
13. Secretos Siniestros, Parte 3
Mi mente no dejaba de dar vueltas, pero algo dentro de mí, algo visceral, me impulsaba a seguir adelante. La advertencia de Randall, el encargado de la posada, solo aumentó mi desconfianza.
Withechapel, ese lugar temido por todos, parecía estar en el centro de una maraña de sucesos oscuros, tan enrevesados como el laberinto de calles por las que habíamos caminado para llegar hasta allí. El hecho de que el hombre mencionara a "Jack" y las "sopas de guisantes" como una amenaza velada solo incrementaba la sensación de peligro inminente.
Emilio, como siempre, parecía dispuesto a burlarse de la situación, pero yo no podía permitir que mis dudas quedaran sin respuesta. Si esto implicaba adentrarme en los rincones más oscuros de Londres, entonces así sería. Había algo que me arrastraba hacia esa dirección, algo relacionado con la desaparición de Marie, con sus cartas, y tal vez con los secretos guardados por los Lupeiscu.
La noche nos abrazaba mientras salíamos al frío y húmedo exterior, con los faroles de la entrada de la posada titilando tenuemente. Cada paso hacia el destino que habíamos elegido era una llamada al abismo, y aunque el miedo comenzaba a rozar mi conciencia, había una necesidad más profunda que me mantenía firme: encontrar la verdad, por encima de todo.
A primera vista, no pudimos ver nada; la espesa neblina aún no se dispersaba y, por el contrario, comenzaba a tornarse algo verdosa. El hedor era insoportable, un olor nauseabundo a animales muertos se filtraba en el aire. Esperamos un poco sobre la acera de aquel lugar, sin embargo, ningún coche pasó.
La apresurada marcha nos llevó a nuestro destino justo a tiempo. Nuestros pasos sobre los charcos me hicieron pensar en la conversación que había tenido con la señorita Elizabeth esa mañana:
—¿No eres de por aquí, verdad? —me preguntó sin dejar de mirarme.
—Para nada... soy francés —le respondí con una media sonrisa.
—Pues déjame advertirte algo, Monsieur —Elizabeth me tomó ligeramente por las manos, acortando la distancia entre ambos. Susurró muy cerca de mi oído—. Londres está lleno de placeres y terrores magníficos. Los primeros se representan con lindas mujeres como yo, a veces mejores que otras. Y los segundos... son cosas que quizás nunca creerías.
Elizabeth depositó un beso sobre mi mejilla derecha y metió una de sus manos en el bolsillo de mi chaqueta. Rápidamente se alejó de mí, alzando y haciendo girar entre sus dedos el reloj de bolsillo que siempre llevaba conmigo.
—¡Necesitaré eso más tarde! —exclamé, alzando la voz sin moverme un solo paso de su lugar.
—Te lo entregaré mañana. A la misma hora que hoy —dijo ella sin detener su andar.
—¿Cómo sabré que lo harás? —pregunté.
La mujer se detuvo de inmediato, girando la cabeza un poco para mirarme una vez más.
—Estaré a tiempo —respondió, con su peculiar sonrisa, bajando la tapa del reloj y agitándolo un par de veces.
En realidad, no sabía por qué permití que esa joven me hurtara el reloj. O tal vez sí lo sabía. Desde el incidente con Marie, cada vez que veía a alguien con cabello castaño, sentía como si fuera mi esposa. Me parecían atractivas cuando sonreían, y me volvía loco si descubrían que amaban las artes. Sin embargo, nunca había sido capaz de ir más allá de un encuentro casual con alguna de ellas. Durante los últimos meses en París, mi madre intentó convencerme de buscar otra esposa; incluso dio su consentimiento para que trajera algunas concubinas a mis habitaciones, pero todo sin éxito.
Me negaba rotundamente a olvidar a mi amada esposa, y por supuesto, no lo haría ahora que podía contar con la ayuda de las personas correctas. Entre las húmedas calles de Londres, un grupo de tres personas merodeaba por el callejón cerca de la Galería de Arte.
Ese encuentro con Elizabeth Marlott, una joven que parecía pertenecer a un mundo oscuro y distante del nuestro, solo sumó más incertidumbre. Sus palabras sobre la dirección que nos había dado la señorita Danica nos hacían cuestionar todo nuevamente.
—¡Señor Lupeiscu! —exclamé, sin temor a equivocarme, mientras nos acercábamos al grupo que habíamos divisado desde metros atrás, al otro lado de la calle.
—¡Señor Murray! Pensamos que no vendría —respondió el londinense, alejándose un poco del grupo para acercarse a nosotros.
—¿Pensaron? —preguntó Emilio, girándose un poco para mirarme.
—Buenas noches, señor Murray, señor Carter —uno de los hombres en el grupo se movió, mostrando una sonrisa al saludarnos.
Los tres que nos esperaban eran: Aleksander Lupeiscu, y su fiel Amadeus Owen, una especie de mayordomo que lo seguía a todas partes, aunque más parecía un cuidador. Amadeus era un hombre fuerte, con barba negra y piel tostada para ser inglés. Bastante serio, siempre impecablemente vestido detrás del joven heredero.
Por último, pero no menos importante, la señorita Van Huntdis, aunque no como la conocimos la primera noche, pues en esta ocasión iba vestida como un hombre, con pantalones negros, un saco largo, un corbatín y un sombrero de copa baja que ocultaba por completo su largo cabello negro.
—Señorita Van Huntdis, ¿qué hace vestida de esa forma? —le pregunté, sin poder apartar la vista de su figura de arriba a abajo. Definitivamente era una persona irreconocible con todo ese atuendo.
—Una mujer no puede estar fuera de casa a tan altas horas de la noche. Y aunque para mí dejó de ser importante hace mucho tiempo, debo preservar el buen nombre de mi familia —respondió con una media sonrisa en el rostro.
—Buena idea —dije, asintiendo un par de veces con la cabeza, antes de mirar hacia el grupo de personas que nos rodeaba. Fue extraño e incómodo llegar al lugar, pues después de saludarnos, tuvimos que esperar un buen rato frente a la acera. Finalmente, fue el mayordomo Amadeus quien miró su reloj y dijo:
—Mi señor, ya es hora —le mostró su reloj de bolsillo al de cabellera negra, quien asintió mientras mordisqueaba la última parte de su habano.
—Bien. ¡Entremos! —ordenó Aleksander, metiendo las manos bajo el abrigo y dando un par de pasos hacia mí.
—Espere un minuto... ¿qué estamos haciendo aquí? —pregunté, algo desconcertado.
—Buscando a una persona. No necesita saber más que eso, pero no se sorprenda por nada de lo que vea. ¿Sabe disparar? —me preguntó.
—En realidad, no —respondí inmediatamente, observando fijamente las acciones de Aleksander. Mi sorpresa fue enorme cuando, del interior de su prenda, Aleksander extrajo un revólver.
—Solo sosténgalo firme. Manténgase alerta y dispare a todo lo que le parezca extraño —Aleksander explicó mientras abría el tambor de la pistola, mostrándome la cantidad de diez disparos. Sabía que debía decir algo, negarme tal vez, pero no pude. Estaba tan acobardado que luchaba por no reflejarlo en mi rostro mientras observaba el accionar de Aleksander.
—¡Vaya responsabilidad! ¿Será que puedo dispararle a usted en este momento? —pensé en voz alta, aunque por suerte, mis palabras salieron en mi lengua materna. Sin duda, deseaba con todas mis fuerzas que aquel hombre no entendiera mi idioma. Tomé el arma de cañón largo, sosteniéndola firmemente entre las manos.
Aleksander se dio media vuelta y se alejó, explicándole lo mismo a Emilio. —Señor Carter, aquí tiene. Manténgase alerta y dispare a lo que le parezca extraño.
En ese momento, Aleksander hizo una señal con la cabeza, y de inmediato, Amadeus empujó la puerta con su hombro. Sorprendente era la fuerza de aquel hombre. Los cinco emprendimos la caminata hacia el interior de lo que parecía una bodega. A la cabeza, por el lado izquierdo, se encontraba Emilio; al otro extremo estaba yo, y en el centro, la señorita Danica, Amadeus y su amo estaban detrás de nosotros.
Los cimientos de aquel edificio se dividían en diferentes áreas, recreando sectores de almacenaje. Solo podíamos ver alrededor con atención cada segundo. Estaba prohibido ser sorprendidos por cualquier cosa; nuestra concentración era tal que, por un momento, dejamos de prestar atención al crujir de la madera bajo nuestros pies.
—Señorita Danica —la llamé, acercándome un poco a su costado—. Tengo varias preguntas para usted.
—Adelante, señor, puede hacerlas —respondió, mostrando una media sonrisa en su rostro.
—Descubrirlo fue bastante interesante, sí —sonrió nuevamente, observándome fijamente en un par de ocasiones. Luego continuó caminando y respondió, como si hubiera descifrado en mi rostro que una respuesta corta no me era suficiente—. Lo obtuve de una vieja amiga en las calles por cincuenta chelines. Una verdadera adquisición.
—¿Una herencia? —cuestioné, con más interés, perdiendo por completo mi atención hacia el alrededor.
—Por supuesto que no. Tal vez solo me gustaba ocultar el secreto, como un pecado escondido, pero dentro de mí hubo un cambio... lo noté desde esa noche en adelante. Tal vez siempre estuvo allí —Danica respondía con rapidez a todas mis preguntas, como si además de saber que no me bastaba una respuesta breve, también supiera cuál sería la siguiente interrogante.
—¿Cómo se dio cuenta de que era... bueno... que era...?
—¿Una bruja? —dejó escapar una especie de risa, a lo que solo pude asentir un par de veces—. No fue difícil adivinarlo. Mis tierras son cercanas a Rumania, un lugar muy rico en paganismo y criaturas de la noche. Entenderá por qué le hice esa pregunta aquella noche. Creyó que le estaba jugando una broma, ¿no es así? —Al finalizar su respuesta, estaba a punto de hacerle otra pregunta, pero un gesto de Amadeus me obligó a guardar silencio.
—¿¡Qué han venido a buscar!? — La voz resonó en la oscuridad del bodegón, llenando el aire con un tono autoritario y desafiante. No se trataba de un simple eco, sino de una presencia tangible que parecía salir de las sombras mismas. Un escalofrío recorrió mi espalda y, por un momento, sentí como si el tiempo se detuviera.
Amadeus, sin perder la compostura, alzó su mano en señal de alerta, y todos nos detuvimos en seco. En el silencio que siguió, lo único que se podía escuchar era el leve crujir de las maderas bajo nuestros pies y el viento que comenzaba a soplar a través de las rendijas del viejo edificio.
DEL DIARIO DE ALEKSANDER LUPEISCU
11 de MAYO del año 1988,
en la ciudad de Londres, Inglaterra.
Hace un par de meses comencé a recibir cartas desde París. Provenían de un joven francés, acaudalado, cuya esposa había desaparecido el año anterior. Curiosamente, el joven Cameron Murray vino a buscarnos tras enterarse de que Danica y yo estábamos dispuestos a realizar trabajos oscuros a cambio de una sustanciosa suma de dinero.
Lo que aún no entiendo es cómo el señor Murray sigue sin creer que los demonios y las almas en pena caminan entre nosotros, adoptando formas inimaginables. Él, que tuvo la oportunidad de enfrentarse cara a cara con el ángel caído, sigue aferrándose a la absurda esperanza de que su esposa está viva, y aún más increíblemente, que la seguirá amando como lo hizo alguna vez. Pobre tonto.
La noche anterior, Danica citó a los dos extranjeros en una calle no muy lejana a nuestra casa para realizar un trabajo nocturno. Ambos decidimos mantener todo en secreto hasta que la maldad se mostrara en su verdadera esencia, y así el pequeño pintor se convenciera de una vez por todas de que esta es una situación de la que seguramente desearía huir de regreso a París.
Al adentrarnos en el bodegón, caminamos por un extenso corredor hasta llegar a un espacio donde solo una luz intermitente colgaba sobre nuestras cabezas. En ese momento, sentimos que estábamos en el centro mismo del lugar, un punto vulnerable, mientras que el resto de la oscuridad parecía envolvernos. El ambiente se tornó gélido, y lo poco que podíamos distinguir en la penumbra eran algunas sombras, pero no eran sombras normales. Eran grandes, robustas, y de algún modo, sentíamos que nos rodeaban. Incluso escuchamos jadeos que rápidamente invadieron el lugar, como si una camada de animales nos acechara.
— ¿Qué han venido a buscar? — Una voz familiar resonó desde las sombras del bodegón.
— ¡Queremos ver a Byron! — Exclamé con firmeza, mirando hacia la oscuridad.
La sombra se movió ligeramente, y pude distinguir una figura encapuchada que emergía de la oscuridad. La luz tenue de las antorchas apenas iluminaba su rostro, pero su postura era desafiante, segura. Estaba claro que esa persona no tenía miedo de nosotros.
—Lupeiscu, no pensé que volvería a verte. — Un hombre dio un paso hacia la luz, y en ese mismo instante, más figuras emergieron tras él. —Has venido con la perra Van Huntdis. Por poco no la reconozco con esas vestimentas.
De entre las sombras, apareció un hombre, de altura similar a la mía o a la del señor Murray. Tenía el cabello largo y negro, y la piel de un tono acanelado. Lo más sorprendente, sin embargo, era su rostro: una cicatriz que se extendía desde su barbilla, atravesaba su ojo izquierdo, y subía hasta la frente, dejándole el ojo izquierdo completamente blanco, como si la herida le hubiera arrancado la córnea.
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