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Aún no había transcurrido un año desde que Morrigan le visitara en España envuelta en el cuerpo de Kyrene, pero a él se le antojaba una eternidad.
La necesidad de aceptar que no se reencontraría con su amada antes de su muerte -la última y definitiva- le había sumido en la desesperación primero y en la apatía después, hasta que decidió regresar a Rodorio para reclamar su puesto como testigo del acuerdo entre las diosas.
Desde entonces, pensar que estaba honrando la lucha que habían emprendido juntos le ayudaba a despertarse cada mañana; recorría el santuario vigilando el cumplimiento del armisticio con su habitual meticulosidad sin preocuparse de las miradas suspicaces de los sirvientes o de la actitud distante del patriarca, que le trataba con la cortesía gélida que dedicaría a un invitado inoportuno que tarda demasiado en marcharse. Siempre eficaz, llevaba un diario en el cual anotaba a modo de registro todo lo que le parecía relevante, y no necesitó más de un par de semanas para familiarizarse con su misión y desempeñarla como si hubiese entrenado para ello toda su vida.
Fue a finales de septiembre cuando la esperanza de volver a ver a Morrigan se abrió paso en su cabeza: recluida en Tír na nÓg junto a los dioses y los héroes muertos en batalla, ¿cómo sabría si Atenea estaba cumpliendo con su parte del tratado? ¿No debería él, como su representante en la tierra, hacerle llegar un informe? Podría improvisar una reunión durante el Samhain, pensó, pues al fin y al cabo, no había en el armisticio ninguna cláusula que prohibiese a la irlandesa retomar la milenaria tradición de abrir el inframundo una vez al año para liberar a sus criaturas.
Esa posibilidad le hizo sonreír con tantas ganas como si hubiese encontrado la cura para todas las enfermedades del ser humano. Echado en el viejo sofá, celebró la ocurrencia descorchando una botella de vino siciliano que Deathmask le había regalado para conmemorar el éxito de una de sus misiones conjuntas y que llevaba varios años acumulando polvo en un armario de la cocina.
Shion no estuvo de acuerdo cuando Shura -circunspecto, solemne y ataviado con una sencilla túnica oscura que resaltaba sus duros rasgos y su tez clara- le anunció su intención de visitar Irlanda para reunirse con Morrigan, pero no pudo negarse: al fin y al cabo, el español ya no era su subordinado, sino prácticamente su homólogo, y funcionaba de facto como un embajador. Tan solo asintió con un suspiro fatigado, ocultando las manos en sus mangas cubiertas de bordados mientras se preguntaba qué había hecho él para tener que vivir dos guerras santas y la insubordinación de aquellos a quienes consideraba sus hijos.
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