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6. Viendo cosas

DEL DIARIO DE CAMERON MURRAY
LONDRES, INGLATERRA. MAYO 06 DEL AÑO 1888

Finalmente, los jóvenes Lupeiscu han accedido a ayudarme en mi búsqueda. Me han asegurado que no es necesario regresar a Francia, pues lo que busco probablemente ya se ha alejado demasiado de mí. Hemos decidido quedarnos en su casa por esta noche, ya que el agotamiento del largo viaje en diligencia hace impensable salir a buscar una posada a estas horas, cargados con nuestras pesadas maletas.

Antes de la cena, el señor Aleksander y yo tuvimos una extensa conversación en el salón. Durante este tiempo, compartí detalles que pudieran resultarle útiles de mi vida antes de la desaparición de mi esposa, mientras que Emilio y la señorita Danica hablaban sobre las peculiaridades de nuestros respectivos países. La señorita Van Huntdis, por lo que pude percibir, parecía especialmente interesada en nuestro lugar de origen.

Mientras el leño en la chimenea ardía lentamente, me di cuenta de que la señorita Van Huntdis es una mujer con un marcado interés por las artes. Estoy seguro de que se llevaría muy bien con Marie.

Más tarde, el joven Aleksander insistió en que nos hospedáramos en su casa durante nuestra estancia en Londres. Aseguró que nuestros encuentros para discutir el trabajo serían constantes y, dado que la zona está cerca de un barrio peligroso, no le parecía prudente que abriéramos la puerta en medio de la noche para salir.

Lo que dijo no era en absoluto una exageración. Westminster, aunque se encuentra en pleno centro de Londres, está muy cerca del río Támesis. Es un área principalmente habitada por obreros inmigrantes y sus familias, plagada de edificios altos conocidos como tenements, que se construyeron únicamente para albergar al mayor número posible de personas, siempre en condiciones insalubres y miserables.

Durante nuestra caminata a la llegada, tuvimos la oportunidad de ver de primera mano la realidad de ese lugar: mujeres ofreciendo sus servicios en la calle, niños desnutridos descansando en las aceras, y personas mayores y enfermas que se desvanecen ante la mirada indiferente del resto. Sin duda, ese era el peor de los lugares para que una familia de banqueros residiera, pero parece ser que ese ha sido su estilo de vida desde que la gran mansión fue construida.

Además, Aleksander insistió en que la casa era tan amplia que no representaba ningún inconveniente dejarnos ocupar un par de habitaciones y ofrecernos comida. No pude evitar sentirme pequeño e insignificante, como un ratón atrapado en un rincón.

MAS TARDE, ESA MISMA NOCHE.

La habitación a la que se me ha asignado esta noche es similar a todas las demás en la casa: limpia, pero vulgar. La decoración oscila entre lo insípido y lo descaradamente feo.

En el suelo, bajo la cama, hay un tapete grueso con dibujos bordados en hilo dorado. La colcha y los tapizados de las sillas son de un intenso color azul lapislázuli. Las paredes son blancas y están cubiertas con un tapiz que presenta arabescos en tonos marrones. Sobre la cama, cuelga un mural pintado, como es costumbre en cada habitación, aunque este muestra una escena de una fiesta de té, algo típico entre los burgueses.

Tomé la libertad de sentarme frente al pequeño escritorio de madera que hay en la habitación. Allí encontré un par de hojas y tinta, lo suficiente para escribir una carta.

Mi muy querida madre:
Seguramente te preguntarás por qué no he ido a verte en tanto tiempo. He atravesado momentos difíciles que me tienen la mente al borde del colapso. Por eso decidí viajar a Londres con Emilio, para buscar a Marie con la ayuda de un buen detective.

Afortunadamente, nos ha dado hospedaje en su casa. Es una mansión enorme y pintoresca para alguien de su clase. Deberías verla, madre, te sorprenderías con los horribles adornos y los retratos excesivos que cuelgan en sus paredes. A papá le agradaría mucho el señor Lupeiscu, sus habanos son tan malos como los de él.

El olor a gas es insoportable, parece que Londres aún vive en la era oscura del carbón y la turba.

Trataré de regresar lo más pronto posible, y cuando lo haga, será del brazo de Marie, te lo aseguro. Espero que en estos tiempos estés sana, y dale un beso de mi parte a papá. Por favor, respóndeme tan pronto como recibas esta carta.

Tu querido hijo,
CAMERON MURRAY

Doblé la carta con cuidado, y con un movimiento firme, vertí un poco de lacre rojo sobre el papel. Lo dejé caer, lo suficientemente caliente como para sellarla con mi propio emblema. Observé cómo el lacre comenzaba a endurecerse, y justo cuando estaba a punto de firmar, algo me hizo detenerme.

Alguien había irrumpido en la habitación.

—¿No es lo que esperaba? — La voz de la joven Lupeiscu me hizo sonreír. Podría haber hablado en voz alta y ella habría escuchado todo.

—Es de suave andar, señorita, ¿o debería llamarla señora? — Guardé la carta con rapidez debajo de las demás hojas, asegurándome de que no viera a quién iba dirigida. Conociéndolos, seguro pensarían que aún soy un niño que se esconde bajo las faldas de su madre.

Me giré en el banco, alcanzando a ver cómo una sonrisa se desvanecía de su rostro.

—Señorita. — Ella sostenía un par de sábanas limpias entre sus brazos y, con un pequeño gesto, extendió las sábanas sobre la cama. —¿Le gustaría un té?

—No, gracias. — Respondí, notando que había cambiado por completo desde la última vez que la vi. Sonreí para mí mismo. No la culpo. Si yo estuviera en su lugar, también sería cauteloso y desconfiado. —¿Entonces es vidente?

—El término es inadecuado. — Contestó, dándose media vuelta y caminando hacia la ventana.

No pude evitar seguir sus movimientos. Ella observó a través del cristal y, tras unos segundos, comenzó a cerrarla.

—¿Espiritista? — Pregunté, intrigado.

—Si lo prefiere. — Respondió en un tono suave, mientras corría la gruesa cortina para cubrir la ventana. — ¿Le dijo a alguien que vendría a este lugar?

—¿Disculpe? ¿Qué? — Me levanté rápidamente, curioso por su pregunta, y me acerqué para ver lo que había fuera. Pero en cuanto mis dedos se enredaron en las finas capas de las cortinas, su mano se interpuso.

Desistí de asomarme. La señorita Danica dio un paso atrás y comenzó a asegurar las otras ventanas, corriendo las cortinas con extrema cautela.

Luego, caminó hasta el extremo opuesto de la habitación y redujo el flujo de gas, haciendo que la luz se volviera más tenue. Finalmente, murmuró:

—¡Será mejor que no continúe escribiendo!

Siempre había sido un hombre suspicaz, como los hermanos Lupeiscu solían decir de mí, pero algo en el comportamiento de la joven me desconcertó. Su actitud había cambiado radicalmente desde que mencioné el asesinato de la señora Jenkins. Ahora, la señorita Van Huntdis sonreía dulcemente, pero al mirar por la ventana, comenzó a asegurar las otras ventanas y a cerrar las cortinas, impidiéndome continuar con mi escritura nocturna.

—¿Señorita Van Huntdis, está bien? — Pregunté, siguiendo su movimiento con la mirada mientras recorría la habitación.

—¿Cree en maldiciones, señor Murray? — Preguntó, caminando hacia la puerta.

—Está tratando de asustarme. — Pensé para mí mismo antes de responder. — ¡No! En absoluto. — Respondí con firmeza.

—No creo en la magia, ni en demonios ni en esas cosas. — Si su propósito era intimidarme, no lo lograría. Tenía que mantenerme firme ante ella.

—¡Bien! Que pase buenas noches, entonces, Señor Murray. — Su sonrisa se tornó más afilada, como si me despojara mentalmente, deshaciendo mis defensas, pieza por pieza. Luego, con un gesto imperceptible de la cabeza, se giró y se dirigió hacia la puerta.

—¡Espere... Señorita Van Huntdis! — La llamé justo cuando la puerta estaba a punto de cerrarse.

—¿Sí? — Respondió, deteniéndose en el umbral.

—¿Usted cree en maldiciones? — Pregunté, sin apartar la mirada de su rostro.

—Todos tenemos una maldición, señor Murray. — Respondió con una sonrisa extraña, inquietante. — Que pase buenas noches. — Hizo un gesto con la cabeza y cerró la puerta lentamente tras ella.

Las horas siguientes se arrastraron lentamente mientras daba vueltas en la cama. El colchón era tan blando que sentía que me hundía entre las plumas. Quizás no era eso lo que me perturbaba. Tal vez era la constante preocupación por mi esposa, pero no... había algo más. Estaba obsesionado con el comportamiento extraño de nuestros anfitriones, especialmente con los cambios tan radicales de la señorita Danica.

—¿Qué querrá decir con eso de que todos tenemos una maldición? Mi maldición empezó cuando Marie desapareció... — Musité entre dientes, mirando al vacío.

—¡Maldita sea! ¿Cómo pueden dormir de esta forma? — Grité, levantándome de un salto. Me desplacé entre las sombras hasta el extremo de la habitación. Por suerte, no tropecé con los feos muebles mientras buscaba el regulador de gas. Al llegar al lugar donde pensaba que se encontraba, toqué la pared y me di cuenta de que había más ventanas de las que imaginaba. Tal vez, si abría una y dejaba que entrara aire fresco, podría descansar, sintiendo que no estaba atrapado en la nada.

Estaba a punto de abrir una ventana cuando un ruido en la otra parte de la habitación me detuvo. Al parecer, una rama de árbol golpeaba el cristal. Pensé que abrir esa ventana podría despejar el ruido y así descansar.

Avancé rápidamente hacia la ventana. Deslicé mis manos entre las cortinas y comencé a levantar el vano, pero en ese instante mi corazón se detuvo. Justo en el borde exterior de la ventana, posaba un ave negra. El brillo de su plumaje me dejó sin aliento. Retrocedí de golpe, al darme cuenta de que no era una rama lo que golpeaba el cristal, sino el pico del ave.

Cuando volví a mirar por la ventana, el ave había desaparecido, como si nunca hubiera estado allí. Pero algo en la oscuridad me detuvo. Al otro lado de la acera, apenas visible entre la lluvia torrencial, se erguía una figura encapuchada, envuelta en largas vestimentas que parecían absorber la luz. Su rostro era una sombra indistinta, difusa por las gotas que golpeaban el cristal y la neblina de la tormenta. Sin embargo, lo que más me heló la sangre fueron sus ojos: dos puntos rojos, brillantes como brasas al rojo vivo, fijos y penetrantes, que me observaban con una intensidad que me paralizó. Un terror helado recorrió mi cuerpo, como si algo profundamente maligno se hubiera apoderado de la atmósfera. El aire a mi alrededor se espesó. Él también me miraba. Y cuando sus ojos se encontraron con los míos, sus labios se curvaron en una sonrisa macabra, amplia y retorcida.

—¿Qué demonios fue eso? — Musité, mi voz apenas un susurro, mientras me refugiaba detrás de las cortinas, como si el simple hecho de esconderme pudiera borrar lo que acababa de ver. El hombre sonreía, esa sonrisa cruel y desafiante, porque sabía perfectamente que lo estaba observando. No podía ser una casualidad. Era demasiado calculado.

El miedo se instaló en mis huesos, pesado como una losa. Sus ojos aún brillaban en mi mente, como una marca ardiente. Suspíré profundamente, intentando recuperar algo de compostura. Con manos temblorosas, corrí las cortinas un poco más, apenas un centímetro, y me asomé con un ojo. Un escalofrío helado recorrió mi columna vertebral cuando me di cuenta de que el hombre ya no estaba allí.

—¿Tan rápido? ¿Cómo es posible? — La duda y la incredulidad se mezclaron en mi mente, incapaz de procesar lo que acababa de suceder. No podía entender cómo, en tan solo un parpadeo, aquella figura se había desvanecido como si fuera una sombra.

¿Era una broma macabra? ¿Una alucinación provocada por el cansancio o por el miedo? Pero la imagen del hombre vestido de negro seguía ardiendo en mis pensamientos, y algo dentro de mí me decía que no era ninguna ilusión.

Recordé aquella noche... su rostro demacrado, pálido como la muerte misma, los ojos rojos, intensos, carmesí, como si toda la maldad del mundo se hubiera concentrado en ellos. Esos malditos ojos que siempre, siempre me perseguirían. Esa noche... la noche en la que la perdí.

Intenté recordar los detalles, aferrarme a ellos como si al hacerlo pudiera evitar que se desvanecieran. Pero con cada intento, los recuerdos se tornaban más difusos, como una niebla espesa que se traga todo a su paso. El pasado se deshilachaba, quedándose cada vez más lejano, inalcanzable.

¿Qué había visto realmente?

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