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15. Midas

Las semanas rompen los tejidos de la ropa y las voluntades si las cargas se hacen más pesadas. Matt volvió al cigarro y al mechero cuando se vio fugitivo más días de los que pensaba que iba a estar por la ciudad romana. Los acontecimientos le habían obligado a aparentar ser un vagabundo e intentar sobrevivir con lo mínimo: lo mínimo de comida y absolutamente nada de techo que protegerle de las noches que refrescaba en Italia.

Volvía a sentir ese vacío de Rusia tras su accidente impostado que, con el tiempo, acabó transformándole por completo. La diferencia es que ahora compartía cartones y mantas con sus parecidos, pese a que él era un vagabundo millonario. Quizás menos millonario que hacía dos años, y quizás su condición de vagabundo solo le servía para evadir su condición de enemigo de todo el mundo. Ahora era más enemigo de sus enemigos que nunca y de la misma manera más enemigo de sus aliados.

Si Sagres volvía a verle actuar por ahí sin nada ni nadie que le cubriese las espaldas no dudaría en acabar con aquella partida que parecía eterna.

Si alguno de los Dragones Güell supiesen que esta vez sí había traicionado al grupo de manera flagrante, no dudarían en terminar la partida prescindiendo de él. De su vida. No solo los había traicionando por todas las razones que le había dado Dalia en la ambulancia, como muchos de ellos podían suponer sin darle mayor importancia. Robando el oro alquímico y poniéndolo en posesión de Sagres había sobrepasado un límite: ese ya era un obstáculo demasiado grande como para que el castigo no fuera menos que la cabeza del chico.

Lo poco que tenía en efectivo lo utilizaba en comprar cigarros mientras volvía a patearse la ciudad volviendo a enredar las lianas de sus ideas, después de que el cuarto alquimista le hubiese dado un motivo para desenredarlas y, por un momento, pensar con el corazón. Pero los pensamientos que vienen del corazón seguían siendo pensamientos, y Mateu tenía un problema de adicción con enredarlos.

Durante unos días solo dormía en los alrededores del museo Borghese. Por el día fumaba frente a la fachada, observando el movimiento de entrada y salida de turistas y trabajadores que había. Se quedaba con las caras de los más usuales, hasta que se decidió a pagar una entrada a esas personas a las que tanto veía pasar de un lado a otro, aguantando sus miradas incómodas al ver a un chaval con rastas de meses y pintas de no haber recibido una ducha en tiempo. Un desecho andante entre las paredes lujosas de una mansión con obras de arte por los que mataría mucha gente.

Durante la visita guiada, en la que el chico miraba cada rincón con detenimiento, Matt se quedó prendado de una estatua que yacía en la mitad de una sala tapada con una cúpula. El sol le daba dirctamente desde la mitad derecha del techo, lo que hacía que las facciones del legionario romano esculpido en mármol se ensombreciesen. Perdió la noción del tiempo admirando la nariz, los labios, los dedos de las manos, los bíceps y las insignias del casco talladas.

Cada vez la guerra le ardía menos en las venas. Desde que había dejado Rusia, las ansias de conquista habían decrecido hasta puntos ífnimos. Todo lo que tenía en la cabeza era el odio a Sagres y el ansia de acabar con aquella tragedia en forma de hombre, cuya presencia en el mundo a veces no era si no una responsabilidad que llevar cargada en su espalda. Las dudas le hacían pensar en que su prioridad no era matar a Sagres, si no que la guerra terminase, fuera cual fuera el resultado.

Eso veía en Darío Santoro. EL cuarto alquimista representaba la ancianidad de aquella guerra que para él había durado tantos años como el señor Santoro. Y veía al legionario, con su porte de héroe, y no podía evitar pensar en lo que le dijo a Raf sobre las heroicidades y los sacrificios. Conocía bien esa última palabra. La había utilizado mucho en el pasado para ser quien era en ese momento.

¿Cómo podía volver a sentir esas ganas desaparecidas de la conquista, teniendo la sangre de un legionario? Ambas cosas parecían incompatibles, imposibles, pero para Mateu las emociones eran un compendio de herramientas demasiado difíciles de manejar para arreglar errores como ese. Lo único que hacían eran confundirle, mentirle: odio, amor, odio, amor, odio, amor. Piedad y egoísmo.

Pareció conseguir la respuesta a su pregunta. Quien sabe si la boca empedrada del legionario empezó a moverse y a emitir palabras coherentes por ella que le hicieran recapacitar, pero Matt salió directamente del museo Borghese para cambiar completamente sus hábitos de sueño. Cambió el oxígeno de los jardines cercanos al museo por las calles céntricas de la ciudad, concretamente los portales a pocas manzanas de la taberna en discordia, totalmente agujereada por el tiroteo.

Esquivó un camión estacionado en la entrada, pero volvió a examinarlo segundo después.

Cerrado y nada que le identificase más que una lona completamente blanca.

Se saltó los cordones hechos por la policía. El lugar parecía más muerto y oscuro que nunca: los pasos por la renqueante madera los podían escuchar hasta espíritus.

Sin embargo, no lo escucharon las personas que ya estaban allí, en el piso bajo de la taberna cicatrizada. Mateu bajo con pies de plomo las escaleras y pegó la oreja a la pared para intentar descifrar qué o quienes habían vuelto a la escena del crimen.

El dicho rezaba que el ladrón, por lo que el chico decidió hacer caso a la sabiduría popular y jugársela. Se fijó en una máquina expendedora vieja que había guardada en aquel trastero y movió sus kilos de latón hacia la puerta del taller del cuarto alquimista. Acabó con las manos llenas de aceite negro y polvo, pero consiguió que la máquina quedara apoyada en la puerta de manera inclinada, haciendo de tope para que las personas que estuvieran allí no pudieran salir.

Al oír el sonido de la máquina golpeando la puerta se alarmaron, pero para cuando se quejaron con insultos italianos ya nadie podía oírles.

Matt, ya fuera de la taberna, esperó a que la policía se fuera, que todavía patrullaba la zona desde los últimos acontecimientos. Una vez despejada la zona de personas que pudiesen incomodarle ante lo que iba a hacer, sacó un cuchillo que había cogido de la cocina y forzó la cerradura de la parte trasera del camión sin ningún problema. No era un experto en ello, pero era una habilidad que tuvo que mejorar en Rusia como complemento a su aprendizaje militar; ya había aprendido a hacerlo unos años antes.

El compartimento del camión estaba lleno de botes de pintura. Entonces supo que pensar sosegadamente mientras se hacía el vagabundo no serviría en aquella ocasión. Su primera reacción fue comprobar todas los botes que pudo, pero cuando llevaba diez se paró en seco.

Salió del camión y lo volvió a cerrar.

En su vida había conducido un camión, pero puentear vehículos millones de veces. Salió de las calles céntricas y se llevó el camión a las carreteras romanas, buscando con la mirada, ansioso, un lugar donde poder esconderlo y pensar de nuevo desde las sombras del honrado. Irónicamente, cuanto más se hacía pasar por vagabundo más le podían las ganas de que sus acciones lo abarcaran todo. La ansiedad volvía y las cajetillas de tabaco volvían a acabarse en cuestión de horas.

Dio con un párking cercano al museo Borghese, sacó tres botes de pintura y a los pocos minutos, entre los turistas, había un chico de prendas sucias con pelo y barba desaliñadas con tres botes de pintura por el jardín.

Matt cogió una, la abrió, y con una brocha empezó a trazar líneas azules por el césped de los jardines Borghese, con cuidado de que nadie de seguridad le viera cometer semejante locura. Algún turista pasaba al lado con mirada curiosa: en pocas vacaciones veían a un encapuchado utilizar pintura en un césped. Tenía su sentido, ya que al fin y al cabo estaban al lado de una institución artística, y eso añadía curiosidad a la gente.

Se fue con sus botes de allí, con la cabeza gacha y la capucha de su abrigo hasta la frente. A las pocas horas, con el atardecer, los directivos del Borghese se extrañaron de la poca afluencia de turistas ese día en el museo. El jefe de seguridad avisó al responsable que estaba ese día en el edificio.

- No lo sabemos bien, hay muchas personas en esa zona. Muchas. - intentaba explicar el de seguridad.

El directivo con chaqueta color ocre intentaba discernir algo por la ventana de su despacho, pero resultaba imposible saber que había por la muchedumbre.

- ¿Algo de una pintura? - le preguntaba mientras bajaba las escaleras.

- Sí, eso dicen. Unos dicen pintura de oro, otros dicen que es un mensaje.

El directivo y el jefe de seguridad se hicieron paso entre la gente, mientras la alejaban a gritos y llegaban a la zona de césped tan demandada, que había derrocado a la atracción más importante de la zona para los turistas.

El directivo se quedó de pie leyendo el mensaje. El jefe de seguridad se puso de cuclillas para tocar el césped pintado con el azul que llevaba Matt. Ahora no era azul si no color amarillo oscuro. No era pintura: las briznas de hierba pintadas ya no se movían por el viento, estaban totalmente sólidas, empedradas. Era oro.

El del traje ocre se alejó un poco para volver a leer el mensaje con más campo visual.

"SIÉNTETE TRAICIONADO BORGHESE
CUANDO GÜELL CONQUISTE ROMA"

El teléfono del tipo Borghese echó humo entre oraciones italianas explicando la situación y maldiciones, avisando a sus compañeros. Los Borghese iban a empezar una guerra inminente contra los Dragones Güell, que a juzgar de sus palabras, su intención no solo era joder a Sagres, si no a ellos mismos. El cuarto alquimista estaba en sus manos, y les daba igual utilizar sus herramientas de alquimista para provocarles con tal de que se batieran en duelo por la conquista de Roma.

Mateu tiró otra cajetilla de tabaco a una papelera pensando en ello, riendo. Saboreó el tabaco y la nicotina mezclada como si fuera el último cigarro de su vida. La ansiedad desaparecía y cuando la sensibilidad volvía por partida doble, todo vicio servía para endulzar la amargura.

Poco a poco la figura del multimillonario de 18 años se iba diluyendo entre la del capitán que traicionó de la manera más sucia a su ejército por matar a la persona más importante del mundo. Con cada calada volvía a saborear lo que significaba contenerse a enredar la realidad tanto como sus ideas en la cabeza.

Dulce tabaco que mataba lentamente la poca cordura que le quedaba, como en aquella fatídica península de Rusia. Ya no era nadie, porque los había perdido a todos. Cuatro años tirados a la basura. Sólo le quedaba ese monstruo que llevaba dentro, que le hacía compañía y le susurraba que diera tienda suelta a su poder, a su control, solo por el mero hecho de hacerlo.

El egoísta sin hipocresía que llevaba dentro. Sin moral. Nada.

Acabó el último cigarro, cogió un par de botes de pintura y los días pasaron recorriendo la ciudad con ellos, tapado hasta la médula para que nadie le reconociese, mientras los inspectores de policía tenían que moverse más que nunca ante la guerrilla de mafias más complicada de la historia.

El nuevo superhéroe de Roma se hacía llamar a sí mismo Midas: el rey que deseó convertir en oro todo lo que tocase. Sólo se reconocía a si mismo con ese nombre, pues su objetivo no era el de darse a conocer. La soledad y la necesidad de entretenimiento ante el pesimismo de su futuro le habían hecho creerse a sí mismo un personaje de ficción capaz de mover los hilos de una verdadera partida de ajedrez en Roma.

Partida en la que ya no participaba. Simplemente se dedicaba a ser árbitro y ponerle obstáculos a los contendientes para que, como si estuvieran sumergidos en un reality show con cámara oculta, se intentasen eliminar los unos a los otros. Un coliseo romano en toda regla en el que Mateu era el verdadero conquistador bajo el gran lema de los emperadores: divide y vencerás.

Matt había vencido en el momento en el que todos querían matarle pero habían acabado intentando matarse entre ellos.

Y la locura que volvía a colarse entre los pulmones de Matt, liberadora de sus cadenas con cada exhalación del humo, le inclinó a dejarse llevar por las ansias de control y poder. La tentación era demasiado fuerte: el cuarto alquimista tenía unos recursos para someter a los demás infinitos.

En pocos días la ciudad entera vivía tiroteos y persecuciones todos los días, mientras el rey Midas vagaba de allí para allá con su furgoneta y sus botes de pintura vigilando que los hombres de Sagres le dieran caza.

En pocas semanas la ciudad entera, o gran parte de ella, estaba pintarrajeada de una pintura azul que se iba haciendo corrosiva poco a poco, y cuyas letras y dibujos se iban haciendo oro poco a poco en cristaleras y paredes de edificios. Todo ello gracias a que Matt había mezclado y distribuido su pintura de alquimista con la pintura de cientos de pintores en Roma.

Roma llegó a tener dorado en sus fachadas, tal y como era el discurso de Sagres y Emma. Mateu Oliver había hecho realidad las fantasías que había ideado su enemigo número uno y la mujer a la que amaba para engañarle.  Todo ello, después de asumir que lo había perdido todo, y que no tenía otra salida para hundirse que ponerlo todo del revés o riéndose de los que querían su cabeza.

"JUGAIS AL JUEGO DE MIGUEL ÁNGEL SAGRES"

"MATAR CATALANES ES MARCA BORGHESE"

"LOS DRAGONES QUEMAN VIVOS A LOS MILLONARIOS "

La gente de los tres bandos no tardó en darse cuenta de que esos mensajes no venían de ninguno de ellos. Estaban puestos en lugares estratégicos para culpar al otro de ser una provocación y desencadenar sus actos de guerra, pero era incoherente que los tres tuvieran la pintura de Santoro.

Sólo uno de los bandos sabía al cien por cien quién las tenía. Los otros podían hacerse una idea.

Algunos dicen que el rey Midas murió de inanición, o convertido él mismo en oro.

Un simple mortal no siempre puede controlar sus actos.





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