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—¡Anímate, Beelzebub!— Lucifer emitió una señal desde el agua, tratando de convencer al azabache de que se arrojara desde el pequeño risco en el que se encontraba.

—Estoy bien aquí, no creo que... ¡AH! — sin previo aviso, Azazel le dió un empujón, arrojándose hacia el agua con euforia luego de que Beelzebub hubiese caído, seguido por Samael.

Beelzebub se cubrió cuando las gotas provocadas por el impacto, quisieron salpicarlo. A su lado, Lucifer reía a carcajadas mientras Azazel y Samael disfrutaban del agua. Al final, Beelzebub se unió a ellos en risas, dejándose llevar por el momento y disfrutando de la cálida compañía de sus nuevos amigos.

Después de un rato en el agua, entre risas y bromas, todos decidieron salir. Beelzebub escurría su camisa, la cual no se había quitado después de ser arrojado al agua. A pesar de que la tela estaba empapada y pegada a su piel, el azabache no parecía sentir frío. El sol de la mañana lo abrazaba con su calor, y la brisa suave acariciaba su cabello oscuro.

Con una sonrisa en los labios, se unió a sus amigos, que charlaban animadamente en la orilla. El agua cristalina seguía fluyendo a su lado, y el murmullo del río se mezclaba con el canto de los pájaros en los árboles cercanos.

—Nada como un buen chapuzón matutino— aseguró Lucifer, estirándose con pereza y bostezando en el proceso.

—Habla por tí, mis oídos están empapados de agua— protestó Samael, tratando desesperadamente de vaciar sus oídos. Sin embargo, pese a la incomodidad, el ángel no podía ocultar la sonrisa que se asomaba en sus labios.

—Trata de secarlo con una toalla—aconsejó Beelzebub, tomando asiento junto a Lucifer y dejando que la brisa suave lo secara.

Observó a Samael, quien seguía tratando de deshacerse del agua que se había metido en sus oídos, e inmediatamente una sonrisa se dibujó en su rostro, satisfecho por haber compartido un momento agradable con ellos.

—Rayos, olvidé que hoy van a ofrecer esas deliciosas muestras de panesillos que tanto esperaba— intervino Azazel de un momento a otro, levantándose bruscamente y colocándose su camisa aún húmeda con rapidez. La emoción se reflejaba en su rostro, y sus ojos brillaban con la ansias de probar esos bocadillos —Lo siento chicos, ¡no puedo perderme las muestras!— añadió, apresurándose a reunir sus cosas mientras se despedía de sus amigos.

—Ahora que lo recuerdo, tengo algunas cosas pendientes también— mencionó Samael, acomodando sus gafas.

Si bien disfrutó el tiempo que pasó, la responsabilidades llamaban a su puerta, y debía atenderla.

—Nos vemos después— se despidió con la mano, alejándose poco a poco del lugar.

—Son agradables— comentó Beelzebub finalmente, mirando el cielo con una sonrisa en el rostro. Era como si por un momento, la oscuridad que lo acechaba hubiera quedado atrás —Gracias, Lucifer... por todo—  se giró hacia su amigo, quien simplemente le palmeó el hombro en señal de camaradería.

—Te lo dije, Beelzebub, no estás maldito por Satanás— aseguró, levantándose finalmente —Bien, creo que daré un paseo por el mundo humano— dijo con una sonrisa que reflejaba sus ansias, fijando posteriormente su mirada en el azabache  que aún permanecía sentado —¿Por qué no me acompañas?—

—¡Maldita bruja!— los latigazos que Jane efectuaba, caían sobre la piel sensible de Adalie, quien lloraba desgarradoramente por el dolor que su propia madre le imponía —¡No quiero que te vuelvas a acercar a los gemelos nunca!— gritó con rabia, alzando el látigo para volver a azotar a su hija.

Pero antes de que pudiera descargar otro golpe, Esmond intervino. Con decisión, se interpuso entre su progenitora y su hermana, recibiendo el golpe destinado a la niña. El látigo se estrelló contra su piel, dejando una marca roja en su espalda, pero Esmond mantuvo su posición, desafiando a su madre con la mirada.

La habitación quedó en silencio por un momento, solo interrumpido por los sollozos de la pequeña y la respiración agitada de Esmond. Jane vaciló, sorprendida por la audacia de su hijo, pero luego su rostro se contorsionó de ira.

—Esmond...¡¿Cómo te atreves a defender a esta abominación de Satánas?!— exclamó, avanzando  hacia él, lista para emitir otro golpe.

No obstante, el joven de diecisiete años no se movió de su lugar.

Lily, la segunda hermana, presenciaba la escena sin mostrar alguna expresión en su rostro, abrazando a sus hermanos menores, quienes se aferraban a su vestido como si sus vidas dependieran de ello.

—No te atrevas a volver a ponerle una mano encima a Adalie, madre— el tono en la voz de Esmond se tornó amenazador. Sus palabras, cargadas de autoridad y firmeza, resonaron en el aire y penetraron en lo más profundo del ser de la mujer.

—¿Cómo puedes defenderla, Esmond?— Lily intervino con seriedad, cuestionando el actuar de Esmond y abrazando a los gemelos, éstos todavía aferrados a sus andrajosas ropas —Quién sabe lo que les hubiera hecho si no hubiese llegado a tiempo— agregó, frunciendo el ceño con preocupación.

La tensión en el ambiente era palpable, como si el aire mismo se hubiera vuelto denso y pesado por las emociones encontradas. Lily, con su mirada fija en Esmond, esperaba una respuesta que justificara su defensa hacia la niña que había causado tanto daño a su propia familia.

—No digas tonterías Lily, Adalie solo quería ver a sus hermanos— Esmond la miró fríamente, regresando su atención a su madre —padre sabrá de esto cuando regrese— afirmó,  volviéndose hacía Adalie, a quien  envolvió en sus brazos; susurrándole palabras tranquilizadoras mientras ella lloraba.

Tras el acontecimiento, la sacó de aquel lugar con determinación, dispuesto a sanar las heridas que había sufrido. Con delicadeza, la estrechó entre sus brazos y la consoló con suavidad, acariciando su cabeza con ternura.

—Sh, tranquila. Todo estará bien— le susurró con dulzura, procurando aliviar su dolor.

Esmond se acomodó en su vieja cama, manteniendo a Adalie cerca de su pecho, mientras que su llanto parecía no ceder.

Sólo cierra los ojos
El sol está bajando
Estarás bien
Nadie puede hacerte daño ahora
Ven luz de la mañana
Tú y yo estaremos sanos y salvos— La melodía de su canción favorita envolvió su corazón como un abrazo cálido, y ella se sintió segura y protegida por la voz angelical de su hermano —No te atrevas a mirar por tu ventana
Cariño, todo está en llamas
La guerra fuera de nuestra puerta sigue rugiendo
Aférrate a esta canción de cuna
Incluso cuando la música se ha ido, ido— el canto de su hermano lograba  aplacar su llanto —Sólo cierra los ojos...—  incluso en medio del caos y la desesperación, Esmond encontró la manera de traer un poco de paz y consuelo a su hermana.

Adalie jugaba en el patio trasero de la casa, deleitándose con la suavidad del pelaje de Jack, el perro de la familia, el cual se dejaba acariciar con sumisión. Las heridas de la pelirroja habían sanado gracias a los constantes cuidados de su hermano y su padre, quien no ocultó su descontento al enterarse de lo sucedido.

Como era de costumbre, llevaba su capa oscura, ocultando su rostro detrás de la tela desgastada para evitar posibles miradas curiosas.

—Te gusta que te rasquen detrás de las orejas, ¿no es así?— cuestionó Adalie con una sonrisa en los labios al darse cuenta de que Jack disfrutaba de las caricias en esa zona.

El canino agitó su cola con entusiasmo, demostrando su felicidad. Sin embargo, algo en el bosque llamó su atención de repente, y se dirigió hacia allí ladrando sin cesar, ignorando los llamados de la niñ que lo miraba con preocupación, temiendo que algo le sucediera allí.

Adalie era plenamente consciente de que estaba estrictamente prohibido salir de su hogar, y que podría recibir un castigo severo si llegaban a descubrirla, pero la preocupación por su amigo de cuatro patas la impulsó a romper las reglas impuestas y, sin siquiera darse cuenta, sus pequeños pies comenzaron a llevarla hacia la zona forestal que se extendía detrás de su casa, densa y misteriosa.

Para su fortuna, se encontraba sola en casa y sabía que su familia tardaría en regresar. Eso le brindaba suficiente tiempo para encontrar a Jack y regresar antes de que llegaran. No obstante, a medida que se adentraba en los frondosos árboles, Adalie comenzó a sentirse cada vez más pequeña e indefensa, recordando las leyendas que había oído sobre ese lugar y sintiendo un leve temor recorrer su cuerpo.

—¡Jack!— su voz infantil resonó por la zona al llamar a su amigo, pero no hubo señal alguna de su mascota, lo que aumentó su preocupación y su temor.

Avanzó más profundo en el bosque, tratando de seguir el rastro de su perro. El aire estaba cargado de un silencio inquietante, y el crujido de las hojas secas bajo sus pies era lo único que rompía la quietud del lugar. La niña se aferraba con fuerza a su capa mientras caminaba, tratando de ignorar los escalofríos que le recorrían la espalda.

Al no encontrar a Jack, su preocupación aumentó y su voz se volvió más insistente al llamar su nombre. Pero el eco de su voz era lo único que le respondía, y el bosque parecía devorar cada palabra que salía de su boca.

Finalmente, se detuvo, sintiendo que la desesperación comenzaba a apoderarse de ella. Miró a su alrededor, tratando de encontrar alguna pista que pudiera llevarla a su perro, no obstante, todo lo que veía era un mar de árboles y sombras que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

De repente, un crujido proveniente detrás de uno de los árboles la sobresaltó, albergando la esperanza de que se tratara de su perro. Avanzó hacia el lugar con cautela, temiendo lo que pudiera encontrar. El sonido se hacía cada vez más fuerte y, al asomar la cabeza, un grito se escapó de su boca al ver a un sujeto de cabellos plateados.

La presencia de aquel hombre desconocido la llenó de miedo, y su corazón latía con fuerza mientras se alejaba de él, retrocediendo lentamente. No obstante, la figura se acercó a ella, y Adalie pudo ver que
se trataba de un hombre joven de aspecto amable que la observaba con curiosidad.

La niña se sorprendió al ver que  sostenía a Jack en sus brazos, quien estaba ileso y se mostraba feliz de verla.

—Oh, veo que este es tu perro, ¿no es así?— preguntó con curiosidad. Adalie asintió lentamente, acomodando su capa para evitar que él pudiera ver su apariencia.

Se sentía incómoda al estár en presencia de un extraño, y su instinto le decía que debía regresar a casa lo antes posible.

—Este amiguito corrió hacia mí al verme, procura que no se te escape la próxima vez. Es un buen chico— sonrió mientras acariciaba a Jack, que se mostraba feliz en sus brazos. Luego, con cuidado, dejó al canino en el suelo para que pudiera reunirse con Adalie.

Pero la emoción del perro fue tanta que se abalanzó sobre ella, haciéndola caer al suelo y provocando que su capucha se deslizara, dejando al descubierto su rostro y su cabello.

La pequeña sintió un escalofrío recorrer su cuerpo cuando el pánico la invadió de inmediato. Su respiración se agitó, convirtiéndose en un siseo incontrolable que parecía anunciar su fin. Su mente se llenó de terribles posibilidades, imaginando que él no dudaría en delatarla con los demás para así acabar con su vida.

—¡Lucifer!— una voz resonó en los alrededores, perteneciente a un hombre de cabellos azabaches y ojos rojos que se acercaba con rapidez —Menos mal que te encuentro. Será mejor que nos vayamos y...—  Beelzebub calló repentinamente al avistar a la niña.

Lucifer permaneció en silencio, inclinándose para estár a la altura de la pequeña Adalie. Ésta, sintiéndose vulnerable, retrocedió aún en el suelo, cerrando los ojos y preparándose para lo peor. Para su sorpresa,un cálido contacto sobre su cabeza la obligó a abrir los ojos por la confusión. Ante ella se encontraba Lucifer, sonriente y radiante como el sol.

—¿No te has lastimado?— preguntó él con una voz dulce y amable —será mejor que regreses a casa. No debes estár sola en un lugar como este—

—¿N... no va a... quemarme en la hoguera?— se atrevió a preguntar la pequeña, haciendo que Lucifer y Beelzebub se sobresaltaran ante la inocencia de su cuestionamiento.

—¿Quemarte en una hoguera? ¡Nunca!— rió Lucifer, tratando de disipar la tensión que se había generado en el ambiente —no te preocupes, pequeña. Anda, será mejor que regreses a casa ¿de acuerdo?—

Adalie asintió aún pasmada, incapaz de articular palabra. Con un cuidadoso movimiento, se puso de pie, sintiendo como la calidez que emanaba de la sonrisa de Lucifer la envolvía como un manto protector. La pequeña se alejó poco a poco, colocándose su capucha y regresando su mirada a aquel sujeto que se había mostrado tan amable con ella.

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