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17. Tinta

- ¿Tinta de lo que fuiste? - preguntaba.

- Sangre de lo que soy - respondía.

Y entre pregunta y respuesta, sin ser del todo consciente, había llegado hasta ahí. Odiando todo tipo de marcas identificatorias; los tatuajes eran solo una perversión en el color de la piel, algo externo a uno, un pensamiento de rechazo a sí mismo y a su cuerpo. Desde que empezó a responder automatizadamente a esa pregunta, no quiso volver a saber nada de gente que se rechazasen a sí mismos.

Mateu Oliver había aceptado quien era por primera vez en toda su vida. Y desde que lo hizo, su propia sangre era la única pintura que podía manchar su cuerpo. Lo suyo iba por delante, por mucho significado que tuviese la tinta negra detallada en formas coherentes. No había nada más que lo que le corría por las venas para mostrar al mundo, doliese o le diese placer. O ambas.

El placer en el dolor, sin embargo, ya no estaba. Cuando le dolía no podía dejar de pensar en el propio dolor, y entonces se hacía más intenso. Cuanta más intensidad, más fuerza de reacción contra el dolor. Matt empezó a funcionar como una pared: si le dañaban, en vez de buscar el placer, respondía a los nudillos del contrario con la misma fuerza o superior.

Terminó de comer y miró directamente al sol con sus rayban, sonriendo. Solo era un punto blanquecino. Y solo lo era para él, después de que el diseñador le hubiese dado un modelo que no saldrá al mercado hasta veinte años después. Solo los militares utilizaban un modelo parecido, que aislaban con una efectividad 99,8% los rayos uva del sol.

Intentó volver a prestar atención a la chica morena que tenía a su izquierda sentada, que no dejaba de hablar sobre las aventuras de un par de amigas suyas con un tipo, según ella, asqueroso, con el que habían compartido fiesta en la casa de un conocido. Después se preguntaba el por qué ese conocido tenía una casa en la costa de Salamah si no había nada, pero luego llegaba a la conclusión de que sería por un socio suyo, empresario, que regalaba mansiones en sitios con proyectos de urbanización.

- Es Ahmed, ¿no? - dijo él. - Tiene contratos con ese, el que se apellida Heeren, el holandés. No lo conozco mucho pero tiene unos proyectos en los alpes que... - movió la mano con energía para enfatizarse, enseñando los dos anillos pesados que llevaba. A la hora de hablar tampoco se quedaba corto en subir y bajar el tono. - Creo que tenemos gente que iban a explotarle un par de casas por allí, imagínate. - rió con ganas.

Una chica rubia apareció en la terraza del decimo séptimo piso del rascacielos dónde estaban. Se acercó por detrás de Matt, sentado tranquilamente, y le abrazó. Le preguntó que si había comido bien y ambos se besaron un rato largo. Cuando se alejó para apoyarse en la barandilla del balcón le dio una palmada en el culo, riendo y vanagloriándose de su acto. Alzó la voz para que la oyese. El sol impactaba de lleno como en ningún otro lado del mundo.

- ¿Playita después, Gisella?

- Si Amara quiere, vale.

- Claro que quiere. Pero si vamos los dos tampoco me es un problema.

Dubai no solo era el verano hecho ciudad. Era la ciudad de la prosperidad en un lugar donde la arena reinaba. Arena y nada más que arena. Solo el cemento y la electricidad podían darle a Arabia Saudí ese aspecto humano que, a sus ojos, era lo contrario a la naturaleza y la pobreza. Dubai era la ciudad de Miguel Ángel Sagres. La ciudad dónde viviría para siempre si no estuviese tan pendiente de llevar sus planes a lo más alto.

No era su ciudad como tal. Por encima estaba el príncipe de arabia, pero Dubai era todo lo que significaba para él conseguir el control absoluto de una civilización en un lugar dónde no había nada. Y Rusia había sido para él esa oportunidad para lograr aquel carpicho tan poco común para el resto de mortales: un pueblo, una ciudad, o ciento de ellas sumidas en la pobreza de la naturaleza para volver a hacer que renaciesen. Quería convertir Rusia, Moscú, o incluso Siberia, en su propio Dubai. Un país que fuera de su propiedad.

Y un nombre propio, con sus nombres y apellidos, habían frustrado su sueño justo cuando estaba a punto de conseguirlo. La mayor traición del mundo. No le dolían las traiciones, le incomodaban, pero como le había dicho a Matt, le hacían más fuerte y sabía responderlas. Emma Yakolev había echado por tierra el trabajo de muchos años, y no había día en que no se lo recordarse a su nuevo socio.

Los dos meses desde que le habían metido un cuchillo en la barriga habían pasado muy lentamente para Matt. No es como si estuviera sufriendo o se aburriera. Simplemente, en una ciudad donde todo está construido de la nada, las cosas van muy despacio, porque hay poco trabajo que hacer. Poco trabajo en cierto sentido: Miguel Ángel Sagres y Mateu Oliver hacían muchas cosas, pero muchas de ellas solo eran un intento de pasar el rato en vez de lograr con ello algo productivo. El poco trabajo, el de verdad, era el que se hacía en aquella ciudad alejada de la mano de Dios donde el narcotráfico, el negocio fraudulento y una cierta anarquía capitalista reinaban. Las leyes y el estado de derecho dejaban mucho que desear, como si hubiesen tirado la toalla en educar a un hijo rebelde.

No se podía decir que habían pasado pocas cosas. Ahora las mechas rubias de Matt ya no caían por su frente. Tenía una fuerte fijación por sí mismo, reivindicándose con fuerza cada segundo de su existencia, pero también quería expresarse a sí mismo hasta el extremo. Si bien había rechazado a la tinta negra de su brazo, no lo había hecho con la tinta totalmente blanca que recubría su cabello. Ya no era solo rubio: era rubio hasta el tono más blanquecino posible.

La elegancia que tenía dentro ya no le bastaba con que se pusiese camisas o vaqueros repetidamente usados o de una tela facilmente desgastable. La americana, al igual que su pelo rubio, también le pedía a gritos expresarse hasta el extremo de su presencia frente a los demás. El traje caro, de tela flexible y duradera, casi tejido átomo a átomo, que relataba la excelencia de su posición. El aprendiz de negociador. Superior, pero dándole la posibilidad al de en frente de que no fuera así.

El dragón de su antebrazo, tachado por una herida de cuchillo cicatrizado, le hacía compañía a la cicatriz de su abdomen como dos marcas que quedarían para toda su vida. Los días siguientes al fatídico amanecer en Roma Matt se estuvo recuperando de la herida en el hospital americano de Dubai, mientras hacían todo lo posible para que su sangre se renovase y sus constantes volviesen a ser normales. A punto estuvo de quedarse en coma, pero finalmente abrió los ojos con la misma claridad que cuando quedó inconsciente al terminar su pelea a puños con Lagunov. Con la misma necesidad de poner la solución definitiva a un problema que le venía demasiado grande, aunque siguiera sin darse cuenta.

Los médicos se quedaron de piedra cuando vieron que a las pocas semanas Matt pedía a gritos, literalmente, el alta del hospital, después de haber perdido poco menos de la mitad del porcentaje total de la sangre necesaria para que una persona de su edad fuera funcional. En el hospital, tuvo que esperar un par de semanas más gracias a la intervención de Sagres; algo que no ocurrió en aquella cabaña de un pueblo perdido de Rusia, cuando una pistola acabó con la vida del ex general del ejército ruso. Sagres parecía tener un efecto muro en su manía de pisar a fondo el acelerador de sus acciones: le hacía frenarse, pensar en lo que ocurriría si no lo hacía.

- ¿Por qué me salvaste? - le preguntaba en la cama del hospital. - No querías saber nada de mí.

- Te dije que no me importa, o que directamente odio a la gente que viene arrastrándose por mi o que se cree superior por su poder y su dinero sin conocerme. A los que están a punto de desangrarse no.

- Me arrastré esa noche.

- Y te sacrificaste por ser como eres cuando no te quedaba nada. Matt, eres la persona adecuada para estar a mi lado, en mi equipo. No tengo ninguna duda de ello. Siempre lo he sabido. Jamás te dejaría morir siendo tan joven, con tanto que aprender, con tanto potencial. Solo necesito que pongas de tu parte.

Todo lo que podía ser Mateu Oliver en cinco años era el único motivo por el que Sagres había mandado un helicóptero con cirujando y material a aquella azotea. La dependencia, el querer egoísta ante el miedo momentáneo a no tener nada, a la más absoluta de las devastaciones, pidiendo la muerte a la que fue su familia. La manera en la que el multimillonario más poderoso del planeta interpetaba los actos era cuanto menos curiosa: los intentos de sobrevivir ante la desesperación le parecían despreciables, mientras que asumir el final de la propia vida era de una nobleza absoluta. Todo giraba en torno a su posición de superioridad.

La piedad contra el egoísmo que imperaba en la tierra nevada de Rusia, vacía de riqueza pero con una proyección a futuro contraria, ya no era la idea dominante en él. Gracias a conocer a Sagres de verdad durante todos los meses que estuvo a su lado, pudo reorganizar esa idea: era piedad en el egoísmo. Pura condescendencia.

Una de las preguntas más pensadas de Matt tenía que ver sobre su concepto de negocio. Después de un negocio importante en el que él había estado escuchando atentamente como aprendiz, comiendo, se lo había formulado directamente una vez más: ¿cómo era posible que al pueblo de Rusia le hubiera impuesto sus planes de "reconversión" del país si negociarlo?

- Intenté negociar puestos de poder para los representantes de las resistencias de todo el país cuando los países nórdicos trajeran recursos y se instalaran para restaurar la vida civil. Solo necesitaba que me dejasen seguir trabajando en la alquimia y hacer progresos. ¿Sabes lo que hicieron? Mandarme a la mierda. ¿Sabes lo que hago con la gente que se cree superior o que está obsesionada con lograr mi poder? Aplastarla como a un ñordo en la calle.

- Era su hogar.

- Destrozado. Un hogar destrozado. Podrían haber pensado en lo mejor para él, en vez de creerse con poder de elegir quien sí y quien no puede estar allí. El poder se lucha, y no hay mejor manera de luchar que con los argumentos. Yo ofrecía un futuro para Rusia a cambio de que fuera un laboratorio privado. Hasta contraté a parte de su ejército. ¿Ellos? Ellos solo veían a un multimillonario que quería quedarse con un país. No es bueno quedarse con solo un punto de vista.

Cada día que pasaba en los círculos de Miguel Ángel Sagres, Mateu Oliver no estaba lo suficientemente lúcido como para analizar desde sus coordenadas morales aquello que decía su nuevo compañero de trabajo o sus ex compañeros. Simplemente se dedicaba a decir lo primero que se le veía la cabeza, alzando la voz cuando no debía, sin importarle nada más que sí mismo.

Ni si quiera Sagres había tenido que ver en ello. Al contrario, el chico le despertaba un sentimiento fraternal, de hermano mayor, que nadie ni nada se lo había despertado nunca. Se empeñaba en hacer que Matt aprendiese a pensar desde sus propias experiencias y valores, pero siempre dejándole en libertad para poder reconducir su nueva vida.

El problema estaba en esas experiencias y valores. La salud mental del chico empezó a empeorar cuando se vio metido en situaciones tóxicas, peligrosas para su salud y en total libertad. Demasiada, hasta un punto de libertinaje desatado. Las dudas y preguntas en sus primeras semanas de recuperación se mezclaban poco a poco con una despreocupación como método de evasión frente a la propia preocupación y los líos en los que se había metido. La ansiedad, los pensamientos excesivamente enredados, la gente que le quería y le había supuestamente asesinado... todo ello ya le había superado como persona, habiéndose creido un dios.

Dos meses después, Mateu pudo evadirse completamente y acabar con esa flagelación volviéndose, literalmente, loco. Se veía, por fin, en el sueño de sus 18 años: al lado de Sagres, aprendiendo de él y pudiendo vivir una vida de excesos, superioridad y egoismo puro. Todo el camino hacia lograrlo solo se convirtió en un obstáculo, en vez de un trabajo basado en unos valores. El monstruo había vuelto a salir de él, como en el campamento de la playa rusa, pero si antes el monstruo intuía como atacar con premeditación, ese monstruo ahora atacaba sin previo aviso, sin importarle las consecuencias de su ataque, saliera bien o mal. Las estrategias o adelantarse al movimiento del alfil

Estaba al lado de la persona más poderosa del mundo y aprendiendo a serla. Se había sacrificado por sus pecados mientras nadie creía en su palabra. ¿Qué le importaba cualquier cosa que pasara a consecuencia de sus actos? A ningún monstruo le importa.

Un tipo bajito, trajeado y con poco pelo apareció en la terraza y se acercó a Matt, recostado de espaldas en su silla, disfrutando del sol, que parecía eterno en esas tierras desérticas. Su andar le confería una apariencia de enfado sin paliativos, a pesar de que le sudaba la frente como a ningún árabe. Tenía el acento extranjero, pero se notaba que había vivido tiempo allí por su pronunciación.

- Mateu. Perdóname por interrumpir, sea lo que sea que estés haciendo. No parece que algo importante, por lo que veo. Tenemos que hablar sobre un asunto.

- ¿Cómo sabías que estaba aquí?

- Me lo ha dicho Miguel Ángel.

- ¿Cómo no sabías que este edificio es mío?

- ¿Esta terraza es tuya?

- ¿Las preguntas me las dejas hacer a mí?

Se calló al segundo con la mirada perdida, sin saber cómo mover los labios para responder.

- Ven. Ya que te gustan tanto las preguntas vamos a jugar al Trivial joder. Vamos a jugar, vaya que sí. - rió de tal manera que casi se enteraron los rascacielos de la zona.

El tipo trajeado se puso más nervioso con aquella contestación y no pudo reprimir sus modos.

- ¡Ni Trivial ni ostias, niñato! ¿No te han enseñado modales en ningún lado? ¡Eres un gilipollas!

Se escuchó un suspiro fuerte en aquella terraza, en medio de un silencio que auguraba una tormenta. Una calma en forma de tensión sin resolverse. Matt se levantó lentamente ante las miradas expectantes de las dos chicas; una de ellas, ocultando la risa sin poder contenerse. El chico se quitó las gafas, mostrando las ojeras que tenía, mientras se atusaba el pelo blanco.

La sonrisa ya no lucía en sus comisuras. Ahora solo era una cara enferma con un traje arrugado y una corbata mal puesta. Se quedó mirándolo un rato. El otro siguió gritando, transformando la culpabilidad por haber empeorado la situación con más ira sin ningún tipo de sentido.

- Por mucho contacto que tenga mi equipo con los terroristas de Siria, negociar para que se metan con armas en el casino de la competencia es una utopía. Es una... tontería. ¡Una estupidez, esa gente se mueve por cuestiones políticas y religiosas no por dinero!

Matt se acercó al pasillo que había dentro del edificio y que daba a la terraza. Buscó en el bolsillo una bolsita de cocaína y con una tarjeta de crédito formó una raya en la mesa pequeña que había rodeada de butacas. Se puso de rodillas para estar a la altura de la mesa y la esnifó. Le volvió a mirar, ahora con una sonrisa, riéndose con impulsos poco creíbles.

- Te faltan huevos.

- ¿Qué?

Mateu Oliver, el Mateu Oliver que tenía un rascacielos personal en la ciudad de Dubai, no podía procesar bien lo que quería decir. No pensaba. El Mateu Oliver que había sobrevivido a la hipotermia era la antítesis del Mateu Oliver que había sobrevivido al asesinato, al desangramiento provocado. Uno empezó a razonar, el otro terminó de hacerlo. Solo le valían los actos impulsivos, el placer y la superioridad.

¿Cómo iba a decirle un novato cocainómano que daba igual que los terroristas invadiesen la ciudad con tal de conseguir el control del maldito casino? Los malditos dueños tenían cogidos por los huevos a la monarquía para parar la expansión de la marca de Sagres por todo el desierto, y si no ponían en problemas tanto al gobierno como a los dueños les acabarían comiendo.

Sacó un billete de cien de su bolsillo y se lo enseñó un par de segundos. Seguidamente se lo puso en la nariz y en la boca como si fuera un pañuelo pequeños. Apretó todo lo que pudo durante un par de minutos, mientras el señor hacía todo lo que podía por deshacerse de su agresor. Sin embargo, Matt le superaba en altura y fuerza por mucho. La rehabilitación le había hecho tener rutinas de ejercicio saludables, a pesar del vicio al que estaba empezando a tomar gusto.

Cuando parecía que el tipo empezaba a tambalearse, a obtener un tono morado en la cabeza y a cerrar los ojos, Matt le empujó hasta la terraza y le tiró por el balcón.

Dolor y placer. Dolor en los pulmones, pero placer al respirar durante varios segundos, cayendo desde un decimo séptimo piso.

Ni si quiera la tinta de su contrato valía tanto como la que lleva por dentro.

De tintado color rojo.




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