18
El opresivo aroma a tabaco y cerveza inundaba el aire, envolviendo a Adalie en una nube de malestar. Sus ojos se movieron inquietos, captando las serias miradas de la pareja propietaria de aquel sombrío rincón, sin pronunciar una sola palabra. A su vez, las mujeres que ejercían como empleadas en aquel establecimiento la observaban furtivamente, como si escudriñaran su alma.
Adalie sintió un nudo en la garganta y tragó saliva con dificultad, mientras un peso aplastante se asentaba en su pecho. El miedo, un miedo abrumador, se apoderó de ella al darse cuenta de que estaba atrapada en aquel lugar y desconocía por completo qué le depararía el destino a partir de ahora. Luchó por contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse, mientras era empujada sin piedad por uno de los sujetos que la había arrastrado a aquel turbio entorno.
—¡Eh, viejo!— exclamó el hombre con una voz áspera que envió escalofríos por la espalda de Adalie—Traigo algo que podría interesarte. Una joven muchacha proveniente de un pueblo al sur. Es lo suficientemente joven como para ser útil aquí— rió, dejando caer bruscamente su mano sobre la cabeza de Adalie.
El corazón de la mujer se aceleró ante la despiadada mirada del hombre y el tono siniestro de sus palabras.
Y el contacto áspero de su mano en su cabeza le recordaba su vulnerabilidad en aquel lugar.
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Incansables, recorrieron las orillas del río en busca de pistas, entablando conversaciones con las almas recién llegadas en un esfuerzo por encontrar algún indicio de Adalie. Sin embargo, ninguna de las personas que encontraron poseía las características distintivas de su amiga. Esto le brindó cierto grado de alivio a Beelzebub, pero la determinación de asegurarse de que Adalie no se encontraba entre los fallecidos le impedía descansar.
No se detendría hasta obtener la certeza absoluta de su estado.
—Las únicas personas pelirrojas que he encontrado son hombres— informó Hades, tras reunirse nuevamente con el señor de las moscas —Adalie no se encuentra en el Aqueronte— aseguró, para encontrar algo de consuelo.
—¿Y qué tal si Caronte ya se la llevó?— musitó Beelzebub, frunciendo el ceño.
Observando en la lejanía la llegada del barquero, cuya monótona rutina de eones consistía en transportar incesantemente almas humanas.
—¿Quieres echar un vistazo en los prados Asfódelos y los campos Elíseos?— ofreció Hades, captando la intención de Beelzebub. La mirada del azabache fue suficiente para revelar su respuesta —Muy bien, vamos. No te dejaré ir solo. Parte de mi cometido es mantener el orden en este lugar y, sin duda, el caos se desataría si te vieran llegar solo— añadió Hades mientras se alejaba con las manos en los bolsillos de su gabardina.
Allí, los prados se extiendían ante sus ojos como un vasto mar de vegetación pálida y marchita. La tierra, cubierta por una fina capa de hierba seca y marchita, era de un tono grisáceo, como si hubiera perdido su vitalidad y color con el paso del tiempo.
El paisaje era tranquilo y silencioso, solo interrumpido ocasionalmente por una suave brisa que hacía que las hierbas danzaran con delicadeza. No habaía aves cantando o mariposas revoloteando en el aire.
La luz se filtraba entre las nubes grises, tenue y difusa, creando una atmósfera apagada y lúgubre. No había sombras nítidas ni contrastes marcados, todo está envuelto en una especie de penumbra perpetua.
En un instante fugaz, Hades detuvo sus pasos repentinamente. Y antes de que Beelzebub pudiera articular palabra alguna, el peliplata alzó su dedo índice con una solemnidad inquietante, apuntando hacia la lejanía. Allí, de espaldas a ellos, emergía una silueta femenina, envuelta en un halo misterioso. Sus cabellos, como llamas encendidas, caían en rizos sobre sus hombros, mientras su figura recordaba a cada detalle la presencia de Adalie.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Beelzebub, sacudiendo su ser con una certeza estremecedora.
No podía ser verdad.
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La lluvia caía con furia incesante afuera, como si el cielo mismo llorara en consonancia con los tormentos que asolaban el corazón de ella. Enclaustrada junto a la ventana, sus ojos se perdían en el diluvio mientras lágrimas sigilosas surcaban sus mejillas, tejiendo un río de melancolía que emulaba las penas que la embargaban. Los recuerdos se agolpaban en su mente, como fantasmas implacables que se negaban a abandonarla.
Aquellos seres desalmados habían arrasado con lo poco que tenía, convirtiéndola en una persona sometida, prisionera de las fauces de esa taberna miserable. En esos oscuros instantes, Adalie suplicaba en silencio que Beelzebub la estuviera buscando, anhelando una salvación que parecía tan lejana como los sueños tejidos en las estrellas.
De repente, una voz femenina, una compañera que parecía mayor por tres años, rompió el sepulcral silencio que reinaba en la habitación compartida.
—¿Esperas a tu príncipe azul?— musitó con una mezcla de sarcasmo y curiosidad, como si las esperanzas y anhelos de Adalie fueran una ilusión infantil que mereciera ser burlada.
Adalie volteó a verla en silencio, limpiando sus lágrimas. Sintió las miradas de las cinco mujeres restantes que dormían en esa habitación, observándola con atención, esperando una respuesta.
Un velo de silencio cubrió los labios de Adalie, decidida a no dejar escapar ni una palabra que pudiera revelar la existencia de su amigo.
—Ah, escucha, al menos come algo de lo que te hemos traído. Aquí no permitimos que la comida sea desechada— expresó con un dejo de molestia, mientras cruzaba sus brazos con firmeza.
—No le dirijas tantas palabras, Ericka, o podría maldecirte— se burló otra mujer, cuya apariencia denotaba mayor edad que las demás.
El ceño de Adalie se contrajo, como respuesta a las palabras de desprecio de la mujer que se empeñaba en atormentarla.
Ericka suspiró finalmente, acercándose a ella con una expresión mucho más suave en su rostro.
—Escucha, no es tan malo estár aquí. Dispones de alimento, un techo... y compañía— comenzó a decir —desconozco tu pasado, quiénes dejaste atrás, si tenías un esposo, hijos, o si provenías de una familia numerosa... pero eso ya es historia, y debes aprender a soltar el pasado rápidamente— El rostro de la mujer de cabello azabache y ojos verdosos adquirió una seriedad que solo logró fruncir aún más el ceño de Adalie.
¿Qué diablos estaba insinuando?
Soltar lo único que poseía... Lo único que siempre había tenido eran Beelzebub, su hermano, y Lucifer. Ellos eran lo más valioso en su existencia, y dos de ellos ya no estaban. Ahora, la única persona que le quedaba, la única persona que verdaderamente importaba, era Beelzebub, y ni siquiera sabía si él la consideraba muerta en esos momentos. Existía la esperanza de que eso no fuese así, y mientras esa llama de esperanza continuara ardiendo, no se permitiría renunciar ni aceptar tal desenlace.
—Déjala, Ericka. Es solo una joven atrapada en una fantasía... Pronto deberá enfrentarse a la cruda realidad— dijo otra mujer al acercarse, apartando a su amiga de Adalie, quien volvió a dirigir su mirada hacia la ventana.
Entrelazó sus manos con fuerza, suplicando en silencio que Beelzebub la estuviera buscando, aferrándose a la idea de que este la encontraría.
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—¿A dónde te diriges?— inquirió Hades, sus ojos penetrantes siguiendo los pasos de su compañero, mientras se dirigía con determinación fuera del palacio.
Con su corazón aliviado, como si un soplo de viento fresco hubiera acariciado su alma, Beelzebub agradeció en silencio el hecho de que la figura femenina que había avistado en los prados Asfódelos no se tratara de Adalie. Y después de exhaustivas búsquedas en los Campos Elíseos, donde cada sombra parecía esconderse de sus ojos afligidos, supo en lo más profundo de su ser, que ella aún respiraba, en algún rincón desconocido pero tangiblemente real.
—A buscar a Adalie, ella aún sigue ahí afuera— respondió fríamente, girando hacia él con una mirada profunda.
—Pero ¿cómo planeas encontrarla? No hay nada que te guíe hacia ella— Hades se aproximó, con las manos resguardadas en los bolsillos de su gabardina.
Beelzebub guardó un silencio taciturno, otorgando validez a las palabras de Hades. No poseía ningún conocimiento sobre ella, ni huellas que seguir, absolutamente nada. Sin embargo, estaba decidido a intentarlo, incluso si eso significaba recorrer toda la extensión de Inglaterra en su búsqueda.
Hades suspiró con una mezcla de resignación y comprensión, dibujando una sonrisa en sus labios.
—Creo que tengo una idea de como ayudarte— expresó.
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Barrió en sigilo el suelo del corredor, observando furtivamente cómo un hombre pasaba entre risas con una de sus compañeras. Un nudo se formó en su garganta mientras tragaba saliva, consciente de la dirección hacia la que se dirigían. En ese momento, se sintió inmensamente aliviada de que por el momento solo la consideraran una simple limpiadora.
Porque, según las palabras de la dueña de aquella taberna, su apariencia no era adecuada para desempeñar otras funciones.
—Te veo muy pensativa— la voz de Susan, una de las chicas que trabajaba allí, la sobresaltó —Disculpa si te asusté— se disculpó tímidamente.
Adalie negó con la cabeza en silencio y continuó barriendo sin pronunciar una sola palabra, con su mirada perdida en la lejanía, como si buscara respuestas en el vacío.
—¿Y bien? ¿De dónde vienes? Si me permites saberlo— preguntó con curiosidad, mientras sus ojos oscuros brillaban con una chispa emocionada.
Adalie frunció el ceño, sintiéndose nerviosa.
—Bueno... yo... eso no es relevante— murmuró, desviando la mirada hacia abajo.
Y de repente, Susan tomó una de las manos de Adalie, exaltándola. La mujer la observó con curiosidad, como si buscara encontrar algo en ella.
—No estás casada, ¿verdad?— cuestionó, desconcertando a la pelirroja, quien se alejó ligeramente de ella.
—No, no lo estoy— respondió, dirigiendo la mirada en otra dirección, tratando de concentrarse en su trabajo.
—Entonces, ¿a quién esperas con tanta prisa?— la pregunta de Susan obligó a Adalie a girarse hacia ella, sorprendida por la indagación.
—Las que estamos aquí no tenemos a nadie que nos espere en casa, por eso desde que llegamos, hemos aprendido a aceptar la realidad. Pero tú... siempre estás en espera de alguien, ansiosa... ¿quién es? ¿Tu familia?, ¿un amigo tal vez? ¿O algún pretendiente o amante secreto?— Susan inclinó la cabeza, esperando ansiosamente una respuesta.
Adalie tragó saliva, sintiendo cómo su pulso se aceleraba, mientras se aferraba con fuerza al desgastado mango de la vieja escoba.
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