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Capítulo 33

    Frustrado, evité estampar el móvil contra la pared.

– ¿De viaje? ¿Adónde? –preguntó Estela.

Salí del baño, con la toalla enrollada a mi cintura y ese aparato en mis manos. Estela estaba en medio de la cama, con mi camiseta de pijama y unas braguitas. Sus pies estaban debajo de su trasero y sus manos trataban de desenredar los nudos de su cabello.Fue imposible no mirar como los pezones se le trasparentaban.

No era una casualidad. Mis camisetas de pijama, algo que no usaba desde que ella vivía conmigo estaban exclusivamente elegidas por mí. Blancas y finas, tan trasparentes que a la luz del sol podía ver cada curva de ese exuberante cuerpo. Sin embargo, en ese instante, la inesperada llamada de mi padre, informando de que mañana salía de viaje, me jodió el buen humor y la alegría de ver esos pechos.

–Paris –contesté.

Estela dejó caer su pelo y se mordió los labios. Ignoré la decepción de su rostro y fui a la cómoda para sacar unos pantalones y una camiseta.

– ¿Cuánto tiempo?

–Una semana.

– ¿Una semana? –peguntó fastidiada. Asentí.

Odiaba la idea de viajar y la culpable era ella.

En dos meses y medio no me había separado de esa mujer, día y noche había convivido con ella en la más extrema cercanía carnal y emocional. La veía en el trabajo, yo mismo la llevaba cada mañana y la traía a casa si nuestro horario coincidía, mi padre ya sabía de nuestra relación, me parecía idiota disimular en cuanto sólo deseaba estar con ella. Mis celos continuaban, sí, pero ella y todo el amor que me procesaba lo había cambiado.

Aunque todavía no dijera nada, me amaba, los actos hablaban por sí solos. Yo también la quería, aunque todavía no sabía cuánto. Pero ahora me iba a perder; ese rostro, su voz, su sarcasmo, sus pullas, su mala leche, sus sonrisas, sus repentinos comentarios sobre lo muy cansada que la dejaba últimamente y su comida. Dios, como la iba a echar de menos durante dos semanas.

Mierda.

Y todo eso no era lo peor. La fatídica notica me empujaba a un contrato que seguro no firmarían.

Llevaba detrás de ese negocio dos años y Young Fu, el director de la empresa se había negado rotundamente con nuestros informes anteriores, todos le parecían vulgares e insuficientes. Mi padre, tenía la esperanza de que ahora, con la nueva oferta ese hombre recapacitara su decisión y, junto con la propuesta de Dante, en ofrecer un mejor servicio, ese japonés estaría completamente satisfecho. Algo que yo dudaba.

Lo conocía y este viaje me resultaba tan inútil como tratar de convencer a ese arrogante y terco empresario.

–Te voy a echar de menos –dijo, haciendo que cayera a la tierra de golpe.

Me volví para mirarla. Estaba abierta de piernas, sentada sobre sus talones con la camiseta estirada para tapar su entrepierna.

Deliciosa.

–Y yo.

Y era verdad.

Había cogido la mala costumbre de verla todos los días, tanto en casa, en la cama, en la ducha y en el trabajo, aunque continuaba sin tocarla durante esas horas, pero el resto lo compensaba con creces. No obstante, cuatro días, con sus soles y sus lunas sin estar con ella, me iba a morir.

Muerte por desesperación.

De pronto, con la camisa en la mano una idea se me cruzó por la cabeza. La miré a ella, la maleta apoyada en la silla y el exterior de la ventana.

La idea se proyectó y se hizo realidad.

Con una sonrisa le devolví la vista a ella.

–Sabes qué –dije–, tú te vendrás conmigo.

– ¿Y tu padre?

–Aceptará.

No aceptó, se negó rotundamente, una negación que me pasé por el forro ya que, Estela y yo estábamos a punto de coger el avión. Cogí el teléfono para dejar todo claro en la oficina y decirle a Sofía que Estela estaba conmigo, que era una decisión mía, luego miré a Estela. Parecía nerviosa, estresada y un poco asustada. Masticaba algo en la boca con ansiedad. Ese sonido llegó a ponerme nervioso.

Apoyé una mano en las suyas, que entrelazadas se presionaban con fuerza y apreté.

– ¿Qué pasa? ¿Todo bien?

Ella se lamió los labios y me miró. Sentí un pequeño estremecimiento cuando leí el pánico en su mirada.

–El avión.

– ¿Te da miedo?

Ella negó.

–Estoy un poco alterada, pero se me pasará.

Vaya, la valiente, provocativa, salvaje y perversa mujer de ojos azules tenía un punto débil. Miedo a lo desconocido.

Algo que me pareció de lo más maravilloso.

– ¿Es la primera vez? –pregunté, con mofa. Ella dio un respingo.

–Sí, soy virgen en esto, ¿qué pasa?

Ahí estaba, la gata sacando las uñas.

–Nada, ratita –me defendí–, no te pongas a la defensiva.

Rodeé con un brazo sus hombros y la acerqué a mí. Abracé con fuerza su cuerpo y apoyé mi nariz en su cabello. El aroma a melocotón entró en mis fosas nasales con el óptimo resultado, aun después de ver lo asustada que estaba, de implantar el deseo en mi cuerpo.

–Todo saldrá bien –dije–. Yo estoy aquí–. Besé su coronilla y después absorbí su dulce olor–. A parte–la retiré un poco, lo mínimo para que me mirara a los ojos–, dicen que los aviones son el modo de viajar más seguro.

Ella frunció el ceño.

– ¿Por qué? ¿Por qué te quedas sin respiración antes de caer?

–No. Porque la probabilidad de morir en un accidente aéreo es aleatoria, sin embargo, en un viaje en coche es una entre cinco millones, casi siete veces más que el riesgo a morir en un vuelo internacional.

–Eso no me alivia, has dicho que el riesgo en un avión es aleatorio...

–Estela –interrumpí–, puede haber una posibilidad entre diez mil millones en que nuestro avión tenga problemas. Pero desde hace unos cuantos años, viajar en avión es mucho más seguro. Confía en mí, he viajado tanto que casi me he recorrido el mundo, y sigo aquí.

–Mala hierba nunca muere –bromeó.

–Eso no ha tenido gracia –dije con ceño, ella se estremeció y terminé sonriendo–.Aun así, te lo perdono. Ves –exageré–, soy el mejor consolando.

–No veas, autentico.

Ella sonrió y dejó caer su cabeza contra mi pecho. Vale, puede que estuviera más asustada de lo que me imaginaba.

–Una posibilidad entre diez mil millones –murmuró.

Acaricié su espalda, de arriba abajo, con los dedos. No conseguí aflojar esa tensión, tampoco la mía, así que opté por otra cosa. Despistarla y hacer que pensara en otra cosa.

– ¿Qué tienes en la boca? –pregunté, recordando el sonido molesto que salía de ella.

–Un caramelo.

–Dámelo –ordené y le ofrecí la mano para que lo tiara en mi palma.

Ella se incorporó, miró la mano y después a mí con ceño.

– ¿Qué?

–Que lo escupas, no soporto ese ruido.

–Está bueno. No me da la gana–se quejó.

–Dámelo.

–No.

– ¡Que me lo des!

– ¡Que no!

Dentro de su aterrador miedo a volar, aun guardaba energías para pelear conmigo. Me gustaba, de una manera especial, pero en esas circunstancias, debía reconocer, como mi carácter demostraba, que siempre y ante todo, me gustaba más tratar de someterla, buscar la forma de vencer, de que ella se enterara que contra mí no podía ganar.

– ¡Joder! –exclamé.

Me incliné al mismo tiempo que tiraba de su cabello hacia atrás, no me costó, Estela se dejó llevar como una corriente de agua. Sus labios fueron puestos en mi boca con tal facilidad que me superaba las ganas de besarla. Me apoderé de esos trozos de carne, para mí, siempre eran míos. Su sabor, como cada día, aun sabiendo cual sería explotó y me llenó de energía. Enredé mis dedos en su cabello e introduje mi lengua dentro de ella. Cuando me hice con el caramelo me aparté y lo tasté en mi boca, saboreando su sabor y el de ella.Una más que deliciosa mezcla.

–Pues sí –dije con una sonrisa–, está bueno. ¿Qué es, limón?

–Es mío.

–Ya no, es mío, y si quieres quitármelo...

Mis palabras se interrumpieron en el momento que ella atrapó mi rostro entre sus manos, del mismo modo que yo había actuado, su boca se apropió de la mía, con hambre, pasión y descontrol para terminar con su lengua retorciendo la mía hasta robarme un gemido y quítame el caramelo. Se retiró y mordió el limón para no volver a darme la oportunidad de volver a robárselo.

Una lástima. Este juego me gustaba.

–Se lo que intentas, pero no lo has conseguido.

–Te he cabreado –ronroneé.

–Pero no lo suficiente.

Me mordí el labio y le di un poco a la cabeza.

–Puedo darte algo que te haga dormir todo el viaje.

Inmediatamente Estela levantó los ojos y esas cuencas azules me miraron esperanzadas.

– ¿Drogas?

Negué con la cabeza.

–Unos cuantos whiskysmezclado con unas pastillas milagrosas –ella sonrió e interrumpí con un dedo alzado–, pero tendrás que disimular. Si se enteran de que te subes al avión borracha, nos echarán.

–Disimular es lo mío, princesita.

Una hora más tarde arrastraba a Estela por la zona de embarcación, por ese largo pasillo que se me hizo eterno hasta llegar al interior, donde la acomodé a una de las enormes sillas de la zona"primera clase", justo al lado de la mía y en cuyo lugar nadie nos molestaría.

No salió de esa nube de alcohol, pastillas para el mareo y alguna adicional -que yo le había machacado en el agua- hasta dos horas después de llegar al hotel. Despertó en la cama, un poco perdida y conmocionada, con un estrepitoso grito que me puso los pelos de punta.

Dejé el ordenador encima de la mesa y fui corriendo a la habitación, que aun en penumbras me mostró su figura sentada en la cama. Corrí las cortinas.

– ¿Dónde estamos? –preguntó bostezando.

–En Paris.

– ¿Ya? –exclamó fascinada–. No me he enterado de nada.

Estela se desperezó y se incorporó en la cama.Enropa interior observé como ese cuerpo se estiraba vertebra a vertebra. Tragué con dificultad.

Mi idea principal era llegar a Paris y disfrutar de esa mujer, ahora ese delicioso cuerpo tendría que esperar, los estragos preocupantes del cliente requerían mi atención.

Ese japonés me iba amargar la existencia.

–Sencillo –mencioné con brusquedad, Estela me miró de golpe, sonreí para recuperar mi postura inicial–. No toleras muy bien el alcohol.

–Mejor que tú, princesa –atacó con la barbilla en alto.

Mi ceja alzada se convirtió en un ceño. Estela tenía mala leche, eso lo sabía yo y todo el mundo quela conocía, pero sus buenos días solían sermás acaramelados, como los de un bebé, cosa que no ocurría últimamente. Sus cambios de humor se producían tan violentamente y a tal velocidad que ya no encajaba los golpes con facilidad.

A veces era tan delicada como una flor y otras pensaba que me arrancaría las pelotas.Por lo visto, esa mañana, mis huevos estaban en peligro.

–Tengo que irme –dije, evitando encontrarme con la buja–. Voy a reunirme con el secretario de Young para concertar la cena de esta noche.

– ¿No puedes solucionarlo por teléfono? –preguntó, mientras se retiraba las sábanas del cuerpo.

La bruja desaparecióy la juguetona entró en acción. Borré mi ceño.

–No –carraspeé. La visión de esas piernas, ejecutaron una maniobra exprés por debajo de mi cintura–. Ese hombre es un perfeccionista. Le gusta dejar las cosas no sólo claras, también bien organizadas y muy controladas.

Estela negó con la cabeza, compartiendo conmigo la opinión y se levantó de la cama.

–Abre la ventana, hace mucho calor aquí dentro.

La jefa mandona también se había despertado con ella. Sonreí, antes de obedecer. Ese trasero se movió delado a lado.

Puede que cinco minutos tarde no me matarían...

–Tráeme algo dulce cuando vengas. Tengo antojo de chocolate.

Alcé una ceja.

–Disfrutas dándome órdenes, ¿verdad?

–Es que eres muy bueno obedeciéndolas.

Estela me guiñó un ojo y cerró la puerta del baño. Negando con la cabeza y suspirando por la interrupción que ya comenzaba a fastidiarme el viaje, salí de la habitación para reunirme con Jeill Mins.

El secretario de Young era casi tan estricto como su jefe, sus respuestas eran escuetas directas y frías, al llegar de nuevo al hotel tenía tan mal cuerpo que en vez de ir en busca de mi ratita, preferí servirme algo fuerte y contundente del mueble bar.

– ¿Te has acordado de traerme algo dulce?

Mierda. Ya decía que se me olvidaba algo.

Me di la vuelta para darle la mala noticia a Estela pero las palabras se me quedaron atascadas en la garganta y la copa a centímetros de mi boca. La ratita se había vuelto a disfrazar de "ratita cochina".

La virgen, se me contrajo un músculo.

– ¿Te lo has traído? –balbuceé

Se apoyó en uno de los pilares que separaban la habitación del salón de la suite con naturalidad.

–No veía razón para dejarlo en casa.

Tragué saliva. Yo tampoco.

– ¿Y qué piensas hacer?

– ¿Yo o tú?

Volví a tragar saliva.

–Supongo que yo, pero me gustaría que fueras más específica.

Ella simplemente sonrió con malicia, coqueta y llena de promesas guarras.

–Estoy muy tensa, no sé qué hacer. ¿Me puedes ayudar?

– ¿Crees que soy tu consolador?

Se relamió los labios, dos veces y de forma seductora. Luego, ese sensual cuerpo se restregó por el pilar de arriba abajo, con las piernas flexionadas y las manos acariciando sus pechos.

–Creo no. Lo eres, nenita.

Y esa insinuación me bastó para ponerme en movimiento y ponernos a follar como conejos, durante un par de horas, casi hasta la hora de la cena, y como no nos bastó, en el baño practicamos otro tanto que terminó en el suelo de mármol, helándome el culo y ardiendo el resto del cuerpo.

El siguiente no se produjo, más que nada porque ya llegábamos con el tiempo justo y ambos nos obligamos a cambiarnos.

Me abrochaba la corbata cuando escuché mi nombre en un grito agónico. Dejé el nudo, crispado por tener que ponerme ese trozo de tela en el cuello y fui a ver qué le sucedía a Estela.

Se encontraba cabizbaja, con el cabello cayendo en cortinilla hacia delante y las manos apoyadas a cada lado del lavabo. Su respiración se aceleraba y me pareció escuchar un sollozo en el momento de acercarme por detrás.

– ¿Estela? –La cremallera la tenía bajada y acaricié ese trozo de espalda desnudo–. ¿Qué pasa?

–El vestido... –se interrumpió y el sollozo se hizo más evidente.

– ¿Qué le pasa al vestido?

–No me cabe –gimoteó como una niña pequeña.

– ¿Estás llorando?

–No.

Mentía.

Sí que lloraba y deseé consolarla, darle un abrazo pero en ese momento no estaba seguro de que Estela lo aceptara. No teníaexperiencia, así que, acaricié su espada de nuevo hasta llegar a su nuca y enredar una enhebra de ese oro en mis dedos. Me lo llevé a la nariz y me embriagué de su aroma.

–Cámbiate de vestido.

–Este es el más elegante...

Su voz se apagó de nuevo tras otro sollozo.

Mierda, estaba preparado para cualquier cosa, para un problema con facturas, un error en un informe e incluso con una avería en el coche, pero no con el equivalente a los cambios bruscos de hormonas de una mujer y sus complejos.

Joder.

Yo la veía estupenda con lo que se pusiera, es más, el modelo que más me gustaba era en carne, desnuda, sin nada que tapara ese cuerpo.

–Estarás genial con cualquier cosa, cariño –animé con voz dulce–. Yo te veo preciosa igual.

Estela levantó la cabeza y me miró a través del reflejo del espejo. Sus ojos se tintaban de rojo, todo el alrededor, con una pequeña ojera abajo y unas pequeñas lágrimas salpicando sus mejillas.

–He engordado un poco –murmuró, débilmente.

–Es normal.

Se giró de golpe y me taladró con los ojos. Las lágrimas habían dejado de caer radicalmente.

– ¿Qué mierda insinúas?

Sorprendido por ese brusco cambio de humor, acaricié su mejilla.

–Ya sabes.

Estela retiró mis manos de su rostro y ladeó un poco la cabeza. Escuché una intensa alarma en mi cabeza, gritándome a voces, pero no le presté atención.

–No. No lo sé.

–La felicidad engorda, y tú...

Esperé a que ella terminará o me dedicara una sonrisa, pero nada en su rostro cambió, ni siquiera continuó. La alarma se intensificó.

Peligro...Peligro.

–Y yo, ¿qué?

–La verdad es que últimamente tragas más que una máquina de juegos...

Me interrumpí de inmediato. Cagarla no era la palaba exacta. Esos ojos me enterraron bajo tierra.

–Serás cabrón.

–Pero estás igual de sexy...

–Ahora no lo arregles.

Me empujó, con fuerza y salió del baño. La seguí mientras recuperaba la conciencia de todo lo que estaba pasando y en como su humor había cambiado sin dame cuenta.

– ¿Te has enfadado?

–No, que va –dijo con sarcasmo–. Sí estoy de maravilla.

De puta madre, pensé.

¿Qué demonios le pasaba?

Normalmente era difícil mantener con ella una conversación, pero hoy. Mierda, la cosa se me escapaba de las manos. Estaba demasiado susceptible.

Seguramente estaría con los detonantes de aviso de la regla, la menstruación causaban desordenes emocionales, me dije.

Intenté acercarme a ella por la espalda, Estela me esquivó como si fuera su enemigo.

–Estela...

– ¿No llegamos tarde para cenar? –preguntó con violencia.

Retrocedí. No es que me causara miedo, pero ese rostro, enfurecido lo respetaba mucho.

–Sí, un poco justos.

–Pues menea ese culo y termina de arreglarte. Tardas más que una mujer.

–Solo quiero saber si estás enfadada...

– ¡Que no!

Después del grito cogió un vestido de la maleta y se encerró en el baño de nuevo. Cuando la vi salir silbé, para mí, el vestido azul oscuro le quedaba mejor que el morado de antes. La ratita, por supuesto, puso los ojos en blanco y pasó por mi lado murmurando uno de sus preciosos halagos.

Luego, en el ascensor la prueba que me faltaba de que sí queestaba cabreada vino cuando intenté meterle mano. Estela la retiró de un manotazo y se cruzó de brazos.

–No toques lo que no puedes pagar –farfulló sin mirarme.

–Luego no me critiques porque te llame...

–Más te vale callar, Andreas –amenazó dedicándome una mirada asesina–, o juro que te restregaras por la pared en todo lo que queda de viaje.

Noche completa. Sencillamente maravilloso.

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