, saturando el aire de electricidad estática.

—Tu tacto... es diferente —murmuró Shura: sentía los dedos de ambos entrelazándose, pero los de Morrigan parecían carecer de solidez, igual que si estuviesen hechos de bruma—. Es porque no estás habitando un cuerpo físico, ¿verdad?

—En efecto; no he vuelto a hacerlo desde aquella vez, en tu tierra natal —confirmó Morrigan.

—Déjame entrar, mi diosa. Mi deber es ineludible y mi voluntad, inquebrantable —insistió Shura.

—No, caballero; quiero que te expongas a la ira de Atenea a tu regreso —negó ella, reticente.

—En el santuario respetan tu nombre y mi cargo; nadie se atreverá a cuestionarme —aseguró él, curvando la boca en una de sus sonrisas apenas perceptibles—. Vamos, mi señora, tu siervo ha de hablarte de aburridos asuntos diplomáticos.

Morrigan reflexionó en silencio antes de hacer un austero gesto con la cabeza:

—Acompáñame, entonces, y disfruta de la hospitalidad de los habitantes del síd y de los favores de su diosa, mi paladín.

Shura avanzó, subió al caballo tras ella y le rodeó la cintura con el brazo izquierdo. Constató entonces que tras entrar en el síd la sensación de extrañeza al tocarla desaparecía, como si estuviese de nuevo encarnada en un cuerpo humano, o como si aquella dimensión le despojase a él de su envoltura física; fuese lo que fuese, no importaba: estaban juntos y todo lo demás carecía de relevancia. Su mano derecha tomó el mentón de Morrigan y lo giró lo justo para besarla largamente, saboreando aquel contacto con el que había soñado durante un año.

—Su diosa es la mía también.

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