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Capítulo 48

ESTELA

La molestia absoluta desapareció cuando Lloyd salió por la puerta, lo escuché hablar con alguien, seguramente sería Luther y su incondicional forma de proteger. Solté la respiración y me acomodé mejor en el sillón.

Mi bolsa, preparada, me esperaba en la cama. Miré con ceño esos lunares, por favor, la bolsa no podía ser más ridícula. Para la poca ropa que guardaba era enorme, y los lunares no pasaban desapercibidos; colores intensos entre el amarillo, verde y rosa, tres combinaciones de lo más espantosas, ¿pero quién era yo para juzgar? Si mis gustos se limitaban siempre a los colores simples combinados con tejanos porque, vergonzosamente odiaba la moda.

La bolsa de segunda mano la había adquirido en el mercado de los domingos. Una mujer mayor con un difícil de ver; lunar en la barbilla tipo bruja, decía que combinaba con mi llamativa camiseta, otra reliquia del mismo fabricante; herencia de mamá, de sus años hippy, donde buscaba su propio feng-sui y no su curativa necesidad de ayudar a los demás, más bien, esa época fue sugerida por mi padre.

Papá fue quien empujó a mi madre a una boda sencilla en una capilla en el bosque con solo seis invitados, a tener dos hijos y a la locura de ayuda mundial.

Mi padre tenía una ideología muy exagerada, se pensaba que él solo podría solucionar el hambre en el mundo, parar la guerra con flores en los cañones, o exterminar el racismo con canciones al ritmo de guitarra española.

No lo logró todo, por supuesto, es imposible cambiar millones y millones de pensamientos, pero al menos consiguió montar una ONG que cambió no millones, pero sí cincuenta o cien vidas, y eso es todo un mérito.

Me acaricié el estómago, con cuidado, todavía me dolía una parte que conservaba el color morado. Yo nunca abandonaría a mi ratoncita, pero le hablaría de sus abuelos, le diría como ayudaron a ese poblado para que nunca perdiera los valores de la humildad. Deseaba que tuviera sus propios pensamientos, sus propias ilusiones, y sobre todo que respetara a los demás.

No obstante también deseaba que fuera tan fuerte como yo, o más, porque en ese momento me sentía como porcelana; agrietada con la simple facilidad de un toque para romperse.

Cerré los ojos y conté con ilusión los días que me quedaban por ver su carita. Oh, cada día lo anhelaba más; su cuerpecito entre mis brazos, el ritual del baño, de la comida, su primera sonrisa, su primer sonido. Sonreí. Ella ya estaba cambiando mi vida.

La puerta se abrió y dirigí mi vista a ella pensando que me encontraría con mi hermano... No fue Luther quien cruzó, fue Andreas, y en el momento que lo vi, con decisión; la barbilla alta y las manos en los bolsillos, mi sonrisa y buen humor se esfumó. Pero entonces sentí como otras zonas de mi cuerpo se inflaban.

Había hecho todo lo posible por odiar a ese prepotente cuerpo lleno de músculo, envuelto en su típico conjunto sexy de diseño, pero como los zapatos de tacón, los odiaba por el dolor que me provocaban, era masoca, me encantaba ponérmelos, y con Andreas me sucedía casi lo mismo; deseaba estrangularle el cuello -aunque seguramente le causaría gran placer- y a la vez; abrir mis piernas y metérmelo dentro.

¿Era idiota?

Posiblemente, porque su típica cara de cabrón salvaje quita bragas en ese momento parecía la de un cordero degollado, y aunque con el primer impacto sentí las típicas mariposas en mi estómago, no podía borrar de mi cabeza lo sucedido.

Miré su aspecto, imposible no mirar, después, con desdén, volví mi rostro hacia esa espantosa bolsa de lunares. En el momento que abría la boca, él se adelantó;

–Las rosas son rojas, las nubes azules, el sol amarillo, y hoy tú estás tan buena que te convertiría en un bollito para mojarte en leche y comerte lentamente.

¿Pero...qué?

Parpadeé. Eso no me lo esperaba.

Con lentitud, la que me permitió mis cervicales, después de engarrotarse tras la prosa de ese hombre, me giré hacia él, puede incluso que con la boca abierta y sin palabras.

¿Eq-qué?

Eso salió de mi boca.

Andreas sonrió un poco tenso, parecía tener miedo a la vez que irradiaba de su más que conocida confianza en sí mismo.

–Que no te había visto bien, lo siento ratita, pero, ahora que me doy cuenta, embarazada estás deliciosa. Y se me seca la boca al saber que la sorpresa de dentro es mía.

Conseguí cerrar la boca y tragar con nerviosismo. Me cogía al sillón con fuerza, como si me fuera a caer mientras notaba como un delicioso calor me subía por la espalda.

¿Dónde estaba el capullo de ayer?

¿Esperando mi caída de defensas para atacar?

– ¿Me estás vacilando? –pregunté perpleja cuando mi cabeza me gritó alarmada: ¡ESTÁ JUGANDO!

–No cariño, no –dijo a la vez que negaba, haciendo que varias greñas se le cayeran hacia delante–, me he dado cuenta que, después de todo, no te había dicho lo muy guapa, sexy y atractiva que estás. He cometido el error de no avisar a mi chica de lo bien que le sienta el embarazo.

Me tensé y juro que sentí las típicas cosquillas que te deja el entumecimiento en la punta de los dedos.

–Has cometido muchos errores. Y no soy tu chica –amenacé.

Su sonrisa rara se borró y pude ver un atisbo de pánico en su mirada.

–Lo sé, y lo siento.

¡¿Lo siento?!

Iba borracho.

– ¿Ya estás bebiendo de buena mañana? –ataqué, pero se lo tomó a risa.

Andreas soltó una carcajada, un sonido que activo mis más íntimas células. Tragué de nuevo, una bola de pelo, sí, eso es lo que me atragantaba a ese punto mi garganta. Las vibraciones de su risa parecían salir de su cuerpo, recorrer el suelo como si fuera electricidad y llegar hasta mí. El cabello se me erizó y más, después de lo que salió de sus labios.

–No –contestó y me miró con tal intensidad que me cortó el aliento–, estoy cachondo de buena mañana. Parece mentira que no me conozcas.

Oh, sí. Éste tramaba algoy tan solo estaba jugando.

Apreté los puños y levanté la babilla. Estaba hasta los ovarios de tanta tontería.

–Enserio –murmuré con desprecio–, se me acumulan los idiotas– Me giré y clavé mis ojos en él–. ¿Qué pasa? ¿Hay un cartel en la puerta que diga: "consultorio para inútiles, sino lo solucionamos, te damos un premio"?

La frente de Sexyneitor se arrugó.

– ¿Qué premio?

–No te hagas ilusiones, antes de tocarte me restriego con una piña.

Otra vez sonrió. Sacó las manos de los bolsillos para dejarlas detrás de su espalda, sin embrago, se mantuvo en la entrada, como si necesitara mi permiso para entrar. Me resultó extraño, después de todo, él hacía y deshacía como le viniera en gana, ¿por qué se encontraba parado, temeroso en la entrada y vacilándome de esa forma?

–Tú y tu chispa –ronroneó.

–Ten cuidado, últimamente mi mecha es muy corta, exploto con rapidez.

Varias greñas cayeron hacia delante de nuevo cuando negó, con gesto derrotado.

– ¿Por qué estás tan hostil?

¿Eh?

Miré su cabeza, examinando de lejos si había alguna cicatriz o alguna marca que detectara algún golpe que justificara su pérdida de memoria. No vi nada y aunque me dieron ganas de abrirle una brecha yo misma decidí dejar mi instinto asesino a un lado, y contestar.

–Porque eres gilipollas...

–Vaya, comienzas con fuerza.

–...Porque después de tus amenazas te presentas en mi habitación como si nada hubiera sucedido –continué, pasando olímpicamente de su interrupción–. Porque te tengo atravesado y nada me gustaría más que partirte la crisma, destrozarte los huesos, arrancarte la piel y darle de comer a los tiburones cada pedacito de tu cuerpo...

–Aparte de hacer una carnicería conmigo, ¿no hay nada más...?

– ¡No he terminado! –grité.

La energía de mi cuerpo fluía más fuerte de lo normal, mi corazón desbocado me avisó de que le estaba proporcionando una dosis fuerte de adrenalina a mi pequeña ratita, ya que la pequeña se removió dentro de mí con brusquedad.

Posé, como siempre mis manos en mi estómago y acaricié con delicadeza la capa que cubría a mi hija.

–Continua –dijo Andreas, con tono suave.

Solté la respiración con crispación y alcé la vista.

¿Por qué tanta ternura? ¿Por qué de pronto estaba tan comprensible?

Dios, quería al monstruo, a la bestia que unos días antes deseaba complicarlo todo. Deseaba despertar al ser oscuro porque, contra ese animal sí que podía pelear.

–Porque me quieres destrozar la vida –provoqué ciegamente, teniendo la falsa ilusión de que así conseguiría algo...Que equivocada estaba–. Porque me quieres quitar a mi hija. Porque siento cierto asquillo cuando te miro a los ojos y tengo ganas de vomitar. Porque...

–Está claro, cariño –interrumpió con cariño y una sonrisa dulcemente matadora–. Soy lo peor.

–Sí, exacto, eres lo peor –mi voz moría mientras que la suya se mantenía fija, constante y en la misma cariñosa línea–, lo peor.

–Una mierda –convino–. Un palurdo sin corazón que no hace más que cagarla contigo. Un histérico celoso que comete tantos errores que seguramente tendrá una habitación guardad en el infierno.

Abrí la boca pasmada y él simplemente sonrió.

–Eres mucho más.

–Soy consciente, no te lo niego.

Sonrió de nuevo y me dedicó otra vez esa sonrisa matadora.

– ¿Y tú porque estás de tan buen humor? Déjame que adivine; has cagado de buena mañana.

Andreas soltó otra carcajada.

–No, bueno, puede que sí, pero mi buen humor no viene de eso.

Se silenció. Fruncí el ceño y comencé a ponerme nerviosa cuando dio unos pasos hacia delante. No caminó hacia mí, sino hacia la cama bien colocada que tenía delante. Levantó el brazo con la intención de coger mi bolsa de lunares "súper sónica".

– ¿Esperas que lo adivine? –pregunté, de repente, con voz aguda.

Los pasos de él se paralizaron, completamente quieto, como si en vez de mi voz, hubiera escuchado una sierra mecánica enchufarse (cosa que no se diferenciaba mucho). Después, tenso y con la vena de su cuello latiendo con rapidez me volvió a mirar a los ojos.

– ¿Qué? –insistí.

Negó...mmm...esa sonrisa comenzaba a ponerme de los nervios.

–He visto a Lloyd.

Me tocó tensarme a mí.

Ese desgraciado bipolar, ¿había hablado con él? ¿Por eso Andreas estaba tan manso? ¿Por qué se lo había creído?

– ¿Y? –pregunté, para mi gusto, con demasiada ansiedad.

Arrugó su frente y, al final hizo lo que menos deseaba; retirar mi bolsa y sentar su culo en la cama. No dije nada, necesitaba saber lo que había sucedido entre Lloyd y él, por eso me dediqué a observar cómo flexionaba sus bíceps cuando se cruzó de brazos.

–Tu hermano lo ha echado de una patada.

– ¿Has hablado con él?

–No.

Presionaba con tanta fuerza los dientes que sentí un pequeño dolor en las encías.

– ¿No te ha dicho nada?

Andreas negó con mucha lentitud. La presión llegó a la mandíbula.

–Quería contarme algo –comentó sin importancia mientras le dirigía una rápida mirada a mi estómago–, sin embargo, no me interesaba hablar con él. Ya sabía lo que me iba a decir.

Mi corazón se detuvo. Tuve que abrir la boca con cuidado para no desencajar mi mandíbula. Las siguientes palabras me costaron muchísimo pronunciarlas.

–Me sigues juzgando...

–No –interrumpió con autoridad, después cada uno de sus rasgos se suavizó, llegando incluso al dolor–. Escuché todo lo que dijo Lloyd.

La respiración se me aceleró.

– ¿Sabes la verdad?

–Fue culpa suya y, no te puedes imaginar cómo me ha matado saber lo que sucedió realmente.

Muerta me estaba quedando yo. Noté como un enorme peso se desvanecía de mis hombros y como un calor relajante descendía por todo mi cuerpo.

La verdad, Dios, hacía tiempo que no me sentía tan bien.

– ¿Y ahora? –pregunté con alivio.

La voz de Andreas se hizo más suave y persuasiva.

–No sé cómo pedirte perdón.

Puedes afrontar las cosas de dos maneras; bien o mal. Mi subconsciente, puede que incluso quisiera afrontarlas bien, porque mi cabeza dejó de pensar y mi corazón latió de forma normal de golpe. A continuación, yo no fui quien habló, fue mi cabeza.

–Inténtalo.

La esperanza transformó su rostro.

– ¿Eso significa que hay una posibilidad de que me perdones?

Otra vez.

–Ese comentario me es familiar. ¿Tu estrategia es que yo te diga que hacer para saber que te voy a contestar, que me gustaría escuchar después, y encima, solucionarte el problema?

Andreas parpadeó, puede que por lo fría que salió mi voz.

–No sería justo pedirte el final de la conversación sin luchar. Pero sería un avance saber por dónde empezar y con qué fría mujer me encontraré.

Impresionante. Y encima lo expresaba con total naturalidad, como si de verdad fuera acceder, a indicarle, como un manual de un mueble recién comprado como montarme.

–No te lo imagines te lo digo; no estoy fría, estoy ardiendo y con tal mala hostia que solo esta enorme barriga me impide meterte una paliza.

Bufó y se pasó las manos por la cara.

–Complicado –murmuró.

–Que te cagas...

–Quiero que vuelvas conmigo –interrumpió en un arrebato.

Maldita sea, Andreas.

–Y yo quiero que te vayas, pero solo por desearlo no se va a cumplir. Sigues aquí, y eso que deseado ver tu culo pijo salir de la habitación desde que has entrado por la puerta.

–Dame una oportunidad –pidió con desesperación.

Necesito una copa o un canuto, pensó mi cabeza regalándome una burlona forma sarcástica de decir; no puedes.

¿Una segunda oportunidad? ¿De verdad lo merecía?

Antes de contestarme, ya estaba hablando:

–Te dejaré hablar sin interrupciones, prometo que no mencionaré ni un sonido, pero cuando termines quiero que me prometas que aceptaras mi decisión y...

–No es justo, por el tono de voz que estás utilizando algo me dice que tu respuesta no será de mi agrado.

Bufé.

–Te doy más de lo que te mereces –espeté alterada interrumpiendo su queja. Andreas resopló y dejó caer su cabeza fijando la vista en el suelo.

–Pero no lo suficiente –murmuró.

– ¿Qué?

Andreas tomó una intensa bocanada de aire y me miró. Jamás había visto tanta decisión en sus ojos.

–Me pone cuando te pones rebelde o mandona, pero odio que seas tan arisca–dijo–. No accederé a dejarte, pero prometo que hoy aceptaré lo que me digas, sin embargo, si hoy es un; no, mañana volveré, y pasado, y así todos los días hasta que consiga conquistarte de nuevo.

–Haz lo quieras, es tu vida y cada uno elige como desea amargársela.

–Puede que yo deseé vivir así.

–Eso no es vida.

–Y sin ti tampoco.

–Yo ya tengo una vida, y va a nacer dentro de muy poco, no necesito más vidas –susurré tan débil que pensé que no me había escuchado.

–Ella también es mi vida –dijo con suavidad–. Y quiero conocer esa vida. Quiero compartir cada día de mi vida con ella y contigo. Quiero esa familia.

–Esa familia no existe. Estamos ella y yo, y por último, muy lejos tú. Ella no te quiere, ni yo.

Mis palabras lo golpearon con fuerza, lo vi en su rostro. Se quedó sin aliento y juro que llegué a ver un pequeño puchero en sus labios, un ligero temblor. Inmediatamente me arrepentí de decir tal cosa.

–Eso duele. –Era un maldito gato herido–. Que me digas que no me quieres me mata, pero que me digas que mi hija no me quiere...

–Pues si no quieres escuchar nada más vete –mi voz salió interrumpida por un leve sollozo.

Sus ojos me acusaron con dolor, no pude evitar sentirme peor.

–Tú eres importante para mí, pero ella es mi milagro. Mi hija, lo único verdaderamente mío.

Sollocé de nuevo.

–Andreas, no me hagas esto.

Temeroso o avergonzado o simplemente perdido, avanzó hacia mí hasta estar a pequeños centímetros, entonces, para mi gran sorpresa...se arrodilló quedando entre mis piernas -ya que mi barriga no me dejaba cerrarlas mucho- y colocó cada palma de sus manos en mis muslos...

Madre mía...Respira. Respira. Respira...todo se complica y yo llevo mucho tiempo sin nada entre las piernas.

Después, esos ojitos plateados me miraron desde abajo y algo tuvo que ver en mi rostro porque sus pupilas se dilataron y soltaron un pequeño destello.

–Mi redención eres tú. –La yema de sus dedos presionaron fuerte mis muslos. El corazón volvió acelerárseme e intenté retirarme hacia atrás arrastrándome por el sillón, el respaldo se incrustó en mi espina dorsal–. Iniciaste una guerra conmigo y siempre pensé que yo ganaba –dijo con voz siniestra y suave como la pluma de una paloma en contraste con el erótico apretón de sus dedos contra mis muslos–. Batalla tras batalla, lucha tras lucha y mi cabeza me indicaba que yo era el vencedor. Me equivocaba, no en ganar las batallas, sino en lo que había ganado– las caricias subieron al mismo tiempo que la orilla de mi vestido dejaba ver más carne de la que me gustaría–. Cada última palabra, cada último golpe me acercó más a mi trofeo –su voz se volvió ronca y sus ojos se fundieron en el deseo–. Fui a la carrera, metido de improviso en un circuito que creí no elegir, pero aun así seguí en él. Luchando y encontré mi oro –anunció fascinado mientras sus ojos se clavaban con intensidad en los míos.

El corazón me latía desbocado, sus dedos llegaron al límite de mis caderas y solté sin darme cuenta un pequeño jadeo. Andreas tomó aire como si lo hubiese abofeteado con ese sonido, luego, las comisuras de sus labios se ampliaron con malicia y de golpe, se enderezó hasta quedar a mí misma altura. Noté su cuerpo, entre mis piernas, pegado a mi cuerpo, y de nuevo, como si me faltara el aire, se me escapó otro gruñido al ver lo muy cerca que estaba.

–Andreas –dije jadeante, aferrándome a los brazos del sillón.

–Te encontré a ti, después, como un vencedor, conseguí tu amor. –Sus dedos rodearon mis piernas y se trasladaron al interior de mis muslos–, eso es lo que gané; a ti, no las riñas o las locuras, sino a la mujer que hacía que me comportara así. Gané mucho.

–No...sí...

Notaba mi sangre palpitando por todo mi cuerpo. Sabía que mis reacciones estaban provocadas por el embarazo; me debilitaba, y porque, aunque me negara, amaba a Andreas y lo deseaba, lo deseaba con toda mi alma. Pero no era justo, él se estaba aprovechando de mi debilidad para obtener mi rendición, convertía el dolor, el anhelo, y la perdida en placer.

–Siempre has sido mi combustible, –apoyó su frente encima de la mía y apreté con fuerza la piel del sillón para evitar derrumbarme–, la fuerza que necesitaba a mi lado y la mujer que me ha hecho ver que hay más que todo lo material. Tú eres mi único trofeo, mi única batalla ganada. Y no importa ser una mierda hoy si sé que puedo volver a ganar lo que he perdido por idiota, si sé que puedo ganar tu amor, y el de mi hija– se detuvo solo el tiempo para suspirar– te quiero Estela...

Sus labios rozaron los míos en una caricia de lo más caliente. Oí un suave gemido y me horroricé al darme cuenta que ese sonido provenía de mí. Mi cuerpo lo pedía, pero mi alma gritaba que no. Aparecieron en mi cabeza cada uno de nuestros encuentros, y el más especial, el del jakuzzi...

–Perdóname. –Noté un pinchazo eléctrico en mis pezones y supe que sus manos habían alcanzado mis pechos...

¡Cerdo!

Lo empujé. Un chispazo en mi cabeza, como si me frieran el cerebro me activó y lo empujé. Conseguí retirar su cara de la mía, pero no su cuerpo. Andreas se esperaba cualquier brusco movimiento de mi parte y consiguió apoyarse con los pies. Después sus ojos se deslizaron por mi cuerpo hasta arrasarme con la fuerza de su mirada gris clavada en la mía.

Gris contra azul, pensé, ¿Quién ganaría?

Si sigues por ese camino, tú, desde luego que no.

–He infravalorado lo enfermo que estás. Jugar con mi cuerpo, muy bonito.

Como un muelle volvió al sitio; entre mis piernas, pero esta vez con las manos apoyadas en el sillón. La tela de su cazadora se tensó cuando su cuerpo se venció hacia mí.

–El deseo siempre ha despertado en ti la rendición.

–No esta vez. El dolor pesa más.

Su cabeza cayó hacia delante y me vi atrapada. Necesitaba salir de ahí.

–Sabía que no me perdonarías, antes de entrar lo sabía –murmuró.

Mi pequeña, al igual que yo, se removió inquieta. Su padre se mostraba dolido y no tenía muy claro si ella se burlaba o me regañaba por ser tan dura con él.

Yo no soy la mala, es el capullo de padre que te ha tocado, ratoncita, él es el malo...

Otra vez se removió y no fue de inquietud, más bien se trató de una especie de manifestación... ¿Defendía a su padre?

– ¿Por qué lo haces? –pregunté y no supe si se lo decía a ella o a él.

–Por qué te quiero.

De un golpe levanté la cabeza y mi mirada se cruzó con la suya. De nuevo me lo encontré a centímetros de mí...asediándome. Su quietud se había empapado de un sutil ejemplo de hombre herido, esperando la misericordia de mi perdón.

No había perdón que valiese, no de mi parte. No estaba dispuesta a olvidar.

Alcé la mano y acaricié su mejilla con mis dedos. No era ternura, fue un gesto grotescamente burlón de mi parte, tan igual a mis palabras.

–Qué triste suena eso.

Mis palabras lo abofetearon.

–No me culpes por amarte...

Solté una carcajada que lo interrumpió. Cuando me recuperé me miraba incrédulo.

–Alguien capaz de amar, tiene que ser capaz de confiar, tiene que saber que un acto, por muy pequeño que sea puede provocar un...

Me besó. Sin más. Tomó mi rostro entre sus manos y me obligó a besarlo. Tras sentir el calor de sus labios me di cuenta de todo, puede que tardara en reaccionar, esa boquita siempre me la había tenido jurada, pero conseguí lanzar una súbita orden a mi cerebro que mandó señales por mi cuerpo y en el instante que su lengua invadía mi boca, mi brazos hicieron presión y lo retiraron de mi cuerpo.

Esta vez Andreas sí que cayó al suelo. Me sorprendí, puede que al estar embarazada hubiera desarrollado súper poderes, pero por muy increíble que me pareciera, la razón de su caída era la misma de siempre; cuidado.

Se lo podía ahorrar, me daba igual, yo no iba a tener cuidado.

Me levanté de la silla, haciendo un enorme esfuerzo con los brazos; primero salió mi estómago y después mi culo (una espeluznante forma de moverse, por cierto). Maniobré y finalmente conseguí ponerme en pie.

Andreas se encontraba en el suelo, caído pero en una postura sexy. Joder. Hasta en el maldito suelo podía sacar lo mejor de él, y yo...Joder. Gorda, con un vestido ridículo y unos pies como patatas dopadas, no me acercaba ni a lo decentemente bonito; que dice la gente para quedar bien...

Exploté.

–Eres un súper herpes genital. Un manipulador, un arrogante que entra aquí con todo el derecho del mundo, se pone a sobarme en vez de pedir perdón como dios manda, y para colmo, mírate. ¡Joder! Estás perfecto....Te odio, Andreas.

Con todo el valor que me sobraba levanté mi mentón y pasé por encima de él. Al llegar a la puerta me detuvo con su voz.

– ¿No puedes esperar unos minutos más?

Fruncí el ceño.

– ¿Para qué me sueltes otro rollo más? No.

Dos segundos después estaba entra la puerta y yo, bloqueando mi salida con su propio cuerpo.

–Estela, no te vayas. Dame la oportunidad de demostrarte todo mi amor.

–Te dije qué cuando te enteraras de la verdad te arrepentirías. Una pena, tenía razón...

–Sí, la tenías, por eso estoy aquí –interrumpió.

Aquellos solemnes ojos fueron como como un martillazo. Brillaban, pero no de sentimientos, eran cristalinos como lágrimas no derramadas.

–Demasiado tarde –dije con la voz suave–. Te he sido siempre fiel y tú nunca has confiado en mí. Ahora te arrepientes y pronto sufrirás todo lo que yo he sufrido. Al menos te puedes consolar con Renata...

–No tengo nada con tu prima.

Me encogí de hombros.

–Me da igual...

–Quiero que te quede claro; no tengo nada con Renata. Nunca fue mi intención volver con ella, jamás, porque mi cabeza, mi cuerpo y mi corazón ya tienen dueña. Tú, Estela, tú eres la mujer que me ha conquistado.

–Ya no importa...

– ¡Deja de ser tan fría, no me lo merezco!

Agaché la vista y llegué a sentir incluso el corazón de mi hija, retumbando con fuerza en mi interior. Acaricié el bulto, con cariño, vi, por el rabillo como las manos de él se convertían en puños, después, como todo su cuerpo se echaba a un lado. Me dejaba salir.

Me acerqué a la puerta y abrí. Luther, que estaba apoyado en la pared se enderezó nada más me vio.

Intenté salir pero su aliento contra mi mejilla me detuvo.

–Te quiero, y también la quiero a ella –susurró–. Sois mi familia, no voy a renunciar a vosotras.

Sin vacilar clavé mis ojos en los suyos.

–Te desearía suerte, pero como eso depende de mí, lo tienes chungo.

–Así será mi vida.

–No insistas. Acepta lo que te ha dado la vida. Acepta, que por una vez en la vida hay algo que no puedes tener.

Andreas retiró unas greñas de mi cabello que caían hacia delante y las dejó detrás de mi espalda. Me estremecí y él lo vió, fue lo que lo impulsó a inclinarse y susurrar contra mi oreja.

–Acepto todo lo que no puedo tener, no lo quiero, pero a vosotras ya os tengo, solo tengo que conseguir derretir el muro de hielo que has puesto, –sus dedos acariciaron mi espalda, temblé–, y que me dejes amarte como nuestra primera noche.

Me retiré y lo miré por última vez.

–Adiós, Andreas.

Pero ese adiós no fue definitivo, y lo supe nada más me monté en el coche con mi hermano, nada más él me preguntó si todo estaba bien, lo sabía, no iba a estar bien, nunca lo estaría hasta que Andreas desapareciera completamente de mi vida. Pero, ¿cómo iba a pedirle al padre de mi hija que se esfumara?

Imposible porque una parte de mí lo necesitaba casi tanto como ella.

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