Capítulo 46
ESTELA
La débil llamada de un timbre en el exterior me despertó. Desorientada miré para todos los lados. Me dolía la cabeza y me sentía perdida hasta que comencé a recordar todo lo sucedido...
La ratoncita.
Mis manos volaron a mi estómago, el primer toque me dolió y el segundo no se ejecutó, unas fuertes manos me lo impidieron, tomándome de las muñecas.
–Tranquila, Estela.
Su voz, el letargo de sonido que avanzó por todo mi cuerpo al movimiento de mi cabeza, de mi mirada y de todo mi ser, siguiendo el sendero del cosquilleo de su timbre.
Andreas...Así que, no había sido un sueño. Ha vuelto.
Esos ojos grises, llenos de matices sentimentales, de una lucha constante y duda, mucha duda, pero en el fondo de toda maleza de reflejos; un Andreas triste, me observaron con atención.
Pensé en el mismo día que vino a por mí para llevarme a casa, donde me ató a la cama y me dijo que no podía dejarme...Qué irónico resultaba ahora.
Las circunstancias eran otras.
No estaba en su casa, sino en un hospital, tampoco estaba atada a la cama, ni menos desnuda, y tampoco tenía a Andreas delante de mí, preparado para castigarme.
Desde luego la situación era muy diferente y los sentimientos de ambos completamente dispares.
Aquel día cuando me desperté pensé lo muy idiota que había sido al abandonarlo, ahora, despierta ante él de nuevo, solo pensaba en lo mucho que odiaba que me tocara, y sin embargo, en vez de retirar su manos de mí, de retirarlo a él o de enviarlo a la mierda, hubo otra cosa que dejó a ese hombre fuera de mi cabeza.
–El bebé...mi bebé
–Está bien –dijo–. La ratoncita está bien, pero debes tranquilizarte. Las dos necesitáis descansar.
Nunca en mi vida había respirado tan bien como en ese instante.
– ¿Está viva?
Andreas sonrió.
–Es fuerte. Tiene muchas ganas de conocer el mundo y a su madre.
Deslicé mi mirada de la suya a mi cuerpo. Ese bulto era evidente, extrañamente un tesoro para mí.
–A mí ya me conoce –pronuncié con amor, pero un amor hacia mi hija, no hacia él.
Andreas desapareció cuando, por tercera vez colocaba las manos encima de mi estómago, arropando a mi pequeña.
–Perdóname por favor. No pude protegerte, lo siento...–sollocé. Casi, casi la pierdo–. Mi vida, lo siento. Esto no volverá a suceder. Te lo prometo, nadie te hará daño jamás, nadie se volverá acercar a ti...
–Yo también lo prometo.
Alcé la mirada y choqué con la suya, con una impresionante ternura, la misma con la que había chocado antes, al encontrarme. Otra vez que pensaba que soñaba.
Me irrité. Esto era algo íntimo entre mi hija y yo. Andreas no tenía derechos a meterse y mucho menos a involucrarse en nuestras vidas.
–No interrumpas una conversación con mi hija...
–Nuestra hija...
–Es mía, no tuya –ataqué.
Su sonrisa se borró.
–Es de los dos...
– ¡No! ¡Es mía!
Esa nuez de Adán subió y bajó. Me observó enfadado. Me dio igual. Él nunca reclamaría a la ratoncita. Nos abandonó.
–Y mía –advirtió entre dientes.
– ¡Solo mía! ¡Mi hija! –insistí gritando.
– ¡Estela, esa niña también es mía...! –gritó tan alto como yo.
– ¡Mía...!
El dolor silenció toda queja, insulto y palabra malsonante que deseaba expresar. Me encogí, sujetándome el estómago con mis propios bazos.
En mi mente recreé a mi hija, entre el calor de mi piel y le dije en silencio que todo estaba bien. Me pareció cantar y por alguna extraña razón recordé a mi madre, en esa misma postura cantándome a mí, cuando era menos que un bebé...
Sacudí la cabeza. El dolor, que momentos antes me mataba, se esfumó. Abrí los ojos. Estaba fuera de peligro, o eso pensé, porque en ese mismo instante Andreas caía encima de mí, arropándome con sus bazos y rompiendo la imagen de madre e hija.
Por segunda vez exploté.
–No me toques –gruñí por la prolongación del dolor
–Mantén la calma.
–Quita tus manos de mi cuerpo...
Lo empujé, deseaba abrir una brecha en el suelo que separara ese cuerpo del mío y del de mi hija. No lo quería cerca, ni siquiera deseaba respirar el mismo aire que él.
–No voy hacerte daño...
–Aléjate de mí –espeté con odio.
Andreas negó con la cabeza y se acercó de nuevo. Con la mierda de fuerzas, penosas, que me quedaban, me arrastré por la cama, evitando un contacto más.
¿Qué hacía aún aquí?
–No lo hagas –advertí con toda la rabia de mi ser.
Se paralizó y tras unos segundos de dudas sus hombros se hundieron, como su cabeza. Su barbilla tocó su propio pecho.
–Vengo con toda la buena intención, he comenzado con paciencia, después de todo quiero ayudarte, pero me lo estás poniendo muy difícil –levantó la cara y me miró directamente a los ojos. Conocía esa cara, ese rostro plausible y clarecido de unas palabas duras que estaban a punto de estamparse en mi cara–. Lo único que conseguirás es que todo termine mal.
–Hace meses que las cosas terminaron muy mal –respondí. Estaba cansada y asqueada de verlo todavía delante de mí–. Me echaste de tu casa, del trabajo, y después me indicaste a tu forma que era una ramera mal pagada. No me vengas con gilipolleces educadas, tu educación y tus palabras solo me sirven para limpiarme el culo.
Los labios de Andreas se convirtieron en una línea recta. Tenso, tomó una intensa bocanada de aire.
–Tú misma te apartaste de mí.
Arrugué la sábana entre mis manos, con los puños cerrados, controlando el impulso de pegarle un puñetazo. Despegué mis labios para contradecir su ataque, pero los pinchazos volvieron.
Marcados, unos detrás de otros, que me obligaron a cerrar los ojos. Cuando pasaron, me encontré a Andreas otra vez encima de mí...
–Debes tranquilizarte. Hablemos con calma.
¿Tranquilizarme? ¿Hablar? ¡Que se fuera a freír espárragos!
–Pierdes el tiempo, ni siquiera comprendo qué haces aquí a parte de causarme dolor.
–Eso no es vedad.
Mi cometario había conseguido que uno de los músculos de su barbilla diera un salto, señal de que no le había gustado nada.
Levanté la barbilla.
–Yo estoy en la cama hecha una mierda y tú; de pie tan tranquilamente.
Andreas cerró los puños con fuerza.
–Yo te traje aquí, gracias a mí, mi hija está viva.
Me encogí de hombros. Para mí, su ayuda ahora ya no valía nada.
–Y te lo agradezco, ella también –dije sin sentimientos–. Pero ahora me gustaría que te fueras. A mi hermano no le gustará nada verte aquí.
–Tu hermano está fuera, esperando mi orden para entrar.
Abrí los ojos como platos.
–Y una mierda –espeté.
Ese cerdo soltó una risa sarcástica.
–Tenía que hablar contigo.
–Yo no quiero escucharte.
–No te queda de otra, ratita.
Ratita...
El apodo, ese dichoso nombre me trajo muchos recuerdos. Esta vez el dolor fue distinto, en vez de mi estómago, se me partió el corazón.
¿Cuánto más? ¿Cuánto más se puede resistir?
Tragué saliva y noté como caía una lágrima por mi mejilla.
–Estela...
–Andreas, tu presencia hace que nosotras estemos mal. Me haces daño, a mí y a ella.
–No me digas eso...
– ¡No te acerques a mí!
Se quedó a mitad de camino con los brazos suspendidos en el aire.
–Estela, por favor...
–No.
Su pecho se hinchó y todo su rostro se endureció.
–Bien. Vale. –Bajó los brazos y se metió, impotente, las manos en los bolsillos–. No me acercaré a ti. Me sentaré aquí, lejos– cogió una silla de metal y la dejó justo delante de mí, a dos metros de la cama–, esperaré el tiempo que haga falta para que te relajes...
–Contigo en la misma habitación jamás me relajaré...
–No me pienso ir hasta que no hablemos del futuro de nuestra hija.
Era inútil discutir con una persona tan empecinada en amargarme la vida. Andreas, desde el primer día que me cruzara con él, había complicado toda existencia viviente que me rodeaba.
Decidí no contestar, aunque me costó, el deseo ya no era suficiente, la necesidad de ver su espalda alejarse era más insistente que respirar, y respirar en mi caso era lo más importante, no por mí, porque al final, como él decía mi vida no valía nada, pero sí la que nacía en mi interior, y solo por ella, me callé y esperé a que Sexyneitor, comenzara con ese magnífico futuro.
Con ironía.
Él asintió con la cabeza, puede que orgulloso de mi silencio o simplemente demostrando que había ganado, no lo sé, tampoco me importó. Después se sentó en la silla, dejando caer su espalda en el respaldo y sus brazos en los muslos abiertos, tensos y preparados para saltar.
Tampoco me importó mucho. Si a Andreas Divoua le daba la idea de saltar encima de mí, yo tenía unas cuantas agujas clavadas en mi cuerpo para defenderme. Y pueden que no fueran una buena arma, por lo fino y pequeño de su punta, pero estaba segura de que una bien clavada en un ojo o en las mismas pelotas que llevaba colgando, lo dejarían bien amargo.
–Quiero que nos casemos antes de que nazca la pequeña.
¿Eeeee?
Las agujas y las miles de torturas con ellas y sus partes bajas desaparecieron de mi cabeza como una película fina de humo.
–No.
–Estela...
–No –insistí. Tenía que estar de broma–. Lo que ha pasado no ha cambiado nada.
–Lo ha cambiado todo. Vamos a ser padres.
¿Eeeee?
Esto ya superaba mis límites de la cordura y de la suya.
–Creo que no me entiendes –repuse–. Tú y yo, ya no somos pareja, ni siquiera amigos. Nunca nos hemos llevado bien, y las cosas han empeorado muchísimo. Casarnos por una niña es un error efímero, lo complicaremos todo y la pequeña nacerá en un hogar desestructurado con unos padres que se odian a muerte.
–Correcto; no somos pareja ni amigos, ni nada, pero seremos padres dentro de dos meses. Incorrecto en que nunca nos hemos llevado bien; cuando decidimos estar juntos, para mí, nuestra relación fue la mejor que he tenido en mi vida –dijo, recalcando cada palabra, y no supe si lo hacía para ablandar mi postura o actuaba, pero consiguió que se me cortara la respiración, y mi corazón latiera con el extraño toque de; una pulsación y silencio, dos más, y parada, tres y a tope... Me lamí los labios, y no conseguí pronunciar nada. Andreas no solo continuó, sino qué terminó de inquietar esos latidos–: Y quiero que quede claro qué; yo no te odio.
¿Entonces por qué no has venido a buscarme antes?
Me pregunté, sintiéndome débil.
– ¿Confías en mí? –pregunté de repente.
– ¿Qué quieres decir?
–A si me crees cuando te digo que no hubo nada entre Lloyd y yo.
Andreas dudó y se pasó las manos por la cabeza, no retirándose el cabello, más bien fue un auto-reflejo, unos segundos para pensar que decir o como decir las palabras adecuadas.
–No te puedo prometer que lo olvide con facilidad...
–Maldita sea, Andreas, aun crees que sucedió algo. ¿Cómo me voy a casar con una persona que no cree en mí?
–No me caso contigo por que quiera, no es una propuesta como la otra, Estela. Nuestro matrimonio será un asunto legal para que mi hija tenga el apellido de su padre y todos los derechos que le corresponden. Por supuesto tú también. A mi cargo a ninguna de las dos os faltara algo, no tendrás la obligación de volver a trabajar. Tu única faena será mi hija, criarla, amarla, protegerla y...
–Y mierdas. ¿Se te va la cabeza?
Bufó y se encorvó hacia delante.
–No. Todos saldremos ganando.
–Nadie gana, solo tú...
– ¡¿Has oído algo de lo que te he dicho?!
– ¡Todo! Y me parece increíble que te creas que voy acceder.
Andreas se levantó de la silla, caminó un poco, con ese andar marcado, señalando que él está por encima de todo, exudando prepotencia con cada movimiento y enseñando cada músculo de ese definido cuerpo.
Se frenó justo a los pies de la cama y apoyó, de forma intimidante, las manos en la tabla de metal que sobresalía.
–No es opcional, Estela –anunció con esa voz autoritaria que me sacaba de quicio–. No vas a decidir nada. Te acabo de exponer tu vida y la de mi hija.
–Y has creído equivocadamente que yo accedería de inmediato –dije con sarcasmo–. Sinceramente eres todo un personaje.
Andreas no gesticuló en función de sentirse molesto.
–A parte de ser una irresponsable, sabes tan bien como yo que no tienes nada que ofrecerle a esa vida. –Mamón–.Yo os doy todo lo que tuve en la vida y más.
–Pero no lo principal –añadí, señalando lo que una pareja necesitaba, amor, y eso Andreas no me lo daría.
–La calidad no tiene que ser emocional.
Escupí el aire con fuerza.
– ¿Y cómo se supone que debo devolverte todo lo que me des?
Conocía demasiado a Andreas para saber que contenía una de sus perversas sonrisas. No pude evitarlo y me estremecí, por suerte él no se dio cuenta.
–No necesito nada, pero de todas formas, ya llegaremos a unaresolución más adelante...
–No voy acostarme contigo.
Sus cejas se alzaron.
–Te puedo asegurar que no pienso en eso.
Me mordí la lengua.
Una realidad constaba en toda esta conversación, una verdad que no pensaba sumir. Lo amaba, sí, nunca había dejado de hacerlo, pero, no volvería con él.
–No quiero volver contigo.
–No tienes elección. Tienes una vida que es tan mía como tuya. Tengo derechos sobre ella.
–Pero no sobre mí.
Dejó caer la cabeza hacia delante y unas mechas se balancearon en su frente.
–Nada se va a solucionar con facilidad, ¿verdad? –Alzó la cabeza y me miró–. No piensas poner de tu parte.
Se fuerte.
–No. Me abandonaste, me dejaste en la calle con un bebé...
–Tú mentiste antes sobre el bebé, me dijiste que era una broma...
–...te largaste con mi prima –continué sin hacer ni caso a su voz o a su rostro o a sus ataques–, con esa mujer que verdaderamente te dejó por otro...
–No me largué con Renata, no tengo nada con tu prima...
–...y ahora me exiges una tapadera de matrimonio para gobernar lo mejor que tengo en la vida, a cambio de esa mierda de dinero del que presumes tanto.
–Es un bien para los tres...
–...Anda y que te den. Métete cada billete por el culo...
– ¡Muy bien, será por las malas! –gritó, haciendo que de repente se helara toda la habitación.
Tragué saliva.
–Adelante, comienza amenazarme, maldito cabrón de mierda.
El impacto de esa cara, fija en la mía con los ojos ardiendo y una expresión en sus labios ligeramente abiertos, torcidos en media sonrisa de lo más falsa, consiguió pertúrbame.
Andreas se cruzó de brazos y comenzó:
–Estarás bajo la supervisión de mi propio personal hasta que nazca mi hija, ellos se encargaran de ti, de vigilar que no te levantas de la cama y pones en peligro esa vida.Les daré carta blanca, es decir; que te aten a la cama si hace falta. Después, cuando des a luz, yo me quedaré con ella...
– ¿Qué?
Andreas, aun con mi interrupción, levantó una ceja y se atrevió a sonreír de lado.
Era el reflejo de un capullo sin corazón.
–Que yo me quedaré con la pequeña, pero tranquila, te daré un buen cheque, simplemente, antes firmarás unos contratos...
– ¡No! No pienso renunciar a ella.
–Ni yo –me amenazó–. Con lo cual, sino aceptas mi propuesta de matrimonio o el convenio de tutela, te la quitaré por las malas. Ya te lo he avisado
La presión de mi pecho fue tan fuerte que me mareó, de pronto, todo comenzó a darme vueltas.
–No lo conseguirás. S-soy su madre, la ley está de mi parte...
La carcajada que soltó me cortó de golpe e hizo que todos los pelillos se me pusieran de punta.
–La ley ha cambiado mucho, además, yo la puedo cambiar, tengo razones para hacerlo.
Su forma de hablar era espeluznante. No era mi Andreas, ese hombre carecía de amor, de juego y de pasión, se había convertido en un monstruo.
– ¿C-cómo? –pregunté con la voz trémula.
–Abnegando e informando al asistente social de la desastrosa mierda de vida que has llevado y que llevas. De cómo actuaste cuando te enteraste de que ibas a ser madre; fuiste a una clínica a deshacerte del bebé. – ¿Qué? Lo sabía, y eso me valió para cerrarme la boca de golpe. Él continuó–: Me conoces, sabes que puedo arruinarte la vida, tengo dinero y poder para ello. Puedo añadir a ese currículo de pacotilla y peligroso que tienes, unas cuantas mentiras exageradas que te compliquen de por vida.
El pulso se me aceleró, y fue raro, porque la sangre no me circulaba y mi cuerpo permanecía congelado.
Miré la cuestión principal de esa pulla, de ese remoto castigo al que me enfrentaba con Andreas y sentí como mi hija se removía.
¿Inquieta como yo?
Puede que ese hombre tuviera poder, dinero, inteligencia y mil cosas más, pero yo era una madre, una leona y nadie en este mundo me quitaría algo mío.
Apreté los puños y levanté mi vista en su dirección. Le mostré cuan rabiosa estaba, lo muy dolida que me había dejado todas sus amenazas y, principalmente le mostré la clase de mujer peligrosa que era.
–Resulta inquietante escucharte –mi voz fue dura pero clara–, y no te tengo miedo. Haz lo que tengas que hacer, yo también lo haré. Lucharé por ella, y te aviso, voy a ser letal–. Los rasgos de ese rostro palidecieron, me vanaglorié y mucho más altiva que antes, continué–: Usa tus armas; engaña, mete toda la mierda que puedas, que no podrás conmigo. Voy a por todas –recalqué–. Nos veremos en los tribunales.
– ¿Estás dispuesta a llegar hasta ese término?
–Por mi hija sí.
Durante unos segundos se palpó un silencio inquietante, casi más helado que antes. Una tensa atmósfera que fue cortada por la bocanada que tomó Andreas.
–De nuevo, tú tomas el camino erróneo.
–No. Lo tomas tú. Y ahora sal cagando leches de mi habitación.
Andreas se tensó y la furia se dibujó en su cara.
–No me des órdenes –farfulló entre dientes.
Ya era hora de sacar la basura.
Estaba claro que él por su pie no se largaría tan fácilmente, así que opté por lo drástico, aunque fuera a formar una escenita, es más, yo me consideraba una experta formando escenitas.
– ¡Luther! ¡Luther! ¡Socorro! –grité.
Y ahí mi locura. Andreas abrió los ojos, la boca y miró espantado la puerta y a mí.
– ¿Qué haces? –preguntó, horrorizado.
Le dediqué una mirada furiosa.
–Sacar la basura –dije, antes de volver mi vista a esa puerta– ¡Seguridad! ¡Socorro!
–Cállate.
Sus manos se apoderaron de mis antebrazos y desesperado comenzó a sacudir mi cuerpo. No dejé de gritar, cada vez más fuerte, unos gritos que se unieron con las suplicas de Andreas en que parara y me callara. No obedecí. Grité hasta que me quedé sin voz, al tiempo que luchaba por quitarme esa armadura de encima.
– ¡Estela, basta!
– ¡No me toques!
No sé si fue la adrenalina, la inercia o mi estado enfermo, pero un pedazo de mi cabeza, una parte de mi cerebro que funcionaba realmente bien, consiguió mandar una orden a mi brazo derecho y dos segundos más tarde; mi puño golpeaba su labio inferior.
Me dolió, grité más fuerte, pero al menos conseguí que él me soltara y retrocediera, es más, conseguí unos segundos para esperar a mi ayuda.
El primero en atravesar la puerta fue Luther, quien sujetó a Andreas y de un empujón se lo ofreció a los de seguridad. Dos armarios empotrados que entraron como toros a una plaza y se lo llevaron.
Durante un largo minuto observé la espalda de Andreas, revolviéndose entre esos dos mastodontes, tratando, en balde, de deshacerse de los cuerpos que se lo llevaban, mientras me gritaba, lanzaba mi nombre a gritos con ansiedad.
Suspiré y noté el anhelo, la necesidad y algo dentro de mí rompiéndose completamente, quedando en nada.
– ¿Estás segura de lo que acabas de hacer? –preguntó Luther con tono suave.
–Sí –contesté, con la voz estrangulada.
Por lo visto estaba llorando, por un desgraciado lloraba, por alguien que no se merecía nada.
–Le has declarado la guerra a una persona que necesitas.
Me volví hacia mi hermano, parecía preocupado.
–No lo necesito –dije, y me lo dije a mí también, la cuestión es que, yo misma no me lo creía–. Te tengo a ti.
Y pronto a ella.
Luther no dijo nada más, pero su aspecto demostró lo muy equivocada que estaba. Andreas estaba dispuesto a todo y yo no tenía nada en mi poder con lo que luchar.
¿Qué iba hacer?
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