EPÍLOGO
Me apoyé en la balaustrada de la terraza de la casa, en el que nos hallábamos, justoa pie de playa, y contemplé el atardecer griego en toda su gloria. A pesar del calor, el aire enriquecía el ambiente y el sol, un tono anaranjado lucía el más grande que jamás hubiera visto.
Nuestra luna de miel retrasada un año entero. Andreas temía que viajar embarazada no me sentara bien y creará problemas que no pudiera afrontar, acepté a cambio de que nuestro viaje, más que romántico fuera en familia. Una primera salida de los cuatro y *Vagabundo, el Carlino, que Darío le había regalado a Lucy.
No opuso ningún problema, más arrugar la frente, pensar durante unos segundos y aceptar a regañadientes. Después, con dos niñas pequeñas y un perro tamaño bolsillo, pero muy inquieto, mi marido pensó que la mejor idea era viajar en privado y a nuestras anchas (sin duda, es difícil que un hombre deniegue de sus caprichos), así nos deslizamos hasta Grecia, con el jet privado de la familia Le-Blanc.
Durante el trayecto había pasado verdadero miedo, por suerte, mi hombre, pendiente de todo me dio algo que me dejó Kao hasta llegar a una zona privada del aeropuerto, después, ver la preciosa casa de verano de la familia Divoua, me dejó sin respiración y alucinando.
Tres días después continuaba tan flipada como el primer día.
Desde que Andreas me dijera que había nacido aquí, deseé verlo. Complaciente, mi marido me había llevado a todos los lugares que según él merecían ser visitados y a todos los restaurantes con encanto que preparaban la mejor gastronomía de la zona.
Cogí algunas ideas para traspasarlas al restaurante de Leon, del cual yo me encargaba.No era la jefa, pero sí su socia, según él, no dejaría perder a una cocinera como yo, y, también me parece que algo tuvo que ver su mujer y su necesidad de dedicarle más tiempo a la familia.
No me importaba, adoraba mi trabajo, y Andreas simplemente había dicho qué; sí a mí me hacía feliz, él era feliz.
Mi marido. No era un santo, era temible, pero lo amaba tanto que me daba igual todo. Él me había dado dos hijas; Lucia y Laticia, también amor y una impresionante y sobrecogedora protección que nunca había tenido en mi vida.
Sonreí más de lo normal, e incluso me había quitado miles de manías; el sonambulismo, el insomnio, el grito de guerra cuando me enfadaba, pero, la bañera no había desaparecido, por suerte en casa tenía dos y un jacuzzi en la planta más alta, un lugar escondido y secreto solo para mí y mi marido.
Escuché una melodía en forma de silbido, similar a la banda sonora de Insidious y me giré.
Caminaba como siempre, con decisión, seguro de sí mismo, y tenía que estarlo, esos hombros anchos, la sonrisa ladeada en una boca de los más sensual, una mirada que no presagiaba nada bueno, el pelo y el cuerpo, todo, era increíble por todas partes. Perfección absoluta.
Algunas cosas eran demasiado bellas para ser vistas por simples mortales. Como mirar al sol. Pero ese sol era mío y podía mirar lo que me diese la gana.
– ¿Has tenido que poner esa canción? –pregunté.
Andreas se encogió de hombros. Sin preocupación, sin ningún problema en que nuestras pequeñas necesitaran la melodía de un soneto fantasmal de terror, en vez de la nada de toda la vida.
Me pregunto qué clase de libros nos pedirán que leamos antes de dormir.
– ¿Y qué quieres que le haga? A las dos les gusta dormirse con el terror entrando en sus orejas. ¿Te acuerdas cuando se engancharon a la de Psicosis?
No quería ni recordarlo. Tuve pesadillas dos semanas enteras.
– ¿Crees que son raras?
– ¿Raras? –repitió con cierto aire de cinismo– ¡Coño, cariño! El tercer día que te conocí te metiste en una bañera con ropa. Comenzaste a dar saltitos y gritar como una loca. Te zampas todas las aceitunas como si fueran pipas, y te encanta ver películas de terror para animarte a ti misma. –Sonreí, mi marido cogió mi mano y la besó–. No son raras, son como tú de extravagantes, ya sabes, no les gusta lo común, les gusta lo complicado.
Sí. Lo complicado, como ese sol de ojos grises que ahora mismo tenía delante.
Mi marido se acercó, olió mi cabello y me soltó para sentarse en la esquina del sillón. Me apoyé en la barandilla, cara él y mis ojos no pudieron evitar echar un vistazo al interior.
– ¿Están bien?
–Dormiditas –contestó retirándose el pelo de la cara–. Las he dejado en sus camitas junto a su protector.
El protector era Vagabundo. Iba todo el día detrás de ellas, sobre todo de Lucy, controlaba sus pasos, sus quejas, sus lloros, sus risas, todo, estaba más pendiente de mi hija que yo misma. Dormía con ella, debajo de su maca, a veces, cuando ni Andreas o yo mirábamos, se subía a los pies y se acurrucaba siempre atento a la niña que dormía en la cama. A mí no me importaba, mi marido odiaba esa manía, pero, ¿qué le iba hacer? Vagabundo se había convertido en su guardaespaldas, su hermano mayor, y si alguien trataba de quitarle ese título, le tiraba bocado.
–Ven aquí –dijo estirando el brazo–. Quiero disfrutar de mi mujer un rato, un par de horas antes de que se despierten.
De un tirón, aunque sin mucha fuerza, Andreas me derribó y me tiró a su lado en el sillón de mimbre que había en la terraza, un enorme colchón que se comparaba perfectamente con una cama de matrimonio.
Me acurruqué con facilidad, su cuerpo el mío estaban hechos el uno al otro y encajábamos tan bien que las palabras sobraban, simplemente dos movimientos y nuestros alientos ya estaban en perfecta sintonía.
–Dentro de poco va a ser tu cumpleaños, ¿algo en especial?
Arrastré mi mejilla por su pecho hasta tener los ojos clavados en los suyos. Él me miraba, la intensidad de su gris definió la felicidad de sus labios.
Era guapo, yo lo sabía, todo el mundo lo sabía, pero que él lo tuviera tan claro aún me parecía impresionante.
–No quiero nada especial, solo algo sencillo. Algo tuyo.
–Tengo mucho que ofrecer, ¿qué quieres, sencillo de mí?
Me lamí los labios y acaricié su pecho con los dedos. Su respiración se aceleró y la presión de su mano a mi espalda se acentuó.
–La jaula. Quiero que me regales tu jaula.
Andreas ladeó la cabeza sin comprender.
–Es tuya.
Negué con la cabeza.
–No es realmente mía. Y sabes a que me refiero. Quiero ser la dueña de esa jaula, quiero mandar dentro de ella y quiero amenazarte con ella.
Se le escapó una risa que bien podía parecer nerviosa o simplemente burlona. Iba en serio. No me reí.
– ¿Ah, sí?
–Sí –respondí con suavidad y miré mis dedos tocando la tela de su camiseta, pensando en lo más íntimo en arrancársela–. Deseo tener el poder de la jaula. Deseo tener el poder sobre ti dentro de mi jaula, y atarte a ella con cadenas y castigarte duramente.
El pecho dejó de moverse. Subí la cabeza hacia él y cuando me topé con sus ojos vi que brillaban igual que fragmentos de mar en medio de la penumbra.
– ¿Te he asustado?
Sus labios esbozaron una leve sonrisa.
–Sí –contestó ronco y grave–. Estoy asustachondo.
Solté una carcajada que fue interrumpida por su mismo aspecto animal. Me quedé quieta mirándolo, esperando un ataque. Entonces, para mi sorpresa, Andreas levantó la mano, aquella larga, fuerte y elegante mano hacia mi mejilla y acarició mi piel con los nudillos.
Todo continuaba en silencio.
– ¿Qué dices...? –comencé a decir pero él me cubrió la boca de pronto, ajustándose a mis pensamientos y me besó con locura.
Me dejó sin aliento, perdida ante el beso, como siempre. Cuando él por fin se retiró un segundo cogí una intensa bocanada de aire y de nuevo, me sumergí en su voraz beso.
Sin romper el beso Andreas me levantó hasta sentarme sobre su regazo y trazó un ardiente sendero hasta llegar a mi cuello, lo mordía y luego subió hasta la oreja. Gemí al sentir su aliento caer en tormenta por mi oreja.
–Te lo doy todo, Estela. Mi jaula será tu regalo. Yo solo soy dueño de una cosa en esta vida.
– ¿De qué? –conseguí pronunciar entre jadeos.
–De ti.
Suspiré, dichosa feliz, contenta con su respuesta y completamente de acuerdo porque yo era suya, sí, pero él también era mío.
–Te quiero –murmuré.
–Y yo, cada día más –susurró.
Tiró de mi pelo y volvió atrapar mis labios. La unión fue perfecta. Increíblemente perfecta. El calor de su boca cubriendo la mía. Su sabor mezclado con el mío, el modo en que se amoldó a mí, la forma en que su brazo me rodeó, la manera en que tiraba con delicadeza de mi cabello, la deliciosa melodía de nuestras respiración, y él.
Sencillamente perfecto.
Puede que la vida me diera golpes, desgracias que nunca olvidaría, pero todo eso se había terminado.
Por fin tenía una vida, digna de vivirla. Era feliz y todo gracias a él.
Mi Andreas, el salvaje amor de mi salvaje vida.
FIN.
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