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Adalie escuchaba atentamente las palabras de Beelzebub mientras sus ojos se perdían en las páginas amarillentas de aquel antiguo libro que él sostenía entre sus manos. La historia que se desplegaba ante ella era como un hechizo que la transportaba a un mundo lejano y desconocido. La pelirroja se esforzaba por descifrar los enigmas que se ocultaban tras las palabras, mientras sus dedos acariciaban las hojas ajadas del libro como si trataran de extraer algún conocimiento secreto de ellas.

Anterior a eso, Adalie había explorado los estantes polvorientos de Beelzebub con una curiosidad insaciable. Sus ojos curiosos se posaban en los densos volúmenes científicos que desconocía, intentando descifrar los títulos que le resultaban incomprensibles.

Fue entonces cuando, como si el destino quisiera recompensar su perseverancia, encontró un libro oculto detrás de los demás. Con un gesto de confusión, lo tomó entre sus manos y lo examinó con atención.

Y al instante supo que se trataba de algo especial.

Incapaz de leerlo por sí misma, pidió a Beelzebub que fuera su guía. Y así, cada domingo, el azabache  le relataba un pedazo de la historia a la pelirroja, cuya imaginación se desbordaba ante las imágenes que Beelzebub pintaba con su voz.

Cuando el de cabellos oscuros terminó de leer el último pasaje del libro, un silencio profundo se instaló en el laboratorio. El antiguo volumen se cerró con un resonar suave, como si la historia  que se escondía entre sus páginas fuera demasiado sagrada para ser violentada.

El azabache echó una mirada lateral a su compañera, que lucía absorta en sus pensamientos. Adalie parecía haberse sumido en una reflexión profunda, con el ceño fruncido y la mirada perdida en la nada.

—Desearía poder contemplar los paisajes que se narran en la historia— confesó con tristeza, dejando escapar un suspiro profundo y denso —En mis veinte años de existencia, todo lo que he visto son las cuatro paredes de mi hogar y parte del bosque— murmuró con una mezcla de desilusión y anhelo en su voz. La idea de una vida llena de descubrimientos parecía tan lejana y efímera como el humo de una fogata en un día de viento —¿a tí no te hace ilusión, Beelzebub?— preguntó.

El semblante del aludido se contrajo en una mueca de confusión. Era la primera vez que Adalie se dirigía a él informalmente. Con un suspiro, se levantó de su asiento y encogió los hombros de manera indiferente, como si quisiera desvanecer la tensión que se había formado entre ellos.

—No— respondió con simpleza, mientras volvía la mirada hacia Adalie por encima de su hombro —estoy sumamente conforme aquí— sonrió con ironía, arrojándole  una pera que ella atrapó con manos temblorosas —come algo, ¿bien?— ordenó, para posteriormente dirigirse a los libreros y guardar el libro.

—Beelzebub...— la voz de ella sonaba aterciopelada y llena de emoción, como si pronunciar ese nombre fuera un acto de devoción. Él se giró hacia ella, desconcertado por la falta de formalidad en su trato, solo para encontrar sus ojos cargados de lágrimas —Gracias, por todo—

—Cuídate, Esmond— le dedicó una última sonrisa a su hermano mayor, mientras éste se preparaba para partir.

El rubio correspondió con una sonrisa, acariciando suavemente la cabeza de Adalie.

—¿Crees que sobrevivirás?—preguntó él con preocupación, tosiendo ligeramente después de hablar.

—He sobrevivido veinte años, ¿no crees que puedo con un poco más?—
Adalie se permitió una broma para aliviar la tensión en el aire —Solo prométeme que volverás siempre que puedas, ¿de acuerdo?— pidió, colocando su mano en el hombro de su hermano, quien tosió con más fuerza esta vez.

—Siempre lo hago ¿no es así? —respondió Esmond con una sonrisa, con su tos en aumento.

Aquello preocupó a Adalie, quien había estado escuchando a su hermano toser de esa manera desde hacía varios días.

—¿Estás bien?— preguntó la pelirroja, retrocediendo un poco mientras se preparaba para ir a buscar agua para el hombre. La tos de Esmond se intensificaba rápidamente, al punto de que se vió obligado a apoyarse en la pared para no caer —Esmond…— llamó una vez más, con un tono de voz que reflejaba su preocupación.

—E...estoy bien, solo es un resfriado — aseguró, tratando de tranquilizarla, mientras inhalaba y exhalaba con dificultad. Se levantó, dispuesto a marcharse, pero antes de que pudiera dar un solo paso, todo comenzó a girar a su alrededor. Y de pronto, todo se tornó negro.

—¡Esmond!—

Las lágrimas parecían no tener fin, desbordándose por los ojos de Adalie mientras se preguntaba por qué las cosas habían terminado de esa manera. El sonido de los sollozos desconsolados de su madre y las palabras de consuelo de su padre se mezclaban con las condolencias del médico que les acompañaba.

¿Por qué Esmond?

¿Por qué tenía que ser él quien partiera de este mundo?

Durante tres largos días, su hermano había estado sumido en una constante agonía, sin que el médico pudiera dar una explicación clara que fuese de ayuda. Y, entonces, esa misma mañana, falleció, dejando un vacío irreparable en el corazón de su familia.

Adalie se encontraba sumida en un mar de culpa y dolor por la muerte de su amado hermano. La joven había sido testigo de la paulatina decadencia de el mayor en los días previos a su partida, sin embargo, él siempre le aseguraba que estaba bien, aunque su apariencia física indicaba lo contrario.

La tristeza se arremolinaba en su interior, haciéndola sentir como si un agujero negro se hubiese apoderado de su corazón. Se reprochaba a sí misma por no haber insistido en que su hermano buscara ayuda médica, por no haber luchado con más fuerza para salvar su vida.

La culpa la invadía como una marea que amenazaba con arrastrarla hacia el abismo. Sentía el peso de su responsabilidad como una losa, aplastándola con cada pensamiento y recordatorio de su fracaso.

La sombra de la muerte parecía perseguirla a donde quiera que fuese. Cada persona que amaba, de alguna manera, siempre terminaba despidiéndose de este mundo. La joven se aferraba a cada recuerdo de aquellos seres queridos que ya habían partido, pero su corazón dolía al pensar que nunca más volvería a verlos.

Lucifer

Su hermano.

¿Quién sería el siguiente?

Apenas el médico abandonó la casa, los pasos rápidos de la madre de Adalie resonaron en el pasillo, forzándola a levantarse del suelo. La puerta se abrió con un estruendo, y la mujer irrumpió en la habitación sosteniendo con fuerza un fierro de la estufa. Los gritos desesperados de su esposo no lograron detenerla en su frenética carrera hacia su hija.

—¡Es tú maldita culpa!—


—Lamento la tardanza, sufrí un retraso— anunció Beelzebub con  calma, mientras se presentaba en el lugar de siempre, portando bajo el brazo el libro que leía para Adalie.

La pelirroja asintió con parsimonia, oculta en su totalidad bajo su capa, dejando únicamente asomar su nariz. A Beelzebub le resultó extraño aquel gesto, pero prefirió no indagar en ello y respetar su intimidad.

Tomó asiento junto a ella, deslizando con suavidad su mano sobre la cubierta del libro. Con la mirada fija en las palabras impresas, buscó la página donde la historia había quedado suspendida. Sin embargo, sus ojos no podían evitar desviarse hacia Adalie, que se mantenía en silencio y oculta tras el velo de su capa. Aquello lo alertó, teniendo el presentimiento de que algo no andaba bien con ella.

—Adalie— susurró, pero su llamado quedó en el aire, sin obtener respuesta alguna —Déjame ver tu rostro— pidió y entonces, un efímero vistazo le permitió descubrir una marca, un hematoma que se desvaneció en un instante, pero que lo dejó inquieto.

Adalie vaciló unos instantes, luchando contra sus propios temores y dudas. Finalmente, decidió ceder ante la petición y deslizó suavemente la capucha que cubría su rostro. Sus manos, temblorosas y maltratadas, se aferraron con cuidado a la tela, como si temiera que pudiera desintegrarse entre sus dedos.

A medida que la capucha se deslizaba hacia atrás, se revelaba una piel cubierta por moretones y golpes, como si hubiera sido víctima de una paliza brutal. Adalie intentó ocultar su rostro con una mano, pero era demasiado tarde: su sufrimiento había quedado al descubierto.

El ceño de Beelzebub se frunció al verla en ese estado tan severo. Sus ojos azules, acuosos por las lágrimas, se negaban a mirarlo a la cara, fijos en un punto del suelo. La pelirroja parecía una muñeca de porcelana, frágil y quebradiza, a punto de romperse en mil pedazos.

—¿Quién te hizo esto?— preguntó el azabache, con una frialdad que estremeció a Adalie. Su voz sonaba cortante, como un cuchillo, y sus ojos brillaban con una furia contenida. Era como si estuviera a punto de explotar en mil pedazos, de liberar todo su poderío infernal contra aquel que hubiera osado lastimar a su amiga.

—Mi madre— rompió el silencio con un susurro ahogado —fue ella quien me hizo esto—  sus ojos se llenaron de lágrimas, y sus labios secos y agrietados temblaron por contener el llanto —Mi hermano mayor falleció ayer en la mañana— continuó —de una extraña enfermedad que los médicos no pudieron diagnosticar. Pero mi madre creyó que yo lo había maldito, que yo era la causa de su muerte. Amaba a mi hermano más que a nadie en este mundo, nunca sería capaz de dañarlo. Traté de explicárselo, de hacerle entender que no había sido mi culpa, que yo no tenía nada que ver con la enfermedad de Esmond. Pero no me creyó. Incluso amenazó con llevarme ante la iglesia y someterme a un juicio por brujería—

Adalie calló por un momento, incapaz de seguir hablando. La tristeza y la impotencia se reflejaban en su rostro, y su cuerpo temblaba con cada sollozo.

—Mi padre no intervino en la decisión— confesó —mis hermanos me miran con desprecio, como si yo fuera la causante de todas nuestras desgracias...y tal vez lo soy—

Beelzebub permaneció en silencio, su mirada perdida en la distancia, incapaz de encontrar las palabras adecuadas para expresarse.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?—inquirió finalmente, rompiendo el silencio sepulcral que se había instalado entre ellos —esos hematomas parecen haber sido suficientes para dejarte en cama durante días—

Adalie le devolvió una mirada melancólica, llena de dolor y tristeza.

—Créeme, he soportado el dolor para poder escapar de esa casa. Estár aquí, en este bosque, junto a tí... es el único momento en el que puedo sentirme verdaderamente feliz—

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