Capítulo sexto
VI
Esa noche Anna se marchó a su habitación con las piernas temblorosas y una extraña sensación naciendo en su interior. Lo que acababa de hacer con el Padre Jungkook no dejaba de repetirse una y otra vez en su cabeza, aunque ya no quedaba ninguna otra evidencia aparte de su cabello a la vista y la humedad entre sus piernas.
Cuando estuvo en su nueva habitación, se quitó la ropa, limpió lo que debía limpiar de sus propios fluidos y se puso el camisón que utilizaba de pijama, se arrodilló al costado de la cama para rezar al igual que cada noche y terminó por meterse dentro de las mantas. Mantuvo los ojos abiertos hasta ya muy entrada la noche, tanto que su vista se había acostumbrado a la oscuridad y se había dedicado a observar los patrones de los tablones de madera que había en el cielo. Cada curvatura le recordaba cómo su espalda de arqueaba mientras se tocaba a sí misma y con cada nudo volvía a escuchar su propia voz gimiendo en voz alta.
¿Por qué no había descubierto eso antes? No tenía idea de que lo que tenía entremedio de las piernas sirviera para algo más que orinar y el Padre Jungkook le había enseñado lo contrario.
Ese placentero cosquilleo volvió cuando recordó lo último que él le había mostrado. El bulto en el sector de su vientre bajo queriendo alzarse por encima del hábito, caliente y duro. Se preguntó qué era y cómo se podía relacionar con lo que se había hecho a sí misma y, a la vez, si es que tenía que ver con el hecho de concebir un hijo.
Su mente estaba llena de preguntas y ninguna respuesta, pero no sabía cómo abordar al Padre para saciar su curiosidad sin que este pensara que comenzaba a perder su virtud, porque no lo hacía...
¿O sí?
Soltó un suspiro luego de acurrucarse una vez más entre las mantas de lana, dándose cuenta de que, por primera vez en su vida, se le hacía imposible conciliar el sueño. Estaba agotada, sobre todo luego de lo intensa que había sido su primera lección, pero no lograba mantener los ojos cerrados sin sentir que estaba volviéndose loca. Su cabeza no paraba de pensar y sus recuerdos no dejaban de evocar al Padre Jungkook hablando con la respiración agitada, casi tanto como la suya.
Antes de darse cuenta ya se había puesto de pie y se encontraba frente a la habitación del párroco. Sin embargo, dudó al momento de llamar, pues probablemente ya estaba dormido y Anna simplemente se volvería una molestia.
Tampoco tenía claro por qué se encontraba allí.
Pero no fue necesario que golpeara la puerta porque esta fue abierta por el dueño de la habitación. Anna se sobresaltó y retrocedió un par de pasos al encontrarse inesperadamente con aquellos ojos profundos que la observaban atentamente, como si pudiera leerle los pensamientos. Vestía un pijama que consistía en un pantalón y una camiseta que alguna vez fueron blancos. No se veía somnoliento, ni siquiera parecía haber estado recostado en la cama.
—¿Qué haces aquí, Anna? —Inquirió.
La muchacha tragó saliva, pensando en que a ella también le hubiese gustado saber esa respuesta. Sus ojos vagaron por el rostro del párroco, recordándole una vez más lo guapo que se le hacía y lo tan nerviosa que le hacía ponerse simplemente por el hecho de tenerlo enfrente. Aguantó la respiración un instante cuando se dio cuenta de que esta se había vuelto pesada, evidenciando su propia desesperación.
—Padre, yo..., no puedo dormir.
Su expresión no cambió, sin embargo, los ojos oscuros y redondos le recorrieron el rostro con lentitud y luego descendieron hacia su cuerpo, notando por primera vez el camisón que la muchacha utilizaba como pijama. La tela le cubría completamente el cuerpo, desde el cuello hacia los tobillos, incluyendo las muñecas, pero igualmente se podía apreciar la forma de su cuerpo delineándose sutilmente en la holgada prenda.
Anna no era una muchacha menuda, pero tampoco era demasiado alta. Se había desarrollado un poco después que el resto de las chicas del pueblo, lo que la hizo lucir como una niña durante más tiempo, aunque su cuerpo terminó por obtener aquellas curvas femeninas que tanto caracterizaban a una mujer. Al inicio no entendió qué era lo que la hacía verse tan diferente del resto de las chicas que asistían a misa y luego, junto con la menarquia, se enteró de aquella especie de secreto que compartían todas las mujeres, eso que su madre le había enseñado que debía esconder a toda costa y que había hecho que se desarrollara.
Aquello era lo que el Padre Jungkook estaba observando en ese momento, Anna lo sabía, haciéndole sentir pudor mezclado con algo que no supo descifrar. Se suponía que no debía mostrarse en público con ese tipo de ropa, ni con ninguna que enseñara más de lo que se debía. Sus codos no debían ser vistos en ninguna circunstancia, al igual que sus tobillos y su cuello, por no mencionar que su cabello siempre debía estar cubierto con un pañuelo o algo que impidiera su vista directa. En ese momento, vistiendo únicamente un pijama que alguna vez había sido de su madre, que le cubría todo lo necesario, pero que dejaba entrever la forma natural de sus pechos, aquellos de los que su madre le había dicho que debía estar avergonzada para seguir siendo una mujer de bien y libre de pecado, sintió que ese pudor simplemente se debía a que jamás había sido observada de esa manera por un hombre. Pero no le parecía desagradable en absoluto.
¿Eso la convertía en una pecadora?
—Ven.
Una mano fría fue puesta sobre su nuca, pero ni siquiera tuvo tiempo de estremecerse porque su cuerpo fue guiado a través de la oscuridad del pasillo en dirección a la parroquia. Miró con alivio el confesionario, creyendo que nuevamente sería llevada allí, sin embargo, lo que la esperaba era totalmente diferente. El Padre Jungkook la situó frente al altar y ejerció fuerza sobre su nuca para obligarla a arrodillarse.
Anna levantó la vista desde su posición hacia el hombre que yacía de pie a su lado, pero él negó con la cabeza.
—No me mires a mí, Anna —pronunció con una voz que le hizo palpitar hasta lo más profundo de su ser—, míralo a Él.
La chica tragó saliva y desvió la mirada hacia donde le había indicado. Frente a ella, justo detrás del altar, se encontraba la imagen de Cristo en la cruz, aquella figura que a Anna siempre le había dado tanto miedo observar más de la cuenta. Desde su posición podía apreciar con detalle la corona de espinas clavándose en su cabeza y las gotas de sangre cayendo a los lados de su rostro y por sus manos y pies, donde los clavos habían sido enterrados, pero aquello no era nada comparado a su expresión agónica, mostrando un dolor que difícilmente podría ser descrito con simples palabras.
Cerró los ojos un instante, sintiéndose incapaz de seguir viéndolo. Se le revolvía el estómago, podía sentir el sufrimiento en su propio cuerpo.
No podía.
Soltó un quejido de dolor y su cabeza fue sacudida levemente. La misma mano que la había llevado hasta allí la había jalado del cabello para obligarla a mantener la vista en alto, por lo que sus ojos nuevamente volvieron a encontrarse con Él.
—¡Míralo, Anna! —Repitió entre dientes—. Míralo y dile que eres una pecadora.
La imagen de Cristo se volvió borrosa al llenarse sus ojos de lágrimas y su cuerpo tembló. No entendía por qué estaba haciéndole eso si momentos atrás la había incitado a pecar.
—No... —Susurró con la voz temblándole.
—Díselo —insistió—. Dile que has pecado y que quieres volver a hacerlo porque te ha encantado. Dile que quieres sentir la lujuria con un hombre que no es tu esposo.
—No, Padre...
Su cabello fue soltado con brusquedad y su cuerpo casi se desplomó sobre la baldosa de piedra. Cuando logró estabilizarse, el Padre ya se encontraba frente a ella, mirándola con severidad desde la altura que le proporcionaban los escalones que iniciaban el sector del presbiterio. La oscuridad los rodeaba, pero aún así podía distinguir su expresión que cada vez parecía ponerse peor.
Anna sintió temblar cada una de sus extremidades. Su cabeza no dejaba de pensar en que debió haberse quedado en la habitación, que debió haber aguantado aquella sensación que tenía en el pecho, que nada de eso habría sucedido si no se hubiese dejado llevar por el pecado.
—¿Qué quieres, Anna?
A ella también le hubiese gustado saber eso, saber por qué había acudido a él cuando no había podido conciliar el sueño en vez simplemente resignarse y dormirse cuando su cuerpo ya no soportara el cansancio.
—No lo sé, Padre...
Aunque quizás sí sabía la razón, pero le daba miedo admitirlo, pues ni siquiera se atrevía a pensarlo.
El párroco ladeó la cabeza, dejando entrever nuevamente la imagen de Cristo alzándose a su espalda. Anna jamás había visto que alguien se atreviera a darle la espalda, menos un religioso.
El Padre estaba cometiendo un acto sacrílego a conciencia y eso la sorprendió hasta dejarla sin aliento.
—Una vez que la inocencia abandona tu ser jamás vuelve —sentenció con severidad— y lo único que puedes hacer es aceptarlo. Ahora dime qué quieres.
Anna tragó saliva con dificultad. Su cuerpo seguía temblando, aunque ya no estaba segura de que se tratara de miedo, o por lo menos no del todo.
¿Acaso había perdido la inocencia? Aquello que su madre le había dicho un montón de veces que debía cuidar como un tesoro. Realmente jamás había entendido a qué se refería, pues la única vez que se atrevió a preguntar ella la había abofeteado y le dijo que había cosas que no podían ser dichas en voz alta.
Sus ojos revolotearon hacia el suelo, llegando a mirar sus manos empuñadas apoyadas contra la baldosa de piedra. Quizás ella siempre había sido una pecadora, gestándolo en su interior a temprana edad, de otra manera no podía comprender cómo había sido que se había entregado tan fácilmente a él.
De un momento a otro había dejado que la curiosidad liderara sus acciones y producto de eso su inocencia se había ido para no volver.
El Padre Jungkook tenía razón, lo único que podía hacer era aceptar que ya no sería la misma mujer.
—Yo... —comenzó lentamente a la vez que subía nuevamente los ojos para encontrarse con los oscuros y profundos del párroco— no quiero esperar a las siguientes lecciones, Padre, quiero volver a sentirme de la misma manera una y otra vez junto a usted.
Él pareció no pestañear, pero Anna creyó ver un atisbo de sonrisa en sus labios.
—Eso es pecado, ¿lo sabes?
—Sí, Padre.
El párroco se movió hasta desaparecer del campo visual de la chica y ella se estremeció cuando de pronto sintió aquella presencia gélida a su espalda. Su mano fría se posó sobre su hombro con suavidad, completamente opuesto a cómo la había tratado momentos atrás.
—Díselo: Soy una pecadora, Señor.
Anna sintió que la boca se le secaba y su corazón se aceleraba. Temía por las consecuencias que se desencadenarán junto a aquella frase y por un momento se preguntó si Dios sería capaz de perdonarla o si ella podría redimirse de alguna manera.
—Soy una pecadora, Señor —dijo finalmente.
Su voz ni siquiera tembló, lo que terminó de sorprenderla, y aquella frase se sintió como quitarse un gran peso de encima, un peso que ni siquiera sabía que llevaba.
La mano del Padre Jungkook bajó por su brazo, recorriendo suavemente su piel en apenas un roce, y luego sintió su aliento cerca de su oído. Se había arrodillado y acercado a su cuerpo sin llegar a tocarlo. Su interior se retorció apenas el aliento le cosquilleó la piel.
—Entonces ya podemos ir a mi habitación —le susurró.
Yo sé que la historia no avanzó nadaaaaa y perdonen, pero llevaba dos meses intentando escribir este capítulo 😭 prometo que el próximo será mejor
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