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Sacrificio

El momento había llegado.

Caitrin se paró en lo más alto del acantilado, encarando el viento helado y las rugientes olas. En Saowinn, la primera noche del año, el Velo que separaba este mundo del Otro se debilitaba. Eso era lo que su madre solía decir.

Caitrin recordó con pesar sus historias, que solía escuchar junto a su hermana ante las altas piras que se encendían en Saowinn para ahuyentar a los malos espíritus, mientras la gente celebraba.

Habían pasado seis años desde la última vez que había escuchado tales historias. Seis largos y lúgubres años.

Siguiendo las instrucciones de la veedora local, Caitrin se hizo un corte en la palma, estrujó un trozo de cuarzo, y derramó su sangre sobre el acantilado.

Los ancianos del pueblo prohibían el paso a esa parte de la costa, pues se decía que había allí un espíritu antiguo y malicioso que aseguraba conceder deseos. Pero con Saowinn y sus celebraciones, no había nadie allí para detenerla.

La espuma del mar se alzó y comenzó a tornarse negra, distorsionándose hasta adoptar la imagen de un anciano demacrado, con algas muertas brotando de su piel macilenta.

El espíritu del acantilado.

—¿Qué será, pequeña habitante del día? Dilo y te será concedido. —La arrogante voz del espíritu era como el susurro de la brisa marina.

—Una mujer vino aquí hace seis años, en Saowinn, con una niña moribunda, esperando que pudieras sanarla. Ninguna de ellas volvió. Quiero saber qué sucedió.

Los diminutos ojos blancos del espíritu se encogieron dentro de sus órbitas.

—Mi poder es vasto, criatura. En las noches de antaño, me adoraron como un dios. Pero devolver la vida, incluso para los dioses, es harto complicado, y tiene un precio. —El espíritu sonrió maliciosamente—. ¿Qué sucedió? Lo pactado. Resucité a la niña, pero a los muertos no les agrada perder a uno de los suyos. Fue necesario un... intercambio. Aunque, sin su madre, la pequeña sucumbió pronto a la inclemencia de los elementos.

Caitrin se estremeció y estrujó con fuerza el cuarzo.

—La mujer era mi madre. La niña, mi hermana.

El espíritu mostró su ennegrecida dentadura y soltó una seca carcajada de regocijo.

—Oh... ¿Vienes a resucitarlas, entonces?

—No.

Él lo dijo: ahora que sus almas pertenecían al Otro Lado, traerlas de vuelta solo las condenaría. En cambio, Caitrin recitó a todo pulmón la fórmula que la veedora le había enseñado:

—¡Thaeren ignum! ¡Vereneiros rhisseia!

El espíritu soltó un alarido aberrante y su etérea sustancia corrupta empezó a ser absorbida por el cuarzo. Este ardió dolorosamente en la mano de Caitrin, pero no lo soltó, no hasta que el espíritu fuera reducido a débiles volutas de humo negro que desaparecieron dentro del cristal.

Asqueada, lanzó el cuarzo al mar, donde nadie lo encontraría nunca, y se desplomó.

La veedora se lo había advertido. Para sellar a uno de los espíritus de antaño, hacía falta un precio, un sacrificio.

—Al fin... nos reuniremos —musitó Caitrin.

Cuando el amanecer llegó, ya había cruzado el Velo.



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