20. Debilidad
Estornudó. La nariz se le congestionó al instante y tuvo que toser para que las flemas le dejasen respirar por la garganta. Los escalofríos le recorrieron todo el cuerpo, haciéndole tiritar. Seguía mojado, incómodo.
Había descansado lo suficiente como para aventurarse a conducir seriamente por primera vez. Apenas había cogido maña en alguna clase improvisada de Ken, casi obligado, pero le bastaba para saber cómo acelerar y frenar. Sin embargo, aunque hubiese dormido, notaba un malestar fatigoso. No podía asegurar que tuviera fiebre; probablemente no, pero conocía lo suficientemente bien a su cuerpo como para saber que poco le faltaba.
No pudo evitar acordarse de Emma, que estaba tumbada en los asientos de atrás, medio dormitando. Suspiró, triste. La chica había acabado fatal, con mucha fiebre, una tos incontrolable y, según balbuceaba ella, convaleciente, un ligero dolor en el pecho.
Un dolor que iría a más. No hacía ni tres horas que habían salido de Kazán y ya estaba empeorando a una velocidad de vértigo. Al menos se había cambiado de camiseta y de pantalones por unos que había encontrado él en los edificios de la ciudad.
También la había secado como había podido, pero no era suficiente, puesto que el frío seguiría haciendo mella con tan poca ropa seca. Buscando el inexistente interruptor de la calefacción del coche se había llevado uno de los mayores enfados de su vida. Tuvo que hacer unos apaños con la tela de su propia ropa para vendar las heridas que tenía de la pelea con los cuchillos, que, a pesar de no ser a vida o muerte, sangraban y añadían un malestar en ella.
Matt estaba muy preocupado. Por Emma y por él. Si caía en una neumonía como ella, ¿quién les cuidaría? Aquella pregunta y la responsabilidad que tenía sobre sus hombros le estaban demoliendo la cabeza, sumiéndole en un estado hipnótico, mientras miraba más allá del parabrisas y un manto de nieve caía del cielo, sin faltar a la cita diaria.
El nuevo destino, según el mapa que llevaban, era la capital del país: Moscú. Sin embargo, después de varias horas intentando interpretar las notas del padre de su compañera, que estaban en ruso, se había desviado hacia el norte sin querer. Había llegado a una ciudad pequeña y, para redirigirse, sin darse cuenta, había cogido otra carretera... y ahora no sabía dónde diablos estaban. La capacidad de Matt para orientarse era mala de por sí, menos cuando iba de un pueblo a otro desangrándose. Y si además estaba distraído o agobiado, entonces podía perderse incluso si alguien le señalase insistentemente el camino.
Estaba anocheciendo. A lo lejos apareció un cartel. Yaransk. Entró al pueblo y paró en medio de la carretera. Después cogió el mapa del asiento de al lado, dio la luz del coche y examinó con detalle las ramificaciones, colores y puntos que se repartían por la zona de Tartaristán. Tras un rato se dio cuenta de que ya no estaba en allí, si no en el Óblast de Kírov. Yaransk, lo ponía en el mapa. Y estaba rodeado con rotulador amarillo. Eso significaba que allí había recursos y un lugar seguro donde cobijarse.
Con algo más de optimismo se giró para ver a Emma, pero su aspecto le sumió de nuevo en un pesar ahogado. Su rostro estaba coloreado de un pálido y enfermo color blanco, ojeroso. Su pelo, a pesar de no haber cambiado, le parecía que brillaba menos de lo normal. Tenía los ojos cerrados, y por un segundo pensó en no molestarla. Pero si se acordaba de algo de Yaransk sería crucial.
La llamó en voz baja, con un tono suave, mientras la zarandeaba con delicadeza.
- Eh...
La chica no abrió los ojos tras un rato.
- ¿Que tal te encuentras?
Movió la cabeza en señal de asentimiento justo antes de tener otro ataque de tos. Su cara evidenció el insufrible dolor que tenía al hacerlo. Intentó hablar, pero tosió de nuevo. Su respiración iba a un ritmo irregular, y se acrecentaba cuando acababa de toser. El chico la sonrió para que pudiese contemplar algo positivo en todo aquello, mientras le acariciaba la mejilla.
- Estamos en Yaransk, hay un círculo amarillo rodeándolo. Me he desviado, lo siento mucho... Pero si recuerdas algo de este sitio y de dónde está el refugio...
La chica negó con la cabeza y Matt pudo discernir algunas palabras de su ronca réplica.
- No me acuerdo. Lo siento.
Matt suspiró y asintió.
- Vale. No pasa nada.
Apagó la luz y volvió a arrancar el coche. Aparcó como pudo en un pequeño tramo de árboles a la derecha de la carretera. Cogió la AK-47 y salió del coche, prometiéndole a Emma que volvería lo antes posible a por ella. Cruzó la carretera con garbo y entró en aquel pueblo rural, tirando abajo de una patada unos tablones humedecidos que le cortaban el paso. Una inmensa rabia y frustración contenida salió a la luz cuando gritó, mientras rompía todo lo que se interponía en su camino: vallas, trozos de madera, aparatos inutilizables...
Llegó al camino de tierra que separaba las dos filas de casetas. Cogió una señal y la derribó, volviendo a sacar todo de dentro. Tuvo unas ganas terribles de llorar a pleno pulmón, pero solo se permitió derramar unas cuantas lágrimas, ya que si lo hacía después le afectaría mucho a su salud. Tragó con dificultad, sintiendo algo muy punzante en su garganta, y volvió a tragar con fuerza, como si quisiera enfrentarse coléricamente a sus adversidades. Eso le provocó que tosiese más.
Tuvo ganas de tumbarse en la tierra nevada, que los copos le engulleran y que todo terminase. Sin embargo, se quedó allí, apoyado en una de las vallas que no había destruido de una patada, escuchando como unos pasos se acercaban lentamente hacia él.
Matt no tuvo que levantar la vista para saber quién era.
Sagres, bajo su particular forma de vestir bajo la nieve, todo trajeado y detrás de unas elegantes gafas de sol, le tendió a Matt una bolsa de plástico.
- Son medicinas para ella.
Matt tiró al instante la bolsa de un manotazo. Después, escudriñó a Sagres con la mirada de asco más penetrante del mundo.
- No me gusta que me mientan.
- ¿Perdón?
- Me has hecho elegir.
- Te han hecho elegir, en todo caso. Yo no he tenido nada que ver.
- Por eso sabías que Emma está enferma. Porque no tenías nada que ver.
- Tengo a gente que os está observando a todas horas. Pero no tengo por qué justificarte nada. No después de darte una solución a tus problemas.
- Me da igual. No voy a aceptar nada que me den tus manos.
- Si he venido hasta aquí con un obsequio es para que hablemos y no me mandes a la mierda.
- ¿Por qué no mandas matarnos, en vez de estar espiándonos todo el rato?
- Porque hay una cosa llamada negocios. Y aunque no te lo creas, me gusta más que la opción de matar.
Su tono seguía sonando igual de desenfadado e insolente que la última vez, y la pequeña sonrisa que mostraba cada vez que terminaba una frase le llenaba de un odio terrorífico a Matt.
- ¿De qué quieres hablar?
- Pues un poco de todo. - hizo una pausa y se movió un poco. - ¿Sabes por qué llevo siempre esta ropa, con este temporal?
El chico no respondió. Lo único que hacía era mirarle fijamente a los ojos, con total seriedad, enfrentándolo.
- Seguro que lo quieres saber. Pues porque me gusta sentirme elegante... lustroso... poderoso... Me gusta resaltar entre tanta miseria junta. Me hace sentir... bien conmigo mismo. Y eso siempre gusta, ¿verdad?
- Si te sientes bien destruyendo el hogar de la gente por un capricho no mereces ser feliz.
- Ah, lo dirás porque ahora mismo eres muy feliz, ¿cierto? Que envidia...
- No te burles.
- No me burlo. No sé si eres feliz o no. Matt, ¿tú eres feliz contigo mismo?
- Sabes perfectamente lo que hay. Deja de fustigarme. - miró hacia otro lado.
- Yo tengo muy claro como quiero ser feliz. Tú parece que no tanto. Y pensé que ya lo habrías decidido desde la última vez que nos vimos. -
- Lo tengo muy claro, te lo aseguro.
- Me mientes. Has dudado. Y más de una vez.
- ¿Y cómo estás tan seguro?
- Porque tienes un pasado y una debilidad.
- ¿Cual? - le enfrentó.
- Las dos cosas son lo mismo.
- Eso es lo que crees. No me he dejado llevar por tu lavado de cerebro.
- Te has dejado llevar por algo mucho más inverosímil. Ella. Su particular manera de hacer las cosas.
- Lucha por lo suyo. Nada más.
- Lucha por lo suyo, sí. ¿Y qué hay de ti?
Matt no aguantó más la tensa presión que le estaba ejerciendo la conversación.
- ¿Te crees muy importante? ¿Eh? ¿Muy seguro de ti mismo? - elevó la voz mientras cargaba el fusil y le apuntaba. -
- Sí. Y también estoy seguro de que no me vas a matar.
- ¿Por qué?
- Porque yo podría haber acabado contigo hace mucho tiempo. - una pausa se sucedió a sus palabras, y Matt bajó el arma. - Te hice una promesa y la voy a cumplir. Te he dado las medicinas para curaros. ¿Acaso no estoy siendo una buena persona?
- No te mataré porque aún significas algo muy importante para mí.
- No me matarás porque existe una regla en este juego. En el mío. Quien controla el poder de los poderosos les acaba acobardando. ¿Quieres ser el primero... o de los segundos?
La pregunta dejó sin respuesta y sin aliento a Matt.
- No voy a convencerte de que elijas bando, no voy a matarte, no voy a conseguir el oro... ¿entiendes? Y tú vas y me apuntas con un arma... de locos. - rió.
- Quieres que me convierta en tu sucesor.
- Chico, yo no voy a tener sucesor. Ya soy una leyenda de por sí. Pero necesitaría a alguien que me llegara a la altura. Porque, aunque no lo parezca, soy muy leal a mi gente.
- Cuando te interesa.
- Definitivamente eres de mi gente. - volvió a reír. - Pero, Matt, te lo digo en serio. A veces hay que abrir los ojos y mirar alrededor. Mira a tu alrededor. ¿Ves algún futuro? ¿Ves algo que valga la pena?
- La vida de la gente que quiere quedarse aquí.
- Tú vales la pena. - dijo con cierto entusiasmo. - La persona que puede levantar este lugar, hacerlo algo bello, interesante, rentable. Y lo más importante: hacerlo tuyo. Mira por ti. Por todo lo que puedes conseguir.
- Voy a hacerlo de ellos porque es de ellos. Y ya está. No voy a ser un maldito ególatra codicioso. Eso ya quedó atrás.
- Pero yo me muevo por mi egoísmo, por mi codicia. Al igual que tú. Y al igual que ellos. - señaló a donde estaba el coche. - ¿Qué culpa tengo yo de querer ser codicioso y egoísta?
- Tu libertad acaba donde empieza la de los demás.
- ¿Qué demonios te da esa chica para que digas esas cosas? - rió en alto una vez más. - Esos no son tus valores. Pero ya sabes, o amas al prójimo por ti o te amas a ti directamente.
- Pues ahora sí lo son.
- En fin. - sonrió, y se giró para marcharse. - Mi libertad empieza y acaba siempre en el mismo punto. En el más álgido. La de los demás está por debajo.
Matt se quedó contemplándolo, pensativo. Volvió a dirigirse a él con premura.
- ¿Lo notas?
Se volvió, mostrando media sonrisa.
- ¿Lo notas tú?
- Sí. No sé lo que es. Hace que me sienta extraño. Todo me recuerda a mí mismo. Cuando la miro a ella, cuando huimos, cuando atacamos o cuando hablo contigo. Todo parece un recuerdo, como si tuviese una conexión con el pasado. Y aun siendo siempre igual, con nieve, colores blancos, grises, el frío... Cada situación es familiar y distinta.
Sagres miró hacia el cielo con nostalgia, deseando sentir el frío en su cara, como si fuera a darle las respuestas que necesitaba su enemigo, que al fin y al cabo eran las que necesitaba él mismo.
- Hay algo más. - dijo en voz baja, acercándose a él. - No solo elegí Rusia por mis planes. Tener un territorio empedrado es uno de mis sueños, pero mis padres me ofrecieron el don de la curiosidad. Y lo que está pasando en Rusia es cuanto menos curioso, en eso estaremos de acuerdo.
- Me sorprende que digas eso. Te tenía como principal sospechoso de lo que ocurre en Rusia.
- Tenme como principal sospechoso de las nevadas, por favor. Estás en tu derecho, aunque vas a tener que elaborar bien tus argumentos. Pero lo que te pasa a ti, que a mí también me pasa, no vas a poder explicarlo fácilmente. El dinero no puede comprar los misterios así.
- Entonces, ¿tienes alguna teoría?
- No sé si conoces la historia de la forma de religión rusa.
- ¿La iglesia ortodoxa? No llegué a dar esa clase en la universidad.
- Islam y cristianismo ortodoxo. Pues bien, en el cristianismo ortodoxo hay una leyenda relacionada con los primeros Yakolev. Los apóstoles de la alquimia, los llamaban.
- Me va a explotar la cabeza un día de estos. - se exasperó Matt, volviéndose para irse.
- Los Yakolev fueron apóstoles en Rusia. Y eran alquimistas. Y ya sabes a quién veneran más en el cristianismo ortodoxo.
- Vete. No me hagas volverme a poner agresivo.
- A la virgen. - miró al coche, en la lejanía. - Ellos sabían las recetas y tuvieron contacto divino con Dios. ¿Milagro?
- Vete.
- Hay cosas que son difíciles de explicar. Pero siempre van a haber cosas que lo expliquen.
Su figura desapareció tras unas casas mientras Matt miraba al coche. El sonido de un helicóptero sonó a bastante distancia. Antes de irse echó un vistazo a la bolsa con las medicinas en el suelo.
Tardó en agacharse y cogerla. Cuando lo hizo, la inspeccionó. Eran dos cajas. Una con analgésicos y otra con antibióticos. No parecían nada fuera de lo común.
Tiró la bolsa de nuevo y se marchó lentamente, sin dejar de mirarla.
El joven volvió al coche y lo arrancó de nuevo. Tuvo dificultades para la marcha atrás, pero pudo volver a dirigir el coche hacia la carretera. Su intención era pasar la noche allí, pero en el centro del pueblo, donde el ayuntamiento o en cualquier edificio grande.
No tardaron en ver una especie de catedral pequeña a la entrada del centro del pueblo. Matt se bajó e investigó por la zona, pero al final resultó estar cerrada. Pensó en entrar por las ventanas, pero en todos los lugares donde habían parado a coger recursos estaban abiertos. Allí no habría nada.
Siguieron con el coche, introduciéndose cada vez más en lo más profundo del lugar. Era un pueblo bastante urbanizado, pavimentado y con casas relativamente nuevas. Aparcaron el coche entre dos muros, cerca de una gasolinera, y echaron a andar por unas calles estrechas y cortas. Matt, mientras ayudaba a andar a una Emma herida y débil que tosía cada cinco segundos, se fijaba en los edificios que le rodeaban, intentando encontrar un buen lugar. Entonces, tras unos minutos, en la oscuridad de la noche, lo vio.
Al final de lo que parecía ser la carretera principal, una catedral inmensa con el color azul de un cielo despejado se erigía ante ellos. Estaba completamente convencido de que aquel sería el lugar donde los recursos les esperaban para ser tomados con urgencia. La catedral tenía el mismo color que la fachada de Mamadysh, pero un blanco caramelizado perfilaba los detalles de las ventanas y los salientes de las paredes, que daban la sensación de que fueran columnas. Pero, a pesar de todo, aquella que tenía en frente era con diferencia la más grande que había visto.
Entraron sin problema por la puerta. Y las horas pasaron dentro del edificio. Matt encontró los recursos en una habitación secreta gracias a la ayuda de Emma. Hizo una fogata bastante grande con uno de los bancos de allí yambos se acomodaron después de cenar.
Finalmente, Emma se durmió, habiéndosele calmado un poco la tos y el dolor del pecho, aunque seguía teniendo fiebre alta. Matt se tumbó al lado de ella y se acomodó. Varias vidrieras con distintos motivos bailaban en el techo, sobre su relajada mirada, hipnotizándole. Todavía no había tenido tiempo de pensar en todo lo que había sucedido hasta ese momento.
El laboratorio acuático. El terrorífico acelerón de Emma para zambullirse con el coche, arriesgando no solo su vida, si no la de él, como tantas otras veces. Su pasmosa tranquilidad, digna del surrealismo más absoluto. La entrada a aquel sitio, lo enorme que era, la persecución de la que no entendía que hubieran salido vivos. La alquimista de plata, el plan milimétrico de Emma y como había abandonado todas sus dudas para salvarla de la muerte.
Porque no podría concebirla. La de la alquimista ahogada en su propio experimento sí, pero la de Emma no. Inverosímil, como le había dicho Sagres.
Pero le había besado, y todo aquel pavoroso miedo a las explosiones había desaparecido por completo. Se sentía agradecido e incómodo al mismo tiempo. En ningún momento se había parado a pensar que esa chica le produjese una mínima atracción. Pero, inevitablemente, poco a poco se iba adueñando de él un sentimiento que apenas conocía.
De repente empezó a hablar, aunque sabía que estaría solo en la conversación. Igualmente necesitaba hacerlo.
- Tú... me contaste tu historia. Con lo del pollo. Yo no tengo nada que esté tan relacionado con la mía... salvo yo mismo.
Hizo una pausa y comprobó que Emma estuviese dormida. Suspiró y continuó.
- Mis padres hicieron de mi vida una vida modesta, la palabra que más odio en este mundo... Éramos la familia Oliver. Temíamos poder en nuestro país y en todo el mundo, un patrimonio inmenso, ganancias por todas las empresas de mi padre. No querían malcriarme. Me lo dijeron a la cara, a un niño de seis años. Que debía aprender lo que era la vida real, no vivir en una burbuja. Pero no lo entendía, ¿si lo tenía todo, como era posible que no querían que lo disfrutase? Todavía recuerdo todo lo que les dije, lo que hice, lo que sufrieron por mi culpa.
Desde pequeño sentía que algo me faltaba y no dudé en reclamarlo fuera como fuese. Cumplí los dieciséis y me prometí que lo tendría y lo disfrutaría al máximo. Le dije a mi padre que si no me daba libertad económica me iría de casa y haría cualquier cosa con tal de que ocurriese. Aún recuerdo cómo me miraba mi padre. Destrozado. Nunca le vi así en todos los años que viví con él. Siempre se había mostrado tan contundente y firme conmigo... pero en realidad era tan débil...
No pude aguantar tener más a mis padres cerca y me mudé a Barcelona, a un chalet de las afueras. Aquellos fueron los peores dos años de mi vida. Ir al instituto era un infierno. Volver sin compañía, sabiendo que nadie me esperaba en mi casa, lo era aún más.
Tuve rachas muy malas durante los dos años que viví allí. Sentía que algo no estaba bien en mí, que había puesto demasiadas ganas e ilusión en tener aquella casa, aquellas vacaciones, todas esas comodidades... tener lo que yo quisiese en el momento que yo quisiese... pensaba que ese era yo. - los ojos se le inundaron de lágrimas y le costó avanzar. -
Pero... algo, un vacío me atormentaba. Mis padres... les echaba de menos. Pero no les llamaba. Y... entonces apareció Ken en mi año de entrada a la universidad. Después conocí a su hija Dalia... Estaba tan destrozado que no pude matricularme en la universidad por mí mismo.
Gracias a ella pude, porque me dio ánimos... nos matriculamos juntos... yo... - se tapó la cara, intentando tranquilizarse. - Les debo tanto a los dos. No sabes cuánto les debo y cuanto daño han tenido que soportar por mí. Pero el que realmente me levantó fue él. Sagres. Tras seis meses desde el comienzo de las clases, vi su noticia por la televisión de la cafetería de la universidad. Salí corriendo de allí en cuanto lo vi. Y entonces empezó todo. Un año y medio de búsqueda por todo el mundo. De muchos riesgos, aventuras y miles de encrucijadas. Llegué a ser una persona importante, a volver a creer en mí, en mi poder y en el dinero. Disfruté de aquello que quería disfrutar mientras me desvivía por encontrarle. Ese ha sido el único pensamiento que he tenido hasta el día en el que... bueno... me di cuenta de la verdad... - se reprochó a sí mismo decir aquello último de forma dubitativa, mientras se secaba las lágrimas.
Matt cerró los ojos, derrotado por el cansancio. Su mente se despejó, sus músculos se relajaron y sus oídos percibieron el zarandeo de la ventisca en las ventanas y vidrieras como el suave sonido monótono que siempre le servía de somnífero.
Como si fuera un acto reflejo, Emma dejó de respirar y su corazón dejó de latir cuando la fatiga le dio a Matt el certero golpe del sueño. Su mano se había desplazado unos milímetros, pero no había alcanzado a tocar la de su compañero, y la noche pasó de largo con una persona fallecida en una iglesia ortodoxa.
No lo notó, pero al día siguiente una mano resucitada se entrelazó con la del chico.
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