10. Búnker
Disparó tres veces más al muñeco acolchado desde su ángulo izquierdo, esta vez sin acertar ni un solo tiro, y cuando fue a rodar sobre si mismo hacia un lado, el sentido del equilibrio le falló y cayó torpemente, mareado de tantas veces seguidas que lo había hecho.
Matt se quedó allí, en el frío suelo encerado y gris, observando jadeante los detalles de aquella sala revestida de metal blindado, alargada y rectangular, bastante espaciosa. Estaba invadida por muñecos acolchados que surgían del suelo con palos de madera; dianas en postes metálicos que caían del techo y cientos de barricadas de cemento dispersas al azar, que servían para cubrirse de los balines de las ametralladoras de aire comprimido automáticas.
El sonido de aquellas máquinas del infierno tronó de repente. Matt se puso de pie y corrió a defenderse tan rápido como sus tímpanos lo escucharon. Pensó en su extraño trauma por las explosiones y disparos, mostrándose contento de que los de aquella pistola no le hicieran efecto, quizás por su poca sonoridad y el hecho de estar superando esa especie de secuela del accidente.
Rápidamente miró hacia atrás, pasadas un par de líneas de defensa. Tras una gran cristalera y unos controles, Emma presenciaba el sufrimiento de su amigo con una sonrisa divertida y carcajadas intermitentes, mientras que él se limitaba a negar con la cabeza, irritado, y a emitir suspiros de agotamiento.
Sacando fuerzas de orgullo, se atrevió a apretar fuertemente la pistola que llevaba en la mano y salió disparado hacia un lado de la barricada; dio un par de volteretas en el suelo y acto seguido disparó doblemente, tumbado, a una diana que había arriba y al muñeco que estaba más a la derecha. Ambos tiros acertaron. Sin embargo, Matt se llevó la mano al costado, notando que su herida se había resentido tras ese brusco movimiento.
- ¡Genial! - dijo Emma mientras caminaba hacia él. - Hoy hubieras muerto solo treinta y cuatro veces. Y has avanzado tres líneas más. ¡Enhorabuena!
- Recuérdame por qué tengo que hacer esto todos los días. ¡Agh! Creo que me he hecho daño.
- Porque si no, llegará un momento en el que te maten y no te puedas defender. Y entonces sí que no podrás hacer nada ningún día. Porque estarás muerto.
- Gracias por aclarármelo. - respondió con ironía. - El doctor me dijo que tenía que hacer reposo, lo sabes, y tú me obligas a venir aquí a escondidas.
- Ese viejales de Fred debería entrenarse también, por si acaso. - reía.
Emma hablaba de la muerte y de cosas macabras y nada agradables de la manera más natural y jocosa que pudiera haber. Y lo peor, según pensaba Matt, era que hablaba así en un contexto tan apocalíptico como aquel, en el que vivir era un privilegio a atesorar. Quizás a alguien de allí le pudiera parecer una broma de mal gusto.
Matt seguía comentándola que se había hecho daño en la herida, la cual había dejado de molestarle y estaba sanando bien en los cinco días que llevaban allí. Pero Emma no paraba de recalcarle una y otra vez sus progresos y sus metas en aquel juego del demonio con balines y muñecos. En aquel tipo de cosas era muy exigente, y le presionaba para estar muchas horas al día en aquella sala blindada bajo tierra.
El día que la vio por primera vez, justo del de después de llegar, le pareció realmente increíble que existiese aquello bajo una estación de bomberos. Si bien comprendía que tuvieran un campo de entrenamiento para mantenerse en forma, jamás hubiera pensado que estuviera revestido a prueba de balas para volar cabezas de muñecos.
Emma le había dicho, de manera muy recatada, que quería ir a un lugar y enseñárselo.
Al llegar habían bajado por un conducto subterráneo sibilinamente escondido tras unos bloques de cemento en el suelo, que a primera vista no parecían para nada sospechosos. Allí, en una de las amplias paredes bajo suelo, abriendo una especie de puerta metálica con rejillas de un tamaño gigante, Emma le mostró un arsenal inmenso con todo tipo de Kalashnikov, pistolas, escopetas y armas que ni él mismo podría haber dicho exactamente de qué modelo se trataban.
- ¿Todo esto... es tuyo? - le había dicho, con la boca abierta de la sorpresa. -
- Sí, aunque lo compartimos con los nuestros. Ahora quiero enseñarte otra cosa. Es más personal, y nunca he querido compartirlo con nadie.
Pocas cosas le podrían haber sorprendido más que aquella colección inmensa y reluciente de armas. Parecían casi sin utilizar, nuevas. Las tocaba y acariciaba con una admiración que nunca había tenido antes y que extrañamente comenzaba a sentir. Sin embargo, aquella cosa tan personal que le quería enseñar Emma resultó ser una de las pocas que le podrían haber sorprendido más.
La chica le había guiado por uno de los múltiples pasillos de cemento desgastado, estrechos, con la única iluminación de una antorcha improvisada. En el techo colgaban fluorescentes que en otro tiempo habrían funcionado para dar luz a las estancias.
Llegaron a una puerta pequeña, verde, sin ningún rasgo especial aparente. Pero al abrirla y ver el otro lado, una sensación de ansiedad y nerviosismo le recorrió levemente la columna vertebral, y su cerebro quedó durante unos segundos completamente bloqueado. En la sala había varias mesas alargadas completamente vacías. Las estanterías estaban repletas de libros y distintos objetos de ámbito científico y técnico, también en las paredes. Todo aquello hacía que se pareciese a un laboratorio. Y, en efecto, lo era.
Salvo el detalle de las innumerables granadas de mano tras una gigantesca cristalera al fondo de la sala, hubiera sido posible definir aquello como un laboratorio de científicos. Pero, según Emma, los casi quinientos tipos de bombas y granadas que allí se encontraban, protagonizando la vista del que entraba en la sala, hacían diferir aquello de un laboratorio normal. Para Matt, donde había entrado era una sala de torturas, siendo realmente la sala de confección de explosivos alquímicos, donde trabajaba su padre. Allí era donde generaciones y generaciones de su familia paterna habían desarrollado y salvaguardado el secreto de la alquimia en la artesanía científica de los artificieros.
Matt, todavía sobrecogido por aquella estancia y la continua sensación de peligro, había dudado si curiosear, con el permiso de su anfitriona. Entre los cientos de tomos perfectamente ordenados se encontraban, en su mayoría, escrituras antiguas sobre la alquimia, muchas de ellas antiquísimas. Luego había libros históricos y detallados sobre todo tipo de explosivos, bombas y la pólvora, donde se explicaban su centenaria relación con la alquimia y en concreto con el oro.
Según los libros de química alquimista que la familia Yakolev atesoraba allí también, el oro tenía propiedades alquímicas que le hacían un perfecto componente en la pólvora o en el mecanismo de una bomba. Sin embargo, para conseguir elaborar estos explosivos, hacía falta una aleación concreta: una base o muestra anterior que sirviera para expandir sus propiedades alquímicas a otras muestras. Es decir, probablemente el oro que llevase Emma en el colgante fuera la muestra base.
Pero, ¿y si se perdiese esa muestra base o no fuera posible guardarla? Acabaría todo lo relacionado con esa alquimia, suponía. Un riesgo demasiado alto y que tenía que tratarse con extrema precaución.
El chico había vuelto a dejar un libro que ojeaba en su lugar correspondiente cuando miró a Emma, intrigado. La joven rusa se había sentado en una de las mesas, mirando hacia una pizarra blanca. Suspiraba levemente, melancólica, y Matt no pudo evitar sospechar que estaba recordando viejos tiempos, de cuando era pequeña y su padre andaba escribiendo fórmulas y hablando de sus progresos como alquimista artificiero.
Y, tras ver aquello, no podía negar creerse un poco más todo lo que le habían contado Raf y Skarrev, a pesar de no haber podido hablar con Emma directamente sobre ello. ¿Una bomba manipulada con eso que llamaban alquimia podía convertir la materia que explotase en oro? Seguía sonándole a cuentos fantasiosos, pero todo indicaba que era cierto.
Había pasado la vista entonces por el enorme escaparate de aquellas temibles y curiosas granadas de mano que presidían la sala. Después de un tiempo paseándose y mirando con cierta cautela, Emma se había acercado a él, por fin despierta de su ensoñación, y le había hablado con el garbo e impaciencia que solía mostrar.
- ¿Te gustan las de fragmentación? ¿O las de humo? La F-1 soviética es mi favorita.
Matt la había mirado con expectación, intentando asimilar como era posible que recitase de memoria los incesantes datos y curiosidades que le proporcionaba sobre todas y cada una de las bombas que allí había. Su padre había terminado por inculcarle la pasión que seguramente tendría él mismo por los artefactos explosivos.
Una foto enmarcada asomaba sobre una mesa apartada de las demás, más pequeña, a la derecha del gran escaparate. Tan pronto como Matt se había dispuesto a acercarse y a mirarla con detalle, Emma le paró en seco y les sacó a rastras hacia fuera de la sala, predicando a viva voz, con energía, que quería enseñarle otra cosa. El chico apenas había podido vislumbrar en la foto a dos hombres adultos, ambos con el pelo largo, y una niña en medio de los dos. Sin embargo, habría podido reconocer la sonrisa que tenía dibujada esta última en cualquier parte.
Entonces le enseñó aquella galería de tiro y de pruebas militares blindada que, según ella, le había servido a su padre, Aleksey, como campo de pruebas para sus bombas. Después la habían reconstruido y habían hecho aquello para que la gente indefensa de la ciudad se entrenase y pudiese sobrevivir a los tiempos turbulentos que corrían.
Emma no tardó en proporcionarle un revólver ruso a su amigo para que probase las instalaciones y los protectores antibalines. Y ese fue el instante en el que, inducido por su enérgica positividad, fue olvidando poco apoco sus rechinamientos internos.
Había sentido en sus carnes la diversión, tranquilidad y despreocupación de un chaval de trece años enfrascado en un juego de disparos. El chaval que nunca había sido.
Tras recordar esos momentos, volvieron a subir a la estación de bomberos, entre nubes grises que no dejaban de llorar copos de nieve y que escondían el sol del atardecer. Estaban en territorio enemigo, o más bien neutral, ya que ninguna persona de aquel sector de la ciudad conocía a Emma ni a su acompañante. Las calles solían estar desiertas y según le había contado Emma a Matt, la poca gente que la había visto andar por la zona no se preocupaba demasiado por su presencia, aunque siempre tenía cuidado de que no la viese nadie y que la confundieran con una saqueadora peligrosa en un ataque de nervios.
En realidad, nadie se preocupaba por nadie demasiado; la prioridad siempre era uno mismo, y después la familia y gente conocida de sus sectores. El sector más cercano a la entrada de la ciudad, o el de la mezquita, como se autodenominaban, era el más preocupado por el prójimo, ya que ofrecían comida caliente y cama a todo el mundo, incluido forasteros perdidos y viajeros. Si bien algunos se comportaban como saqueadores en las afueras de aquella ciudad de la república de Baskortostán, solían hacerlo por la supervivencia de su gente y por el principal motivo de su misión como grupo: detener a Sagres.
En algún momento, quizá en un pasado lejano, su sector llegaba hasta la estación de bomberos donde se encontraba el laboratorio subterráneo de Aleksey Yakolev. Pero en aquellos tiempos se encontraba bastante lejos de la mezquita, su hogar.
Matt y Emma realizaron el largo camino de vuelta hablando y riendo, sin que les importase que los pudieran oír en el hueco silencio de la Ufá a medio abandonar. En aquellos cinco días había ido desapareciendo poco a poco la frialdad y el distanciamiento que desde un principio había surgido entre ellos dos. Ahora estaban la mayor parte del tiempo juntos, incluso cuando el doctor Fred le tenía que hacer su examen médico diario. La recuperación de Matt iba mejorando notablemente, y se encontraba casi todo el día lleno de energía para ayudar en cualquier labor que pudiese, siendo la mayor parte de estas de desgaste físico, como cargar con troncos para las fogatas o ayudar en la reparación de partes desgastadas del edificio. En otras, a pesar de ser realmente ordinarias y fáciles, tenía que aprender, puesto que su acostumbrada comodidad le había permitido disfrutar de que se lo hiciesen a él, en vez de hacerlo por sí mismo, como cocinar.
En la cocina había descubierto ser un excelente seleccionador nato de ingredientes y especias de entre las pocas que había. Sin embargo, en más de una ocasión su torpeza había estado a punto de propiciar una de sus temidas explosiones.
Le parecía una terrible coincidencia que la artesanía familiar de la chica que le había salvado la vida fuera precisamente lo que más pavor le daba en el mundo desde aquel accidente. Una casualidad curiosa y a la vez angustiosa. Pero, sobre todo, una gran casualidad. Hacía mucho tiempo que no explotaba nada a su alrededor y aquel trauma florecía de nuevo en él, pero tenía por seguro que, si volvía a pasar, aquellos miedos infernales que le hacían perder la cabeza le recordarían que seguían allí. Y tan solo de pensarlo se les caía el alma a los pies.
Por la noche era cuando hablaba más con ella. También conversaba con Raf y con los demás que sabían inglés; incluso con Grigory, el amigo albino de Raf que siempre estaba enfadado y que poco a poco comenzaba a aprender el idioma. Con ellos podía hablar de temas controvertidos, de sus vidas, del mundo, de todo lo que estaba ocurriendo, del propio día en la mezquita... pero sus conversaciones con Emma le hacían abstraerse completamente de la realidad, y esa sensación empezaba a aliviarle y a estar bien consigo mismo. Lo único que sustentaban sus charlas eran tonterías o pequeñas nimiedades sobre cualquier aspecto que acababa por hacerles gracia a los dos durante horas. El espíritu jovial, divertido y humorístico de Emma contagiaba de sobremanera a Matt, que estaba realmente irreconocible.
Poco a poco empezaron a pasar los días; el sexto, séptimo, octavo... y poco apoco Matt iba siendo consciente de que esa sensación de cercanía y cariño a la vida que estaba llevando allí se extrapolaba a las personas. Raf consiguió ser alguien de su confianza, con el que reía y pasaba el tiempo, también con el que hacía sus responsabilidades. Sin ni siquiera darse cuenta de ello, surgió una amistad. Algo que el chico español no hubiera podido ni imaginar en toda su vida.
Cada día que pasaba la percepción de su realidad cambiaba drásticamente a una diferente. Esa percepción de la situación, completamente catastrófica y nueva, no solo venía infundada por el hecho de su accidente, si no, en general, por su vida en el último año con todos los viajes que había hecho. Y de repente, poco a poco, se había encontrado con rutinas, conversaciones con gente conocida, una positividad y relajación sorprendentes. Y esa sensación nunca la había sentido antes. Tan solo las vacaciones que se tomaba en la polinesia francesa, en verano, podía acercarse a ello.
Podría haberlo descrito como la familiaridad y la zona de confort que nunca había tenido en toda su vida. Y extrañamente, Matt lo pensaba, lo analizaba, y aunque se sentía culpable de venderse a ese sentimiento, una fuerza gravitatoria le atraía hacia ella en forma de sonrisa y cabellos rojos brillantes.
Fue entonces, en el noveno día, cuando algo inesperado ocurrió.
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