1. Vino añejo y un viejo amigo
Un hombre japonés entraba por la puerta de un hotel de lujo, situado en una de las zonas más ricas de la ciudad de Tokio. Apurado por la hora, ya de noche, recorrió el recargado y amplio vestíbulo mientras se ajustaba la corbata e intentaba hacer desaparecer las arrugas y manchas de su chaqueta color ocre. Desprendía un olor a pólvora que embriagaba allá por dónde pasaba, provocando toses entre los hombres y mujeres del lugar, que esperaban pasar a los diferentes eventos que ofrecía el hotel.
Tras saludar a la recepcionista con cierta brusquedad y rapidez, se dispuso a subir las extravagantes escaleras de caracol, en dirección a la primera planta. Allí, tras un gran arco dorado, se podía observar una sala de enormes proporciones, llena de mesas con manteles y sillas acolchadas. Al fondo del todo, un mirador exhibía las mejores vistas de todo Japón iluminado bajo el cielo nocturno, que, junto a la cubertería de plata y la moqueta aterciopelada, no estaban al alcance de cualquier bolsillo.
El hombre fue a pasar, con prisa, pero el jefe del restaurante le detuvo con sequedad, carraspeando con la garganta y alargando la mano. Para su sorpresa, aquel hombre al que había detenido respondió con un movimiento casi imperceptible, centelleante para el ojo del otro. Le dejó el brazo inutilizado, pegado a su propio hombro, con peligro de fracturárselo, mientras el tipo pegaba voces por el ambiente tan agresivo que se había formado en unos segundos.
Tras percatarse de lo ocurrido, nervioso, y dejando en paz el brazo del desconcertado empleado, se volvió a ajustar la corbata, mientras miraba hacia todos los lados de la sala de restauración, incómodo. Los comensales más cercanos se habían dado cuenta de la situación y los miraban sorprendidos.
- ¡Señor...! ¿Qué se supone que está haciendo...? - varios camareros se acercaron para ver la situación. - ¡Llamen a seguridad!
- ¡No! Lo siento, lo siento. Ha sido instintivo, pensaba que iba a hacerme algo. ¿Puede indicarme la mesa del señor Oliver?
- Primero relájese. No le voy a permitir entrar en el comedor de esta manera.
- He dicho que si puede indicarme la mesa del señor Oliver.
La fuerza física con la que había arremetido se transmitió a sus cuerdas vocales, y con una sola frase ya dio a entender que la próxima vez no solo le rompería el brazo.
- Eh... sí. Un momento... - el hombre pareció dudar unos segundos, mientras ojeaba, aún amedrentado por la situación, su hoja de reservas. Una música melódica y tranquila de violín sonaba tenuemente de fondo, pero no ayudaba a mejorar la situación. - ¿Oliver Gabes?
- Eh, no, no... Mateu Oliver.
El del restaurante, también japonés, le entendió perfectamente, pero su cara reflejaba justamente lo contrario. Había levantado la cabeza lentamente, como si aquella respuesta le sorprendiera o no terminase de cuadrarle.
Miró en dirección a la sala, concretamente a una zona, a una mesa, y volvió a dirigir la mirada al hombre que deseaba entrar en el restaurante. La expresión de incredulidad se fue transformando en un rostro de desentendimiento y repulsión disimulada.
- Sí. Venga por aquí. - dijo, sin mucha viveza.
Mientras recorrían el comedor, repleto de personas cenando platos minúsculos pero notablemente elaborados, el jefe del restaurante se dirigió a su acompañante, enarbolando ligeramente la cabeza por su gran estatura.
- Oiga... ¿puedo preguntarle...es usted el padre de él o...?
- ¿El qué...? No, que va, no lo soy. - dijo, entre un suspiro. -
Ya estaba acostumbrado a aquello, y no le quedaba otra que aguantar los comentarios, preguntas e incluso reprimendas que le pudieran dar empleados de hoteles, spas, restaurantes y, en definitiva, cualquier persona que se cruzase con esa persona en cuestión. Era complicado e incómodo manejar esas situaciones siempre, y más de una vez el japonés le había dejado entrever que no podía seguir teniendo esas actitudes. Pero era hijo de quién era, y pocas cosas le hacían entrar en razón. Y el dinero, el lujo y todo lo relacionado con el poder adquisitivo era una de esas cosas. Parecía un pecado o varios de ellos reencarnados en persona.
No hacía falta ser vidente como para saber los derroteros que iba a llevar esa conversación si seguía hablando, por lo que decidió callarse. Sin embargo, el jefe del restaurante no pudo reprimirse a ser una más de las muchas personas que se quejaban del señorito Mateu Oliver.
- ... Y el otro día por la mañana, - continuaba - según me han contado mis compañeros, salió en bata a la calle, enfadado, gritando a todo volumen que era el peor hotel en el que había estado en su vida, justo después de insultarles a la cara a cada uno como un salvaje. Tan solo le habíamos mandado un desayuno diferente a la habitación. ¡Y encima era más caro!
- Sí, lo entiendo, suele tener esas rabietas, pero podemos... - respondió impaciente el otro, parado en seco en medio del salón por el jefe de restaurante, que se explayaba a gusto.
- Hace una semana casi quema las cortinas de este mismo restaurante con un soplete robado de la cocina, diciendo que había polillas e insectos por todo el hotel. ¡Pero no había nada! ¡Tan solo había entrado una mariposa a su habitación! ¡Y cuando se lo explicamos, seguía con lo mismo, diciendo que entonces no servían de nada las cortinas!
El hombre trajeado se secó el sudor de la frente, observando con ansiedad el acristalado mirador, mientras que el del restaurante no paraba de hablar, indignado, cortándole el paso. La música de fondo solo hacía que ponerle más nervioso.
- Y no podrá creer lo que hizo con el chico y la chica del servicio de limpieza. Los encerró como a unos rehenes en su habitación porque no le dejaron su ropa en la cama doblada como él había dictaminado, sino de otra forma.
- Lo siento mucho por todo, pero déjeme... - alzó la voz, mezclándola con la de él, que seguía insistiendo en hablar, mientras le apartaba a la fuerza.
- Y rompiendo los cuadros, las plantas y la decoración feng shui de todo el hotel porque le habían cambiado el turno de la terma una hora después. - le empezó a seguir - ¿No entiende que la gente hace reservas de años para nuestras termas aclimatadas? ¡Incluso le compensaron con la devolución de la mitad de lo que pagó por ello!
- Créame, para él el dinero no es un problema.
- ¡Oh! ¡Ya lo creo que no es un problema, teniendo en cuenta que quemó el dinero que le devolvimos en el vestíbulo!
Sentado al lado del mirador, un chico rubio de unos dieciocho años miraba distraído por él con la mirada baja, a la vez que balanceaba el vino de una copa, ausente. En un primer momento se podría haber dicho que, sumido en sus más profundos pensamientos, contemplaba el lumínico centro de Tokio esperando una inspiración artística que reflejase, en un lienzo, en una partitura o incluso en los arquitrabados de un edificio, aquella profunda soledad en la que se encontraba.
Sin embargo, de entre todo aquello, lo único verdadero era lo último. Tan solo tenía como acompañante una actitud altiva con la que miraba al mundo de la manera más interesada posible. Tokio no solo era una ciudad bella, llena de las excentricidades que a él mismo le caracterizaban en su personalidad, si no una ciudad con intereses puramente reconfortantes. Se reconfortaba con todo aquel panorama. Un panorama desenfrenado, poderoso, exuberante.
Mateu Oliver, con su pelo rubio levemente engominado hacia atrás, en camisa blanca y pantalones negros, enfocó su mirada hacia la copa durante unos segundos, para después hacerlo hacia dos personas que hablaban unos metros más allá, entre varias mesas.
- ¡Ken! - gritó el chico, furioso, mientras se levantaba - Espero que tengas una buena excusa. ¿Sabes qué hora es?
El restaurante enmudeció durante un minuto, y el jefe miró sonrojado a la sala, que observaba con sorpresa el origen de aquel estruendo. Cuando la situación volvió a la normalidad, la mirada del compatriota de Ken le apuñaló, y su sarcástica sonrisa le removió la daga en la herida.
- Que tengan una buena velada, señores.
Tras otro largo suspiro y un segundo de reflexión, se sentó en frente de aquel joven y rebelde demonio, cansado. Ambos estuvieron unos segundos sin hablar, esperando a que el otro lo hiciera.
Ken le miró a los ojos. Para él, Matt era casi como un hijo. Pero si de verdad lo hubiera sido, no le hubiera criado de aquella manera. Desde muy joven siempre había tenido muy buenos valores; provenía de una familia humilde y sencilla, en un barrio a las afueras de Kioto. Siempre luchador para conseguir sus propósitos y siempre agradecido por los que conseguía, muchas veces por cosas tan necesarias como el comer, o el dinero.
Y precisamente fue el dinero lo que le hizo replantearse una decisión que en ese mismo día le había pasado factura, después de tantos años. Se había marchado de su casa, prometiendo volver con los bolsillos llenos para sacar a su familia de una pobreza que cada vez iba a peor. Y para ello se iba jugar la vida. Se iría a Tokio a trabajar en una de las redes más peligrosas de la mafia japonesa.
Durante muchos años, como soldado y matón de la mafia, tan solo vio dos cosas. Sangre y dinero. El dinero le dio poder, y el poder, la confianza de los superiores. Formó parte de la familia de la mafia, sin ni siquiera haber nacido en su seno. Se enamoró, tuvo una hija. Pero lo más importante eran su bienestar y sus pensamientos, que se basaban en aquellos billetes y monedas que con su fuerza sobrehumana hacían girar aquel despreciable mundo.
Se fue, traicionó a la familia y volvió con la suya propia antes de que fuera tarde. Después encontró un trabajo más honrado en España, de otra familia, esta vez la Oliver. Y a pesar de todo no había encontrado la felicidad. Ser escolta era un trabajo muy complicado, y aunque tuviese experiencia, se le daba muy bien meter las narices donde no le llaman y acabar al filo de la muerte.
- Oye, tampoco creo que fuera muy difícil. Tan solo era entrar en ese garito y buscar a tu contacto ¿no? - soltó de repente Matt -
- Lo han matado. - respondió, mirándole con seriedad.
- Pero lo tienes, ¿no?
Ken tardó en reaccionar, algo molesto con la actitud de su amigo.
Sin embargo, ya estaba acostumbrado. Sacó de un bolsillo interior de su chaqueta un smartphone y lo puso en la mesa, entre ellos dos.
- Todo está aquí.
Matt sonrió al instante, mientras producía una pequeña risa, pero al momento levantó de nuevo la vista para hacerle una pregunta a Ken, algo más serio.
- ¿Lo sabían? ¿Y te han perseguido?
- Es muy posible que le espiaran en algún momento y vieran nuestras conversaciones. Allí lo tienen todo muy controlado. - dijo Ken, mientras se servía una copa del caro vino. - Pero tienes suerte de que aún conserve mis habilidades de capo.
- ¿Has podido echarle un vistazo?
- Dalia lo ha hecho. Me ha dicho algo sobre Rusia.
- ¿Rusia? ¿Estás seguro? ¿Sabes que han tenido que evacuar a más de la mitad del país por el frío, verdad?
- Ya, pero no es para tanto. Hace más frío del normal, sí, pero el problema allí es que dura casi los trescientos sesenta y cinco días del año. Con ventiscas incluidas.
- Pero el contacto te había asegurado que el jefe de la mafia se había reunido con... ya sabes quién.
Ken se mordió la lengua para no repetir el estado vital de su amigo, con el que había tenido el contacto justo para saber que era una rata de cloaca, al igual que él. Con el paso de los años ya no lo era tanto, pero en un pasado ambos habían hecho cosas que a los Fujimoto no le hubieran gustado nada.
Matt, tras comprobar que nadie escuchaba la conversación, dejó escapar un suspiro de impaciencia. Pidieron la cena, entre quejidos del joven por la tardanza.
- Dios... - dijo Matt, impetuoso, sin poder creérselo. - Parecía que estaba tan cerca... Tu aquí llevas dos días, pero yo casi dos semanas y estoy desesperado por irme. Tu país es muy bonito, Ken, me gusta, pero este hotel es insoportable.
- Ya me han comentado lo bien que haces amigos.
- No he dicho en ningún momento que quiera hacer amigos. - puso cara agria con una voz burlona.
- Matt, te han tratado bien. De forma cordial. No te entiendo... No entiendo por qué ese afán de no tratar a la gente así.
- No, son ellos los que no entienden una crítica. Tienen que aprender a escuchar a sus clientes y solo lo hacen de esta manera.
- ¿No habrás...?
- ... ¿No habré qué?
- ¡Oh, venga, Matt!
El chico miró hacia su plato de nuevo, incómodo.
- ¿Qué pasa?
- Tienes que dejar de hacerlo, de verdad. Algún día dejarán de aceptar sobornos y te echarán.
- ¿Y cómo demonios voy a encontrarlo si no? ¡Me dijiste que estaba aquí en la ciudad, y Tokio es muy grande!
- Cuando cenemos vas a volver a la habitación y vas a quitar todos los mapas, chinchetas, fotos y pintadas. ¿De acuerdo?
- No hace falta que me trates como si todavía tuviera doce años.
- Es que actúas como si tuvieras doce años, Matt. Ese es el problema. Para unas cosas eres muy serio y para otras... demasiado inmaduro.
Ken todavía recordaba una tarde, en algún lugar de Marsella, después de unos meses de búsqueda. Entró a la habitación del hotel donde dormían tras ir a inspeccionar algunos lugares de la ciudad, y se encontró a Matt subido a la silla del escritorio, con una tiza, pintando por la pared varios nombres. La otra mitad de la habitación, la cual era bastante espaciosa al ser una suite, estaba forrada hasta el tope de mapas de Francia, de la ciudad donde estaban e incluso de todos los países europeos. Con ayuda de varias chinchetas había conseguido clavar unas fotos en determinados puntos, uniéndolos con rotuladores y escribiendo notas sobre ellos.
A pesar de estar acostumbrado a aquellas situaciones tan extremas de su amigo, un miedo irracional le recorrió por dentro. Desde aquel viaje, siempre intentó ir lo más separado de él en cuanto a convivencia se refería, aunque nunca dejándole completamente solo.
Le conocía desde pequeño. Siempre había sido así de combativo con todo; el ansia de conseguir y lograr las cosas le consumía, pero él era feliz entre el fuego. Algo ocurrió durante su adolescencia, y las personas dejaron de ser importantes para él. Eso fue lo que le destruyó por completo y lo que le condenó a vivir en el infierno, disfrutando de lo material y manejando su propia felicidad a placer de millones y millones de billetes.
Pero había algo en él que le hacía estar a su lado, independientemente de la obligación de ser su escolta personal. También sentía lástima por él, aunque nada de lo que dijese o hiciese ese chico le diese una razón para ello, pues viviendo su juventud despreocupadamente lo máximo que una persona podría sentir es envidia. Había vivido de primera mano la relación que tenía con sus padres, que estaba completamente destruida. Aunque, en realidad, todas las relaciones personales que tenía acababan por romperse.
Si él y su hija no le siguieran apoyando, no sabría como hubiera acabado. Probablemente su locura acabaría por llegar al límite. Y aunque no lo mereciera, también necesitaba el cariño, la comprensión y la cercanía de otros. A él no parecía que le importase dar ese mismo cariño a cambio, y Ken tenía muchas dudas sobre su persona, además de preocuparse sobre cómo podría ser de adulto.
Una tremenda explosión sonó súbitamente en la planta de abajo, apagando completamente las luces del hotel y provocando los gritos alterados de las personas en la sala.
A los gritos le siguieron murmullos por el tenso silencio de la situación, en medio de la oscura confusión, tan solo iluminada por las luces de la capital japonesa en el exterior. Unos disparos comenzaron a sonar.
Matt y Ken se miraron en la penumbra, preocupados, mientras la multitud del restaurante volvía a chillar histérica y se arremolinaba debajo de las mesas. Ambos se escondieron bajo su mesa, como los demás.
- ¿Y ahora? ¿Ahora qué? - el chico le pedía explicaciones a su compañero, que se encogía de hombros.
- Igual el teléfono tenía GPS.
- Habilidades de capo geniales, pero de informática vas de culo.
Los asaltantes llegaron a la planta de arriba, y una voz grave y fuerte que hablaba japonés fue inundando el aterrador silencio del restaurante, cubierto de tinieblas. El olor a pólvora que había dejado Ken al entrar se quedaba en nada con la peste que llegaba desde abajo. En la lejanía se escuchaban más voces, mezcladas con las ráfagas de las ametralladoras, pero Matt no llegaba a comprender nada de lo que decían. Ken lograba discernir algunas palabras.
- ¡Dividíos, vamos! ¡Registrad las habitaciones! Vosotros conmigo, al restaurante.
Se empezaron a oir, casi imperceptiblemente, varios pasos que andaban por la moqueta del restaurante. Seis hombres entraron a la sala. Tras varios segundos que se hicieron eternos, mientras miraban en todas direcciones, cautelosos y sedientos de venganza a partes iguales, sonó la recarga de un subfusil. Acto seguido, el que parecía ser el jefe disparó al techo durante largos minutos, incluidas a las elegantes y voluminosas lámparas colgantes de oro.
- ¡Hachiro! ¿Dónde te has escondido, valiente traidor? - dijo nada más terminar. - ¿Crees que puedes hacernos esto después de tantos años? ¿Después de habernos criado juntos?
Ambos continuaron inmóviles debajo de la mesa, expectantes de la situación, mientras percibían, con nervios, que él y sus hombres estaban registrando mesa por mesa. Ellos sabían perfectamente que los asaltantes no tenían ni idea de si estaban o no allí. Pero, aparte de defender el honor de la familia a base de plomo, también se les daba bien la palabrería fácil para intimidar. Fuera o no eficaz, lo hacían en cualquier situación.
- Vamos... sal de donde estés... y mira de nuevo a la cara a tu buen amigo. Hazlo por los viejos tiempos.
Varios gritos de pavor se sucedían en tanto en cuanto los mafiosos asomaban la cabeza en el interior de los alargados manteles, bajo las mesas. Mientras, Matt le pedía ansioso salir y correr, pero Ken prefería quedarse allí, agarrado a una pistola que llevaba en su cinturón. Conforme pasaba el tiempo, el ambiente se iba cargando de más tensión, provocando llantos comedidos entre algunas personas.
- ¿No vas a salir, verdad...? Una lástima. - dijo, sin dejar de efectuar el registro. - Entonces, si no lo haces por los viejos tiempos... tendrá que ser por las malas.
El jefe cogió con brusquedad a un hombre anciano de debajo de una mesa por el cuello de la camisa, para posteriormente masajear su sien con el cañón del arma.
- Este hombre no está muy de acuerdo en que se hagan las cosas por las malas. Igual deberías...
En tan solo un par de segundos, Ken y Matt salieron raudos de su mesa, y embestidos por una lluvia de balas, se agacharon detrás de otra. Ken decidió sacar su pistola y disparar a uno de los hombres, pero se encontró con que cada uno de ellos se había posicionado en una zona cubierta. El que estaba más cerca se protegía con una columna de mármol rectangular no muy grande. Otro de ellos, tras una mesa más a la izquierda, disparó, provocando la sorpresa de Ken y haciéndole agacharse otra vez. Con cada disparo o ráfaga, Matt se ponía más nervioso, y le hacía saltar en el sitio de la impresión que le daba. Aquellas situaciones las maldecía; ya las había vivido más de una vez, y siempre esperaba que ya no tuviese que pasar más por ello. Pero era a lo que se exponían. Estaban metidos de lleno en aquella guerra de incertidumbre donde la información era lo más valioso.
Ya habían pasado varios minutos, y tan solo habían caído dos de los mafiosos. Ken había estado a un suspiro de que le dieran en el brazo, y Matt reptaba y se movía de rodillas todo lo rápido que podía, aborreciendo cada latido de adrenalina.
El tiroteo llegó a la zona de la entrada, donde se encontraba la recepción del restaurante, y con ella el jefe del restaurante.
- ¡Oye! - gritó Ken, jadeante por la tensión - ¡Necesitamos las llaves de la salida de atrás! ¡Ya!
El trabajador respondió con un murmullo indescriptible y nervioso. Estaba totalmente en estado de shock. Ken se lo volvió a repetir gritando aún más fuerte.
- ¿Qué...? No hay... salida de atrás. - respondió con dificultad, mirándolos a los dos con cara de haber visto su peor pesadilla. -
Ambos le dirigieron una mirada asesina.
Matt se le acercó, amenazante, mientras Ken volvía al frente de batalla para vigilar que no avanzasen hasta su posición.
- No me vaciles, camarero de pacotilla. Te lo advierto. Se lo que hay en cada rincón de este sitio, y los gofres del desayuno es lo único bueno de este hotel. A sí que, si quieres que se conserven, tienes que darnos esas malditas llaves.
El tipo, que no sabía español, no entendió nada de lo que le dijo, pero la cara del joven le sumió en un pánico más catastrófico todavía. Matt le tendió la mano y, presa de la confusión, le volvió a contestar.
- ¡Si os doy las llaves escaparán junto a vosotros, y la policía...!
- ¿Prefieres que nos maten a todos entonces, o que escapen mientras nos persiguen? - volvió a hablar Ken.
La estruendosa y grave voz del jefe de los asaltadores volvió a sonar.
- ¡Eh! ¡Será mejor que no te lo pienses mucho, Hachiro! Si no, este hombre sufrirá las consecuencias. O te entregas y pagas tus pecados, o muere.
Ambos miraron al maître de nuevo, que ante la presión de la situación sucumbió a darles las llaves.
Ken Hachiro se levantó lentamente con las manos en alto.
- No disparéis. - mandó el otro. -
El jefe de aquel escuadrón se acercó a él, revelando con detalle su barba prominente y el sombrero que tapaba su calvicie, además de sus facciones envejecidas.
- Primero déjale en paz. - dijo Ken, refiriéndose al rehén. -
El hombre dejó escapar una risa áspera y empujó con desdén al anciano, que se alejó con miedo de la escena.
- Me parece noble que quieras un final digno. Sin embargo, tu dignidad no se recuperará en este mundo, después de tu traición a aquellos que te hicieron un hombre.
- Hombre me hizo mi familia y yo mismo.
- Morirás igualmente, después de una tortura larga y dolorosa. - acabó, con desprecio. -
Tan repentinamente como la explosión inicial que había ocasionado aquel asalto, el maître, tembloroso como un flan, se levantó y disparó la pistola de Ken sin ni siquiera apuntar, teniendo la fortuna de alcanzar el muslo de la pierna del jefe.
Aprovechando aquella situación a medio planear, escolta y protegido se precipitaron hacia la cocina, donde estaba la salida que daba al parking exterior de basuras, corriendo con el cuerpo agachado ante, de nuevo, la lluvia de balas que iba hacia ellos. El hombre herido en la pierna, cansado de los constantes quiebres de sus adversarios y dolorido por el disparo, gritaba a pleno pulmón que los matasen de una vez. Cientos de utensilios, bandejas y la comida cocinada volaron entre el tiroteo, mientras los cocineros, horrorizados, se mantenían cuerpo a tierra.
Matt y Ken abrieron la puerta en un pequeño cuarto a la izquierda, al final de aquella gran sala blanca y cuadrangular, dividida en dos paredes. Tras recorrer unas largas escaleras hacia abajo llegaron a un pasillo oscurecido que daba al exterior. Con la agradable sensación de haberse distanciado de sus enemigos, miraron a su alrededor. La noche japonesa resaltaba por el incesante bullicio de sus coches y demás ruidos de la urbe, mientras las innumerables luces de colores acariciaban cada uno de los ennegrecidos y azulados edificios. Las bicicletas, tan populares en japón, en esa parte de la ciudad no era muy común verlas, aunque siempre se vislumbraba alguna por el extrarradio.
Una verja de gran altura rodeaba el extenso parking, casi vacío, con tan solo un gran contenedor hasta arriba de basura y un camión de tamaño mediano, ambos juntos. Tanto el japonés como el español no lo dudaron ni un momento y corrieron en dirección a la puerta de la valla, a su lado derecho.
Los mafiosos salieron en su encuentro, pero ya era tarde. Ambos salían por la puerta, mientras el fuego a discreción se perdía entre el metal del vallado, justo antes de que su jefe emitiese un rugido de impotencia.
- ¡Inútiles! ¡No sabéis ni apuntar! ¿Qué hacéis ahí parados? ¡Perseguidles!
Reaccionando a las reprimendas de su líder, los soldados fueron en su búsqueda, mientras que él sacaba su walkie-talkie del bolsillo y se comunicaba con alguien, aún con la quemazón de la bala entre sus carnes.
- A todas las unidades Fujimoto. Se nos han escapado. Acorraladles y que no salgan del barrio. No os preocupéis por la policía, estará ocupada con nosotros.
Mientras, los dos compañeros de aventuras por Japón galopaban a contracorriente por una calle principal, esquivando apuradamente a la gran cantidad de personas que la bajaban. Fatigados por la tensión del asunto, miraban en todas direcciones, sin ubicarse bien. A lo lejos se oía el eco de las sirenas de los coches de policía. Ken sacó el móvil y marcó un número, sin dejar de andar con prisa. Habló durante unos segundos, y cuando colgó escuchó a un angustiado Matt.
- ¿A dónde vamos? - dijo alzando la voz, en medio del ruido del bullicio. -
- He hablado con Dalia. Ya tiene preparado el coche para recogernos. Ahora lo importante es que no nos descubran.
Mientras le respondía, miró hacia atrás para comprobar si les seguían, pero no vio a ninguno de sus enemigos. Recuperando de nuevo su vista hacia delante, observó con precaución la ristra de todoterrenos de un color carbonizado que iban en su dirección. Empujando a Matt sin mediar palabra, ambos se metieron por una bocacalle a su derecha, mientras corrían.
- ¿Sabes exactamente donde tenemos que ir? - dijo de repente el chico. -
- ¿Y tú sabes lo que tienes que hacer?
Matt se quedó perplejo ante esa respuesta durante unos minutos, mientras callejeaban de un lado a otro por las estrechas vías de Shinjuku. Ken iba al frente, Matt le seguía.
- ¿Qué? - respondió jadeante - ¿De qué hablas?
Ken tardó en responder.
- ¿Qué por qué no salisteis a disparar, como acordamos, y salió el camarero? - dijo, sin aparente cansancio. -
- Y eso... que... ¿acaso importa? No quería arriesgarme, y él accedió.
El japonés no respondió esa vez, y Matt empezó a experimentar una sensación extraña provocada por aquellas palabras de su amigo. Sin embargo, las quiso borrar de su mente tan pronto como pudo. No entendía aquellas respuestas tan fuera de lugar que a veces le daba.
Salieron a una calle con edificios todavía más altos y exuberantes. También con peatonales bastante extensas y algunas carreteras que se ramificaban. Subieron la calle, mientras Ken vislumbraba a lo lejos más todoterrenos de color negro, camuflados en la noche. Al final de ella, aparcado en doble fila, lucía un coche azul oscuro y alargado, de última clase, pero sin llegar a ser una limusina. Acababa de llegar, y su claxon sonaba con urgencia, llamándoles. Ken se montó en el lado del copiloto y Matt en los espaciosos asientos de detrás. La improvisada chófer metió a fondo el acelerador, mientras los dos hombres del coche rezumaban un profundo miedo. El japonés habló, titubeante.
- No es momento de discutir, lo sé, pero espero que sepas lo que haces. Porque Matt por lo visto no lo sabe.
- Vamos, sabes de sobra que conduzco incluso mejor que tú. Me has enseñado bien.
Una delicada figura femenina japonesa sonreía a su padre, alarmado por lo que pudiera acontecer aquella noche, que podría ser la última. Dejar el final de una misión suicida a una chica de recientes veinte años no parecía muy buena idea, y más si era su padre el que lo pensaba. Pero Dalia tenía una confianza ciega en sí misma, como muchas veces lo había demostrado ya. Y su padre, por tanto, también la tenía en ella.
- ¡Pero si te acabas de sacar el carnet! - replicó Matt, preocupado. - Este coche vale más que tu vida, así que será mejor que tengas cuidado. -
- Cállese y disfrute del viaje, señor. - dijo, mandándole una mirada de complicidad por el espejo retrovisor. - ¿A la embajada, no?
Ken afirmó y el coche blindado siguió la calle perpendicular a su posición, mientras los todoterrenos pitaban y les seguían, en señal de que les habían cazado.
La noche japonesa estaba a punto de vivir una persecución por sus calles, con tiroteo de por medio. Varios de los hombres que iban montados en los todoterrenos, pertenecientes a la mafia japonesa que les perseguía, se asomaron por las franjas de techo descubierto del vehículo y por las ventanas. Entre disparos, buscando acertar las ruedas del coche azul oscuro, el tráfico enloqueció. El sonido horrorizado de los claxon al escucharlos contagiaron el ambiente peatonal, y el barrio de Shinjuku, oficialmente, se había convertido en un caos. No tardaron en sonar sirenas de policía cercanas por la zona, que se veían saturados por los dos graves incidentes que estaban ocurriendo en esos momentos. En el transcurso de la persecución se produjeron varios accidentes, mientras la conductora japonesa novel ponía todos sus sentidos en adelantar a los coches por la gran carretera y moverse lo más rápido posible, de tal manera que los disparos no alcanzasen las ruedas.
Ken se asomó por la ventanilla y se percató de que, tal y como pensaba, los monstruos de azabache con sus jinetes armados de plomo les pisaban los talones.
Pensó en desenfundar su pistola, pero al segundo se acordó de haberla dejado en el hotel, más concretamente con el jefe. Una ráfaga sonó en el asfalto y Ken se recolocó en el coche, con la intención de sacar de la guantera un fusil. La abrió, pero tan solo había papeles. Dalia, por su parte, conseguía poco a poco alejarse de los coches de los mafiosos mientras hacía maniobras arriesgadas entre la marabunta de coches y sus asustados conductores.
- ¡Matt! ¡En la guantera de ahí detrás tiene que haber un maletín alargado! ¡Pásamelo!
Algo en Matt le hizo reaccionar de manera enérgica ante la petición de su compañero que, por la situación, era a vida o muerte. Sin embargo, por los movimientos bruscos del coche, el joven tuvo dificultades para estabilizarse y desplazarse a la parte de la derecha, donde se encontraba la guantera. La abrió con gran optimismo, pero esto no pudo evitar que estuviese completamente vacía.
Sin ni siquiera poder comunicárselo a Ken, exclamó un grito de rabia al ver que el coche derrapaba de manera inusual. Era demasiado tarde. El coche impactó en medio de una acumulación de otros vehículos, abandonados por el pánico.
- ¡No hay nada! - dijo Matt en medio de la confusión, con el coche completamente parado. -
- ¡Mierda! - dijo Ken por lo bajo, abriendo la puerta y saliendo.
- ¡Papá!
- ¡Arráncalo, Dalia! El fusil debe estar en el maletero. Yo me quedo.
- ¿Qué dices? ¡Te matarán!
- ¡Arráncalo! ¿vale? ¡Nos acabarán matando a todos si no! ¡Me buscan a mí!
Ken, con una rapidez sobrehumana, fue hasta el maletero y cogió el fusil que había en un maletín. Lo cargó, cogió cargadores con más munición y cerró el maletero. Mientras daba señales de que se fueran, Dalia, con los ojos húmedos de impotencia, arrancó el coche como le dijo su padre. Poco a poco la figura del japonés se fue difuminando en la lejanía. A Ken tan solo le quedaba una calle dominada por el fuego, un arma y un laberinto de estrechas calles donde esconderse.
Matt observó a su amigo y escolta levantando los brazos y moviéndolos, iluminado por las luces de los coches que querían darle caza, para después desaparecer, corriendo por una calle que estaba a su izquierda. Los todoterrenos giraron en su dirección, y el coche que conducía Dalia logró despistar a la mafia a cambio de un doloroso sacrificio.
Habían dejado atrás a Ken.
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