6. Calcinación
Un sonido motorizado lejano empezó a sonar poco a poco por toda la habitación. Las ruedas emitían un crujido tras otro por el camino de tierra que llevaba a la casa. Los ladridos de aquel perro volvían a invadir el penumbroso aire. Emma observaba con detenimiento por una de las ventanas, medio escondida, de tal manera que no se percatasen de ella.
Nevaba, y parecía que el tiempo estaba volviendo a helar hasta las ramas de los árboles. Un híbrido entre furgoneta y todoterreno gris se acercaba peligrosamente hacia su posición. Aquel sonido grave del motor la había despertado de inmediato, y entonces se había levantado de la cama con cierto cuidado, para no despertar a Matt y vigilar el panorama.
Pero Matt ya estaba despierto desde mucho antes. No tenía reloj para orientarse en el tiempo; su Rolex de zafiro había acabado convirtiéndose en trozos de chatarra tras el accidente, al igual que su smartphone, pero habría jurado que eran muy altas horas de la madrugada en ese momento.
Quizás su cuerpo se había alarmado por el frío, consecuencia de que en la hoguera solo quedaban cenizas y brasas, pero cuando sus ojos se abrieron creyó haber visto algo realmente perturbador; la sombra de un hombre, que por un momento desapareció al pestañear. Durante unos minutos, encogido de frío y de temor, intentó dilucidar si lo que había visto era verdadero o si simplemente su mente le había jugado una mala pasada. Prefirió creer lo segundo, por mantener en buenas condiciones su salud mental.
Aún seguía despierto y cavilando sobre aquello cuando Emma se acercó a él y le zarandeó el hombro para despertarle. Él se giró al instante y la miró interrogante, mientras se hacía consciente del ruido que llegaba del exterior.
- ¿Qué ocurre...?
- Hay que moverse. - le cortó, sin dejarle hablar. -
Matt no cambió el rostro con el que la miraba, todavía confuso, mientras la chica permanecía completamente inmóvil, con sus ojos cristalinos atentos a todos lados, sumida en esa mirada que parecía reflejar un cerebro trabajando a velocidades endiabladas. Cuando se sumía en ese estado a Matt le entraba miedo, pero a la vez confianza. Parecía procesar cada uno de los detalles y calcular los acontecimientos antes de que sucediesen. Al fin y al cabo era un seguro de vida.
Cogió la mochila con las cosas y tomó a Matt de la mano. Salieron al pequeño habitáculo rectangular que daba a las tres habitaciones, y los dos chicos se apresuraron a ir por unas segundas escaleras que conducían, en un primer momento, a ninguna parte. Las escaleras, que parecían ser plegables, se acababan con el propio techo de la casa. Sin embargo, Emma parecía conocer el pequeño secreto de esa zona: existía un pequeño resorte que abría una trampilla y que conducía a una amplia buhardilla.
Ambos entraron en ella y cerraron la trampilla. Desde los dos grandes ventanales que había en el techo inclinado, podían observar el exterior y vigilar los pasos de aquella gente. En el lugar se respiraba una enorme cantidad polvo, levantado por primera vez en muchos años con la entrada de ellos dos. Daba la impresión de que los propietarios lo utilizaban de almacén, puesto que había montañas inmensas de aparatos mecánicos y electrónicos viejos, probablemente estropeados.
Matt rezaba para que Emma tuviese la absoluta certeza de que saldrían de aquella airosos, sin que averiguasen que estaban allí, en un callejón sin salida. Aunque aquel todoterreno extraño tuviera relación con las personas de las que estaba huyendo ella, siempre cabía pensar que fueran los propietarios de la casa. Eso le hacía calmarse un poco, y argumentos no le faltaban para preguntárselo; ¿cómo sabían aquellos hombres que perseguían a Emma dónde estaban? Por otra parte, era también sospechoso que los propietarios de aquella casa apareciesen justo en ese momento.
El coche aparcó justo en frente de la verja metálica que ambos habían podido sortear. Ahí estaba la prueba de que alguien había entrado. De pronto, el hombre que conducía el coche salió con la vista puesta en la casa, a lo que los chicos respondieron ocultándose más en el borde del ventanal. Matt volvía a experimentar esa adrenalina que tantas veces había vivido y que tanto asco le daba. Siempre pensaba que algún día acabaría, cuando por fin encontrase a Sagres, pero una y otra vez ocurría algo que le hacía sentirlo. Por ello nunca montaba en montañas rusas en los parques de atracciones.
Varios hombres salieron del coche tras el primero; uno del asiento del copiloto, otros tres de los asientos traseros y tres más de la parte de atrás. No quisieron hacer ni el más mínimo ruido al cerrar las puertas.
Todos estaban pendientes del trozo cortado de la valla. Entraron en la parcela. El perro calló.
A pesar de que fueran cuchicheos en voz baja, el mutismo del desolado y nevado ambiente pudo permitir escucharlos desde casi dos pisos más arriba.
- ¿Otra vez se ha vuelto a quedar el pastor alemán encerrado? Quedaos cuatro, id a ver al perro. Vosotros cuatro, conmigo.
Matt comprendió las palabras que definían al pastor alemán en el propio idioma, y no quiso ni imaginarse lo que hubieran tenido que hacer para entrar a la casa sin que aquella arma de matar convertida en canino les trocease vivos. Nunca tuvo demasiado cariño por los perros, ni por los animales en general, prácticamente igual que con los humanos. Los respetaba y condenaba la violencia animal, pero los trataba con indiferencia y distancia.
Miró con urgencia a Emma, y esta, a pesar de responder tardíamente, finalmente lo hizo, en un tono de voz casi imperceptible.
- Sí, son ellos. - dijo adivinando y resolviendo las dudas de Matt. - Los que me persiguen. Parece que se habían instalado aquí.
- ¿Entonces habías venido antes aquí? ¿Y qué quieren de ti?
Emma le mandó callar, provocándole un suspiro impaciente, y se oyeron hilos de voz muy lejanos provenientes del piso bajo. Tras un rato, una muchedumbre de pisadas resonó de forma más clara. Estaban subiendo la escalera hasta el primer piso. Matt empezó a ponerse nervioso por la tensión, sentado. Emma permaneció con su expresión inmutable y con el cuerpo inmóvil, con el oído pegado a la trampilla, escuchando cada palabra hueca que sonaba. Parecía establecerse una conversación entre dos, mientras los otros dos registraban las habitaciones.
- Lo que está claro es que ha estado aquí, ha comido y ha dormido.
- Pero... - expresó el otro, con manifiesta rabia. - No le ha tenido que dar tiempo a irse tan rápido. Tiene que estar por aquí...
- No puede andar lejos. Si de verdad no tiene nada con lo que protegerse, tarde o temprano...
- ¡Señorita Yakolev! - gritó el otro de repente, interrumpiéndole. Su voz era algo ronca y visiblemente más grave y anciana que el de su interlocutor, pero rugía igualmente con fuerza. - ¿Ha podido comer y descansar bien en nuestra choza, madame? - dio unos golpes en la pared. - Espero que así sea. Ahora debería salir y ajustar cuentas con nosotros.
A Matt todo aquello le resultaba tremendamente familiar, como si hubiera ocurrido todo en apenas unas semanas. Solía acordarse de Ken y de Dalia, a los cuales echaba muchísimo de menos, aunque igualmente le costase muchísimo admitirlo. Y a pesar de que se acordaba de ellos perfectamente, la escena del restaurante y de la persecución por las calles de Japón las notaba como un vago recuerdo que a duras penas podía identificar gracias a acontecimientos como el que estaba viviendo en ese momento. Era la misma sensación que había tenido, durante un segundo, al mirar a los ojos a Emma. Una sensación de familiaridad extrema, pero que iba borrándose poco a poco según se adentraba en su mente consciente. Reminiscencias. Flashes que no podía catalogarlos como ciertos o inciertos, al igual que pasaba con los sueños.
- Oh, dios, lo sabía. - Matt no pudo aguantar decir la frase en un susurro. -
Se oyeron pasos por la escalera plegable, y el hombre que estaba subiéndola empezó a quitar el resorte que abría la trampilla, con delicadeza y seguridad. Tanto a Matt como a Emma se les pasó por la cabeza poner algo encima de la trampilla que sirviese de obstáculo, pero ya era demasiado tarde.
Tenía que pasar. Y para fortuna de los dos chicos, les dio tiempo a un plan B.
Matt iba a iniciar el ascenso hacia el tejado, siguiendo a Emma por una abertura que había hecho ella misma con una fuerza descomunal, cuando alcanzó a ver una figura abriendo la trampilla de la buhardilla. Se habían subido a unas cajas más o menos estables y, aunque el tejado aún estaba algo alto, Emma ayudó al joven español a subir. Las capacidades aeróbicas de la chica no se quedaban atrás, ni mucho menos. Era la primera vez que veía un estado de forma tan pulido en un ser humano.
Aquel hombre de unos sesenta y pocos años de edad, con la cabeza completamente rasurada, redonda como un círculo, vestía una chaqueta de cuero negro adornada con lazos y florituras, además de un pantalón negro de pana. Parecía tener el cuello protegido con algún tipo de pasamontañas militar y su rostro parecía cargado de años en aquella u otras militancias, que se traducían en arrugas en la frente y en la zona de los carrillos.
A pesar de aquella imagen tan inesperada del chico rubio que le dejó perplejo unos instantes, se apresuró a dirigirse hacia la abertura por la que habían escapado, trepando por una pila enorme de cachivaches inútiles. El tejado, de ladrillo, estaba realmente en malas condiciones. A primera vista no lo parecía, pero podían andar perfectamente por él a gatas, con cuidado. El hombre que les perseguía salió también al tejado y gritó varias veces, lo que hizo que Matt y Emma giraran la cabeza, sobresaltados, y gatearan más deprisa.
El hombre, que pesaba más y tenía más años, era también más torpe en movimientos, y temía que se desmoronase el tejado y se cayese. Los hombres que habían liberado al perro, que ya corría libre ladrando por el patio, llegaron a su posición y sacaron los Kalashnikov. Emma, ante esto, actuó deprisa. Empezó a dar taconazos en el suelo con con gran fuerza y desesperación para que los ladrillos y el yeso podrido del tejado cediese antes de que los fusiles arremetieran contra ellos.
Los Kalashnikov dispararon primero, pero no les llegaron a alcanzar, puesto que centésimas de segundo después caían sobre la habitación en la que habían dormido.
El hombre que se encontraba allí registrándolo todo se encontró con un derrumbamiento que le dejó indispuesto durante unos minutos, en los que aprovechó Emma, aparentemente de una pieza, para quitarle el Kalashnikov y asesinarlo con una ráfaga.
Matt, que observaba con aturdimiento y horror el boquete del techo, tumbado, fue consciente de que la caída libre le había salvado de la muerte por tiroteo, pero las heridas le empezaban a quemar como brasas. Y es que, varios segundos más tarde, se dio cuenta de que había caído justo en el fuego que habían hecho aquella noche. Todo empezaba a arder a su alrededor poco a poco; algunos tablones de madera vieja del tejado habían hecho un combustible perfecto para que prendiesen de nuevo los restos de la hoguera. Emma le ayudó a levantarse, le apartó del fuego y tuvo una idea realmente lúcida.
Otro de aquellos hombres apareció en la habitación, pero rápida como un guepardo se tiró al suelo y le disparó una ráfaga que le atravesó el cuello en un ángulo complicado. El otro, que no tenía arma y que se había quedado al otro lado del corredor, quiso huir, pero Emma le persiguió por las escaleras y le disparó por la espalda, matándole. Jadeante, volvió a la puerta de la habitación, donde le esperaba Matt observando las paredes y el suelo, recubiertos de sangre, con expresión impresionada. Le impactaba bastante el hecho de que una chica con apariencia tan frágil, femenina y risueña pudiera matar con tanta sangre fría.
- Es hora de quemar esto. - se agachó al suelo, cogió un Kalashnikov y se lo plantó en la frente a Matt para que lo cogiera. Dudoso sobre si aceptarlo o no, terminó agarrándolo con torpeza. -
Fue a decir algo con los labios tambaleantes, pero otra cosa le asustó por detrás en ese momento. El hombre calvo, que parecía ser el jefe, sonreía de forma siniestra, mientras inspiraba y expiraba hondo, cansado. Su figura, fuerte y alta, realmente imponía, a pesar de la evidenciable edad.
Matt, presa del terror que le empezaba a producir ese hombre, contemplaba como iba acercándose a él poco a poco sin dejar de fijar la vista en sus pies. Quiso mirar hacia atrás de nuevo, buscando la seguridad de Emma, pero no pudo girar ni un milímetro la cabeza. El hombre lo miraba con firmeza a los ojos, alimentándose con cada brillo de miedo que se reflejaba en ellos, aumentando su convicción. La convicción de que no dispararía el arma.
Cuando ya habían pasado unos pocos minutos, en una situación de tensión total, el hombre hizo un ademán de abalanzarse sobre él, avanzando unos pasos, con un grito incorporado.
Matt se sobresaltó de tal manera que salió corriendo del lugar, a punto de derramar lágrimas por ello, soltando en el proceso el Kalashnikov que le había dado Emma. El chico tropezó en el pasillo y miró hacia atrás, sin poder contener las lágrimas, que ya corrían por sus mejillas. No era como si nunca hubiera estado en una situación parecida; había vivido muchas cosas durante el último año en su ansiada búsqueda. Sin embargo, todo lo que había ocurrido en aquellas nevadas tierras hasta ese momento le había acabado por sobrepasarle en todos los aspectos, tanto física como anímicamente.
El jefe cogió el arma, con una expresión más serena y relajada, casi mofándose de la situación de Matt, mientras se acercaba a él con otra férrea convicción. Estaba convencido que mataría a aquel chaval.
Sin embargo, empezó a sentir un tremendo y achicharrante calor en su espalda. Notaba su chaqueta de cuero cada vez más caliente y pequeña. Para cuando se quiso dar la vuelta, el cañón de un fusil le apuntaba directamente al cráneo, y sus piernas empezaban a sentir el mismo calor irrefrenable. Detrás de aquel ardiente hombre y Emma Yakolev, apuntándole con un arma, absolutamente todo el techo de la casa empezaba a quemarse con fuerza. Trozos de la pira caían al suelo como hojas anaranjadas de otoño. En pocos minutos, aquello se derrumbaría por completo y ardería junto a los muebles de madera.
- Sabes que podría pegarte un tiro perfectamente, tío Skarrev. Pero prefiero que sufras antes de morir. Considéralo mi propio ajuste de cuentas.
Matt no entendió ni una palabra, pero su cerebro tampoco estaba para comprender nada, completamente paralizado. Emma se acercó a él, sin dejar de apuntar a Skarrev, y le tendió la mano.
- No se te puede dejar solo ni un momento, eh. - dijo sonriéndole. -
Tras ello, Emma se volvió hacia Skarrev y le pegó un tiro en el pie, haciéndole chillar de dolor e insultarla. Matt la observó como si fuera una extraña y estuviera rematadamente desviada. Aunque poco tiempo después se dio cuenta que eso pensaba de ella a todas horas.
Había salido corriendo y estaba en el suelo, destrozado, llorando y sin poder apretar una mísera vez el gatillo de su arma. Habían estado a punto de matarle por su incompetencia. Y lo último que esperaba es que alguien le sonriera y que le hablase como si nada hubiera pasado. No se terminaba de acostumbrar a aquel comportamiento tan extraño de la chica.
Ambos salieron de aquella casa como almas que lleva el diablo, mientras Skarrev se quitaba la ropa para evitar que se quemase más. Sin embargo, esto era contraproducente, puesto que los pedazos de tejado ardiendo caían sobre su cuerpo desnudo, provocándole quemaduras y chillidos de dolor. Intentó salir, pero ya era demasiado tarde. Los escombros se acumulaban a su alrededor y el humo le ahogaba, además de que el terrible dolor y escozor del pie no le dejaba moverse con facilidad.
Los dos jóvenes salían por la puerta trasera del amplio salón, cuyos muebles también empezaban a arder. En la parte de atrás de la casa había otro trozo de patio, algo más pequeño, con únicamente una caseta de perro metálica grande pero deformada. Era posible que el perro pudiera entrar, pero no salir.
En ella vieron la oportunidad de escapar de allí y ser libres. Subiéndose encima podrían saltar la valla y correr por los árboles de ese pequeño bosque que se veía más allá. Sin embargo, justo cuando pensaban que tenían vía libre para cruzar el trozo de patio e ir hacia su destino, el sonido de dos Kalashnikov a los que les quitaban el seguro les hizo parar en seco. Uno por la izquierda, otro por la derecha. Les apuntaban fijamente. El pastor alemán gruñía y ladraba a un lado, enseñando los dientes, mientras uno de ellos le indicaba con la pierna que no atacase.
Emma soltó el arma y ambos levantaron las manos, con la casa donde sus esperanzas se habían consolidado ardiendo de fondo. Habían perdido.
Los llevaron, con el cañón apuntando sus nucas, hacia el furgón todoterreno. Les metieron en la parte de detrás, donde había unas banquetas a los lados, tal y como eran los modelos policiales. Estuvieron allí un rato largo, mirando al suelo, sin hablar, siendo vigilados por dos hombres con cara muy malhumorada.
Tras muchas horas, vinieron los otros dos que quedaban, ayudando a andar a Skarrev. Emma se conmocionó al verle vivo, pero Matt se conmocionó aún más por el aspecto que llevaba. Estaba totalmente cubierto de hollín; su cara, su cuerpo y parte de sus pantorrillas, al descubierto, estaban completamente en carne viva, a doble color: rojo oscuro y negro. La piel se le había arrugado en tiras y las arrugas se habían convertido en cuencas oscuras.
Había partes que habían logrado sobrevivir a esas quemaduras, que eran por lo menos de tercer grado, pero sus ojos clamaban haber pasado el mayor de los dolores y estar pasando la mayor de las furias. Había vivido un infierno allí dentro, y ahora él se había convertido en su propio infierno. Un infierno de cólera y de venganza. Al igual que había pensado Matt sobre su insólita supervivencia al accidente de avión, ahora era Skarrev a quien le parecía un milagro no haber muerto de asfixia y de quemaduras.
Sin mediar palabra, Emma se echó instintivamente hacia atrás, hacia el fondo de la furgoneta, mientras analizaba con terror la figura de aquel hombre completamente chamuscado.
- No... no podéis meterlo aquí. Me matará.
- Tampoco pasa nada si lo hace. - respondió tajante y rápido uno de los subordinados. -
Finalmente, Skarrev se metió dentro de la furgoneta y se sentó en la banca que estaba delante de la de Matt y Emma. No les quitaba un ojo de encima, con una expresión híbrida de ira y abatimiento extremo, plasmada en sus párpados, caídos. En sus rodillas llevaba uno de los fusiles modernos que le habían dado sus lacayos. Lo acariciaba con tensión, con el deseo de apretar su gatillo hacia los dos chavales que había allí y que habían conspirado para hacerle ceniza. Sobre todo ella.
Los demás hombres se subieron a los asientos de delante y arrancaron el coche por la carretera, dejando atrás la casa que pretendía ser un proyecto de refugio, a medio quemarse.
Lamentablemente para Emma, al perro lo habían dejado allí de nuevo, abandonado, entre las ruinas quemadas de aquel lugar. La chica pelirroja sí que solía sentir un cariño y ternura especial por los animales. Y aunque desde un principio tanto ella como Matt habían sido enemigos para él, le seguía pareciendo un acto deleznable. Tampoco era de extrañar viniendo de aquellos tipos.
En lo último que hubiera pensado Matt en ese momento habría sido precisamente aquel perro.
Demasiadas preguntas, hechos y dolores de cuerpo andaban por su ser, que no le dejaban en paz y le sumían en un estado totalmente abstrayente. Había dormido bastante poco, y por momentos la sensación de irrealidad inundaba sus percepciones. Ya casi no se fijaba en la carne abrasada de Skarrev. Tampoco le apetecía revolverse más el cuerpo. Tan solo miraba los pies del ruso, sus botas de cuero negro, también a medio quemar, como sus pantalones.
Aquel viaje se le estaba haciendo eterno. Ya llevaban muchas horas en carretera y se sentía como un encarcelado sin ninguna fechoría al que llevan a cumplir su condena de muerte. Intentó evitar pensar en eso último, aunque lo más probable es que así fuera.
A los rusos les gustaba mucho esos fusiles, los Kalashnikov.
Y matar con ellos.
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