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8. Salavat Yulayev

Tumbado en una camilla cuan largo era, con los ojos fijos en el techo, Matt dejaba que un médico de edad avanzada con el pelo canoso oscultase sus heridas mortales.

Su mirada parecía trascender las formas geométricas arabescas que bailaban en sus retinas, hipnotizándolo. Seguía mareándose en ocasiones y la vista le hacía unos tembleques extraños. La caída de su jet privado, al cual todavía añoraba, le estaba llevando al extremo de la fatiga mental; por mucho que durmiese no se iría tan fácilmente. Habían pasado muchas cosas desde entonces como para que se siguiera acordando de su avión, pero al fin y al cabo era una de sus aeronaves personales más preciadas. Pocas cosas podían hacerle olvidar al dinero y su poder adquisitivo.

Aquel lugar, su interior, era el perfecto concepto de una mezquita. Tal y como lo había estudiado. No parecía haber ningún elemento arquitectónico más que la diferenciase de las que se solían encontrar en oriente. Nada ruso. Los arcos, las columnas, los motivos vegetales, los colores caramelizados, el yeso. Incluso podía observarse su tradicional división por dentro: sus salas, rincones, altares...

Y, sin embargo, poco se rezaba en aquel momento. Aquel espacio religioso se había convertido en una especie de base civil; una casa de muchos, como un centro de acogida. Todos hacían las tareas del hogar para todos.Todos convivían en aquel lugar, compartían y se ayudaban como buenos compañeros de vivienda.

Matt subió la cabeza y volvió a inclinarla un poco hacia abajo. Se dio cuenta de lo diferente que parecía aquello según la perspectiva; si miraba hacia arriba, al techo, parecía una mezquita. Pero si miraba hacia abajo, a su alrededor, ya no veía una mezquita. Veía una verdadera mansión acondicionada para vivir: camas, escritorios, lámparas, sofás, sillones... y lo más importante de todo: hogueras. Fuera sería imposible vivir. Tan solo contados días podían pasar las noches allí, en tiendas de campaña, y esos solían ser cinco alaño, aproximadamente. Y de todas formas no era ni necesario hacerlo.

Todo aquello se lo había contado el médico que le estaba mirando las feas heridas de su cuerpo, Fred, que por suerte sabía inglés también. Había preguntado también por la comunicación con el exterior, si podía utilizar aunque fuera un teléfono. Pero la respuesta había sido rotundamente negativa. Básicamente, si entrabas en Rusia y te perdías, tan solo te quedaba salir del país por tu propio pie. Ya no existía la red telefónica, ni la de internet; ni siquiera la luz eléctrica, o muy poca, solo en ciertos puntos muy específicos del país. Ni siquiera en Moscú.

Tampoco se veían coches en funcionamiento, ni con gasolina, salvo los que conducían los siervos de Sagres.

Tras un rato en silencio el anciano volvió a hablarle.

- Es impresionante que hayas sobrevivido a estas heridas. De verdad, pocas veces he visto a alguien en tu estado con estas gravedades. Está claro que se están cicatrizando bien, pero dios santo, ¿cuánto tiempo dices que estuviste así?

- Hasta el día de hoy, casi cinco días.

- Se dice poco, chico. - hizo una mueca de sorpresa exagerada. - Casi cinco días de perder sangre. Y no poca. No sabes todavía la suerte que has tenido de encontrarte a Emma. Esa chica sí sabe lo que hace.

- Sí, si que lo sabe. - se calló tras ello, restándole importancia. En realidad tenía mucho más interés en hablar de donde estaban. - ¿Así que Salavat Yulayev?

- Sí. El que le da nombre a esta mezquita, ¡que todavía es mezquita, aunque no te lo creas! Solo que la hemos adaptado a tiempos modernos... y decadentes, también. Digamos que actúa como centro de acogida y hogar en general. Aquí viven desde aventureros de la nieve, que son bastante pocos y se marchan con facilidad, hasta vecinos de toda la vida.

- ¿Vive aquí toda Ufá? ¿Toda la población que queda?

- No, ni por asomo. La ciudad está dividida en varios sectores, por decirlo de alguna manera. Hay muchas menos personas de las que solían vivir antaño, cierto. Pero sus refugios están cerrados para otras personas, y sus gentes son bastante agresivas y hurañas. No hay comunicación entre las distintas partes. Supongo que es lo que tiene vivir en estas condiciones durante toda una vida. Acaba influyendo en tu personalidad.

- Entonces, ¿que hay de los demás edificios de la zona? ¿No los utilizáis?

Cuando empezó todo esto sí, claro. Pero con el tiempo nos dimos cuenta de que para sobrevivir no podíamos estar separados por muros. No se puede, ni física ni psicológicamente. Es algo que tienes que entender sufriéndolo en tus propias carnes, como yo. La unión hace la fuerza. - sonrió.

- Supongo que el temporal hace mella, como dices...

- Todo el año con ventiscas, menos unos pocos días. Imagínatelo. Nosotros lo llevamos mejor, por lo que se ve. Y has tenido suerte, sí. Si llega a verte desfallecer uno de ellos hubieras sido vilmente desvalijado y dejado a tu suerte en medio de aquel pueblo abandonado.

El doctor Fred le inyectó un antibiótico y le roció con otros remedios, además de colocarle las vendas renovadas sobre los puntos. Matt daba gracias al cielo de que tuviesen un sedante más o menos fuerte para coserle las heridas. De lo contrario hubiera muerto por el insoportable dolor.

- Y, entonces, ¿por qué no os vais, como han hecho la mayoría de rusos?

Fred levantó la cabeza y le miró con complicidad. Sus ojos proyectaban una serenidad y voluntad implacables.

- Porque hay gente que quiere aprovecharse de ello para hacerle cosas horribles a nuestra tierra. Ufá y Rusia es donde nos criaron nuestros padres, donde les criaron nuestros abuelos y así con las innumerables generaciones anteriores. Nos negamos a que suceda. - le tendió un pequeño frasco de pastillas.- Tómate tres, una con cada comida, durante una semana.

- ¿Qué gente? - se levantó de la camilla, curioso, con las vendas nuevas ya puestas.

- Aquel al que buscas y los suyos. Planean convertir este país sumido en las ruinas en un capricho. - escuchar esa palabra provocó un malestar inconsciente en Matt. - Un simple y llano capricho enfermo de un megalómano, un adinerado sin escrúpulos. Alguien que se beneficia de la peor de las situaciones ajenas para sus propios negocios ególatras.

Matt iba a responder, enervado por su profunda admiración hacia Sagres, a todos los improperios que aquel médico había escupido sobre él, con una notable saña. Sin embargo, ante su sorpresa, comprobó que la razón y el sentido común paraban aquella pasión y fuerza interior que se preparaban para salir a fuera en forma de palabras y gestos subidos de tono. Ya estaba muy acostumbrado a las discusiones extremistas por Sagres cuando su interlocutor no estaba mínimamente de acuerdo algo con él.

Recordó unos momentos en la camioneta, con Skarrev, sus palabras hacia Emma y lo mal que la había tratado. Recordó el odio que le había transmitido a la chica en un primer momento, lo poco que quería hablar de Sagres y la supuesta relación con su padre.

Sintió que todavía no sabía nada de lo que estaba pasando como para seguir defendiendo a capa y espada todo lo que tuviese que ver con Miguel Ángel Sagres. ¿Cuál serían sus planes? ¿Y por qué Emma y su padre estaban metidos en todo aquel embrollo? La poca gente que quedaba en Rusia, en las grandes ciudades, se negaban a abandonar sin luchar contra él. ¿Haría algo tan importante como para que afectase a una región tan grande como la rusa? Lo veía muy imposible.

Matt se volvió para preguntar de nuevo al médico, pero este ya estaba atendiendo a otra persona, y se sorprendió a si mismo de pie, rebuscando en sus pensamientos.

Decidió entonces explorar la zona. Con un poco de suerte encontraría a Emma o a Skarrev por el camino y, con sus formas extravagantes, se quejaría para que le contasen que ocurría con Sagres. Una vez más.

Por toda la mezquita había camas, pequeñas construcciones a modo de cabaña o estantes de tiendas, sillones y mesas, todas a la vista, sin ningún tipo de intimidad. A Matt le daba la impresión de estar en un hotel con encanto turístico y a la vez en un búnker tras un apocalipsis. El ambiente y el humor no era demasiado monótono. Incluso podría haberse dicho que era ligeramente animado. Fred le había contado que la idea de establecer la Salavat Yulayev como lugar en el que pudieran vivir los vecinos fue del padre de Irak, el que les había recibido.

Matt buscó en todos los sitios a Emma, a Raf o a Skarrev, pero no vio a nadie. Sin embargo, observó unas escaleras bastante pequeñas y estrechas que iban al piso alto del edificio, medio escondidas en un pequeño trozo de la pared, a su izquierda. Entonces recordó una conversación en la que decidían a donde iban a llevar el cuerpo inconsciente de Skarrev: al piso de arriba.

Se dispuso a subir las escaleras con cierta cautela. El camino no estaba demasiado iluminado y se notaba que no solía ser muy transitado. Matt oyó unos tosidos ahogados a mitad de las escaleras y se paró instintivamente unos segundos. Tragó saliva y continuó. No tenía ni idea de como iba a reaccionar Skarrev cuando le hiciera el interrogatorio que tenía pensado.

Probablemente lo haría de la manera más sutil y suave que pudiese, para que la respuesta fuera lomenos agresiva posible.

Llegó arriba y miró su figura de pies a cabeza, sentada bajo una de las ventanas de un pasillo que se extendía alrededor de la cúpula. Sus pies estaban atados fuertemente uno con otro, y sus manos a un barrote de metal de la ventana. Sin embargo, estas no tenían cristal, y el frío se notaba bruscamente al pasar del piso de abajo al de aquel pasillo.

Skarrev parecía tiritar levemente. Matt se acercó y el ruso hispanohablante le miró con los ojos fruncidos. En ese momento se dio cuenta de que siempre los tenía así, como enfadados.

Se puso de cuclillas en frente suya y, tras unos segundos, fue Skarrev quien soltó la primera palabra.

- ¿Qué?

- Necesito que me des respuestas.

- ¿Para llevar? - respondió, burlonamente. - Lo que necesitas es que te manden a tu país ya. ¿Es que acaso no te lo han contado todavía?

- No, Skarrev. No es que no quiera, es que no puedo. Pero ese no es el caso. Necesito que tú específicamente me cuentes cuales son los planes de Sagres y dónde está.

El ruso le miró como a un loco.

- Por todos los dioses... Chico, vete a casa, de verdad. Diles que te den un mapa para ir al sur, a Kazajistán. Con suerte se acabarán las nevadas y encontrarás un pueblo habitado con teléfono. Pero no...

- No me voy a ir a ningún lado. - le cogió por el cuello de su chaqueta de cuero. - He jurado ante muchas personas que vería a ese hombre con mis propios ojos. Y con planes peligrosos o sin ellos, lo voy a hacer.

El tono con el que le hablaba era duro y desafiante, pero Skarrev siguió observándole como a un loco. Pero como a un loco que sabía lo que quería.

Hizo una pausa larga, rió levemente y habló.

- Si tanto quieres saber sobre los planes de Miguel Ángel... bien. Te los diré. De todas formas no hay nada ni nadie que le detenga. Todos ya lo saben. Lo que quiere hacer es nada más y nada menos que convertir Rusia en su gran paraíso de la riqueza. Va a convertir todo el país en oro, plata y bronce.

Ahora era Matt quien le miraba como a un loco.

- ¿Qué?

- Lo que has oído. Mediante la alquimia artesanal va a transformar todo Rusia en un reino hecho de los tres metales. La tierra dorada. Los edificios plateados. Y los árboles serán de un bronce totalmente compacto.

- ¡Deja de vacilarme y dime ya lo que planea hacer! - le sacudió con fuerza, mareándolo.

- ¡Dios, para! ¡Tengo dolor de cabeza! ¡Te he dicho la verdad, no te estoy mintiendo!

- ¿Pero tú te estas oyendo? - dijo Matt con una breve risa nerviosa, aún sin creérselo. - ¿Crees que puedes hacerme creer semejante estupidez? ¿Cómo demonios va a transformar la materia? ¡La alquimia no existe!

- Pues claro que existe. Es un artesanía muy antigua que solo ha sido transmitida por unas pocas familias en el mundo.

- ¡Eso es imposible! ¡Para de reírte de mí!

- Me importa un carajo que no me creas, pero te estoy diciendo la verdad. ¡Y si no, pregúntaselo a Emma! ¡Ella y su padre son alquimistas!

Matt se tranquilizó y pensó un rato sobre Emma y su collar de plástico en forma de copo de nieve, con un punto dorado en el centro. ¿Sería ese el oro del que hablaba Skarrev?

- Pero... ¿y en el caso de que así fuese? ¿Por qué haría una cosa...como esa? - a Matt seguía pareciéndole imposible el hecho de que pudiese hacer algo así a toda la región de Rusia, con lo enorme que era. -

- Para aumentar su riqueza. Su patrimonio. Si hace eso tan solo sería el principio de su reinado en el mundo. Se consolidaría como número uno en la lista de más adinerados del mundo y poco a poco convertiría el planeta tierra en posesión suya. Todo a través de la alquimia. Todo sería dorado, plateado y de bronce. Y suyo, de Miguel Ángel Sagres. Dueño del mundo.

Skarrev recitaba aquello con un orgullo y sentimiento inquietantemente sombrío. Y mientras, Matt no podía asumir del todo lo que estaba escuchando. Simplemente le parecía una locura irreal. Una fantasía.

Estaba allí, inmóvil, mirando a Skarrev con la mezcla más extraña de dudas e ira. Una sensación de impotencia le abrazaba suavemente, mientras se le pasaba por la cabeza desgarrar a arañazos al hombre que tenía enfrente. Eran las progresivas dudas que le iban surgiendo; el desconocimiento que, poco a poco, se presentaba como una realidad en su conciencia.

- ¿Que pasa? - dijo alzando la voz bruscamente, con algo más de energía, altivo. - No te han contado nada, ¿no? ¡No hablan! ¡No quieren hablar! Saben perfectamente lo que ocurre, y que por mucho que luchen e intenten esconder a su alquimista, al final daremos con él. Y la abundancia, el dinero, ganará a la decadencia, a la ruina. ¡Tal y como siempre ha ocurrido! ¡No pueden hacer nada y lo saben! ¡Idiotas! - ahora gritaba, entre toses. -

- Cállate. - le replicó Matt, enfadado por su actitud. -

- No voy a callarme. Porque es la verdad, aunque te duela en lo más hondo.

Skarrev hizo una pausa larga, mirando a Matt fijamente, y después emitió una carcajada acompañada de una mirada maliciosa y pícara.

- ¿Te molesta mucho como hablo de los pobres infelices que se han quedado aquí? ¿Acaso eres alguien que los representa? No lo pareces.

- Cállate ya, Skarrev. - A Matt se le acababa la paciencia, y estrechaba el puño con fuerza, reprimiendo las ansias de golpearle. -

- ¿Por qué tanto odio de repente? No nos conocemos de nada.

- Ella sí.

- Y vas a seguir sus pasos como un borrego más, como todos los que hay aquí, ¿no? Venga, sé un poco objetivo. Tú quieres conocer a Sagres, yo le conozco. Yo quiero salir de aquí, tú puedes ayudarme. Creo que es fácil llegar a un acuerdo.

Matt relajó las facciones y miró hacia un lado, razonando seriamente la propuesta de Skarrev. No le faltaba razón; ni estaba siendo objetivo ni se estaba ayudando a sí mismo a conseguir su principal propósito. Si huían de allí los dos sería complicado, pero había posibilidades. Matt se acercó lentamente hacia las cadenas que le apresaban a la ventana. Pasó las yemas de sus dedos por ellas, dubitativo. Notó el hueco de la llave que abría uno de los grilletes. Si buscaba una piedra lo podría forzar sin ningún problema.

Pero finalmente desechó la idea. No quería tomarse tantas molestias.

- Creo que me arriesgo menos y saco más provecho si sueltas la información a la fuerza.

- Mala idea, chavalín. He militado toda mi vida en el ejército de espionaje. Me han entrenado para soportar cualquier tipo de tortura.

- No voy a torturarte.

- ¿Y que harás entonces?

Matt no contestó.

- Nada - volvió a hablar el otro. - No tienes ni una pizca de valor para hacerlo. Igual que en la casa. El pobre niño salió corriendo y llorando.

- Tú tampoco parece que valores tu vida demasiado.

- ¿Más habladuría? Parece que sólo sirvas para eso...

- Cinco. Te voy a dar cinco segundos para que lo expliques todo.

- ¿Te lo explico todo? ¡Para empezar, que eres otro idiota más al que ha estado manipulando y absorbiendo el cerebro durante años! Ha conseguido que hagan un congreso, una organización y que más de medio mundo busque su persona.

Te aconsejo que no me cabrees más. Te he salvado la vida y no percibo muestras de respeto tuyas por ello. - replicó. -

Matt mantenía la mirada baja, sin mover un músculo. Skarrev seguía ajeno a lo que decía su interlocutor y seguía con su discurso.

- Esa persona, idiotas. Esa persona tan misteriosa que buscáis como intelectuales es la que os controla, la que se va a apropiar del mundo entero mientras seguís investigando, buscando e interrogando a gente que no tiene nada que ver. Unas míseras ratas en el laberinto de un verdadero genio.

Ya pasaban de cinco segundos. Si el chico hubiera tenido un arma cerca le habría propinado un tiro sin habérselo pensado un segundo. Cada frase que decía, cada insulto y menosprecio por lo que había luchado tanto y por lo que le merecía la pena vivir, sacaba de él una agresividad que hubiera sido difícil de saciar con simple violencia.

Levantó la mirada y se topó con la del ruso. Sus facciones envejecidas fueron el único aliento que respiró para no provocarle al hombre hematomas morados en la cara y en el cuerpo. Tan solo le hizo falta una mirada de odio y asco para demostrar lo que le hubiera hecho si no fuera una persona medianamente civilizada.

Se levantó, se dio la vuelta y se fue. Sin embargo, la voz de Skarrev, algo más ronca por el esfuerzo al hablar, retumbó en sus oídos, pero ni se paró ni se volvió a escucharle.

- ¿Quieres saber donde está Sagres? Pues no te va a servir de nada. Porque no sirve de nada buscarlo. Si lo cree conveniente, él es el que te encuentra a ti. Y no te conozco... pero... - Matt se paró al inicio de las escaleras, esta vez escuchando, oculto a la vista de Skarrev. - Hay algo en ti que me recuerda demasiado a él. Mucho.

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