Prólogo
Mis ojos, entornados, parecían querer desplomarse de un momento a otro, al igual que mi cabeza y el resto de mi cuerpo. Mis manos, enguantadas en una lana llena de jirones deshilados, llevaban mucho tiempo agarrotadas por aquel incesante frío. Una helada de tal calibre que nunca en mi vida hubiera imaginado sentir en mis propias carnes. Los kilómetros andados me pesaban como una intrínseca gravedad en mi interior, mientras que la innumerable cantidad de bufandas que rodeaban mi cuello me sometían a un estado de inmovilidad casi catatónico.
El ambiente rezumaba una neblina blanca, tan blanca como la propia nieve de aquella tierra rusa. El viento congelado azotaba las ramas de los árboles que aún seguían en pie, y los toldos de los edificios fantasmales se agitaban, reforzando aquella tétrica imagen.
El panorama era devastador, pero apenas podía mirar más allá de mi ángulo de visión por culpa de aquella fatiga que me demolía por dentro. Con cada paso hacia delante, con cada segundo en el que mis funciones vitales luchaban para sanar las graves heridas, mi conciencia y mis percepciones habían entrado en un estado de hibernación progresivo.
Lo cierto era que no tenía a nadie en quien pensar, nada por lo que preocuparme. Mi vida estaba vacía y nunca me había importado. Tanta gente en el pasado me lo había repetido una y otra vez... que había acabado por aceptarlo. Y en ese momento, después del accidente y de todo lo vivido bajo la tempestad que se me cernía, algo en mí buscaba un sentimiento que nunca había tenido. Un sentimiento de pertenencia a algo o a alguien. Algo a lo que agarrarme.
De manera que no me importaba morir. Pero, por otra parte, no quería que eso sucediera. Mi desolada y resignada estampa contra mi más que destacable yo egoísta. Era un sentimiento encontrado de pura confusión, quizás como consecuencia del tremendo accidente que había tenido. Parecía increíble que hubiera sobrevivido a aquello.
Allí, atravesando una estrecha calle de Moscú, sin apenas sentir un músculo, con la mirada perdida, me sentía realmente solo, a pesar de tener compañía.
Mis ojos enfocaban la nuca de un cabello liso, largo hasta los hombros y completamente rojo. Era lo único que podía producirme, aunque fuera mínimamente, una calidez visual entre tantos tonos gélidos. Había cogido mi mano derecha con su izquierda, y con un paso inexplicablemente enérgico, tiraba de mí como una carreta. Una carreta pesada, vacía de vida, que tan sólo hacía que quejarse de su mala, o buena fortuna, dependiendo de la perspectiva. Yo era el de la mirada inexpresiva; inmóvil y rígido en movimientos, presa del congelamiento facial y corporal. El frío poseyendo un alma humana sin nada nuevo o mejor que aportar a la situación.
Ella era el calor que, incluso sin yo notarlo, derretía mi frígida y apática figura. Sin importarle nada. Sin nada a cambio. Como un alma libre que busca el calor en todo lo que ve, en todo lo que toca, en todo lo que siente.
Se dio la vuelta. Me sonrió. Su melena pelirroja, como un telón que descubre el escenario, se ondeó en la brisa, mostrando su perfil. Sus ojos grandes y azules, que relataban un nacimiento entre aquellos temporales, junto a sus labios finos y alargados, de color rosado a causa del frío, resaltaban con una tez pecosa y pálida.
Su mirada reflejaba la inquisitiva y risueña curiosidad de la vida. Su rostro parecía contemplarla desde su lado más artístico.
Sus palabras, las cuales no podía oir claramente a causa del agotamiento, se me antojaban como voces de sirena en la lejanía, entre el sonido de un vendaval que no dejaba ser vivo cumplir su propia función de vivir. Una risa sincera y despreocupada, con fuerza; un humor que retrataba sus ganas de seguir adelante. Durante todo el tiempo que habíamos pasado juntos no había llegado a verla como en ese preciso instante. Un instante de delirios mágicos. Una figura que expresaba todo lo contrario a lo que estábamos viviendo. Una dulce alegría entre el mortífero viento glacial, en una ciudad fallecida, tenebrosa. El arte más bello y realista entre mi demencia y desvaríe.
Ya no tenía fuerzas ni para actuar por mí mismo. Para decir, hacer algo al respecto. Por lo menos a responder. Tan sólo me dejaba llevar; cansado, muy cansado.
Yo allí estaba demás. El mero espectador de un lienzo que cualquiera hubiera tildado de esperanzador entre toda aquella devastación. Pero un ser como yo nunca había tenido esperanza, ni fe. Ni en mí, ni en el mundo. Una persona sucia, inválida de sentimientos, materialista, y un largo etcétera con el que había aprendido a vivir. Y lo más repugnante de todo, a vivir feliz con ello. Tan solo en aquellos míseros y extremos momentos de mi vida me lo había empezado a replantear. E incluso seguía teniendo dudas de ello. Repugnante.
Sin embargo, aparecía ella de nuevo. Tenía una fijación en mí que me molestaba, que me sacaba de mis casillas. No lo comprendía. Era un sujeto horrible, y parecía casi imposible que hubiera algo en lo que cobijarse allí dentro, dentro de mí. Un lugar tan frío como aquella nevada a la que nos estábamos enfrentando.
Mi mente poco a poco dejó de pensar, abstrayéndose de la realidad, y justo cuando algo en mí notaba que se había acabado, que ya no toleraba un gramo más de todo aquello, solo pude balbucear las primeras sílabas de su nombre. Después, mientras mi agarrotado cuerpo caía tras ella, desmayado, solo visualicé un último y fugaz recuerdo.
El cómo había llegado hasta allí.
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