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1. Reinventarse o morir

Mateu Oliver salió de la cabaña de madera y miró al cielo.

Después cerró los ojos. Los copos de nieve aterrizaban en sus cansados párpados con extrema precipitación. El frío aliviaba el fogueado sufrimiento que habían tenido que soportar ahí dentro.

Bajó la cabeza y se llevó las manos a la cara. Las frotó durante unos segundos en ella, pero notó que el frío se volvía cada vez más insoportable. Decidió sacar unos guantes del bolsillo de su anorak azul océano y se los puso.

No notaba demasiado la diferencia, pero por lo menos tenía algo en lo que sus manos podían cobijarse.

Se sentó en un banco que había a la derecha de la salida de la cabaña y palpó con insistencia todos los bolsillos de sus pantalones marrones y anchos. Sin embargo, no acabó encontrando lo que buscaba.

Se volvió a levantar, gruñendo por lo bajo, y se dirigió al todoterreno azul que estaba aparacado cerca de allí. La ventanilla del conductor reflejó en su cristal el rostro de un joven rubio con el pelo rapado, algo de barba y con marcas y arrugas en los pómulos.

Su tan apreciado cabello peinado hacia un lado ahora solo quedaba en el pasado. Se sentía mas fuerte psicologicamente así, intentando centrarse en sobrevivir en aquel lugar.

El frío y la naturaleza no era lo único que podían matarle. Allí había gente dispuesta a merendarse hasta el último de los ciervos más jugosos. Y él había pisado esa fría nieve por primera vez  siendo un cervatillo.

Se detuvo a mirarse unos segundos en el cristal, pero rápidamente abrió la puerta del coche y buscó por el suelo una cajetilla de cigarros. Cuando dio con ella, volvió a sentarse en el banco. Cogió uno, lo encendió con un mechero y le dio una calada.

Miró a su alrededor y negó con la cabeza, mientras permanecía con los ojos entrecerrados. Y entonces deseó poder hacer arder todo aquel lugar con el cigarrillo que tenía en la mano. Pero sabía perfectamente que sería inútil.

El claro de un bosque de pinos nevado. Todo nevado, todo blanco. Todo igual de putrefacto que el primer día. Un año y medio después, seguía todo igual. Y eso le estaba jodiendo la cabeza. Mucho, nadie podía imaginarse cuánto.

Un arrebato de ira se apoderó de él durante unos segundos, pero pudo controlarse, y no tiró el cigarrillo como pretendía hacer. En vez de eso, dio otra calada. Y después otra. Y más tarde de nuevo...

Oyó un coche en la lejanía, pero ni siquiera se molestó en girarse a ver qué o quién podía ser. Tan solo quería centrarse en esos amargos pensamientos que inhalaba, como el humo de aquellos instrumentos cancerígenos. Ambas cosas eran malas, pero necesitaba de sus efectos para desfogarse de toda la mierda que le tocaba vivir.

Odiaba estar allí, hacer lo que hacía. Pero tan solo podía contárselo a si mismo, mientras fumaba, en aquellos momentos de descanso.

Se percató de que el coche que había oido aparcaba al lado del suyo. Levantó la vista, y pudo observar otro todoterreno azul, igual que el de él. Se levantó de su asiento y avanzó unos pasos para recibir a sus invitados.

Del coche se bajaron cuatro tipos, todos con el mismo anorak que llevaba Matt. Uno de ellos avanzó primero hacia Matt, y los otros tres, más altos y armados, le siguieron.

Tanto Matt como el otro hicieron el saludo militar y se estrecharon la mano después.

- Felicidades, Capitán Oliver.

Matt volvió a dar una calada, mientras adoptaba una actitud más relajada, pero igualmente seria.

- Un honor, General Lagunov. Y un honor volverle a ver después de tanto tiempo.

- ¿Desde hace cuánto?

- ¿Un año?

- Me refiero a tu ascenso a la capitanía.

- Ah. Un mes.

- Parece que la capitana no se equivocaba contigo. Tienes aptitudes.

- Si no las tuviera no me hubiera quedado toda la noche vigilando al prisionero.

- ¿Vigilando?

Matt se quitó el guante de su mano derecha y dejó ver sus nudillos enrojecidos y ensangrentados.

- Eso pensaba. - volvió a decir Lagunov. - ¿Lo has matado?

- No. Creo que aún puede saber algo más.

Lagunov asintió y miró a su alrededor.

- ¿Vas a dejarlo aquí o...?

- Me lo llevaré a base central y allí seguiré intentando que suelte prenda.

- ¿Algo más que vayas a hacer?

Matt dio otra calada mientras le miraba seriamente a los ojos, esta vez algo más tenso. Después hechó un breve vistazo a los hombres de atrás, que sostenían las Kalashnikov en guardia. Carraspeó sosegadamente con la garganta y le respondió.

- Iba a bajar el río Mezén. Aún quedan pueblos que reclutar.

- Genial. - sonrió forzadamente Lagunov. - Ningún problema en que te acompañe, supongo. Me apetece seguir tus pasos después de este año en el que he estado ausente.

- Como quieras.

- Bien. Me alegro de verte. Aunque no pareces el mismo.

Matt se le quedó mirando después de ese último comentario irreverente, esperando que dijera en cualquier momento lo que pensaba que iba a decir.

- Pero deberías ir pensando en utilizar el usted conmigo y acabar las frases llamándome señor.

Lagunov se dio la vuelta, junto a sus hombres, en dirección al coche. Matt observó como se alejaba, para después dar la última calada, tirar la colilla a la nieve y pisarla con fuerza.

Era increíble como podía predecir en cualquier momento lo que iba a decir aquel hombre, incluso conociéndole de cuatro meses...

Volvió a la cabaña y llamó a la puerta con tres duros golpes.

- ¡Nos vamos de aquí! - dijo con un grito ensordecedor y autoritario. - ¡Y el prisionero se queda aquí, bien atado, hasta que volvamos!

En seguida cuatro hombres armados salieron de la cabaña y se montaron en el todoterreno junto a Matt. Uno de ellos se montó en la parte del conductor, y el joven multimillonario de copiloto.

Los dos todoterrenos salieron de la zona de la cabaña por un camino de tierra, mientras las nubes grises y el paisaje blanqueado eran testigos de ello. La tundra empezó a cubrir a los dos vehículos según iban avanzando por el paso.

Matt, absorto y serio, mirando al vacío, rebotaba junto a los demás en su asiento debido a los baches y desniveles. Pronto la vegetación fue reduciéndose significativamente. Cada vez era más notoria la escasez de pinos y arbustos por algunas zonas, probablemente por aquellas nevadas que duraban todo el año. En unos diez años todo acabaría siendo un campo raso, con solo tundra, sin ningún árbol que pudiese quedar erguido. A no ser que la naturaleza hiciera uno de sus milgaros y apareciese un tipo de pino o abeto que resistiese todo el año a las nieves.

El joven miró por el espejo retrovisor y vio el todoterreno de Lagunov.

Aquel hombre era de los pocos que le habían visto en su faceta más débil y necesitada. Le había mirado a los ojos, había visto la verdad y se la había dicho a la cara.

Le había dicho que no era un hombre de guerra. Ni siquiera era un hombre. Era un niño al que le habían quitado todo, y al que solo le quedaba soltar rabietas para que se lo devolvieran. Un niño al que la pertenencia le llamaba como el agua al sediento.

Y le había negado formar parte de su ejército, cuando él más lo necesitaba. Había optado por dejar al niño débil y asustado sin opción a hacerse ese hombre de guerra que tanto necesitaban. Pero lo que no sabía es que Mateu Oliver ya se conocía a si mismo. Ya había pasado por situaciones tan complicadas y tan locas que no iba a temer aquella guerra por recuperar a Emma Yakolev y matar a Sagres.

Sabía que no era la persona que buscaban. Pero también sabía que iba a reiventarse o a morir por ser esa persona.

Después Lagunov se fue... y si no fuera por ello, Matt no estaría de capitán. Huyó para reclutar a más soldados.  A seguir formando el ejército que Matt había visto crecer de la nada. Pero Lagunov se trataba a sí mismo como el grandioso general que llevaba años enfrentándose en esa guerra.

¿Dónde había estado los dieciseis años antes? En ninguna parte.

Él era, al igual que Matt, los que habían empezado todo aquello. Pero Mateu Oliver era algo más: el que había acompañado a Emma Yakolev, la portadora del oro alquímico. El que había matado a todos los alquimistas de Sagres y el único con el que se había comunicado directamente.

Pero Lagunov solo había visto un niño asustado. Y no había sido capaz de preveer la persona tan odiosa en la que se había convertido aquel niño. Y lo más preocupante: en tan solo un año y medio.

Quizás era algo personal con él, pero además de ello, si quería sobrevivir, era mejor ser un odioso que un asustadizo.

Ya no se vislumbraba ni un mísero trozo de hierba a los lados del camino. Sin embargo, se podía apreciar la orilla de un río medio congelado a lo lejos. Tampoco había rastro de vida, obviando el hecho de haber pasado otra cabaña de madera cerca de los últimos abetos de la zona. A partir de ahí, todo era un páramo de absoluta y abundante nieve.

Matt echó un último vistazo al espejo retrovisor, cogió un AK, abrió la puerta del coche y se encaramó al techo, enarbolando el fusil hacia cielo. A lo lejos se veía un conjunto de casas de madera bastante grandes de las que salían humo por sus chimeneas. A los lados también se veían vallas de madera y postes de luz sin cables. A medida que se acercaban también podían observarse coches engullidos por la nieve y otro tipo de objetos que parecían metálicos, que relucían con la nieve que caía y con el poco sol que luchaba por verse más allá de las nubes.

Matt apretó el gatillo de su Kalashnikov durante un largo rato mientras emitía un grito desgarrador y furioso.

Tras unos minutos en los que los coches se metieron dentro del recinto del pueblo, Zherd, el humo de varias chimeneas se apagó poco a poco. Matt no dejó de disparar y de gritar al cielo hasta que su coche no se paró.

Cuando lo hubo hecho recargó el fusil, pero no se bajó del coche: se subió al techo. Su tropa sí se bajó y se puso a vigilar los alrededores, mientras el general Lagunov y sus escoltas miraban asombrados la escena desde su todoterreno. Uno de ellos cogió el arma y miró con firmeza a su superior, con el objetivo de que le diese permiso para detener cualquier cosa que fuera a hacer aquel loco.

Sin embargo, Lagunov le paró; negó con su cabeza alargada y le miró con sus iris azul cielo, dentro de unos párpados que siempre permanecían semicerrados. Su pelo negro corto con entradas se ondeó levemente en el acto, mientras levantaba la palma de su mano gruesa y fuerte. Su rostro describía la llegada a los veintisiete años, pero las facciones duras y redondeadas de sus labios y pómulos engañaban, haciéndole parecer mucho más adulto. El aura de seriedad que desprendía y su cuerpo musculado eran realmente intimidantes y autoritarias para cualquiera.

El silencio acaparó los oídos de todos los presentes en aquel pueblo del páramo. El crujido de la madera quebraba ese silencio en determinadas y pocas ocasiones, al igual que el correr del río en su parte no helada, la más alejada.

- ¡Ehhh! - gritó el capitán con su ya conocido berrido desesperado, alzando los brazos y moviéndolos, sosteniendo a su vez el arma. - ¿Oís eso? - dijo en un ruso bastante pulido.

Matt volvió a disparar al aire una ráfaga durante unos segundos. Desde allí tenía una vista aérea de la mayoría de las casas del lugar.

- ¿Lo oís? ¿Os austa?

Dejó otro silencio entre medias.

- ¡Pues claro que os asusta! ¡Por eso os escondéis! ¡Son los pasos de la muerte, del demonio, en forma de pólvora y acero! ¡Es la llamada del futuro, de vuestra sangre derramada!

Todo volvió a quedarse en silencio, pero no por mucho tiempo. Matt carraspeó levemente, tragó saliva y continuó.

- ¡Esconderos! ¡Sentid las sienes palpitar al mismo tiempo que vuestro corazón, y vuestro aliento ahogarse en cada bocanada! ¡Sois presas fáciles! ¡Esconderos del sonido metálico, alimentad el miedo y prolongad vuestra vida! ¡Dejad que el miedo os devore con dientes de sueños de porcelana! ¡Pero recordad que vivís en medio de madera podrida!

Volvió a dirigir su fusil al cielo y apretó el gatillo. Durante unos segundos solo se oyó el crepitar de la metralla. Después siguió con sus gritos desgarrados.

- ¡Puedo saborear como el sentimiento de injusticia os come por dentro! ¡Puedo oiros suplicar al destino descansar en paz en vuestra tierra de Rusia! ¿Es así verdad? ¡Si es así, podeis abandonarla en paz, en vez de descansar en ella! ¡Pero tendreis que vivir con el juicio... de los que viven en guerra! ¡Así que haced caso a vuestros monstruos psíquicos! ¡Elevaos a la posición de los privilegiados y ved la guerra desde la perspectiva de quien la vivió como una anécdota! ¡Elevaos a esa posición, y hacednos un favor! ¡Hacednos un favor y sed honestos, salid de donde os sintais aliviados, de vuestros escondites; dad la cara y mostrarnos que no quereis esta guerra!

Se hizo de nuevo el silencio. Sin embargo, este duró bastante. Nada pareció cambiar durante los siguientes diez minutos. Pero poco a poco se empezó a ver gente saliendo de sus casas y andando por las calles del pueblo. La mayoría eran jóvenes que miraban a su alrededor buscando a conocidos, familiares o amigos. Algunos eran más mayores, adultos, que iban directos hacia donde estaba Matt hablando. Alguna mujer salió, tanto jóvenes como adultas.

En los siguientes minutos Matt vio que una conglomeración de gente se juntaba frente a él. Todos eran muy diferentes entre sí: edad, sexo, apariencia física, ropa... Pero todos compartían algo que Matt vio a la primera. Se fijó en los ojos de cada uno de los que estaba allí, frente a él, mirándole. Todos le miraban con determinación, con el ceño fruncido, dolidos por sus palabras y dispuestos a transformar ese dolor en acción, agresividad hacia él. Pero también reflejaban debilidad, incapacidad de, finalmente, dar un golpe sobre la mesa a la situación. Reflejaban vidas ordinarias, familias con un hogar, amor por unos seres queridos.

Amor por una tierra. Amor por el oxígeno que respiraban, por el paisaje que veían al despertarse.

Le reflejaban a él no hacía mucho.

- ¡No quereis esta guerra! ¡No quereis oir las balas salir disparadas! ¡No quereis sentir la adrenalina golpearos hasta el último rincón de vuestro cuerpo! ¡Quereis huir!

- ¡No vamos a huir! - dijo una voz atrevida entre la multitud. -

- ¿No quereis la guerra? ¿No quereis huir? ¿No quereis ser carne de cañón por vuestra Rusia? ¿No quereis derramar sangre y tener una oportunidad para vuestras siguientes generaciones? ¡Entonces decidme! ¿Que demonios os queda, gente? ¿Que quereis?

El silencio volvió a arremeter en la escena, pero algunos murmullos también se sucedieron entre la gente. Matt, que le dolía la garganta, ya algo afónico, bajó un poco el tono de voz.

- Yo os diré lo que quereis. Quereis que todo sea más fácil. Que luchar fuera más fácil. Que el miedo no exista cada vez que se aprieta el gatillo. Que nada de esto hubiera pasado. Y claro que no quereis la guerra, y claro que no quereis luchar. Pero para nada vais a hecharlo todo a perder. Y la huelga de hambre no va a funcionar, porque combatimos contra quien se suicidaría antes de dar de comer a un mendigo. ¿Que nos queda entonces? ¿Enfrentarnos a aquello que no queremos, que odiamos, que tememos? ¿O apartar la vista y pecar de la hipocresía más absurda del mundo?

Todo el mundo se quedó callado. Matt dejó pasar unos largos segundos antes de volver a hablar.

- No sois soldados. Ni nunca lo seréis. Sois gente que ha tenido que sacrificar cosas para conseguir lo que quiere. Sois gente que no sabe lo que es matar, ni servir a un país. Solo gente que sabe que... ser hipócrita por tener un miedo, por querer evadirse... es absurdo. Gente que... si da su vida... la da luchando hasta el final por los que dejaron atrás.

De nuevo otro silencio. Matt se bajó del techo del coche y volvió a gritar, ya con los pies en el suelo.

- ¡Mañana, con el alba, cinco coches vendrán aquí a buscar a los que quieran unirse al ejército contra Sagres! Mañana tomaréis la decisión de si morir con este temporal muerto... o morir para resucitarlo. Disparareis fusiles, derramareis sangre, sereis disciplinarios con vuestra misión. Y vuestro miedo se convertirá en la fortaleza que necesitais para dejar de ser idiotas hipócritas.

Matt dejó de hablar, y la gente empezó a volverse a sus casas poco a poco, murmurando sobre lo que había ocurrido allí y sobre aquel sujeto tan extraño, pero curioso.

Su trabajo ya estaba hecho, aunque odiase hacerlo.

El joven capitán sacó su cajetilla de tabaco y sacó un cigarro. Lo encendió, con dificultad, y se apoyó en la puerta de su coche a darle una calada. Miró el espejo retrovisor, y comprobó que el todoterreno de Lagunov ya estaba dando la vuelta para marcharse de allí.

Dejó escapar brevemente un suspiro burlón, sonriendo, y le dio otra calada al cigarrillo. Se fijó entonces que a lo lejos, cerca de la primera cabaña que se veía, un chaval de unos trece años estaba observando con detenimiento a Matt, con curiosidad. El capitán le devolvió una mirada llena de autoridad, pero también pensativa.

Sus ojos. Eran los mismos ojos que los que tenía él hacía un año y medio. Le transmitía lo mismo que había sentido él en la entrada de la base central, o lo que era en aquel entonces: una pequeña base de operaciones.

El chaval acabó yéndose, incómodo y asustado, ante la siniestra mirada penetrante y fija del capitán Mateu Oliver.

Matt se dio cuenta de ello, despertándose de sus pensamientos. Volvió a darle otra calada al cigarrillo. La última, y lo tiró al suelo. Llamó a sus escoltas con un silbido, utilizando dos dedos.

Como bien le había dicho Lagunov, tenía aptitudes.

Y como bien había dicho Matt después, en aquel monólogo casi satírico, ni siquiera se consideraba un soldado.

- Yo conduzco. - se interpuso Matt, ante la intención de uno de ellos en hacerlo.

El todoterreno del capitán Oliver dio la vuelta para salir del pueblo de Zherd, de aquellos páramos de frágil nieve, y poner rumbo a la base central.




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