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Secretos de Jamir

Jamir, un lugar distante y alejado de cualquier rastro de la civilización. Perdido en las cordilleras del Tibet, apartado del mundo conocido... Una leyenda, o mito para muchos.

No me quejo, en este lugar el silencio y la paz son prácticamente palpables. Aunque para lograrlo, tuve que hacer algunos pequeños sacrificios...

Al inicio se sintió raro matar a los soldados rasos que enviaron por mí, cuando ese maldito traidor le puso precio a mi cabeza para llevarme de vuelta al Santuario vivo o muerto. Después se volvió rutinario, hasta algo satisfactorio e incluso terminé hallándole un pequeño placer culposo.

Pobres ilusos, no solo cayeron como tontos en las mentiras de ese demonio bajo la máscara, sino que su estupidez les costó la vida al creer que podían ganar contra un Santo dorado. Seguramente creyeron que un niño de siete años no les daría ningún problema. Pero al final, todos terminaron pagando el precio por su estupidez, muertos en el fondo de mi cementerio de armaduras. Como una pieza más a mi colección de marionetas sin alma, y mi objetivo personal de recuperar las armaduras.

Pasé años de mi vida fortaleciendo cada vez más mi telequinesis. Matando a cuánto se atreviera a pisar el camino que lleva a Jamir, usando después los restos de los que en mis manos encontraron su fin.

- ¿Alguna otra pregunta, Death Mask?- Cuestiono una vez que termino mi pequeño relato.

Este idiota llegó aquí con una sonrisa confiada en el rostro, jactandose de haber logrado llegar a Jamir, y sintiéndose tan seguro y confiado como para retarme en mi propio hogar... No pueden siquiera imaginar cómo estoy disfrutando ahora la expresión de terror en su rostro, mientras lucha inútilmente por liberarse de la presión que ejerzo sobre su cuello sin necesidad de siquiera tocarlo.

- ¿Qué pasa, Cáncer?, ¿te comió la lengua el ratón?

Ahora es mi turno de burlarme y restregarle en la cara su error. Vaya que Saga debe estar desesperado como para enviar a uno de sus esbirros más fuertes por mí...

- ¿Sabes, Death Mask?, perfectamente podría romperte el cuello en este instante y acabar con tu maldita vida...- Amenazo, aumentando la presión de mi telequinesis en su cuello, observando como sus labios empiezan a tornarse de un tono azulado.- Pero tengo mejores planes para tí.

Apenas digo eso, lo suelto de golpe, haciéndolo caer al suelo, dónde vuelvo a aprisionarlo, forzándolo a postrarse de rodillas frente a mí.

- Ya que tanto te encanta ser un perro faldero al servicio de alguien más fuerte que tú, tengo un trato para tí.- Digo sujetando con fuerza su mentón, obligándolo a mirarme a los ojos. Teme por su vida, tiene pavor de morir, seguramente por estar consciente de que sus pecados no tienen perdón, pero yo solo mantengo mi tranquila sonrisa.- Llévale esta advertencia de mi parte al maldito de Saga.- Añado, apretando con mi mano su quijada, y logro escuchar un crujido, seguido de un grito ahogado.- Sé lo que todos ustedes, malditas ratas cobardes, hicieron. Sé que ese maldito traidor mató a mi maestro. Sé que ustedes mataron a Aioros y trataron de matar a Athena. Sé que han engañado a todos los que no tuvieron mi suerte de lograr escapar... Así que más le vale dejar de enviar a sus tropas por mí, ¿o acaso quiere entregarme todas las armaduras?. Mis manos están manchadas de sangre desde hace años. Gracias a ustedes lo perdí todo, ¿qué le puedes quitar a alguien que ya no tiene nada más que rabia y sed de venganza?

En cuanto termino mi monólogo, procedo a liberarlo, permitiéndole levantarse con extrema dificultad.

- Ahora lárgate. Si vuelves, no dudaré en quedarme con tu armadura y tu vida.

No tuve que repetirlo dos veces, cuando el miserable ya estaba huyendo a tropezones cómo la rata cobarde que es, hasta perderse en la bruma.

No voy a matarlo... Al menos no aún. Pero seguramente mis queridos amigos querrán jugar un rato con él, y yo no voy a hacer nada por impedirlo. Escuchar los desesperados gritos de terror al verse rodeados y atacados por esqueletos vivientes es una dulce melodía que mis oídos adoran escuchar.

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- Maestro... ¡Maestro!

- Eh?

La voz de mi joven discípulo me hace regresar al presente, dónde ambos estamos de camino a Jamir, a punto de llegar al engañoso último tramo, lleno de bruma, ocultando el abismo de dónde aún tenemos muchas armaduras que recuperar. Tal y como Athena nos encomendó.

- ¿Se siente bien, maestro Mu?- Cuestiona el pequeño pelirojo al ver mi reacción.- Por un momento se quedó en silencio, y mirando a la nada.

- Sí, solo pensaba en todo el trabajo que tenemos por hacer.- Respondo con la mejor sonrisa que puedo mostrar.- No te preocupes. Ahora, en marcha. Tenemos una semana para recuperar, reparar y llevar de vuelta al Santuario todas las armaduras que podamos.

Kiki no cuestiona más, y simplemente reanudamos el andar, adentrándonos en la espesa niebla, teniendo el debido cuidado de no desviarnos.

Sé que Kiki confía en mí, me ve como un ejemplo a seguir y alguien en quién confiar. Por casi 10 años fuimos solo nosotros dos contra el mundo, pero si Kiki supiera cómo llegó conmigo... Seguramente me odiaría por el resto de su vida. Bueno, no lo culparía si llegara a ocurrir.

Hace nueve años llegó una escuadra a Jamir, en busca de mi cabeza. Aún los recuerdo bien, eran cuatro, entre ellos, una caballero femenino, lo sabía por la máscara que llevaba. En fin, los cuatro corrieron la misma suerte que todos los demás en los años anteriores, muertos sin la menos posibilidad de hacer algo. O al menos eso creí, hasta que fuí a evaluar el nivel de daño en las armaduras, varias horas después.

De todos los escenarios posibles, jamás imaginé lo que vería ese día. Tal y como esperaba, todos murieron, excepto una, la única mujer. Logré verla, con su armadura destrozada, su máscara rota, con una herida que le había perforado el lado derecho del pecho seguramente hecha con una estalactita al caer, cubierta de varias heridas pequeñas más en todo el cuerpo, cubierta de su propia sangre, y completamente débil, prácticamente agonizando en el suelo.

Pero no fue nada de eso lo que captó mi atención, ni lo que detuvo mi puño. Después de todo, no era la primera que por algún milagro lograba sobrevivir, y que yo debía rematar o vigilar para esperar a que muriera. No, nada de eso, lo que me hizo detenerme fue ver que intentaba cubrir algo con su cuerpo.

En esa ocasión, terminé acercándome, y logré escuchar lo que parecía el débil llanto de un bebé. Aún recuerdo cómo ella alzó su rostro, mirándome de forma suplicante, y a la vez, con algo de lástima, me atrevería a decir. Yo tenía apenas 11 años, un niño, es verdad, pero un santo de oro al fin y al cabo.

- Por favor... Perdónalo.

Entendí que se refería a ese bebé, el que recién había dado a luz, al notar la sangre enmedio de sus piernas.

No pensé demasiado en mis acciones, solo me quité la bufanda que siempre llevaba y la usé para arropar al recién nacido. Su temperatura era algo baja, pero nada demasiado grave, seguramente gracias al calor corporal de su madre.

- Por favor... Cuida de él.

- Puedes irte tranquila. Jamás dañaría a un inocente.

Esas fueron las primeras y últimas palabras que crucé con esa desconocida, antes de que su vida finalmente se apagara debido a la pérdida de sangre. Yo solo me marché con el niño en brazos, de vuelta a la torre.

Así fue como conseguí a Kiki, haciéndome cargo de él después de asesinar a sus padres.

Las relaciones amorosas no son bien vistas en el Santuario, no importa si es entre dos hombres, dos mujeres, o un hombre y una mujer. Todas son igual de condenadas. Por eso es que existen cosas como la ley de las máscaras para los caballeros femeninos, y si deciden amar al hombre que las ve sin ella, deben dejar su armadura y el Santuario. Aunque bien dicen que lo prohibido y lo peligroso hacen caer en la tentación a cualquiera...

La desobediencia de algunos a la ley de no amoríos, así como embarazos no planificados, eran secretos a voces. Muchas de las guerreras que quedaban embarazadas y no lograban deshacerse del problema, optaban por ocultar el embarazo a como diera lugar, y al estar a punto de parir, irse a un lugar apartado para dar a luz. Lo que hicieran después con el recién nacido era cosa suya. Algunas los abandonaban a su suerte en medio de la nada, otras no tenían la sangre tan fría y los dejaban en algún orfanato o poblado lejano al Santuario, y algunas más huían con su hijo.

Probablemente, la madre de Kiki fue una de las tantas mujeres que por el motivo que sea, terminó embarazada, ocultandolo, y siguiendo sus obligaciones. Así terminó en la misión que le costó la vida, pero de alguna forma, logró salvar al hijo que decidió traer al mundo. ¿Qué hubiera hecho después con él, si no hubiera muerto en mi cementerio de armaduras?, no lo sé, y nunca tendré una respuesta más allá de mis especulaciones.

Jamir, mi refugio, mi hogar, el lugar que en sus entrañas ocultará mis pecados y guardará todos mis secretos por la eternidad.

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