2. Noventa, noventa y dos y ochenta
Ya eran altas horas de la madrugada cuando llegaron a la embajada española.
La mala organización de la red de mafiosos había permitido al coche blindado salir sin ningún problema, pero los resquicios del agobio sufrido en las últimas horas habían tenido consecuencias. Los dos jóvenes no se hablaban, ni lo habían hecho durante buena parte del camino. Dalia le había repetido cientos de veces a Matt volver a por su padre, pero él no quería hacerle caso. La decisión era suya y sólo suya. Después de todo, la familia Hachiro servía a la familia Oliver, y por tanto cualquier miembro de la familia podía ejecutar las órdenes, y los de la otra debía acatarlas. La discusión casi había acabado en accidente, todo por ver quién se hacía con el control del volante, en medio de un ataque de histeria por parte de los dos.
Ambos salieron del coche y se internaron en el blanco y no muy ostentoso edificio de la embajada. Allí por fin conseguirían protección de todo y de todos. Y lo más importante, descanso físico y mental. Se tendrían que someter a preguntas incómodas y difíciles de explicar, pero Ken no estaba, y ambos tenían el pasaporte español.
A la mañana siguiente, Dalia fue a visitar a Matt a la habitación del hotel donde se alojaban. La noche anterior habían llegado muy tarde a la embajada, y tras firmar una protección condicionada con la vigilancia del estado japonés, les habían encontrado un hotel cercano para pasar lo que quedaba de noche. La protección condicionada consistía en una serie de vehículos policiales que cumplían la labor de protegerles y escoltarles, pero también de estar pendientes de todas sus actividades. Sin embargo, aquello no solía suponer ni un alto grado de protección ni de intromisión a la privacidad, puesto que los policías no solían dotar aquel cargo de demasiada importancia.
En el cuarto piso del hotel donde estaban alojados se encontraba la habitación de Matt, cuya puerta estaba medio abierta. El catalán siempre acababa dejándose abierta cualquier cosa, o a medio hacer; solía ser muy descuidado, y aunque ella y su padre le repetían una y otra vez que debía prestar más atención a aquellas cosas, nunca lo hacía. Nunca hacía caso a nada ni a nadie.
Fue en la ciudad de Milán, un día de diario, en un hotel. Fue a comprobar una serie de folletos turísticos a la recepción del hotel y, a la vuelta, el chico nacido en Gerona se encontró con toda una planta inundada, y la de abajo con goterones en el techo. Se había dejado el agua del jacuzzi abierto. Aunque a los demás les doliera con solo pensar en ello, tuvo que pagar las reparaciones de las dos plantas. Pero la cantidad de dinero, desde su perspectiva, era comparable a hurgar en los bolsillos y pagar con su contenido: dos monedas y un botón. Ken y Dalia no daban crédito cuando el recepcionista y el director les contaban la historia. Matt se les había encarado, insultándoles y humillándoles, sacando realmente dos monedas y un botón de su bolsillo, diciendo que eso era todo lo que valían sus dos estúpidas plantas y el hotel entero. Un hotel de cinco estrellas y una puntuación de 10 en el ranking de expertos culinarios europeos.
Dalia se fijó en el periódico que había sobre su cama. Parecía ser el periódico local. Lo cogió y le echó un vistazo. En portada aparecían dos fotos, cada una evidenciando los dos sucesos importantes del día anterior: la persecución, la cual era una foto aérea, probablemente tomada desde un dron, y el asalto de los mafiosos al hotel, en el que se veía la fachada y la hilera de coches policía apuntando a la puerta.
Al final, aquel último altercado se había solucionado de buena manera. Los miembros de la mafia que quedaban en el hotel fueron arrestados sin oponer casi resistencia, al igual que los pocos que fueron pillados por las carreteras de Shinjuku sembrando el caos. Los hechos habían acabado con quince heridos graves y, por fortuna, ningún muerto. Pero lo peor era la ausencia de noticias de Ken. No sabían nada de él todavía.
Dalia salió de la habitación y bajó por las escaleras a la planta baja a desayunar. Nunca o casi nunca cogía el ascensor. Consideraba más sano bajar por las escaleras, y más aún si era por la mañana. Probablemente habría adquirido esas conductas de su padre, que también tuvo un tiempo en el que se preocupaba de esas cosas en voz alta y las consultaba con su madre.
Realmente la echaban de menos. Existían, en ocasiones, momentos duros en los que ambos necesitaban del gran apoyo que fue en su día. Sin embargo, si algo había sacado Dalia de su padre, era una fortaleza inquebrantable que no le permitía parar ni un segundo de su vida. Por otra parte, también había sacado esa faceta tan risueña de su madre.
Conforme bajaba las escaleras iba percibiendo una melodía de piano. Provenía del hall, donde había dos policías hablando distraídos, apoyados en la pared, justo al lado de la entrada del comedor, mientras tomaban un bollo cada uno. Dalia se les quedó mirando, mientras intentaba adivinar de qué lugar del aquel extenso y circular vestíbulo provenía la electrizante música.
Se dio la vuelta sobre sí misma y observó un espacio que se extendía tras las escaleras que había bajado. La estancia en aquella parte estaba más oscura, el techo era más bajo y el ambiente, aunque fueran las diez de la mañana, estaba al filo de distinguirse como de sobremesa nocturna. Unas sillas y mesas, con velas naranjas encendidas sobre ellas, ocupaban todo el lugar, rodeado de una serie de paredes que hacían de lámparas de lava y que emitían luces de todos los colores.
En un pequeño escenario unos centímetros más alto que el suelo, un poco más alejado de las mesas y las sillas, se diría que cohabitaban un hermoso y sobrecogedor piano de reluciente negrura con un chico rubio sin pinta de haberse mirado al espejo aquella mañana. Matt ni si quiera se había quitado la ropa para dormir, y su camisa y sus pantalones ahora estaban arrugados. Sus dedos se movían en el teclado con la misma locura que parecía expresar su apariencia, con el cabello despeinado de lo poco dormido.
Aquella melodía era incesante, sin ningún segundo de respiro, rápida, dinámica; casi se podía notar el desasosiego de un alma con sus idas y venidas, sus ansiedades jadeantes, el aumento y la disminución de lo grave y lo agudo. La inquietud que no deja parar al cuerpo. Sus dedos estaban a merced de un movimiento de desahogo, de extrema precipitación, que emancipaba una locura incontrolable, inestable. Una locura artística, dentro de la persona menos romántica del mundo.
Dalia se dedicó a mirarle con gran expectación. Le había transmitido, en una mañana que había empezado tranquila, una mezcla de angustia y urgencia que incluso le había llegado a incomodar y acelerar la respiración.
Para cuando acabó, ni siquiera se había dado cuenta de su presencia. Un silencio ausente y vacío chocó con la sonoridad nerviosa y tensa de hacía un minuto. Matt cerró la tapa del teclado con un suspiro y levantó la mirada hacia ella. Se intentó peinar lo que pudo con las manos, mientras la joven japonesa se acercaba hacia él.
- Te gusta, ¿verdad?
- Ni me gusta ni me disgusta, ya te lo he dicho muchas veces. Lo hago para desahogarme. - respondió él seriamente. -
El chico se levantó de la silla y se alejó unos metros. Era obvio que seguía enfadado con ella por la discusión en el coche. Dalia se volvió hacia él.
- Pues tocas demasiado bien como para que no te guste.
Matt también se volvió hacia ella, suspirando de nuevo, con los dedos en las sienes y la cabeza gacha. A parte de enfadado, todavía se encontraba realmente somnoliento. Su noche había consistido en calmarse por el tiroteo y la persecución, además de imaginar los pasos a seguir en el plan maestro que la tríada estaba perfeccionando. Los últimos pasos antes de llegar a lograrlo, después de tantos problemas como los de aquella noche.
- No es que no me guste. Quizás sea que no lo suficiente como para tocarlo por placer.
- No me lo creo.
- A ver, inteligente. ¿Qué crees entonces?
- No sé. Que necesitas inspiración y ahora no la tienes. Pero te gustaría más si tuvieses.
- Vale, muy bien. ¿Cómo la consigo?
- Lo sabes perfectamente, Matt. ¿Cómo empezaste a tocar?
- Escuchando a otras personas. A otros compositores.
- Pues escucha a otras personas, igual te sorprendes. ¿Qué canción es?
- Pieza. - corrigió Matt. - Chopin. Étude Opus diez número cuatro.
Dalia fue a decir algo, pero Matt la interrumpió.
- En do sostenido menor.
La chica enarboló una pequeña sonrisa con poco ánimo, y ambos se quedaron callados durante unos segundos, hasta que la joven volvió a hablar.
- La música no es solo un trozo de madera con cuerdas o platillos de metal. A veces la música hay que sentirla a través de otras personas. De su voz, de su mirar, de su actuar.
- Otras personas. - se rió. - Déjate de tonterías. La música es talento y práctica. El que dijo eso de la inspiración estaba en las nubes. Ahora escucha mi voz, ¿vale? Dime qué era eso que me dijo Ken de Rusia.
- Te he dejado en la habitación una Tablet con todos los datos. Me preocupé de copiarlos a distintos dispositivos, por lo que pudiera pasar.
- Bien. - dijo Matt, intentando formar una sonrisa. -
- Parece que está cerca. - se miraron con intensidad, sabiendo lo que significaba. La respiración de Matt había arrancado y nada la podía frenar cuando tenía novedades sobre su tema favorito.
- ¿Pone algo? ¿Algo importante?
Llevaban un año buscándolo, y cualquier información nueva podía ser el último movimiento de sus piezas en el tablero.
- Nada que nos diga si es una persona, un grupo, o incluso si realmente existe de verdad. Lo que recuperó Ken son cosas muy sesgadas.
- Hay muchas, muchísimas personas buscándolo, Dalia. Estoy seguro de que ya han llegado a alguna conclusión. Todavía recuerdo cuando Ken me lo dijo: un noventa por ciento de posibles coincidencias con personas físicas, un noventa y dos por ciento de coincidencias con el nombre completo y un ochenta de que sea español y nacido por los alrededores de Barcelona. Tengo esperanza en ello, sé que lo encontraremos.
- Miguel Ángel Sagres... - repitió Dalia en voz baja, recordando los dolores de cabeza que le había ocasionado ese nombre y apellidos.
Algunos pensaban que tan solo era un modo de nombrar a una sociedad secreta, un conjunto de empresas fantasma, o a un símbolo que designaba un grupo de actos, personas o movimientos de algún tipo. Nadie sabía con certeza nada de aquel tal Sagres, y muchos fanáticos ponían la mano en el fuego con que era una persona de carne y hueso, pero imposible de identificar debido a la gran cantidad de "capas" o "muros" protectores que se interponían entre él y la figura pública.
Fuera lo que fuese, dos cosas estaban bien claras. La primera, Miguel Ángel Sagres estaba relacionado con el dinero, y no con poco precisamente. Su nombre acaparaba, desde hacía veinte años, el primer puesto en personas y entidades más adineradas del planeta. La segunda, que aquello no pasaba desapercibido por la gente, ni mucho menos.
Sagres era un fenómeno social e, irónicamente, mediático. El mundo entero estaba obsesionado con su verdadera naturaleza, escondida entre las sombras. Debido a un crecimiento casi repentino de su patrimonio, recogido en cuentas bancarias a su nombre que le hizo subir al primer puesto en pocos meses, no sólo la policía fiscal española investigaba su caso, si no absolutamente todas las agencias de inteligencia del mundo, incluida la CIA.
A pesar de todos los esfuerzos en veinte largos años, ni siquiera interrogando a los bancos se había podido sacar algo en claro. Como ellos, millones de personas habían emprendido una búsqueda por todo el globo.
Y todo había empezado por una fatídica madurgada en la que unos hackers desclasificaron archivos secretos de la CIA referentes a una lista de personas y entidades que a su vez estaban relacionadas con otras; todas vinculadas a la procedencia del patrimonio de aquel nombre y aquel apellido tan extraños.
El mundo se había vuelto loco y las cifras de aquel hombre también, que aumentaban en proporciones desorbitadas, mientras que la justicia y servicios de inteligencia seguían una pista completamente circular, cerrada. Idiotas siguiendo una pescadilla que se muerde la cola. Un laberinto de nombres que empezaba por el de Miguel Ángel Sagres. Un hombre convertido en genio o un movimiento ideado por genios: ahí estaba el dilema. Y en caso de ser la primera opción, no sólo era el más rico, si no también el hombre más poderoso del planeta.
Pocas horas después, en el pavimento de una pista de despegue privado, los dos jóvenes se veían por última vez antes de que Matt subiese a su avión.
- No hay noticias de Ken ¿verdad? - dijo el chico alzando la voz sobre el sonido del motor. -
Dalia negó con la cabeza, desanimada, a pesar de que tuvo que esforzarse por hacerlo, mientras su pelo liso y negro tapaba su cara por el fuerte viento de Japón. Cabizbaja, pensó en la soledad, que le acompañaría de nuevo. Por un momento tuvo esperanzas de que la propusiese acompañarla y que fueran a Rusia juntos para proseguir la ansiada búsqueda de Sagres. Sin embargo, no ocurrió. Y, si lo pensaba bien, era incluso mejor quedarse allí buscando a su padre desaparecido.
Matt no era una persona que tomara la iniciativa en añadir acompañantes. Él los añadía cuando le interesaba, como si fueran objetos de usar y tirar. Si se unían a él sin pedirle permiso tampoco le importaba, pero su desinterés era más que evidente. Ken y Dalia eran diferentes, él sabía que estarían con él en todo momento, pasase lo que le pasase. También tenía asumido que no le apoyaba nadie más en la vida, y aunque su orgullo le hiciese muy independiente, en realidad les necesitaba. Nunca había tenido la oportunidad de expresárselo así, así que para él la vida seguía siendo una conquista agresiva.
Había muchas cosas en él horribles, pero tras vivir tanto tiempo a su lado, una especie de cariño compadeciente florecía en la gente que le rodeaba. Y esos eran, básicamente, ella y su padre. Empezaron aquella aventura juntos y, conforme iban avanzando en ella, se iban separando más los unos de los otros. Llegaron a ser el grupo de investigadores amateur más aventajados de todo el planeta en el caso Sagres, justo detrás de las agencias de inteligencia y de seguridad internacional. Y se podría haber dicho que fue todo gracias al trabajo de Dalia y Ken Hachiro, pero lo cierto es que la enferma obstinación de Mateu Oliver les había ayudado más de lo imaginable.
Él ya era una figura reconocida en medio mundo sobre la gran búsqueda de Sagres y, si su ego no estaba lo suficientemente alimentado ya con ello, miles de parásitos interesados buscaban colaborar en sus investigaciones como perritos falderos.
Él era el que se llevaba todos los elogios y el reconocimiento, pero su obsesión por Sagres le llevaba incluso a ser orgulloso consigo mismo. Matt era una persona de por sí orgullosa, pero no reconocer que le gustaba la música y tocar el piano le llevaba a un nuevo nivel de cinismo: tan solo existía por y para buscar y encontrar a Sagres.
- Entonces me voy, Dalia. Estaremos en contacto.
Matt se dio la vuelta para subir las escaleras que daban al avión, y justo cuando había alcanzado la mitad del recorrido, se percató de unos rápidos pasos metálicos detrás suyo. Sintió unos brazos rodeándole y un cuerpo pegándose a su espalda. Reaccionó con un pequeño brinco de sorpresa para después, entre movimientos lentos, bruscos e incómodos, volverse y abrazar torpemente a Dalia.
- Vuelve pronto. - susurró ella, bajo un cielo que cada vez se vestía más de gris. -
- Vale. Volveré pronto. - respondió, sin mucha expresividad. -
Dalia le soltó y bajó las escaleras, y mientras Matt se metía dentro del jet, empezó a darle vueltas a aquello. ¿Dalia había sido siempre así de sentimental? El chico nunca la habría imaginado así de afectada por su marcha. Siempre tenía esa actitud fuerte e independiente que la otorgaba un aura de férrea consistencia emocional.
¿Sería él, que había sentido esa inspiración de la que hablaba en su despedida?
Sacudió sus pensamientos y los transformó en otros distintos. En realidad, no le importaba demasiado.
El jet se movió, cogió carrerilla y se elevó, mientras las primeras gotas de lluvia caían sobre Tokio y sobre Dalia.
Ahora y siempre le había importado una sola cosa. Quería conocerle y aprender de su fortuna, de su vida, de su éxito. Ser su socio. Los dos españoles más ricos del mundo y las dos personas más adineradas del globo. Quería ser como él.
Quería ser Miguel Ángel Sagres.
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