Prologo
¿Yo? ¿Quién soy yo?
Yo soy... lo que tengo que ser, lo que debería ser, lo que ella quiere que sea. Soy el todo y la nada a la vez, soy la luz y la oscuridad. Soy un constante grade. Soy el color y el valor, soy la tonalidad del blanco y el negro, de la inmensa claridad y la total obscuridad. Soy tan inmensa como reducida, tan amplia como insignificante. Soy lo dinámico y estático. Soy una constante invariable en la permanencia del cambio.
Soy un recipiente de recuerdos, una registradora de sucesos, un ente aparte. Soy el ánfora protectora que encierra los conocimientos de la humanidad, un recipiente demasiado pequeño para un contenido tan avasallador. Soy la caja que Pandora no debe abrir, la que encierra secretos, la que nadie más debe abrir, la que siempre debe estar sellada, estática, inerte, suspendida en la nada, oculta. Soy el conocimiento que no se debe dar a conocer, soy un maldito secreto, el que todo lo sabe aún sin saber nada. Sin poder compartirlo, divulgarlo, sacarlo a la luz.
Soy un instrumento, el instrumento del saber, que como a un libro, solo te sirve si lo sabes leer, soy como un idioma que solo muy pocos llegan a entender. Soy un rumor en el espacio, o el mismo espacio a la vez. Soy tanto y tan poco al mismo tiempo. Soy la relatividad en un estado desequilibrado. Soy como el movimiento de la luz, que casi apenas y ni puedes llegar a ver; rápido, fugaz y constante.
Soy el presagio de la gracia y desgracia, un pronóstico, una premonición, el oráculo.
Conozco todo, lo veo todo, todo está bajo mi mirada pero mis ojos aun así, casi nada puede alcanzar a ver. Mis sentidos tan desarrollados y extensos, todo lo perciben, aunque no tenga nada que tocar. Todo lo oigo, aunque mis oídos estén obsoletos, todo los susurros del universo llegan hasta mi comprensión, los sonidos de todo ser, de toda vida, del pasado y el futuro, todo a la vez. Mi paladar nada saborea, aunque conozco todos los sabores del mundo. Mi nariz nada huele, aunque aún así, todo lo pueda oler. Huelo el miedo, huelo la desconfianza, huelo el terror, huelo el valor, huelo el coraje y el poder, huelo el amor incluso, ese en especial, tiene un olor particular; huelo la muerte, siempre putrefacta y la vida, una fragancia tan sutil. Destinada estoy a no tocar, tengo manos inútiles que no tiene nada que palpar, pies que nada pisan, solo articulaciones que siempre yacen flexionadas, roditas que solo pueden arrodillarse sin siquiera tocar el suelo.
No estoy sola, soy la mismísima soledad.
La brisa no me toca, pues parte de ella soy.
La luz no me baña, la irradio.
La obscuridad no me arropa, yo en mi interior la cobijo.
El tiempo no me afecta, pues del tiempo mismo estoy forjada.
Todos estos dones, demasiado peligrosos, fue un Dios el que de ellos, me creo. Creo un peligrosa e inestable arma demasiado defectuosa, pues la única barrera que contiene toda esta oscura, profunda e infinita inmensidad de poder… era un cuerpo humano.
Yo soy la Emisaria de Atenea, el oráculo de la Diosa que a las armas de guerra, comanda y guía por la paz, la victoria y el amor a su ejército de Caballeros. Por la prevalencia de la raza humana, del mundo humano y de la tierra entera. Una Diosa que podría tenerlo todo, pero que el universo en su basta inmensidad no le es suficiente, una Diosa que prefiere que el viento, la arena, la lluvia y el sol la rodeen. Una Diosa que disfruta de sentir, de dar y recibir, de amar... una sensación que solo los humanos pueden experimentar.
Pero todo aquello conllevaba un precio, uno bastante alto, nada para el infinito tiempo de un Dios, pero altísimo para las efímeras vidas humanas de la noble Tierra.
Por ello me creó.
A partir de su propia esencia, a su imagen y semejanza. Tomo una estrella, la más vieja de todas las constelaciones de la galaxia, la estrella que todo lo ve y en ella vertió su amor, su humanidad y su sabiduría; aquel poderoso y peligroso conocimiento. Con su báculo de la victoria y su escudo justiciero, forjo todo aquello con la ardiente calidez del Sol.
No podía ella sola ver por todo, me enviaría en su lugar. Generación tras generación yo prevalecería... aunque el peso fuera demasiado grande. Aunque fuera una reducida existencia humana.
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