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3

—¿Por qué alguien tan joven tendría que cargar con la preocupación de ser arrojada a una hoguera?—
El hombre de cabellos plateados se sumió en profundos pensamientos tras su encuentro con la pequeña niña. El entorno a su alrededor parecía no existir, mientras sus pensamientos se centraban en la tristeza que parecía desprender aquella infante.

—Tú lo dijiste, son niños— intervino Samael, al mismo tiempo que discutía con Azazel por la última manzana robada del huerto del Edén, en medio de risas y juegos —Oh vamos, tu ya comiste cinco— protestó.

Beelzebub por otra parte, se mantenía en silencio, observando a Lucifer con detenimiento. A pesar de haberse conocido hace poco tiempo, ya había aprendido a reconocer en él una esencia única: alguien amable, cálido y brillante como el mismo sol. Pero, sobre todo, que odiaba estár solo.

Beelzebub era alguien solitario antes de conocerlo, pasando toda su vida en las sombras, sin que nadie se acercara demasiado debido a los rumores de su maldición. Por eso, la presencia de Lucifer había sido una verdadera alegría para su alma. Había encontrado en él un amigo incondicional, alguien que comprendía su soledad y que la combatía con la misma energía y calidez con que combatía la suya propia.

Lucifer continuó sumido en sus pensamientos, incapaz de sacar de su mente la imagen de aquella niña solitaria. Su mirada era como dos luceros azules, brillantes como el cielo pero vacíos de alegría. No podía evitar sentir una profunda tristeza al pensar en la soledad que debía de sentir la pequeña.

Aquella mirada había calado hondo en su alma, y no podía quitársela de la cabeza. La tristeza y el vacío de aquella mirada era algo que no podía ignorar, y su corazón generoso y cálido no podía permitir que alguien estuviera solo y triste.

El tronco se partió en dos gracias al golpe contundente del hacha que Esmond manejaba con destreza. Un suspiro escapó de sus labios mientras posaba su atención en los gemelos que correteaban alrededor, entonando una melodía cuyo significado escapaba a su comprensión. Adalie, ajena al bullicio, reposaba sobre un viejo tronco de árbol en compañía de  Jack, mientras sus ojos se sumían en el bosque que se extendía a unos pocos metros de donde estaban.

La pequeña seguía recordando aquella inolvidable ocasión en que se topó con el extraño hombre, amable y gentil a pesar de su aspecto singular.

¿Por qué no reaccionó como los demás habrían hecho al verla?

¿Qué razones lo habían llevado a ser tan amable con ella?

Miles de preguntas rondaban su mente y eso la abstuvo de percatarse de que uno de los gemelos, accidentalmente, le había arrojado un poco de lodo al rostro.

—¡Dominick!— reprendió Esmond al caer en cuenta de que los juegos de los menores estaban llegando demasiado lejos —ya fue suficiente, entren a la casa, ¿de acuerdo? Los ayudaré a limpiarse... están hechos   un desastre— suspiró el rubio, apilando el último tronco junto al resto —Adalie, también debes entrar —llamó, pero la niña no respondió —¿Adalie?— repitió algo preocupado.

—Quiero quedarme afuera un poco más, por favor. ¿Puedo?— rogó ella.  Sus ojos azules brillaron bajo la capa y Esmond no pudo negarle su petición.

—Está bien, pero solo por un rato ¿de acuerdo? Si ves a alguien, no dudes en entrar a la casa y cúbrete bien— le advirtió con cariño, llevándose a los gemelos dentro.

Adalie no quería desobedecer a su hermano, pero algo en aquel bosque la llamaba, atrayéndola hacia su interior. Fue entonces que Jack, moviendo su cola con entusiasmo, se dirigió nuevamente hacia la zona forestal, lo que Adalie interpretó como una oportunidad para seguirlo.

Sin pensarlo dos veces, se levantó del tronco y corrió tras el perro. Las hojas crujían bajo sus botas mientras se adentraba en la espesura, siguiendo al canino, quien parecía conocer el camino a la perfección.

No pasó mucho tiempo para que Jack se detuviera, comenzando a festejarle a aquel extraño que Adalie había visto días atrás. El hombre acariciaba felizmente al perro que parecía muy a gusto con su presencia, saltando y ladrando de felicidad. Al percatarse de la niña, Lucifer detuvo su acción y le sonrió amablemente.

—Parece que nos volvemos a encontrar— saludó él, aunque Adalie simplemente bajó su mirada, todavía algo inquieta —tranquila, no te haré daño— añadió, tratando de tranquilizarla con su voz suave y calmada —aunque es bueno que seas precavida, no todas las personas son lo que parecen— suspiró, poniéndose de pie con una cálida sonrisa en el rostro —dime, pequeña, ¿cuál es tu nombre? Si es que puedo saberlo, por supuesto— rascó su nuca, tratando de mostrarse amistoso sin asustarla —Yo soy Lucifer– se presentó, esbozando una sonrisa amable —aunque puedes llamarme Lu—  expresó con suavidad.

Adalie se estremeció al reconocer el nombre, deteniéndose un instante y dudando si debía revelar el suyo. Pero al final, decidió hacerlo, consciente de que aquel ser era todo menos terrorífico.

—Adalie...— pronunció con delicadeza, dejando que las sílabas de su nombre fluyeran con suavidad.

—Adalie, es un nombre muy bonito— dijo Lucifer con una sonrisa en los labios, inclinándose para ponerse a su altura  —Cuéntame, ¿qué ha sucedido en tu rostro? Veo que tienes algunas manchas de lodo— el hombre de cabellos plateados no había pasado desapercibido el barro en su piel y, sin pensarlo dos veces, sacó un pañuelo de su bolsillo —toma, puedes usar esto— ofreció con delicadeza.

La pequeña tomó el pañuelo con lentitud, agradeciendo en voz baja. Sin embargo, no se atrevió a quitarse la capucha para limpiar su rostro, manteniéndolo oculto del mundo exterior. Mientras se ocupaba de limpiar las manchas de lodo, notó la presencia de alguien más no muy lejos de allí. Una figura recostada en un árbol, observándolos en silencio.

Lucifer percibió que Adalie había notado la presencia de Beelzebub y, sin perder la sonrisa afable de sus labios, se volvió hacia donde estaba.

Con un gesto amistoso, le dedicó una mirada cálida.

—Descuida, es mi amigo. No te hará daño— aseguró con suavidad, transmitiendo tranquilidad a la pequeña con su tono de voz. Adalie asintió, dejando escapar un suspiro de alivio al sentir que estaba a salvo.

O eso quería creer.

De pronto, recordó la hora y se sobresaltó al caer en cuenta de que debía regresar a su hogar. Miró hacia atrás y retrocedió unos pasos, indicando a Lucifer que era hora de partir. Él comprendió su preocupación y se ofreció a acompañarla hasta los límites del bosque, para asegurarse de que no tuviera que regresar sola.

La niña se sintió más que sorprendida por la gentileza del hombre y aceptó su oferta con una sonrisa tímida en los labios. Así fue como iniciaron su marcha hacia la salida del bosque, mientras Beelzebub los observaba partir desde la distancia.

Las semanas pasaron y los encuentros entre Adalie y Lucifer en el bosque se hicieron una costumbre. Cada domingo, cuando su familia asistía a misa, la niña aprovechaba para escaparse y adentrarse en la zona forestal, camuflándose entre la cosecha de cebada. Al principio, se mantuvo oculta bajo su capa, temerosa de mostrar su apariencia. Sin embargo, con el paso del tiempo, Adalie comenzó a confiar en Lucifer y se sintió cómoda en su compañía.

Pronto, tomó una decisión riesgosa: revelar su apariencia, a pesar de que Lucifer ya la conocía desde su primer encuentro. Su corazón latía con fuerza mientras se acercaba a él, pero confiaba en que el ángel no la juzgaría por su aspecto. Y estaba en lo cierto. Lucifer la aceptó tal como era, admirando su apariencia que para muchos era diabólica.

Así fue como ambos se convirtieron en amigos cercanos. Reían y jugaban juntos, compartiendo momentos de felicidad en un mundo que parecía desmoronarse a su alrededor. En ocasiones, Lucifer le contaba historias fascinantes del reino de los cielos y Adalie se sorprendía con aquellas narraciones que se desmarcaban por completo de las que solía escuchar de boca de los humanos. Otras veces, Beelzebub se unía a ellos, manteniéndose al margen con una sonrisa amistosa que reflejaba su complicidad con la amistad entre el ángel y una niña que muchos considerarían infernal.

Sin saber la tragedia que los acechaba.

Fue un domingo como cualquier otro cuando sucedió, una sensación de inquietud parecía flotar en el aire. Adalie esperaba ansiosa la llegada de su amigo, pero algo estaba fuera de lugar: él no se presentó ese día. La niña, confusa por su ausencia, intentó mantener la calma, creyendo que tal vez Lucifer había tenido algún imprevisto y llegaría pronto.

Cuando los minutos pasaron, finalmente decidió regresar a su hogar. Sin embargo, antes de que pudiera dar un solo paso, la llegada inesperada de Beelzebub la tomó por sorpresa.

El rostro del hombre lucía sombrío, como si una nube de tristeza lo hubiera envuelto por completo. Su mirada se perdía en la nada, vagando en lo que parecían ser recuerdos tortuosos. Los puños cerrados y temblorosos reflejaban la intensidad de sus emociones, mientras sus labios padecían pequeños espasmos en un intento por hablar.

—Lucifer no regresará— susurró Beelzebub con voz entrecortada, desconcertando a la pequeña —así  que no vuelvas a este lugar— añadió sintiendo un nudo formarse en su garganta. Cerró los ojos con fuerza, tratando de ahuyentar la tristeza que amenazaba con abrumar su corazón.

—¿Qué quieres decir?— preguntó con ingenuidad, aferrándose a la muñeca que Lucifer le había regalado.

El demonio apartó la mirada con frialdad, mientras algunas lágrimas furtivas se deslizaban por sus mejillas.

—Murió— confesó difícilmente, como si las palabras fueran espinas que le atravesaran el pecho.

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