Capítulo nueve
Alcancé mi ropa y me la puse sin decir nada. Acto seguido, me senté en el asiento del copiloto y ella una vez vestida. Me puse el cinturón y una vez que ella también lo tenía empecé a conducir con sus indicaciones.
Tiempo después llegamos a la puerta de su edificio —previamente nos habíamos deshecho del agarre del cinturón— y ella me señaló un aparcamiento que había libre. Aparqué y miré como se bajaba del coche, después cerró la puerta.
—¿No sales? —cogió sus cosas.
—¿Es que tengo que salir? —le consulté.
—Si quieres.
Me hizo un gesto para que me bajara, lo hice y cerré la puerta. Dos minutos después estaba reunido en la acera con ella.
—Vamos.
—¿Dónde? —seguí sin saber qué hacer.
—Cierra el coche —me mandó así que yo paré el coche y cogí las llaves. Siguientemente, lo cerré con el mando a distancia.
Se pegó a mi y me besó nuevamente. Esta vez era un beso más suave y tierno que los anteriores. Sin exponer nada, tiró de mí por el trayecto que nos conducía a su piso, Abrió la puerta y me empujó dentro para después de entrar ella poder cerrar la puerta.
—No creí que me invitarías a pasar —musité estando en medio de un pasillo, entretanto, ella encendía la luz y me señalaba una puerta.
—Entra allí y espérame.
Asentí y me fui en dirección a esa habitación. Abrí la puerta y me adentre en ella tras encender la luz —me costó encontrarla para que mentir— del interior. La habitación estaba decorada de un color blanco roto con los bordes de la cenefa de color melocotón, tenía una cama —muy grande, por cierto— en medio, un armario, dos mesitas a los lados y unas cortinas a juego.
—Ahora vengo, ponte cómodo —habló ella mientras cerraba la puerta—. Ahora voy.
—No tardes —alcé un poco la voz para que me escuchara bien.
Me acerqué a la cama y en el filo me senté, tuve que mirar varias veces el reloj de la mesita porque me estaba impacientando un poquito. La espera se me estaba haciendo eterna cuando de repente vi como la puerta se abría y una silueta femenina apagaba la luz del pasillo para abrirse paso en la habitación. Lo que estaban viendo mis ojos era de escándalo: la pelirroja acababa de entrar con una bandeja acompañada de una botella de Arehucas —el elixir de los dioses bajo mi punto de vista, si ya la veía perfecta desde que la descubrí en el bar, imaginate ahora que viene acompañada de esto y de un par de frambuesas que estaban desperdigadas por el azafate. «Acabo de descubrir a la mujer de mi vida y a la madre de mis hijos». Empecé a salivar pero no por los manjares que había traído sino porque me lo traía todo en ropa interior. ¡Fiu Fiu! Muyayo aguante que por lo visto la noche va a ser más larga de lo que había pensado. Ni un programa de Juan Imedio en La tarde, aquí y ahora —programa que se emite en Canal Sur el cual combina entretenimiento, actualidad y música con el protagonismo del testimonio de personas que buscan acabar con su soledad—. iba a estar tan entretenido. Cerró la puerta con la ayuda de un pie y dejó en la mesita la bandeja. Acto seguido se acercó a mí y me empujó un poco hacía atrás, puso entre mis piernas una de sus rodillas y postró sus manos alrededor de mi cuello. De inmediato hice mi agosto y la atraje hacía mi rodeándola con mis brazos.
—¿He tardado mucho? —me susurró muy cerquita.
—Un poquito —espeté y decidí acariciarle un mechón de cabello color fuego con las yemas de mis dedos.
—¿Me echaste de menos? —siguió susurrando con un toque engatusador, como si no me tuviera ya en el bote.
—Mucho —me sinceré a corazón abierto y ella empezó a acariciarme lentamente—. ¿Y tu a mi?
—Un poquito —caviló entre sus pensamientos y yo le sonreí como un auténtico retrasado—. ¿Te apetece tomar una copita?
—¿Solo un poquito? —hice un puchero—, anda, di que fue muchito—. No me vendría mal algo fresquito, tengo mucho calor.
—Shh —puso un dedo sobre mis labios para que no dijera nada más—, dame un segundo y sirvo las copas.
Se levantó de encima mía y hizo lo comunicado pero no se trajo con ella las copas sino que las dejó allí mismo sobre la mesita. Se puso en la posición inicial —en la que se había puesto nada más pegarse a mi antes— y me empujó hacía atrás para que me tumbara bien en la cama, cuando lo conseguí con su peso ella trepó encima mía y fundió sus labios con los míos en un beso muy ardiente y lujurioso. Por consiguiente, me quitó la parte de arriba y la lanzó al suelo.
—Me sacias tanto que si no me dieras el vertido de la copa, no me importaría.
—Eso es lo que quiero producir en ti, que te quedes saciado y que a parte me pidas más —se mordió el labio y yo la observé detenidamente.
—¿Esta vez me dejarás...? —deslicé mis ojos hacia sus pechos.
—Quizás... —noté como intentaba confundirme—, puede ser —y así cortó la frase, me había dejado igual que estaba.
Volví a hacer un puchero y la miré con ojos de corderito degollado —de un modo suplicante—.
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