Capítulo 34
ESTELA
Por suerte para Andreas el mosqueo se me fue cuando entré en ese precioso restaurante "58 de la Torre Eiffel" una asombrosa belleza de arte. Luz dorada, decorado con lujos y detalles nada extravagantes, simplemente cantarines para mí, normales para mi acompañante ya que, seguramente estaría más que acostumbrado a rodearse de elegancia que yo.
Andreas era así, desde el primer momento que lo vi hasta ahora continuaba pensando lo mismo. Ese hombre era pura elegancia, estilo y tendencia. Admirado por las mujeres y envidiado por los hombres, ya te digo que sí.
Nuestra entrada no fue llamativa, no al menos para mí, pero siempre lo era para él. Andreas cantaba más que un gallo al amanecer. Su apariencia siempre perfecta e intachable marcaba la diferencia entre todo. Los ojos de las mujeres se deslizaban por su cuerpo, desde su corte de chaqueta, esos pantalones que le caían como una segunda piel, hasta el cuello de la camisa abierto, los primeros botones, como siempre abiertos, mostrando carne dorada y dura...mmmm. Había dejado la corbata encima de la cama, seguramente el nudo se le atravesaría.
Después, cuando sus ojos habían visto una deliciosa constitución llegaban a su rostro. Mi chico, de ojos grises y labios carnosos había sido bendecido con la belleza erótica, una de sus sonrisa te estremecían y una de sus duras y fijas miradas te mojaban de arriba abajo. Andreas conseguía que experimentaras toda clase de síntomas, desde el cosquilleo en el vientre, la presión en las piernas y el corte de respiración, luego, cuando te dejaba más que perturbada, tan sólo podías morderte el labio y añorar que un trozo de él se deslizara por ti.
Dios, Andreas era un maldito sueño húmedo, una película no porno, más bien de alto voltaje que rayabas de tantas veces que la veías, y yo, tenía la suerte de decir que era todo para mí.
Suerte o destino, cual fuera, pero estaba de mi lado.
Oh, sí, sí, sí.
Sonreí, hacía tiempo que no era tan feliz.
– ¿Y esa sonrisa? ¿Has visto algo gracioso?
Deslicé mi mirada de su cuello a esa abertura que dejaba la camisa y que mostraba una piel dorada, me llené de ese color, de esa textura antes de volver a su rostro. Una de sus cejas se levantaba con picardía y en sus labios se mostraba media sonrisa de pillín.
–A ti –contesté.
Frunció el ceño.
– ¿Te resulto gracioso?
Me lamí los labios, no por provocar, sino para encontrar la forma de mojar mi boca. Mi garganta estaba muy seca, aunque tenía otras partes del cuerpo muy mojadas. La nuez de Andreas subió y bajó.
Mmm...que tentador.
–Debe de ser eso –incité–, cada vez que te miro, me entra la risa.
Su frente se arrugó al mismo tiempo que su sonrisa se borró. No quería provocarlo y menos esta noche. Notaba la incomodidad de esta reunión desde que se enterara, por suerte, nuestra tarde de sexo, mejoró, por un par de horas su estado emocional, después de correrse y espabilarse, los nervios llegaron de nuevo.
–Sigues enfadada –afirmó, no lo preguntó–. ¿Te va a durar mucho la tontería?
Me encogí de hombros.
–Mi enfado depende de ti y de cómo te portes esta noche.
–Estoy siendo muy bueno, Estela.
Apoyé los codos en la mesa y dejé mi barbilla posando en los nudillos de forma adecuada, casi profesional. Andreas ladeó la cabeza un poco.
–Eres algodón de azúcar, trabragas.
Él sonrió mostrando sus dientes.
–Algodón de azúcar –murmuró con tono seductor–, me acabas de dar unas muy malas, malísimas ideas con el algodón de azúcar, tu cuerpo y mi boca.
Me estremecí.
–Me gusta como suenan tus malas ideas –dije.
La sonrisa de Andreas se amplió pero no pudo añadir nada más porque en ese momento apareció el camarero con la botella de vino y nos cortó el hilo sensual que acabábamos de tejer, sin embargo, no pudo cortar las miradas o los pequeños toques con las manos encima de la mesa o los pies por debajo.
–Perdón –llamó al camarero antes de que se fuera–, traiga un plato de aceitunas.
Aceitunas. Recordaba que eran parte de mi consuelo. Andreas, ¿Cómo no voy a quererte?
Durante este tiempo me lo había puesto tan difícil odiarlo que cada día lo quería más, mucho más.
–Por supuesto.
–Añade unos cuantos pepinillos –dije.
– ¿Pepinillos? –preguntó Andreas, con ceño.
Me encogí de hombros.
–Sí, me apetecen de pronto.
Ya no dijo nada más, conforme, se arregló las mangas de la americana y acomodó su espléndido cuerpo a la silla.
El camarero trajo ese delicioso plato auto-ayuda y llenó nuestras copas, después, como un profesional desapareció enseguida, tan rápido como yo me metía el primer pepinillo en la boca.
La intención no entraba en mis planes pero al ver como Andreas tragaba saliva con dificultad y apretaba el mantel con ambas manos, agarrándose a la orilla como si se fuera a caer de la silla, supe, inmediatamente que le encantaba ver cómo me metía esa verdura por la boca. Por eso y porque mi loba interna era eso mismo, una zorra sin contemplaciones, mi degustación se alargó temerosamente y con estilo perjudicial para la salud.
Cuando el pepinillo desapareció entero dentro de mi boca, a mi acompañante casi le da algo.
–Eres cruel, ratita –mencionó, con voz fatigada.
Me lamí los labios, tres dedos y fui a por otro pepinillo.
Andreas también se lamió los labios, de forma pasmosa, un acto en el cual casi repito la misma frase que él, sólo qué, cambiando lo de ratita por; ratón, y tomó su copa para ahogarse en su propia agonía.
Quise reírme, pero en ese momento continué observando y los detalles fueron de; mátame rápido porque no crea que pueda resistir mucho más la cena.
Ver a Andreas beber de su copa fue como sentirme vino por un momento deslizándome por su cuerpo, siendo saboreada por su lengua y rozado por su boca.
Me estremecí de nuevo y decidí que era hora de cambiar de tácticas, porque si dejaba que los impulsos por arrancarle la ropa continuaran, mala cosa. No me parecía correcto liarla de mala manea en un lugar tan pijo, aparte de que, a don perfecto, no le gustaría mucho protagonizar una peli porno en directo delante de toda esa gente estirada.
Cambia de tema antes de que sea demasiado tarde.
Sí.
– ¿Eres griego? –pregunté de sopetón.
– ¿Qué?
–El otro día, en nuestra animada conversación en los baños de la oficina me dijiste que eras griego.
–Sí. Lo soy.
Mi confusión pareció agradarle.
–Pero tu apellido es francés.
Andreas sonrió con suficiencia. Por lo visto no era la única mujer que le preguntaba eso.
–Mi padre es francés, el resto somos griegos como mi madre, hasta mi sobrina es griega –añadió con una sonrisa–. Cuando mi hermana cumplió tres años nos mudamos.
Habló con cariño, mucho cariño y me recordó el día que me habló de su familia.Aunque tuviera quejas, en su voz se reflejaba lo mucho que los amaba a todos.
–Grecia debe de ser preciosa –dije.
–Lo es. Algún día te llevaré. Mis padres tienen una casita de verano al lado del mar.
Se me encogió el pecho, me entraron cosquillas por el estómago y... me entraron arcadas.
Maldito jet lag.
Tomé la copa con el vino y le di un trago. Fue un alivio instantáneo.
Últimamente tenía el cuerpo muy revuelto. Algo normal. De no comer todos los días a de pronto poder: almorzar, merendar y comer fruta después de cenar -Ohuo-, era un milagro, y con eso mi estómago estaba de fiesta continua, rechazando la comida vulgar que continuaba en mi dieta, para admitir únicamente la comida de diseño que me obligaba a comprar el caprichoso de Andreas.
No. Mi estómago no era tonto.
La primera vez que vi el precio de una simple caja de cereales de marca me quedé enganchada delante de la estantería -exactamente delante de la etiqueta que marcaba el precio- más de media hora. Flipante. Sólo con decir que si ese paquete lo vendía en el mercado negro, adoptaría unos zapatos en rebajas que nacieron en Italia.
En fin. Sin embargo, había adoptado a una princesita que había nacido en Grecia.
Sonreí y miré a Andreas, observaba todo cuanto nos rodeaba con un extraño sentimiento en los ojos.
Me gustaba mi adopción.
Dejé a un lado a la princesita y clavé los ojos en el contenido de la copa. El rojo del vino resaltaba más con las luces blancas que nos rodeaban. Lo balanceé sin comprender muy bien mis movimientos, y de ponto, palidecí al ver ese color sangre.
Dejé con cuidado la copa encima de la mesa e hice un repaso mental a la última vez que mis bragas se mancharon de sangre.
Casi tres meses desde la última menstruación...
¡Joder!
Tenía más de una falta, pero no podía estar embarazada. Era técnicamente imposible.
Me había tomado dos píldoras del día después y Andreas se había cuidado, hasta que reanudé mi píldora diaria. Me había cuidado, esto tenía que ser un error.
Mi falta de relajación, lo mucho que había cambiado mi vida y la revolución de Andreas habían conseguido trastornar la visita mensual de mi enemiga íntima.
Era eso, por supuesto. Cuando Lloyd me dejó no me bajó la regla hasta dos meses después, a parte, sufría trastornos menstruales de siempre, no era una novedad ni una preocupación.
–Este lugar me trae malos recuerdos –dijo, sacándome de mis pensamientos.
Sacudí la cabeza y dejé mis pensamientos apartados.
No te alarmes, me dije. Céntrate en la noche, en tu acompañante y cuando llegues a casa te haces la prueba por si acaso y verás cómo te ríes.
– ¿Qué pasó? –pregunté, haciendo caso a mi voz interna–, ¿se te indigestó la comida? ¿No te sonrieron después de servirte el plato?
–No...
–Espera, ¿los baños eran públicos y no había zona vip? –exageré con ironía.
Andreas resopló.
–No. Y deja de decir ridiculeces de esas.
–Tu vida es ridículamente lujosa, ¿qué quieres que piense?
El rostro de Andreas se transformó y de la broma, que le resultó de lo más pesada, pasó a estar completamente serio y muy ofendido. Decidí callarme y dejar de sacar conclusiones locas, para poder permitirle a él dar la respuesta.
–Aquí me declaré.
Zas.
– ¿T-te declaraste? –Se me había cortado el aliento. Prefería lo de antes, cualquier cosa de antes.
–Sí. –Zas, zas–. Me prometí.
Zas. Zas. Zas. Y ¡Zas!
– ¿Has estado prometido? –pregunté con voz aguda.
– ¿Te sorprende?
¿Qué?...Zas... ¡No!
Más que toda una sorpresa, la idea de que Andreas se declarara a otra mujer me quemaba.
–Un poco –disimulé, penosamente.
–Pues sí, me enamoré y me declaré. –Gruñí, por suerte él no me escuchó–. En aquel rincón–. Señaló el lugar, un sitio muy a la vista pero adecuado, románticamente hablando, para pedir la mano de una mujer–. Antes las mesas eran más privadas, ahora, todos están muy a la vista.
Tragué saliva y bajé mis puños, escondiendo esa muestra debajo de la mesa.
– ¿Y qué pasó? ¿Te lo pensaste mejor? –mi voz continuaba igual de aguda.
–No.
– ¿Te agobiaste y te diste cuenta del error?
–No. –Me dedicó una mirada irritante. Vale, calla ya Estela.
–Perdón.
Andreas sacudió la cabeza y continuó:
–Dos meses antes de la boda ella me dejó por otro.
Fruncí el ceño y me mordí el labio para no sonreír.
–Vaya. Lo siento.
No. No lo sentía nada.
–No lo sientas, cariño. –No lo hacía, cariño–. Ahora veo que si me hubiera casado no te conocería.
–Oh sí.
Andreas se puso serio.
–No. Yo también soy fiel, Estela. Cuando amo a una mujer no hay cabida en mi mundo para otra.
Cuando amo a una mujer...
– ¿Qué quieres decir?
–Pues... –Andreas se interrumpió en el mejor momento, su mirada estaba fija en la entrada–. Ahí está Young– dijo, a la vez que se levantaba de la silla, pero antes, me dedicó una mirada seria–. Por favor, compórtate, ese tío es un payaso estirado, cuanto menos hablemos, antes pasará esto y antes estaremos en la habitación del hotel.
Sí.
Me mantuve callada, educada y sonriendo, como si me hubieran cosido las comisuras a las mejillas y contestando puntualmente y concisa cada pegunta de ese hombre. Me costó lo mío. Si el día que conocí a Andreas me pareció lo peor, este era el maldito demonio encarnado.
Un auténtico cabrón. De su boca salía insultos petulantes y tenía una forma de hablar asquerosamente educada para un esclavo. Sin embargo, fue increíble el aguante de Andreas, solo en palabras ya que tanto la tensión de su cuerpo como su voz -yo conocía bien ese control- estaba a punto de explotar.
Media hora más tarde puede que el castigado, sentado en su silla, con la babilla alta, los labios convertidos en una línea recta y las manos como puños, contestara a ese idiota con cortesía pero yo, estaba harta de su egocentrismo y de ese acento marcado que le salía cada vez que se dirigía a Andreas y a su empresa.
Ataqué sin piedad y sin que mi cerebro pensara mucho en las repercusiones, pero es que nadie se metía con mi hombre.
– ¿Estás escocido, payaso?
¡Toma ya!
Yoyo (apoderé porque no recordaba su nombre de pila) cesó de hablar de golpe y se giró cara mí, con lentitud y con el rostro completamente confundido. Su sequito, dos hombres con apariencia similar a Yoyo, también me miraron incrédulos, el único que pareció flipar fue Andreas, pero que podía decir, Sexyneitor me conocía demasiado bien y él sabía de sobra lo que estaba a punto de suceder.
– ¿Disculpa?
Por supuesto, yo sí que te lo voy a traducir, pensé.
– ¿Qué sí te has pillado los pelillos de las pelotas con la bragueta?
–Estela...
–Andreas –interrumpió Yoyo, ruborizado–, ¿quién es ella?
–Andreas –interrumpí, utilizando su mismo tono de voz–, ¿quién es esté idiota, incapaz de concederte el respeto que te mereces?
El idiota se volvió de nuevo hacia mí. Me mostró su ego, su mentón alto y sus ojos a punto de estallar.
– ¿Me habla de respeto la chiquilla que no lo demuestra?
–Señor Young, contrólese –dijo Andreas, con una voz amenazante capaz de cortar el hielo.
– ¿Esto es por lo que me has citado? ¿Para que una vulgar mujer me falta el respeto?
–Más respeto, Young...
–Vulgar lo serás tú, amorfo engendro seco –espeté.
–No tengo que aguantar esto.
Yoyo intentó levantarse e inmediatamente lo detuve clavando el cuchillo en la manga de su americana y la mesa. Sus empleados que ya se habían tirado casi encima de mí se quedaron paralizados al ver el movimiento, yo estaba muy tranquila, vale, puede que el corazón me fuera a mil por hora por la locura que acababa de cometer, no obstante, quise darme palmaditas en la espalda por mi buena actuación y sobre todo por mi buena puntería.
Por los pelos no dejo a ese bastardo sin dedos.
–Quieto ahí –ordené, clavando mis ojos con dureza en él, Andreas miró ese cuchillo y después a mí con los ojos abiertos como platos, me dio igual, a éste tío iba a ponerle los puntos sobre las "i"–, llevo toda la noche escuchando un espectacular proyecto que le está presentando el señor Divoua para dar otra vuelta a su negocio, y todo para que un viejo metido en su mundo no sólo lo rechace, sino que encima, se atreve a juzgar dicha oferta porque se cree superior a todo y se piensa que no hay ninguna empresa mejor que la suya...
–Estela...
–...Pues siento decirle que, por mucho capital que tenga, Divoua ha prosperado mucho con los años sin su ayuda, no necesitan la calderilla que usted les puede dar.
–Estupendo, porque la reunión ha terminado.
Yoyo trató de quitarse mi presa de encima pero se lo impedí. No había terminado.
–Otra cosita, una pequeñita –dije.
– ¿Sí?
–Estela... –insistió Andreas.
Ni caso.
–Que le den mucho por culo –terminé, con una sonrisa de oreja a oreja y quitando, como si fuera una asesina a sueldo, el cuchillo del brazo.
Cinco segundos después, Yoyo se marchó con sus lame-culos y yo me choqué con el rostro de Andreas. En ese instante me di cuenta de la locura que acababa de cometer y de que, otra vez, como siempre, abría la boca demasiado.
– ¿Crees que has actuado bien? –preguntó.
Suspiré, intentando no dejarme llevar por esos deliciosos ojos grises.
–De pena, –levanté la vista y lo miré...Que hombre más guapo–. Lo siento. Te prometo que no era mi intención fastidiar tu reunión. Sé que es trabajo, y de verdad que lo siento. Ahora no conseguirás ese contrato por mi poco aguante contra gilipollas como esos, pero es que, el muy payaso...me ha entrado ganas de reventarle los huevos de una patada.
–Sinceramente, después de lo del cuchillo, creo que lo has dejado sin pelotas...
No terminó la frase porque una larga y escandalosa carcajada se escapó de sus labios. Al escuchar ese sonido sentí un alivio instantáneo.
–Lo siento.
–No pidas perdón, ratita, ha sido lo mejor de toda la noche.
Andreas me guiñó un ojo y luego alargó su mano para ayudarme a levantarme de la silla. Lo seguí hasta fuera del restaurante, fuera de la torre y una vez en la calle me abrazó. No dijo nada y aunque estaba genial entre sus brazos sentí un pequeño remordimiento por mi acto.
– ¿Qué sucederá con tu padre?
–Que, con un poco de suerte, no insistirá más con este contrato, por añadirle que el señor Young, no volverá a cogernos el teléfono.
Andreas sonrió de lado, con cariño, con mucha ternura. Casi hace que me derritiera...Bueno, lo hizo.
– ¿Te traerá problemas? –insistí.
–Estela, Young se puede meter su ego por el culo.
–Pero...
–No le des más vueltas, quédate con qué; me has alegrado la noche, ¿Por qué esta vez sí que me defendías a mí?
–Sí, esta vez sí.
Bajó la vista y me miró con ojos centelleantes.
–Me la ha puesto muy dura ese jodido ataque de leona.
Abrí los ojos sorprendida por tal definición. Puede que Andreas fuera un completo chico educado, de buena familia y un perfecto hombre de negocios, pero cuando uno de sus groseros comentarios salía de su boca, yo veía al auténtico hombre. No obstante, puede también que ese lado oscuro fuera obra mía.
–Soy una mala influencia para ti.
Una de sus cejas se levantó.
– ¿Es una pregunta trampa?
–No –contesté, y me di cuenta de que había dejado de respirar–. ¿Volvemos al hotel?
Andreas dudó pero finalmente me tomó de la mano y me empujó para que caminara a su lado.
–El coche está...
–Quiero dar un paseo contigo hasta el hotel –me interrumpió.
Frené en seco y lo obligué a que me mirara.
–Andreas, llevo tacones.
Miró aquello que le señalaba y algo se le pasó por la cabeza, algo que no pude traducir pero sabía que era bueno. Jamás me había mirado con esa calidez. Una absoluta emoción me embriagó completamente.
–Sabes que nunca hemos tenido una cita –dijo, y fue toda una sorpresa.
Desde que nos conociéramos nuestra relación se había basado únicamente en arrancarnos la yugular, la cosa de pedir salir quedaba tan lejano como estar con él ahora mismo en Paris, disfrutando de una preciosa noche cálida y notando como el corazón se me salía del pecho al ver la belleza del hombre que amaba.
Sonreí.
–No –ronroneé, acercándome un poco a él–. Tú y yo comenzamos la guerra por la espalda, dando estocadas a traición y en lugares públicos, o aprovechando fiestas privadas, en casas de desconocidos, inducidas por las drogas, –no pretendía ofender, únicamente bromeaba–, antes de llegar a un parlamento de paz.
–No me arrepiento de mis estocadas por la espalda, ni de mis ataques o de mi incursión a esa bajada de defensas por tu parte. Fue increíble, pero siento que nos falta algo.
– ¿Una primera cita?
–Sí.
– ¿Y qué quieres hacer ahora? ¿Reconstruir una cita?
–No, ahora te voy a llevar al hotel y convencerte para hacer realidad mi segunda fantasía sexual contigo, después, cuando te recompongas, continuaremos haciendo tanto el amor que ambos terminemos consumidos y convertido en muertos vivientes.
–Guau... Vámonos al hotel, Sexyneitor. No llevo bragas y las piernas se me están mojando.
Soltó una carcajada con la garganta estirada, mostrándome esa deliciosa definición de su cuello y clavícula, luego, de pronto, rodeó mi cintura y de un tirón me empotró contra su cuerpo.
Vale, yo estaba mojada, pero mi chico estaba muy duro, tan duro y alargado como la Torre Eiffel.
–No obstante, quiero que quede clara una cosa; cuando regresemos a casa, tú y yo, –acarició mi mejilla con delicadeza–, nos arreglaremos, te sacaré de casa, te llevaré a un buen restaurante, después a bailar y disfrutaremos de nuestra primera cita.
Fruncí el ceño en gesto dramático y falso.
– ¿No habrá sexo?
–Sí, antes de salir de casa y después. ¿Crees que me puedo controlar?
–No, viejo verde. A veces pienso que tu pene, manda más que tú.
–Realmente es como una orquesta. Tú marcas los tonos altos y los bajos y ella, te sigue.
Mmm, interesante.
–Vale, pues ahora marco un La sostenido. –La frente de él se arrugó sin comprender–. La loba tiene hambre.
Me di la vuelta para reanudar el camino y dar de comer a mi zorra interna ya que, con tanta guarrería se había puesto a berrear, pero Andreas me frenó, interrumpiendo mi paso y volvió a tirar de mí. Terminé estampada contra su cuerpo.
– ¿No me quieres dar de comer? –pregunté, mostrando mis irresistibles morritos.
Andreas, por muy difícil de creer, se puso tenso.
–Hay otra cosa.
– ¿Quieres que te suplique, mi señor?
Andreas negó con la cabeza.
–Luego.
Sonreí con deliberada mofa.
–Por supuesto, mi amo. Te rogaré como un conejo asustado, suplicaré de rodillas por un trozo de carne –Andreas tragó con dificultad–, y alabaré con mi lengua cada trozo de esa dura carne que te rodea como si fueras el manjar de los dioses.
–Soy un buen manjar. Lo sé, igualmente me encanta que ese detalle lo tengas claro.
–Que creído te lo tienes.
–Soy único.
Negué y sonreí.
–Qué suerte tengo de tener ese cuerpo a mi disposición.
–La misma que yo, ratita –ronroneó.
Oh sí, que voz.
Andreas parecía tener una soga al cuello, entre lo ronco, la dificultad de respirar y lo mucho que rebotaba su corazón contra mi pecho... A mi chico estaba a punto de entrarle una parada cardiaca.
–Pero antes de ver tus preciosas rodillas en el suelo y tu boca a la altura de mi bragueta, tengo que decirte algo.
Me relajé y apoyé mi mano en su pecho, notando inmediatamente como la tensión de la tela de su camisa cedía bajo mi tacto.
–Habla antes de que se te salgan los músculos de la piel y tu pene reviente los pantalones, Hércules. Haces cara de famélico y la desesperación por montar a esta yegua te está matando. Así que, dilo ya, no quiero terminar en urgencias.
Sonrió, y de nuevo, volvió su ostro serio.
–Las obras de tu cajonera han terminado.
Que gracioso.
Vale, mi casa comparada con la suya era una suela de zapatos, pero tampoco tenía por qué hincar el dedo en la herida.
–Gracias, yo también pienso que mi piso es pequeño, pero tengo otros nombres más cariñosos para ese techo. Igualmente, ¿me estás echando de tu casa?
–No. Hace dos semanas Aaron me dio las llaves...
– ¿Hace dos semanas que lo sabes? –interrumpí incrédula.
Todas las facciones de Andreas se tensaron, marcando claramente su preocupación.
–Sí.
– ¿Por qué no me has dicho nada?
Me soltó y, se pasó las manos por el cabello, tirándolo con fuerza hacia atrás. Di un paso hacia delante, deseando en silencio que volviera a tomarme en sus bazos.
–No lo sé –soltó, sin mirarme.
–Andreas –lo llamé, deseándolo, amándolo y necesitándolo. Él levantó la mirada y algo que vio en mi rostro lo animó a tomarme de los hombros.
–Al principio se me olvidaba y cuando lo recordaba tú no estabas delante. Aunque debo reconocer que no puse mucho empeño en recordar. – Su voz bajó de tono y se notó cierto nerviosismo cuando continuó–; Entonces me di cuenta de que me gustaba verte por casa, que cocinaras para mí...
–Soy buena en la cocina –añadí con chulería.
Él asintió.
–Eres la leche en los fuegos, e incluso mejor que mi hermano, pero...volviendo al tema –añadió y continuó–: También me gustaba compartir el baño contigo, el sofá, la ducha, el jacuzzi...
–Está claro –murmuré, pero Andreas continuó.
–...todas las partes de mi casa. Me gusta llegar a ese ático que antes era frío y encontrarte allí. Eres como la navidad, le has dado calidez a ese espacio que nunca había visto como mi hogar hasta ahora.
Andreas se quedó callado, pensando, analizando sus palabras y supe que faltaba algo, un comentario más que hiciera arder mi corazón.
– ¿Y? –insistí.
–Quiero que te vengas a vivir conmigo.
Bom.
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