Capítulo 27
Revelaciones en la Tormenta
El cielo sobre Isla Coral se tornaba gris, las nubes acumulándose pesadamente, cargadas de agua, esperando el momento adecuado para dejar caer sus gotas. Relámpagos brillaban con un extraño tono morado sobre las nubes, creando un espectáculo que prometía una tormenta intensa. Como cada mes, los habitantes de la isla se preparaban para la llegada de La Constante Ángela, pero había un aire diferente esta vez. No era el frío habitual que precedía a la tormenta; era una pesadez, una inquietud en el ambiente que parecía anunciar que esta vez sería diferente. A pesar de ello, la mayoría de las personas continuaron con sus preparativos, ignorando las señales ominosas que se acumulaban en el horizonte.
En el mar, el océano comenzaba a agitarse, las olas levantándose con violencia a causa del viento. Desde las profundidades, algunas criaturas malignas emergían del oscuro fondo marino, despertando de su letargo. Eran seres antiguos, listos para reclamar su lugar.
En el cuartel militar, la actividad era frenética. Los militares corrían de un lado a otro, tan absortos en lo que estaba por suceder que poco recordaban a Anthony, Dayana y al anciano. Aprovechando la distracción, el coronel decidió que era el momento de sacar a los prisioneros de allí. Entró en la habitación donde estaban Anthony y su madre, y les pidió que lo siguieran.
—¿Dónde está mi abuelo? —preguntó Anthony, notando que el término "abuelo" ya le sonaba más natural de lo que esperaba.
La respuesta llegó sola cuando vio al anciano salir de la habitación contigua. —Tenemos que darnos prisa, nos estamos quedando sin tiempo —dijo el coronel, instándolos a moverse rápidamente.
Los tres lo siguieron, y gracias a la distracción de los demás, era casi como si fueran invisibles, lo que facilitaba su escape.
—¿No tendrás problemas por esto? —preguntó la señora Silva, con preocupación.
—Posiblemente, pero lo importante ahora es proteger la isla —respondió el coronel, su voz firme.
—¿Cómo haremos eso? —inquirió Anthony, sintiendo que la urgencia aumentaba.
—Aún no lo sé —admitió el coronel mientras avanzaban hacia el enorme estacionamiento donde estaban los vehículos del cuartel. Se apartó un poco de ellos y presionó un botón azul en la pared, lo que provocó que el gran portón que daba al exterior se abriera de golpe. Un escalofrío recorrió sus cuerpos cuando el aire helado entró en la estancia.
—Súbanse —pidió el coronel, señalando un gran jeep verde olivo. Anthony se acomodó en el asiento del copiloto, mientras su madre y el anciano se sentaron atrás, y el coronel tomó el volante.
Una vez que el coronel giró la llave y encendió el vehículo, un grupo de cinco militares entró a la sala, armados y listos para actuar.
—¡Quietos! —ordenó uno de ellos mientras todos apuntaban sus armas al jeep.
—Bajen la cabeza y sujétense —dijo el coronel con calma.
Justo cuando los cinco militares comenzaron a acercarse, el coronel pisó el acelerador, provocando que todos, excepto él, sintieran una oleada de terror. Las balas comenzaron a impactar contra el vehículo mientras el coronel maniobraba con habilidad, escabulléndose de la sala. Con un impulso, el coronel siguió presionando el acelerador, chocando contra la cerca que separaba el cuartel de la calle. Debían llegar a la costa rápidamente, antes de que fuera demasiado tarde.
Mientras tanto, en las profundidades del océano, las criaturas marinas empezaban a emerger, dispuestas a revelarse contra los humanos y a afirmar su existencia en Isla Coral. A medida que salían del agua, adoptaban formas más humanas, pero sus ropas revelaban su verdadera naturaleza: extrañas armaduras que parecían hechas de coral y roca. La escena era aterradora, y la llegada de estas criaturas marcaba el comienzo de un nuevo capítulo en la historia de la isla.
Los habitantes de Isla Coral, atónitos, salieron de sus casas, mirando con miedo e incertidumbre lo que estaba sucediendo. Sabían que esas criaturas no eran humanas; algunas de ellas eran desmesuradamente grandes, superando los dos metros de altura.
En casa de la familia Luna, donde Adriana había dormido, el señor Luna observó cómo las criaturas emergían del agua mientras el cielo comenzaba a iluminarse con relámpagos. Sin perder tiempo, cerró la puerta principal con llave y llevó a su esposa, a su hija y a Adriana a la habitación más segura que habían preparado. Era una especie de refugio, diseñada para soportar la furia de La Constante Ángela si llegara a volverse más violenta de lo habitual.
—¿Qué está pasando? —preguntó Sofía, la hija, con un tono de voz tembloroso.
El señor Luna no tenía respuestas. —No lo sé —respondió con sinceridad, sintiendo que la incertidumbre lo invadía—. Pero de algo estoy seguro: esto no es normal.
Justo antes de cerrar la puerta, un sonido proveniente de afuera lo hizo detenerse. Era un auto, y cuando escuchó una voz familiar, su corazón se aceleró.
—¡Adriana! —gritó Anthony, tocando con insistencia la puerta principal de la casa de la familia Luna.
La insistencia en sus golpes hizo que el señor Luna pidiera a su esposa y a las chicas que se quedaran en la habitación mientras él iba a abrir. Con cautela, abrió la puerta y se sorprendió al ver no solo a Anthony, sino también a la señora Silva y al anciano que solía rondar el pueblo, todos subidos a un enorme jeep militar conducido por el coronel.
—¿Qué está pasando? —preguntó el señor Luna, su expresión de asombro entremezclada con preocupación.
—No hay tiempo para explicaciones —respondió el coronel, su mirada severa pero decidida—. Debemos salir de aquí. La tormenta que se avecina es diferente, y no estamos a salvo.
Anthony miró al coronel y luego a su madre, sintiendo una mezcla de alivio y temor. La situación era crítica, y no había tiempo para dudar. Sin dudarlo, el señor Luna buscó a su esposa y a las chicas para unirse a Anthony y al resto del grupo.
Mientras el coronel encendía el motor y aceleraba hacia la carretera, el sonido de las criaturas marinas resonaba en el aire, una sinfonía de gritos y rugidos que llenaba el ambiente. Las nubes sobre ellos se oscurecían aún más, y el viento aullaba como un lamento, presagiando lo que estaba por venir.
—¿Adónde vamos? —preguntó Adriana, mirando a su hermano con una mezcla de preocupación y determinación.
—A la costa —respondió Anthony—. Necesitamos llegar a donde Belisario y las demás criaturas puedan estar.
A medida que se acercaban a la costa, el jeep se llenaba de un silencio tenso. Cada uno de ellos sabía que la vida en Isla Coral no volvería a ser la misma. La revelación de las criaturas marinas y la guerra que se avecinaba cambiaría su mundo para siempre.
El coronel aceleró aún más, y mientras el jeep atravesaba la carretera, el horizonte se iluminaba con relámpagos. La tempestad se acercaba, y con ella, la verdad que habían estado tratando de ignorar. En el fondo del océano, Belisario nadaba con fervor, deseando volver a la superficie y advertir a Anthony sobre el peligro inminente. Sin embargo, el tiempo se acababa, y la tormenta, tanto en el mar como en la superficie, estaba a punto de desatarse.
•••
¿Están preparados para la guerra, criaturitas?
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