Capítulo segundo
II
Aquella mañana, Anna había ido nuevamente a la panadería, pues si su padre debía empeñarse en juntar el dinero suficiente para comprar una vaca, lo mínimo que debían hacer era abaratar costos y gastar menos en comer. El pan era un producto barato y llenador, por lo que Olivia había mandado a su hija temprano en la mañana con una moneda de oro a la pequeña casa de Roger, el panadero del pueblo.
No había pasado mucho tiempo desde que la dejaban salir sola de casa, solía salir acompañada de su madre a todas partes, pero desde que la enfermedad de las ratas la había mandado un par de semanas al hospital la mujer no había vuelto a ser la misma. No podía salir muy a menudo porque el frío le provocaba una tos convulsiva que la avergonzaba hasta mortificarla, así que debía mantenerse lo más cerca posible a la hoguera de la casa y Anna aprovechaba aquellos momentos para dejar volar su mente y divagar.
El invierno estaba a punto de llegar, por lo que ese día había amanecido con un cielo grisáceo. Aquellos eran los días favoritos de Anna, que amaba sentir la brisa fresca chocándole con el rostro, deseando que el pañuelo que le escondía el cabello saliera volando y este ondeara libre. Pero su madre jamás le permitiría algo como eso y no podía arriesgarse a que algún vecino chismoso corriera a avisar lo que estaba haciendo la desvergonzada de Anna.
Detectó un movimiento por el rabillo del ojo, cosa que le hizo voltear levemente la cabeza. Nuevamente se encontraba frente a la parroquia y las puertas estaban siendo abiertas por el nuevo sacerdote, que le dedicó una pequeña sonrisa gentil. Sin embargo, esa mañana había una pequeña multitud de muchachitas esperando a que el Padre se apurara a recibirlas en la escuela parroquial.
Prontamente el hombre se vio rodeado de las chicas que se acercaron a él con una sonrisa y la intención de presentarse, así que Anna decidió volver a poner la vista al frente, teniendo una extraña sensación en el pecho, y seguir su camino a la panadería.
—¡Anna! —La voz masculina del Padre Jungkook la hizo detenerse en seco y voltearse lentamente en su dirección—. ¿No vienes a la escuela?
La chica apretó el mango de la canasta que llevaba entre las manos y abrió la boca para responder, pero ni una sola palabra se atrevió a salir de sus labios.
—Anna ha sido educada en casa —intervino otra muchacha, que le miró de reojo con desprecio.
—¡Vaya! —Exclamó él, dejando atrás a la otra chica cuando comenzó a caminar hacia Anna—. Pues entonces tu madre ha hecho un excelente trabajo.
Anna bajó la vista hacia el suelo, avergonzada de que sus mejillas se hubiesen encendido tan fácilmente. ¿Qué le ocurría realmente? ¿Por qué se sentía tan avergonzada del cumplido de un párroco?
—Creo que debería irme —musitó.
—¡Espera! —La detuvo él y se giró en dirección al resto de las muchachas: —. ¡En seguida voy! Pónganse cómodas.
Las chicas respondieron con un asentimiento y comenzaron a ingresar en la parroquia. El Padre las vio entrar una a una y cuando ya no quedó rastro de ninguna, se giró nuevamente hacia Anna, que lo observaba con los ojos muy abiertos.
—Me encantaría que pudieras pasarte algún día por la parroquia.
Ella abrió levemente la boca, pero terminó mordiéndose el labio inferior.
—Voy al confesionario miércoles por medio.
—¡Oh! —Soltó él, en medio de una carcajada avergonzada—. Me refería a conversar. Podrías pasarte para conversar.
Aquello la dejó descolocada, pero no tuvo tiempo para pensar en una respuesta porque el sacerdote ya se había dado media vuelta para volver a la parroquia y le había levantado la mano en señal de despedida:
—¡Espero verte pronto, Anna!
La muchacha se quedó boquiabierta viendo cómo él se alejaba y se perdía al interior de la parroquia. Su corazón saltaba acelerado y ella no entendió realmente cuál era el motivo. Decidió que sería mejor seguir su camino, después de todo, su madre estaba esperándola, contando cada minuto que pasaba hasta que Anna volvía a casa.
Cuando volvió a casa se sorprendió de escuchar la voz de su padre. Ella aún no entraba, pero podía oír claramente la voz masculina a través de las paredes de madera. Una sonrisa se dibujó en su rostro y acercó el oído hacia la puerta, creyendo que seguramente él había vuelto a casa en medio de su jornada laboral para contar alguna actualización del compromiso de su hija. En cambio, lo que escuchó la dejó pálida:
—Encontramos a Edward —habló su padre con voz temblorosa—. Estaba tirado en medio de la hierba y lucía igual que el Padre Paul.
—¿A qué te refieres? —Cuestionó su madre.
—Desnudo y con un gran tajo en el cuello —susurró en respuesta y luego se le quebró la voz—. Olivia, esto no puede ser una coincidencia.
Hubo un momento de silencio en el que Anna únicamente pudo escuchar los sollozos de su padre. Jamás le había visto llorar, por lo que su corazón se encogió de sólo imaginar cómo se sentiría.
—¡Dios nos proteja! —Exclamó su madre.
Nadie había dado grandes detalles acerca de la muerte del Padre Paul, simplemente se dijo que había fallecido, y en aquel momento Anna entendió el por qué: había sido una muerte horrible e incluso su padre se encontraba perturbado por aquello. Era totalmente entendible desde el punto de vista de la chica, pues no todos los días se encontraba un cuerpo en un estado tan espantoso. De sólo imaginarlo a la chica se le revolvió el estómago.
La puerta se abrió de golpe, mostrando a su madre que mantenía el ceño fruncido. Anna tragó saliva e inmediatamente bajó la vista en señal de sumisión. Su madre la había descubierto husmeando, algo que estaba muy mal visto.
—¡Maldita niña! —Murmuró la mujer mientras la jalaba fuertemente del brazo hacia el interior de la vivienda.
—No maldigas en vano, Olivia —el padre de Anna suspiró y se puso de pie.
La mujer la tiró al suelo, justo frente a su padre, y la muchacha vio cómo él se quitaba el cinturón de cuero que utilizaba diariamente. Su corazón comenzó a latir, indicándole que su cuerpo se encontraba preparado para salir corriendo, pero no podía ni debía escaparse si es que no quería un castigo peor. Agachó la cabeza y, al mirar hacia el suelo y ver sus manos, se dio cuenta de que estaba temblando.
—Lo siento, padre —murmuró.
Él no reparó en el lamento de su hija, por lo que de igual manera le golpeó el cuerpo con el trozo de cuero. Aquel era un dolor al que la chica no podía acostumbrarse, a pesar de haber tenido que sentirlo desde que había tenido uso de razón. Cerró los ojos y apretó la mandíbula, intentando apaciguar el ardor que le provocó el azote.
—No debes pedirme perdón a mí, Anna —respondió él, volviendo a colocarse el cinturón—, sino a Dios.
El hombre rodeó el cuerpo de Anna para dirigirse a la puerta de entrada y antes de salir se giró hacia Olivia:
—Volveré al trabajo.
Y las dejó solas a ambas.
Anna escuchó los pasos de su madre acercándose hacia su cuerpo y se sobresaltó cuando ella le pateó suavemente.
—¡¿Qué esperas, Anna?! El suelo no se va a barrer solo.
Ella se puso de pie, con los ojos inundados en lágrimas, y tomó la escoba para realizar la tarea que su madre le había encomendado.
—Ahora más que nunca debes cuidar tus modales —continuó la mujer, que había comenzado a trocear el pan que su hija había llevado—. Estás a punto de casarte, ¿qué dirá tu futuro esposo si te encuentra husmeando de esa manera?
Anna cerró los ojos por un momento, dejando caer las últimas lágrimas. Era cierto, sus padres eran buenos con ella al corregirla de aquella manera, pues realmente no tenía idea de cómo sería Kim Taehyung como esposo.
—La curiosidad es un pecado, Anna, lo sabes. Te lo hemos repetido un montón de veces.
Nuevamente su madre tenía razón. La curiosidad era algo que despertaba los instintos más oscuros del ser humano. La causante de que Adán y Eva probasen del fruto prohibido había sido la egoísta necesidad de saber más, lo que los había conducido a ser expulsados del Edén.
De cierta manera, Anna los entendía, pues ella no lograba conciliar el sueño cuando las dudas la asaltaban por la noche. Sin embargo, hacía tiempo había aceptado que, para ser feliz, debía acallar aquellas preguntas y enterrarlas en el fondo de su psique.
—Lo sé, madre —respondió por lo bajo mientras apoyaba la escoba en la pared—. Agradezco tu bondad.
La mujer la miró satisfecha a la par que asentía con la cabeza.
Anna se sentó frente a ella en la mesa, sabiendo que ya había llegado la hora de comer. El estómago le rugía y hubiese deseado comer algo más que pan, pero su futuro lo ameritaba.
—Querido Dios —comenzó su madre cuando ambas juntaron las manos—, gracias por este alimento que tenemos delante de nosotros. Te agradecemos por la abundancia y por todas las personas que han contribuido a que llegue a nuestra mesa. Bendice este alimento y convierte nuestra gratitud en acciones que beneficien a los demás. Amén.
—Amén —repitió la muchacha y luego estiró la mano para coger un pedazo.
Durante lo que restó del día Anna volvió a pensar en lo que había escuchado decir a su padre. Una sola vez tuvo que enfrentar a la muerte de cerca, hacía años cuando su madre había caído enferma en el pequeño hospital del pueblo, que realmente no era más que la casa del único médico que tenían. Aquellos días la muchacha se había sentado frente a la mesa durante largas horas, abrazando la soledad y sintiéndose culpable por alguna vez desear que si madre la dejara tranquila. Simplemente había hecho lo único que podía hacer: rezar, pues estaba segura de que su fe ciega en el Señor podría ayudar a que sus súplicas fueran escuchadas.
No podía imaginar lo que sentiría la familia de Edward, el compañero de trabajo de su padre, al enterarse que su esposo, hijo o padre no volvería más a casa y que no quedaría más de él aparte del recuerdo vivo de su familia. El corazón de la chica se estrujó al pensar que algo así podría ocurrirles a sus padres, lo que la llevó a sobresaltarse y alarmarse en exceso cuando, ya entrada la noche y pasada la hora de cenar, la puerta había sonado tres veces.
Quizás Anna no entendía que un asesino en serie se pondría a tocar las puertas de sus víctimas, realmente la inocente chiquilla no tenía idea de nada. Sin embargo, la inminente sensación de peligro fue reemplazada por inquietud cuando su padre terminó de abrir la puerta y alcanzó a ver que se trataba del Padre Jungkook.
—¡Padre! —Exclamó Samuel, corriéndose a un lado para dejarle entrar—. ¿A qué debemos el honor?
El párroco entró en silencio, únicamente mostrando una sonrisa de agradecimiento, y se sentó a la mesa. No dijo nada, simplemente dio una mirada de reojo a Olivia y Anna, lo que fue suficiente para que su padre hablara:
—Olivia, Anna, déjennos a solas.
Las mujeres obedecieron inmediatamente, tomando sus cosas y saliendo de la vivienda.
Afuera hacía un poco de frío, así que Anna se abrazó sí misma en un intento de conseguir calor. Por un momento se preguntó si es que, al ya estar casada, su esposo la abrazaría para ayudarla a entrar en calor y aquella imagen provocó que sus mejillas se pusieran rosadas. Imaginar a Kim Taehyung tan cerca suyo le provocaba mariposas en el estómago.
Al cabo de unos minutos, el Padre Jungkook salió de la casa y se despidió de ambas mujeres antes de perderse en la incipiente oscuridad del crepúsculo.
Cuando estuvieron nuevamente los tres, alrededor de la pequeña mesa de madera, Olivia se animó a preguntar, aunque con cierto recelo:
—¿Qué quería el Padre, Samuel?
Él se dio un momento para terminar de masticar y tragar el pan que se había echado a la boca mientras la inquietud de Anna seguía acrecentándose, pues, por alguna razón, creía que la conversación se había tratado sobre ella.
—Anna —pronunció su padre, haciéndola sobresaltar—, a partir de mañana comenzarás a ir a la escuela parroquial.
—¡¿Qué?! —Soltó su madre, con los ojos bien abiertos—. ¡¿Por qué has decidido eso?!
La muchacha parpadeó impresionada cuando escuchó el sonido de la cachetada que su padre le dio a su esposa. Olivia apretó la mandíbula y bajó la vista hacia su plato que descansaba sobre la mesa.
—No te atrevas a cuestionar mis decisiones, Olivia, Anna está a punto de contraer matrimonio con una familia importante y quiero que esté lo mejor preparada posible.
La mujer se mantuvo en silencio, aunque en su mente maldijo al párroco por entrometerse en los asuntos familiares. Sin embargo, inmediatamente se arrepintió y sintió cargo de conciencia.
—El Padre Jungkook sólo busca lo mejor para Anna —finalizó Samuel, volviendo a llevarse un trozo de pan a la boca.
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