Hora de volver a Rusia.

25 años después.

Después de muchos años cargando un pie de oro lijado, un tratamiento de pastillas contra la psicopatía, y una clínica de rehabilitación para drogadictos.

Gracias a él,

por ser un hombre de fe que creyó en mí 30 segundos después de querer verme, junto con ellos, convertido en oro. Puedes ser autodestructivo, pero en el momento en el que te vuelves el motivo para que lo sean los demás, tu aventura acaba.

Gracias a ella,

por ser una mujer de fe que dio su tiempo para hacer que mi vida sanara e intentar quererme, a pesar de que el dolor del amor fuera la única via para aliviarme. El alivio no siempre proporciona fe. En el momento en el que asumes tu condicion humana, tu ego, vienen las vicisitudes. Aunque suene irónico, en ellas también hay fe: solo que no se ve, se lucha.

Querer es lo más humano que hay, y el amor lo más monstruoso.

El suicidio se ve atractivo cuando los milagros no llegan. Hasta a una persona de fe se le puede pasar por la cabeza, pero tienen algo especial. Ascuas que siempre prenden una nueva llama que les hace cambiarlo todo.

Ambos lo habían hecho alguna vez en sus vidas. Uno me había salvado del otro. En Siberia y en Dubai. En el frio y en el calor.

Yo tenía pensado estampar aquel helicóptero contra el Tíbet, pero paré en Moscú para hacer una visita y recordar como la solía ver en aquellos tiempos: borrosa por mi condición, pero fuerte y elegante. Una diosa entre nieves y edificios fantasmales. La diosa de las alquimias.

Solo los hombres y mujeres de fe consiguen milagros.

Que siga vivo es uno de esos milagros.

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