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Capítulo 49

Las siguientes cinco semanas que procedieron se convirtieron en un increíble tostón. Nunca estaba sola, entre Luther, Sienna, Gary, Joe, Darío y Andreas la casa parecía tener una fiesta diferente todos los días, e incluso Leon me visitó, aunque más que una visita, mi jefe parecía estar en otro mundo.

Parecía la niña de cinco años consentida de la familia. Darío se dejaba caer por casa todas las mañanas y las noches, hasta el tercer encontronazo con Andreas, a quien mi hermano había echado varias veces porque yo no dejaba de gritarle, entonces Darío decidió evitar a su amigo hasta que las cosas se calmaran entre nosotros dos y solo venia por las mañanas. Sienna con Joe o Gary, dependiendo del día, me cuidaban a la hora de comer, y Andreas todas las noches. Me pregunté si dejaba el trabajo a medias ya que a veces, se presentaba antes de la hora normal.

No obstante, jamás se lo pregunté, había conseguido el favor de Luther, su admiración, la de Gary e incluso la de Sienna, y todo por lo que hacía. No iba a conseguir también mi favor.

–Te cuida –dijo Sienna, tras darme un discursito muy preparado sobre darle una segunda oportunidad.

–Llenarme la casa de flores, traerme aceitunas, pastelitos de melocotón y cómprame un sillón de masaje no es cuidarme. ¡Me está comprando! –espeté.

–No te olvides de la tele, ni de todo lo que le ha comprado a la ratoncita–se mofó–. Oye, ¿ya tenéis nombre?

– ¿Cómo que tenéis? –indiqué exasperada–. El nombre es cosa mía, mi hija es cosa mía y yo decido.

Aunque debía decidir ya, porque no tenía ni idea de cómo llamarla, una cosa estaba clara, Estela; No. Mi abuela se llamaba Estela, mi madre también, y ambas murieron cuando yo era niña, no era supersticiosa pero esa tradición debía cambiar.

–Vale, bien, lo que tú digas–dijo mi amiga–, pero relájate e intenta dormir en ese precioso sillón de masaje.

Me acomodé mejor en el sillón y le dediqué una fulminante mirada a mi amiga. Después de tirar todas las flores a la basura, guardar en el trastero externo las cosas de mi pequeña, regalar los pastelitos y pedirle a Luther que hiciera algo con los botes de aceitunas, el sillón era lo único de lo que no me podía deshacer.

–No me han dejado devolverlo, y Luther dice que cuesta una pasta llamar a una empresa para que se deshaga de él. ¿Qué quieres que haga?

Se encogió de hombros y me pasó el mando para que me adaptara el masaje a mi gusto.

–Nada, disfrutarlo con mala leche.

–Eso hago –grazné.

Sienna me guiñó un ojo mientras, con un movimiento sutil se colocaba la cazadora. Mi hermano entró por la puerta con una caja en las manos y una sonrisa en la boca. Se saludaron, a su forma, prácticamente parecían colegas chocándose la mano y después, como no, Luther le dio una pequeña palmadita en el trasero.

Siempre me pregunté porque nunca se habían liado, hacían buena pareja, casi pensaban igual y encima tenían lo que toda pareja deseaba, una conexión impresionante. Se llevaban genial y a veces pensaba que se leían la mente al terminar muchas frases el uno del otro.

La edad no era impedimento, a Sienna no le importaba estar con un hombre diez años mayor que ella y a Luther le fascinaban las jovencitas -otro viejo verde-. Tampoco el físico, Sienna sin pretenderlo tenía una larga lista de corazones rotos más larga que la de mi hermano, y Luther, bueno, es mi hermano pero debía admitir que llamaba mucho la atención; rubio, de ojos azules, alto y con buen físico, sí, tenía esa boca que a veces le perdía y no solía caerle bien a las personas por lo muy sincero que resultaba, pero en cuanto a romanticismo; era un hacha, estaba comprobado.

Me decanté al pensar en que ella era mi mejor amiga y él mi hermano, no es que fuera un obstáculo, pero puede que fuera la única amiga que mi hermano tuviera en toda su vida, y quizás, prefiriera esa amistad que una relación con la única mujer que después de enviarlo a la mierda le mandaba un beso, quien sabe, los dos eran de lo más raros.

– ¿Te quedas a cenar? –preguntó Luther–. Traigo pizza.

–Estás de coña –Luther frunció el ceño pero inmediatamente entendió a que se refería Sienna.

– ¿La bestia? –preguntó y Sienna asintió–. Mierda.

–Estoy delante –espeté.

Pero ninguno me hizo ni caso. Luther dejó la caja encima de la mesa y acompañó a Sienna a la puerta.

Normalmente cuando mi estado se ceñía a mi baja de defensas, según Luther, valía la pena salir corriendo. Él me definía como la bestia, la Sirenita o interrogante, que se basaba en esos días donde no pronunciaba ni una palabra.

Simplemente no me apetecía hablar, no tenían por qué buscar una razón de mi comportamiento.

Y bueno, puede que hoy mi grado de bestia era más alto de lo normal pero tampoco se podían cachondear.

–No vuelvas por aquí sino es con una palabra de disculpa en la boca –amenacé a Sienna mientras la veía marchar.

– ¡Vale! ¡Te quiero! –gritó, luego bajó el tono de voz– ¿Y Andreas quiere volver con ella? Ese no sabe dónde se mete...

– ¡Te estoy escuchando!

– ¡No estaba murmurando!

Escuché la carcajada de mi amiga que fue interrumpida por la puerta cuando ésta se fue. Luther se acercó con su cariñosa pose de las manos en las caderas y su sonrisa de oreja a oreja. Me entraron ganas de abofetearlo.

– ¿Todo bien? –preguntó.

Ni lo pensé.

–De puta madre. ¿Y la pizza?

Su sonrisa se borró.

–Estela, esa boca, hay una niña presente.

Se dio media vuelta para dirigirse a la cocina.

– ¡Que te den! Sabes que también pienso. Posiblemente te salga una sobrina asesina, porque en este momento deseo cortaros el cuello a todos.

Mi hermano sacó la cabeza por el pasillo.

– ¡Joder! Como estás.

–Como me ponéis todos, ¡enferma!

Salió y caminó en mi dirección.

–A dormir, venga, estás castigada.

Fruncí el ceño.

– ¿Y Andreas?

No quería irme a la cama sin descargar adrenalina con él, hoy me sentía más fuerte que nunca y había esperado el día entero guardando toda mi mala leche para Sexyneitor.

–Hoy no viene. Me ha llamado, le ha surgido algo de una cena de trabajo o no sé qué. Ni idea, cuando comienza hablarme en forma técnica pierdo el hilo de la conversación.

¿Hoy no venía?

Sí, por supuesto, una cena de negocios. Capullo, ya te pillaría.

Esa noche no conseguí dormir y lo que al principio era una locura desenfrenada de gruñidos malévolos e insultos varios, se convirtió en un llanto e incómoda ansiedad. Me agarré a las sábanas con fuerza para no coger el teléfono y llamarlo, exigirle una explicación de por qué hoy había descuidado sus deberes de visita a la enferma. Joder. Me estaba conquistando.

Finalmente y sin darme cuenta, cogí el sueño, pensando que el día siguiente sería otro día más, tan cualquiera a los que pasaban.

Pero me equivocaba, la mañana comenzó con el primer cambio.

Me desperté, para mi sorpresa de buen humor. Luther desayunaba como todas las mañanas junto con Darío.

–Martillo.

–Estela. –Los labios de Darío se ampliaron y la sonrisa me pareció de lo más currada–. ¿Has dormido bien?

–Sí.

–Buenos días, gordita –saludó mi hermano.

–Buenos días, capullo.

–Eso es coger fuerzas.

Le mandé un beso y me senté, inmediatamente apareció un pastelito de melocotón en mi plato. Lo cogí y lo alcé.

–Los ha traído Andreas antes de irse a trabajar, también hay zumo de naranja natural, ¿te apetece?

Negué con la cabeza. Darío me sirvió leche y después se dedicó a untar la mantequilla en su tostada.

–El agente pepinillo quiere hablar contigo –dijo Luther, apagando el televisor.

– ¿Pepinillo? –preguntó Darío con curiosidad–. ¿Ese es su apellido?

Mi hermano sonrió, yo también.

–No, es que el pobre hombre tiene una inmensa cabeza con forma de pepinillo. No me mires así, Estela le sacó el apodo.

Me encogí burlonamente cuando Darío me dedicó su ceño fruncido y me dirigí a mi hermano.

– ¿De qué quiere hablar conmigo? –pregunté y le di otro bocado a mi delicioso pastel de melocotón.

–De Cody. Necesitan más información.

De pronto, las ganas de comer se esfumaron y el pastelito cayó al plato.

–Ya se lo conté todo. No hay nada más.

Ambos suspiraron y se miraron a la cara. La tensión que había en la mesa me produjo un tirante y de lo más molesto retortijón.

No me apetecía recordar lo sucedido, bastante funesto había resultado el contarlo, decir como ese desgraciado me golpeó, me dejó inconsciente y como amenazó la vida de mi hija. Me aterrorizaba la idea de volver a vivir lo que ocurrió aquel día.

Sin embargo, ninguno de ellos decía nada y eso aumentó mi intranquila mañana.

– ¿Qué pasa?

Lo pregunté a los dos, pero fue Luther quien me cogió de la mano, Darío simplemente se quedó fijo y constante, con su típica mirada amenazante puesta en el rostro de mi hermano.

–Estela, no te agobies, pero no encuentran a Cody, y temen...

–Luther –interrumpió Darío con tono duro–, no creo que sea el momento para decir nada. Estela no necesita más preocupaciones de las necesarias.

Demasiado tarde, ya estaba más que preocupada, me encontraba acojonada.

–Temen que vuelva –mencioné con voz trémula.

–Aquí estás a salvo –trató de consolar mi hermano.

Me acaricié el estómago. Yo estaba a salvo, pero mi hija no.

–La policía vigila día y noche la casa –me consoló Darío–. No tienes de que preocuparte, no se atreverá a venir a por ti.

Y hasta eso me parecía insuficiente. Un mal golpe, solo necesitaba eso, un pequeño arrebato y lo que más quería se esfumaba.

   El miedo me acorraló y decidí encerrarme en la cama todo el día. No comí y aunque conseguí dormir me sentí despierta, en alerta todo el rato.

No, desde luego que hoy no se estaba convirtiendo en un día común.

Escuché las voces de las típicas visitas, entraban en la habitación, Sienna hasta se acostó a mi lado y me abrazó, e incluso Gary vio la tele un rato conmigo, pero por muy protegida que me hicieran creer que estaba, continuaba sintiéndome aterrada. Y más cuando caía la noche.

Calor, dichoso calor, me estaba matando.

No era verano, hacía semanas que habíamos entrado en el otoño, pero por culpa de contaminación atmosférica, el tiempo no se ponía de acuerdo con las estaciones, como yo, iba mucho a su rollo, supongo que estaba hasta los cojones de nosotros y esa era una razón de venganza contra la humanidad.

Pero en esa humanidad estaba yo, y el calor también me afectaba a mí, el doble, porque tenía doble capa delantera que me hacía padecer cada temperatura doblemente. Maldita sea. La puertecilla que daba al patio de atrás estaba abierta, entraba aire pero no el suficiente.

Recé por que entraba una ventisca, pero mis rezos no surtieron efecto, finalmente retiré las sábanas de una patada y con cuidado me incorporé. Fue imposible no salir fuera como no compartir con el pequeño árbol que mi madre plantó cuando era pequeña la noche.

Me senté en la vieja mecedora de mi abuelo. Luther le había dado un pequeño barnizado y encajado un doble respaldo, espantoso pero al menos garantizaba un soporte mayor.

Tomé asiento y me balanceé una hora, puede que dos, no llevaba un reloj para saber cuánto tiempo pasaba. Sentí que la presión disminuía y mi respiración se relajaba. ¿En qué momento había dejado que el miedo me dominara?

–Supongo que en el momento que supe que eras una niña –murmuré, centrando mi atención en mi ratoncita.

Me levanté la camiseta y contemplé el bulto de mi tripa, lo acaricié y la pequeña me otorgó el precioso obsequio de una de sus patadas. Llevé mis dedos a ese golpecito y dio otro, y otro, y otro. Sucesivos como si sufriera hipo.

–Estás revoltosa ¿eh? ¿Quieres qué juegue contigo? ¿O...?

– ¿Qué ha sido eso?

Levanté mi vista a esa voz tan impresionada y me encontré con Andreas, en el umbral, con los ojos abiertos, pasmado mientras observaba mi estómago al aire. Su cultural figura me proporcionó un regalo e hizo que el corazón comenzara a bombearme con fuerza.

La luz salía de su espalda como el sol de una montaña, el pelo se cubría de un baño rojizo y brillante, y su tensión, en ese formidable cuerpo lo convertía en un depredador de la noche, sin embargo, no me parecía tan peligroso, más bien, un duende que acaba de atravesar un bosque oscuro y por fin encuentra un lugar de luz. Estaba paralizado e impactado, no dejaba de mirarme como si fuera una maravilla. Lo conocía, sabía que aguantaba la respiración.

Inmediatamente me tapé.

–No, no lo hagas, por favor. Quiero verlo –suplicó, y en esa súplica sentí el débil toque del aire cálido en mi espalda.

–Has fallado un día –dije, o lo susurré. No lo sé, estaba extrañamente cautivada.

Sus ojos se alzaron y me miraron. El impacto de su mirada siempre me había quitado la respiración, pero hoy había algo en ella completamente diferente que hacía que sintiera ganas de salir corriendo y abrazarlo.

–Young ahora quiere trabajar con nosotros.

Fruncí el ceño.

– ¿Yoyo? –Andreas sonrió– ¿El personajillo que insulté y atrapé con un cuchillo a la mesa?

Su sonrisa se amplió.

–El mismo. Por lo visto eso de que no necesitábamos su calderilla lo dejó en vilo toda la noche.

– ¿Es broma? –Andreas negó con la cabeza–. ¿Negocia con vosotros?

–Por lo visto sí.

–Felicidades.

–No. Felicidades a ti. Me parece que tú hiciste que ese estirado recapacitara la oferta.

Lo dudaba mucho pero no dije nada al respeto. Alcé la cabeza y miré las estrellas, evitando mirar su silueta en la noche.

Escuché pasos, sus pies chocando contra el suelo y algunas hojas secas que habían caído del árbol hace tiempo, hacerse añicos tras sus pisadas. No me molesté en darme la vuelta en mirarle...

Mierda.

Es que me lo podía imaginar.

Irresistiblemente atractivo con traje oscuro, uno de su colección de marinos. Sabía que el color azul le quedaba bien, siempre se lo había dicho. Y como me quería impresionar, últimamente parecía amante del azul en todas sus tonalidades.

– ¿Puedo? –preguntó.

Me volví y lo acribillé con la mirada hasta que me di cuenta de que me había equivocado. Camisa blanca, medio desabrochada con las mangas arremangadas y un tejano. Informal pero sexy y encima la luz proveniente de mi habitación le daba un toque de lo más animal...

Me enfadé conmigo misma por adorar a ese hombre y no odiarlo como se merecía.

–No –gruñí.

Le dio igual, su culo se posó en ese bloque de cemento que había justo a mi lado. Luther siempre lo usaba de mesa, era lo que aguantaba su cerveza, y ahora me arrepentía de no haberle dicho que se deshiciera de él.

–Ha preguntado por ti, bueno, más bien dijo que; ¿dónde estaba la chica de ojos saltones? –comentó con gracia.

–Capullo –dije sin mucho interés–. No tengo los ojos saltones.

–No, son grandes y siempre bien abiertos, puede que eso lo confundiera un poco.

–No abro tanto los ojos. –Parpadeé porque había hecho eso mismo, abrir los ojos como platos–. Mis ojos son perfectos y si has venido a meterte con mis ojos...

Shss, no estropeemos esta noche tan bonita.

Bufé y me acomodé mejor en el sillón.

–Eso ha sonado muy de nenazas.

Andreas se encogió de hombros y comenzó a mirar todo lo que nos rodeaba. Tampoco había mucho que mirar, la casa de mis abuelos no era grande y el patio convertido en un pequeño jardín llegaba a medir lo que uno de los cuartos de baño del piso de Andreas, sin embargo, era de lo más familiar y cada rincón guardaba un recuerdo.

Podía ver a mi madre de niña, a mi abuela plantando unos tomates que nunca nacieron, a mi abuelo colocando un columpio en el árbol que no duró ni un año o a mi hermano fabricando trampas sacadas de un diseño de agujeros en el suelo tapados con un trozo de tela. También veía a toda la familia comiendo, junta, y a mí en los brazos de mi madre, acariciando su cabello para finalmente metérmelo en la boca.

–Está bien eso de tener una casita con jardín –dijo sacándome de mis ensoñaciones. Lo miré y me topé con su perfil y unos ojos brillantes, llenos de ideas, esperanzas–, un columpió en ese árbol, o una casita de árbol. Un rosal en una esquina, una mesa con sillas de mimbre, e incluso una piscina–. Sonrió– Un jardín para la ratoncita.

Me tensé. Me estaba camelando, mostrándome un futuro perfecto.

–Tienes razón, le pasaré a Luther tus indicaciones para que arregle esto, pero eso de la piscina...mmm...tendrá que ser de plástico, algo infantil...

–Estela –me llamó –no me refería a esta casa, me refería a una casa para ti y para mí. Nuestra casa.

Lo miré sacando todas mis emociones espeluznantes; odio, rabia asco, todo lo que él pudiera ver y desagradar de mí.

–Se a lo que te referías, y no cuela.

–Entonces deberías saber que estoy mirando casas más grandes, seguramente ponga en venta el loft...

–Yo de ti me lo pensaría bien antes de cometer esa locura. Tu piso, tu piscina en el techo, el jacuzzi y esa jaula te hará falta, ¿dónde piensas llevar a las mujeres que te quieras tirar? –Andreas soltó un queja que me ni me molesté en escuchar. Continué–: ¿Dónde vas a contemplar dos tetas pegadas a un cristal mientras esas busconas nadan en pelotas en tu súper piscina? ¿Qué vas hacer con las cadenas nuevas que todavía no has estrenado?; ¿engancharlas a un árbol? –pregunté jactándome de la idea.

–Nada remplazará todo lo que he hecho y he querido hacer contigo. La sola idea me recordaría a ti –dijo como si estuviera loca al decirle todo eso.

Me molestó.

–Mételas en la jaula, de espaldas, eso es un aliciente para...

–Ya está bien, no he venido a discutir –interrumpió con brusquedad.

–Pues no me hables del futuro o de casa con jardín.

– ¿Tanto te molesta que hablé del futuro que deseo?

–Me molesta que te metas tú con nosotras en ese futuro.

Me retiró la mirada y negó con la cabeza. El dolor comenzaba hacer mella en él. Resultaba extraño ver como un hombre tan seguro de sí mismo, tan fuerte y tan juguetón se le rompía el corazón. A mí me dolía, pero al contrario de él, mi corazón ya estaba roto.

–Al menos, ¿hay una minúscula esperanza de que cambien las cosas? –preguntó mirando la nada.

–Si te refieres a estar juntos, no creo.

Me miró de golpe y ese mismo dolor lo vi en sus ojos, desgarrador, me atravesó como una llama ardiendo y me dejó sin respiración.

Una lágrima caía de mis ojos, él la vio, la siguió y se quedó mirando el punto de caída durante unos segundos, en silencio.

Tragué con dificultad y no supe que me incitó, pero antes de darme cuenta estaba levantando una mano y acariciando su mejilla. El calor de su piel, el temblor de mi roce me desgarró por dentro. Andreas dejó caer su cabeza contra mi mano, contra mi caricia y sus parpados me taparon el color gris de su mirada.

– ¿No has sido feliz conmigo? –preguntó a la vez que abría sus ojos.

–Sí, lo fui en momentos, pero nuestra relación se basaba en el sexo, la convivencia era diferente.

–Estela, era buena. –Atrapó mi mano y acarició la palma–. Nos compenetrábamos, reíamos...

–Pero no había confianza.

Durante unos segundos que se hicieron eternos no podíamos dejar de mirarnos, de leer nuestros pensamientos, puede incluso que él rogara y yo le pidiera perdón. Me sentía confundida.

Finalmente fue él quien rompió la comunicación, mi tacto y todo. Se movió dándome de nuevo su perfil y se miró las manos.

–Dos meses jodido sin ti, y ahora que te tengo eres tú quien me destroza la vida. Una lucha, ¿para qué? –Levantó la cabeza y me miró– ¿Qué conseguiré al final? Nada.

–Mi amistad –dije.

Resopló.

–Últimamente me acuerdo mucho de la primera vez que nos vimos. De cómo me miraste en el ascensor antes de salir corriendo. Hace un momento me has mirado igual y pensé que saldrías corriendo, –soltó una risa que se concentró en su aire, como un soplo lleno de anhelos–, no lo has hecho pero –tragó saliva y soltó el aire en un suspiro– te he perdido igual.

No lo pierdas.

Agaché la vista, no podía continuar mirando su aspecto, su derrota, me consumía. Mi cabeza continuaba gritándome que lo abrazará, que le gritara que lo quería pero mi orgullo y mis recuerdos me golpeaban con más fuerza y mis labios continuaban cerrados, sellados.

No había palabras en mis labios. Tantos dramas hechos una bola impedían que me comunicara, que dejara a un lado mi rabia y hablara con el corazón.

–Lo siento –dijo.

Y yo.

Varias gotas mojaron mi vestido y las barrí tratando de borrarlas.

Andreas finalmente se levantó, se arregló la camisa, los pantalones y se retiró el pelo de la cara. No sé porque me moví, pero me levanté.

–Quédate, no hace falta que me acompañes.

¿De verdad esa era mi intención?

Asentí y él dudo antes de irse. Se retiró de nuevo el pelo de la cara, con fuerza y sus ojos se clavaron en los míos.

–Antes de salir por la puerta quiero que sepas qué aunque no haya un futuro juntos, no va haber más mujeres en mi vida, solo tú y ella.

Andreas colocó una mano en mi estomagó. Inmediatamente, como una madre leona, atrapé su muñeca con fuerza.

–No me to-ques –la última palabra salió larga, cortada y en voz muy baja.

Estaba flipando, Sexyneitor estaba alucinando, impresionado, preso de un hechizo, y ese embrujo era que la ratoncita acaba de dar una de sus fuertes patadas.

– ¿Q-qué ha sido eso? –titubeó.

–Una patada.

¿Era mi voz?

No me reconocí, no parecía salir de mí.

Sonrió y contemplé el mismo rostro que había visto hacia unos meses en su jacuzzi. Era amor.

–Una patada –repitió encantado y de nuevo, se sobresaltó y me miró– ¿otra?

–Sí –contesté con voz rota.

Dios, ¿Qué me pasa?

Andreas se arrodilló y con ojos suplicantes levantó la vista hacia mí.

– ¿Me dejas?

Me mordí la lengua para no decirle nada que estropeara ese encuentro y dejé que mi cabeza se moviera en un sí.

Él tomó la orilla de mi camiseta con dedos temblorosos y la levantó hasta dejar toda la tripa al aire, luego, cuando su aliento se unió al mío, colocó las palmas de sus manos encima del estómago con un increíble miedo. Dios. Le temblaba el pulso.

Atrapé sus manos y nuestras miradas se cruzaron.

–Tranquilo, no pasa nada –animé.

–No quiero haceros daño.

–No lo harás.

Le mostré como debía tocarme, y dejé sus manos en libertad, con confianza para que viera que no me hacía daño. Andreas tanteó cada zona hinchada con delicadeza, parecía tocar oro puro. Me estremecí. Cuando encontró el lugar adecuado se centró en ella como si pudiera verla.

–Hola –dijo y temblé.

Hola, pensé, e incluso la niña dio otra de sus patadas. Iba a llorar...

Atrapé un sollozo y cerré las manos, con fuerza para no interrumpir con mi llanto la conversación padre e hija.

–Tengo ganas de verte, de escuchar el sonido de tu voz –comenzó–. Sé que seguramente estarás muy bien ahí dentro, a salvo con mamá, que te cuida, te protege –sus manos acariciaron el borde de mi estómago hasta llegar a la zona donde la pequeña ejecutaba las patadas–. Dicen que estás muy débil, pero tienes que hacerme un favor; cuando tengas que salir sal, no dejes de respirar, quiero escucharte gritar en el momento exacto que llegues al mundo –tenía el corazón en un puño, notaba como cada vez caían más lágrimas por mis ojos–. Y no tengas miedo, te queda mucho que descubrir, que conocer.Nos tienes que conocer a nosotros –con el mismo amor del que hablaba, sus ojos se cruzaron con los míos–. No soy tan malo como tu madre piensa, tengo mis defectos, pero también mis virtudes, pueden que sean pocas y espero que las conozcas, espero que tu madre deje que las conozcas.

No sabía si esa petición iba dirigida a mí o a ella, igualmente asentí. Andreas volvió a volcar su atención en la ratoncita. Yo me sequé las lágrimas con el dorso de las manos. No me quería perder ningún detalle.

–Como un sol abrasador, despierta cada mañana iluminando mi día. Tú eres mi sol pequeña. Espero que te parezcas a tu madre, porque si a ella no la voy tener, al menos te tendré a ti. –Se inclinó un poco y besó ese bultito saltarín, después sonrió–. Te quiero –susurró como si fuera un secreto entre los dos.

Yo también.

Andreas se levantó y sin quitarme la vista de encima, limpió mi mejilla con sus dedos, eliminando los restos de agua salada que caían de mis ojos. Luego se acercó y me dio un beso en la mejilla, dulce, suave y tierno. No se lo impedí, e incluso ladeé mi rostro a la espera de que se volviera loco, de que le entrara uno de sus arrebatos y me besara en los labios.

Una vez más, solo una vez más.

No hubo una vez más. Se retiró y con la cabeza gacha se despidió:

–Hasta de aquí dos semanas.

Se dio media vuelta, caminó y sus piernas botaron el escalón para entrar de nuevo a la casa.

– ¿Cómo que dos semanas? –pregunté, frenando su paso.

–Tengo que viajar por trabajo, lo había rechazado pero, ahora qué sé que nunca me perdonarás, ya nada me retiene aquí.

El pánico me invadió y avancé hasta colocarme delante de él, bueno, más bien delante de su espalda.

– ¿Y ella? ¿Estoy a punto de dar a luz?

–Llegaré a tiempo para el nacimiento de mi hija. –No se giraba y me ponía enferma hablarle a una espalda–. Y no te preocupes, no te la voy a quitar, solo te pido que me dejes verla crecer... –se interrumpió y se volvió. Por fin, pensé, pero entonces me di cuenta de que le estaba clavando las uñas en el brazo. Yo lo había girado, no él. Rápidamente quité mi mano de sus bíceps–. Quiero participar en su vida.

–Eres su padre.

Andreas me miró desconcertado, no obstante contuvo el sentimiento y supo retirarlo a tiempo de su rostro.

–Lo soy –adjudicó.

De nuevo y con la misma decisión se dio la vuelta y retomó su camino. Indecisa, perdida y asustada lo seguí, dispuesta a algo que todavía no tenía muy claro.

–Andreas, no puedes irte fuera.

– ¿Por qué? –preguntó con la espalda tensa y sin mirarme.

Deseé atraparlo de la camisa otra vez, retenerlo, obligarlo a que se quedara. En cambio no hice nada. Absolutamente nada más que enfadarme conmigo misma por hacer las cosas tan mal.

– Vale, ¡haz lo que quieras! –mi gritó lo obligó a girarse. Ese rostro escéptico derribó toda mi calma–. Lárgate y no vuelvas, me la trae floja, es más, me alivia saber que ya no voy a verte la cara durante una temporada, empezaba aburrirme tanta mariconada de cuento de hadas. Tu sosaina hace que deseé vomitarte encima. ¡Capullo!

Con paso acelerado pasé por su lado, caminé deseando que él me siguiera y terminé encerrada en el baño. Me metí en la bañera con la obsesiva mirada puesta en esa puerta, rezando para que se abriera, para que apareciera él por la puerta...

Se abrió...

–Luther –susurré con decepción.

–Ya se ha ido.

Me dejé caer en la bañera sentada y me tapé la cara con las manos.

¿Qué quería?

Día tras día lo había echado, insultado y tratado como un espantapájaros. Lo había puesto a prueba al máximo y todo, ¿para qué?

Yo no había ganado, él tampoco. Mi orgullo estaba intacto pero mi corazón continuaba tan destrozado como la noche que me echó de su casa, e incluso peor, ya que, ahora era yo quien me negaba la felicidad.

– ¿Toda va bien?

Mi hermano se apoyaba al marco de la puerta con los brazos cruzados. Me encogí de hombros, restándole importancia y sin embargo, un sollozo salió de mi boca. Presioné con fuerza mis labios y me restregué de nuevo las manos por la cara.

–Pensaba que se te había quitado la manía de meterte dentro de la bañera. Pero ya veo que lo único que ha desaparecido son esos ataques cuando te enfadas. Tus saltitos y los gritos de:ñi-ñi, ñi-ñi...ñiñiñi y ñiñiñiñiñi, me ponían la piel de gallina.

Mi hermano se acercó y se sentó en el bordillo de la bañera. Quité las manos de la cara y apoyé la cabeza en la pared. Su frente se arrugaba, no me juzgaba pero en su expresión había una pequeña nota de preocupación.

–También ha desaparecido el insomnio –dije.

–Sí, pero...–negó–...ha aparecido otra cosa –abrió los ojos dramatizando más sus palabras y a continuación, exclamó–; ahora tienes sonambulismo.

Imposible.

–Venga ya.

Asintió y me retiró una greña que se había apegado a mi cara para colocarla detrás de la oreja.

–Los botes de aceitunas que me obligaste a esconder, los encontré en el armario de la bebida; vacíos. Fue todo un misterio hasta que, una madrugada me levanté a beber agua y te vi en el suelo comiendo como si fueras una caníbal –me reí y sollocé al mismo tiempo–, me acojoné y cuando me di cuenta de que tenías los ojos cerrados, se me pusieron todos los pelos de punta, pensé; <<mierda, está poseída. Le ha poseído el espíritu del aceitunero>>.

Reí con ganas, notando un pequeño alivio en mi pecho.

–Estás mintiendo –hipé y me sequé más lágrimas–. Sí casi no me puedo levantar de la cama, ¿cómo me voy a tirar al suelo para comer aceitunas?

–No miento, casi llamó a un exorcista. Traté de quitarte el bote y me sacaste los dientes. Me las vi canutas para llevarte a la cama.

–Dime que no me bebí una de tus botellas baratas de vodka.

– ¿Qué dices? Las cambié de sitio esa misma noche, y... No pienso decirte donde.

Un largo e intenso suspiro salió de mis labios, y ese sonido se llevó muchísima parte de mi tensión.

–Gracias.

Levantó una ceja, tipo presentador de concurso.

– ¿Por qué? ¿Por esconder el alcohol?

–No, por cuidar de mí.

Se dejó caer hacia atrás hasta quedar inclinado casi encima de mí, pasó su brazo por debajo de mi cabeza y con un leve tirón me obligó apoyar mi cabeza en sus muslos, luego, como un padre, comenzó acariciar mi pelo.

–Luther, dame alguna razón para que no perdona a Andreas.

Mi hermano emitió un sonido en desacuerdo.

–Deberías plantearte que lo puedes perder, o que no tenemos todo el tiempo del mundo, Estela. Deberías pensar que él es el padre, que te quiere y que tú no lo has dejado de querer.

Repetí el mismo sonido que él me había dedicado.

–Eso es todo lo contrario de lo que te he pedido.

Luther, en silencio continuó acariciando mi cabello.

–Todo esto que te está pasando con Andreas me ha hecho recordar mucho a nuestros padres, he recordado cosas de ellos que pensaba que había olvidado.

Levanté mi cabeza lo suficiente para mirarlo.

–Yo también.

Mi hermano me dedicó una mirada cariñosa.

–Sabes que mamá le dijo a papá que lo seguiría allá donde fuera. –Atrapé su mano con la mía y cerré los ojos, dejándome llevar por el sonido de su voz–. Papá le dio su amor, su respeto, su protección, se lo dio todo y mamá lo siguió a todas partes. Nunca lo dejó –noté su respiración, tranquila pero larga–. A veces pienso en si ella, en vez de seguirlo se hubiera quedado, ¿qué hubiera sucedido? ¿Crees que hubiera soportado estar sin él? ¿Se arrepentiría de no haber seguido a su marido al otro mundo?

–Nos tenía a nosotros –murmuré.

–Sí, los hijos del hombre que había perdido.

Abrí los ojos y apreté su mano.

– ¿Qué quieres decir?

–Que si tuviera la suerte de encontrar lo que tú y Andreas tenéis, no lo dejaría escapar. Lo seguiría a todas partes. Hay dolores que no se pueden curar y personas que no se pueden olvidar ni remplazar.

Suspiré.

Jamás en la vida me imaginaria que mi hermano, el controlador y marimandón, pudiera expresarse de esa forma, adoptar el deber del consuelo fraterno, del consejo maduro y de la responsabilidad de encargarse de mí de una forma que no fuera las órdenes, las quejas o la típica; te lo advertí.

Me sentí muy orgullosa de él. Tanto que mis lágrimas ya no mostraban dolor, mostraban lo muy contenta que estaba de conseguir al fin lo que necesitaba, un hermano mayor.

–Cuando te lo propones, eres bueno.

–Supongo.

Me acomodé mejor, encima de sus muslos, con la mano bajo mi barbilla y decidí que, por hoy ya había llorado lo suficiente.

–Y ahora, hazme reír.

Se retiró el pelo hacia atrás, su frente se arrugó y percibí un pequeño rubor cubrir sus mejillas.

–Vale, no lo quería decir por todo el rollo sentimental que te acabo de soltar, pero, hace rato que me he tirado un pedo y ya no sé cómo esconder el olor...

Su grosero comentario fue cortado por una carcajada escandalosa.

– ¡Joder, Luther! Que te den por saco. ¡Cerdo!

Entre risas, lágrimas e insultos, conseguí salir de la bañera, principalmente gracias a él, y mi siguiente paso fue abandonar el lugar de gas tóxico antes de que me saliera mi hija por la boca.

Aceleré mi paso escuchando en cada momento como mi hermano se partía sin remedio. Fue de lo más contagioso, sin embargo algo continuaba oprimiendo mis ganas de soltar una carcajada que alejara cada mal pensamiento.

–Oye, –mi hermano me detuvo a mitad del pasillo, casi entrando a mi habitación– decidas lo que decidas yo estaré contigo. Yo te seguiré.

Sonreí. A su forma me había dicho que me quería.

–Vale, pero a metros de distancia. Estás podrido.

–Estaba en el baño, no te pases. Los tuyos huelen peor...

– ¡Yo estoy embarazada!

–No me jodas, ¿y por eso me tengo que tragar el muerto que te has tirado?

–Yo no me los tiro, se los tira mi hija.

–Pues la pequeña ya infecta a toda una manzana de viviendas, miedo me da cuando nazca...mmm...Tendremos que llamar al gobierno para avisar del; El virus de la ratoncita...

Soltó otra carcajada.

–Pasa de mí.

El tema de conversación, desde luego se salía un poco de todo lo desarrollado anteriormente, pero después de sentir el amargo sabor de la despedida con Andreas, la sensación de que mi corazón quisiera salir de mi cuerpo cuando, esa cabeza se juntaba con mi estómago, y el recuerdo doloroso de mis padres, resulta que lo necesitaba.

Entré en la habitación y me quedé sentada en la cama, en la orilla. No pude evitar deslizar mi mirada hacia esa mecedora del jardín que se mecía por el leve viento.

¿Seguir a Andreas?

La pregunta se me pasó por la cabeza como la mención del perdón.

Me parece que hacía tiempo que lo había perdonado, quizás el día que apareció en mi casa y me llevó al hospital, el día que nos salvó a las dos. O quizás un día de tantos que había aparecido con un ramo de flores por casa. No lo sé, no tengo ni idea de en qué momento la palabra; "te perdono", había aparecido en mi mente.

Puede que la confusión del orgullo, de la venganza o del simple hecho de ver cómo me trataba fuera lo que me impulsara a continuar en mis trece de tratarlo como un incordio.

Sinceramente algo había cambiado en mi interior, puede que fuera la susceptibilidad de verme dominada ante los sentimientos del embarazo o puede que, nunca volvería a encontrar un amor como el suyo.

Lo sabía, nunca amaría con tanta pasión, jamás desearía con tantas ganas y en mi vida amaría con tanta fuerza a otra persona como lo había amado a él.

Por muchas personas que encontrara, nadie remplazaría a Andreas.

Me dejé en la cama y miré el techo.

¿Qué hago?

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