Capítulo 17
ANDREAS
La semana más espantosa, dolorosa y frustrada que había pasado en toda mi vida.
De pequeño, todo lo que quería y pedía se me daba al día siguiente. Y de mayor, todo lo que exigía se me ofrecía con buena cara en cuestión de horas. En mis veintiséis años de vida nunca se me había negado nada, hasta ahora.
Por primera vez se me negaba algo que deseaba más que nunca, y ese deseo tenía el nombre de Estela.
Pero esta vez no era algo que me negara mi padre, mis amigos o mis empleados, esa petición me la negaba yo mismo. Ya que me negaba a ir perdiendo el culo detrás de esa mujer.
Jamás.
Por eso y con todo mi control, mi orgullo y mi fuerza de voluntad, la había evitado. Aunque debía reconocer que el esfuerzo prácticamente me dejaba sin fuerzas y bastante atontado.
Llegué varios días tarde. Llevaba atrasados unos cuantos informes que debía presentar en breve. En una comida con un cliente, no tenía muy claro cómo se quedó el trato como tampoco, por qué había optado, si carne o pescado. Y mi despacho prácticamente se había convertido en mi segunda casa. No salía ni para ir al baño por no cruzarme con ella.
Pero lo peor había sido en la reunión del miércoles. Cuarenta y siete minutos exactos notando su presencia como si nadie más existiera en ese lugar.
Antes de entrar memoricé mentalmente que ella era una silla usada en la que no debía ni sentar mi culo, ni mirar.
Y con esa esperanza entré...
Para darme contra la mesa nada más noté el aroma que desprendía mezclándose con el oxígeno que había en ese lugar. Corrí hasta mi silla, me senté y tapé esa erección que por poco me revienta cuando me fijé en ella, una milésima de segundo, y la forma en que mordía con fuerza el bolígrafo.
Eso fue lo peor, y lo complicó. Mi voz, más brusca de lo normal, alteró a nuestros clientes a que me miraran desconcertados e incitó a que mi padre, con carraspeos, me dedicara miradas incrédulas.
Sobreviví como pude, y nada más terminó, me encerré en mi despacho sufriendo las consecuencias de ser una rata asustada como ella.
El resto de los días me los pasé muy entretenido, metiéndome a tope en el trabajo hasta que el viernes por la tarde, apareció por la puerta Joe y su sonrisa de niño bueno.
– ¿Aún estás así?– preguntó, tomándose el privilegio de pasearse por mi despacho como si él fuera el dueño.
– ¿Habíamos quedado?
Joe se giró y me miró con una ceja rubia alzada, sopesando si mi pregunta quedaba dentro de responderla o enviarme a la mierda.
Amigo, estoy contigo, yo también te enviaría a la mierda.
–Es viernes...
– ¿Y?– interrumpí con ceño.
–BlackJack, copas, dinero y buena compañía –enumeró, levantando un dedo detrás de otro en alto.
Me crucé de brazos y recordé lo que acababa de decir con otras palabras y de otra manera, y por supuesto, con la compañía de una mujer y no la de Joe. Cosa que necesitaba con urgencia. La ratita me había dejado mal cuerpo desde...hacia una semana.
–Lo voy a tener todo con o sin ti, ¿para qué molestarme en salir?– pregunté con voz burlona.
Joe se acercó a mi mesa y apoyó las manos en ella, después, me dirigió una mirada seria que me recordó a un letrado intimidando a un testigo. Algo que no se le daba tan mal.
Mi amigo era uno de los mejores y más jóvenes abogados de divorcios de la ciudad, pero no por defender a la mujer, él era de la rama de defender al hombre y de ese modo conocía a la mujer con intensidad para sacarle toda la información necesaria y ganar el caso.
Todo jugaba a su favor, su plan era siempre perfecto, ya que dicha mujer engañada, cuando se giraba para ver quién era el abogado de su exmarido... Ya no querían saber nada más de él.
Todo un artista fuera y dentro de los juzgados.
–Porque te aseguro que, esta noche será inolvidable. –Su voz se asemejó a la de un asesino en serie.
–Todos los viernes dices lo mismo.
Me apoyé en el respaldo tirando por encima de los papeles el bolígrafo. Joe se incorporó recto y se cruzó de brazos.
–Sí, pero ¿me equivoco?– preguntó con burla, sabiendo la respuesta.
No, nunca se equivocaba, normalmente salir con Joe era algo similar a la película: Resacón en las Vegas, exceptuando en eso de perder la memoria, tenía bastante aguante con la bebida, pero no con el descontrol de la noche.
–Dame cinco minutos –le dije al mismo tiempo que me levantaba.
–Por fin. Mira que eres difícil de convencer –regañó él.
Cuatro horas más tarde, nos apalancábamos en un privado del club Calipso, lugar favorito de Joe. Kety, una muy buena amiga y quien había invitado cariñosamente Joe, estaba mi lado, riéndose de un comentario que, su amiga, un ligue para él, había soltado.
–Voy a la barra, ¿queréis algo más? –preguntó Joe, levantándose.
–Yo lo mismo –dijo Kety, agitando su copa vacía en el aire.
–Y yo –coincidió su amiga, una pelirroja de grandes ojos que no había dejado de hablar desde que nos sentáramos.
Antes de que me dejara solo con esas dos mujeres, cosa que no me importaba porque habían conseguido animarme con gran interés, me levanté.
Me acerqué a Joe, y me arreglé la chaqueta.
–Te acompaño.
Salimos de esas burbujas transparentes y nos acoplamos a la multitud que bailaba a un lado, sorteamos varios cuerpos y finalmente llegamos a la barra. Joe se apoyó en ella, a la espera de que nos atendieran y yo revisé el lugar con la mirada.
–Joder, mira como está esa camarera –indicó Joe, añadiendo un obsceno silbido.
Lo primero que mis ojos vieron fue el culito en pompa que salía de una nevera, la mitad de su cuerpo parecía estar dentro y esas piernas se definían como una copa de cristal hasta formar una perfecta figura. Continué con mi revisión en el momento que ella se enderezó y me regaló el perfil de unos pechos bajo un escotado top que se marcaba tanto -gracias al uniforme que exigía Marisa para sus chicas- como si en vez de ropa, se hubiera pintado la piel.
Por increíble que pareciera, ese cuerpo consiguió que me endureciera completamente, pero cuando di con su rostro se me cortó el aliento y supe porque me había puesto tan duro y había sentido el conocido impulso de empotrar a la mujer contra la nevera.
La curvilínea y exhibicionista camarera era nada más y nada menos que Estela.
Me tensé y le di la espalda para mirar a mi amigo. Joe se encontraba devorándola con la mirada mientras sus ojos y su boca se abrían como un dibujo animado. Apreté el puño con fuerza para no estampárselo en la cara.
–Vamos a otra barra –sugerí, entre dientes. Mi amigo ni me miró, parecía enganchado a esa mujer.
–Ni de coña. Voy hacerme con el teléfono de esa mujer como sea.
Apoyé mi mano en su hombro para llamar su atención. Como no dejara de mirar con esos ojos de salido a Estela, finalmente, le partiría la cara. Pero ni así, estaba casi seguro que si lo empujaba, se agarraría a la barra como una garrapata.
–Joe...
– ¡Hey!– gritó, llamándola mientras agitaba un brazo en alto con desesperación–. ¿Nos atiendes?
No me giré para asegurarme si ella accedía, pero observando como Joe sonreía de felicidad, obtuve mi respuesta.
Maldita sea. Después de pasarme una semana esquivándola y pereciendo en el intento de no mirarla para no volverme loco, ahora no podía hacer otra cosa más que enfrentarme a ella.
–Hola.
El sonido dulce de su voz, con un leve toque de picardía fue como si me echaran cera caliente por el cuerpo, algo delicioso, provocador y un suero que me empujó, como un enfermo a girarme para verla de cerca.
Su voz había hecho que toda la sangre de mi cuerpo descendiera directamente a mi miembro, pero al ver su mirada, ese azul sacado del más puro océano, ya estaba más que preparado para la acción.
Estela, con una sonrisa que hubiera hecho rendirse a toda una patrulla de soldados, se apoyaba en la barra, hacia delante, mostrando una descarada panorámica de ese canalillo. Hice una mueca mientras me recolocaba la bragueta. Por suerte ella solo podía verme de cintura para arriba y eso si se dignaba a retirar los ojos de Joe.
Estela todavía no había dado conmigo.
Me pregunté si a mí me ofrecería esa sonrisa cuando me descubriera, seguro que sí, y...El infierno se congelaría. De todas formas, esperaba que se le borrara, porque ahora no me podía enfrentar a un gesto dulce, me mataría, sin embargo, con la arpía tendría alguna posibilidad de sobrevivir.
– ¿Qué te pongo? –esa petición me puso más duro todavía, e incluso a mi amigo, que le lanzó una mirada de lo más provocativa.
–Me pones mucho guapa, pero comenzaré con un bourbon Escoces, a ver si así se me baja el calentón que se me ha puesto cuando he visto tu culito.
La madre que lo parió.
Ella sonrió, negó con la cabeza y se giró cara mí. Como deduje, su sonrisa se esfumó de golpe y su cuerpo se tensó.
Pero como toda una profesional, actuó a la perfección recuperándose y colocando una máscara en su rostro. No obstante, no pudo tapar el sentimiento de su mirada y como dos razones; la sorpresa y la alegría, pasaron por sus ojos con rapidez antes de mirarme con desprecio.
– ¿Y usted que quiere? –dijo, como un robot.
Me molestó muchísimo que a mí me hablara así mientras que con mi amigo casi le había expuesto las tetas en la cara.
–Lo mismo –contesté secamente.
Sirvió primero a Joe, con descaro. Mi amigo como no era de piedra, tomó la mano antes de que ella la retirara y depositó un beso en la palma, lento y húmedo mirándola fijamente.
La tensión de mis músculos podía comparase con la tensión de mi miembro a punto de explotar dentro de mis pantalones.
Pegué un golpe en la barra, sobresaltando a ambos y clavé una mirada furiosa en ella.
– ¿Mi copa, ratita? –El apelativo lo arrastré con intención.
–Lo siento, se me ha olvidado. Me he distraído con la penetrante mirada de tu amigo. –Se mordió el labio con exageración mientras le dirigía una mirada coqueta a Joe.
Maldita mujer.
Me tensé y pude escuchar con intensidad el gruñido que soltó el muy cabrón a mi lado.
– ¿Qué querías? –repitió, y caí a la tierra en un golpe bestial.
–Un problema frecuente entre los jóvenes, la distracción –pronuncié entre dientes como si fuera una persona centrada en mis cabales y con mucha responsabilidad.
Que cómico.
Yo, muy centrado, sobre todo eso, en cuanto tenía la polla como un martillo neumático y solo deseaba clavársela sin piedad y dolorosamente bien...
Pero era un error. Estela era sinónimo de problemas y una palabra clave para parar y buscar a otra que no me complicara la vida.
–Pero que edad tienes tú, ¿sesenta? –se burló y Joe, soltó una carcajada.
–No, pero comparada con la edad de tu mentalidad, que es la de una niña de quince años, puede que el error sea obvio.
Su buen humor se esfumó.
–Y la tuya es la de un viejo verde, gilipollas –atacó.
Noté la mirada de Joe deslizarse, con incredulidad de una cara a otra.
Sí, amigo, yo también me quedé así cuando la escuché hablar.
–Soy un viejo verde, con buen físico y mucho dinero, buscando a una jovencita a la que llevarme a la cama.
–Sí –se envaró–. Has pasado de la niñez a una vida de viejos; aburrida, sin moral ni personalidad, llena de resentimiento y días rutinarios. Que diversión.
Arrugué la frente.
–Por el tono de tu voz, parece que eso te resienta –provoqué.
–De tu mierda de vida, incapaz de salir de su burbuja de poder para divertirse de otra manera que no sea con lujos por el medio. No.
La mandíbula me tembló y sentí un molesto cosquilleo en la nuca. Pasando de la mano de Joe que se levantaba para tocar mi hombro y calmarme, me apoyé con brazos tensos a la barra y dejé caer toda mi rabia contra ella.
–Ya te gustaría a ti pasar un día de lujos conmigo.
Ella actuó igual, con desafió colocó sus brazos, tan flexionados como los míos en la barra y de nuevo, me mostró el escaparate de dos montes redondo sujetos por una fina camiseta.
–Prefiero beberme un batido mediocre de vainilla bajo un puente, que champagne del caro en un barco contigo como compañía.
Tragué saliva.
–El desprecio es mutuo.
– ¿En serio? –Ironizó y ladeó su cabeza con descaro, esos pechos se movieron y casi pierdo el sentido–, pero si yo te adoro –exageró mucho más, colocándose una mano en el corazón.
Aguanté la respiración.
–Yo te odio –dije ronco y perturbado.
Puso un delicadoy delicioso mohín en sus labios y espoleó sus pestañas...Que alguien me diera una bolsa para el mareo, iba agonizar como esa mujer no se estuviera quieta.
La virgen...
–Una lástima, y yo que quería ayudarte en todo, porque supongo que, el hiato te lo has dejado en casa, al lado de la bombona de oxígeno y las cien cajas de viagraque necesitas para hacer que la salchichita se te levante.
Escuché una exclamación contra mi oreja. No pude ver la cara de Joe, pero notando como otras caras nos estaban mirando supuse que mi amigo estaría flipando.
–Bueno, tú te has dejado los pompones y el lazo de la cabeza en casa, estamos en paz. Así que, si quieres, luego te cruzo la calle para que puedas coger el bus.
–Si quieres que te sirva de bastón para cruzar la calle, dilo claro, atontado.
Sonreí con suficiencia y me pasé la mano por la barbilla.
–Tendría que pagar o me lo harías gratis como en mi despacho.
Ella se enderezó de golpe, pude advertir, con precisión y a cámara lenta el meneo que ese brusco movimiento causó en sus pechos. Mi corazón se saltó un latido y mi respiración se aceleró.
–Imbécil –graznó y, dejé atrás el escote para mirar sus ojos.
Increíblemente sexy.
Los tonos azules siempre me llamaban la atención porque cuando pensaba en el azul pensaba en el mar tranquilo, en la serenidad del cielo y en la pureza de la ropa interior de la mujer, pero desde que conocía a Estela, mi opinión sobre el azul cambiaba a ser todas las fuerzas de la naturaleza. Y en ese momento tenía un tsunami en mi contra.
–Oh, la ratita está molesta.
Ella alzó la barbilla, altiva. Ahí estaba su genio. Otra cosa que me la ponía tan dura como una roca pero con el cual se me daba mejor luchar.
–Lo que estoy es trabajando y me estás dando por saco.
Me encogí de hombros.
–La barra es enorme y tú continuas aquí, conversando conmigo, que pasa, ¿no tienes suficiente, quieres más lecciones de respeto hacia tu jefe?
– ¿Tan trasparente soy? Oh, te deseo, te necesito, me vuelves loca.
–Ahora suenas sarcástica, pero cuando te la metía el otro día, gritabas como una guarra –susurré, para que solo ella me escuchara.
Me dio la espalda, solo unos segundos, se agachó y tomó un vaso ancho. Lugo se fue a la nevera tiró varios cubitos y volvió. Tomó la botella y el vaso para servir con un arte innegable. Dejó la botella arriba, en la enorme estantería que sujetaba una línea perfecta de más licores y sonrió con la boca cerrada al mirarme.
–Aquí tienes tu copa.
La dejó caer encima de la barra. El líquido se movió violento en el interior del vaso hasta verterse y dejar gotas repartidas a su alrededor. Alcé la vista del desastre a ella para toparme con que, se dirigía al otro lado de la barra y comenzaba atender a otros clientes.
Acababa de pasar de mí con descaro.
El fuerte impulso de ir tras ella fue cortado por el brazo de Joe rodeándome los hombros.
–La conoces y, ¿no me la presentas? –preguntó, dando un tirón amistoso.
–Te quemarás con fuego, no te lo aconsejo. –Retiré esa mano sin apartar mi mirada de Estela.
–Me importa una mierda. Quiero arder.
Me giré para dedicarle una furiosa mirada. Ese cabrón continuaba con su rostro hambriento y repasando cada parte del cuerpo de ella con descaro. Gruñí sin darme cuenta y mi amigo me miró. No me pude imaginar la expresión que le dedicaba en ese momento pero su sonrisa se esfumó y frunció el ceño sin comprender.
– ¿Qué?
–Me largo –dije con voz grave.
– ¿Por qué?
–Porque sí.
Me di la vuelta, dispuesto a largarme. Al dar dos pasos, que ya de por si resultaron difíciles por toda la gente que se agrupaba en la barra, Joe me cogió del brazo y me frenó. Me giré con expresión seca y clavé mi mirada en ese brazo. Mi amigo lo soltó de golpe.
–Venga ya. ¿Es por culpa de ella? –peguntó, señalando la barra con la cabeza–. ¿De que la conoces?
–De nada.
–Entonces, ¿no te importará que le pida el teléfono?
Me tensé, pero conseguí disimular un gesto pasota e incluso me encogí de hombros.
–Si te lo da...
Mi frase quedó a medias. Joe no esperó más permiso y salió disparado a la barra. Me comían las ganas de saber que estaba sucediendo pero no cometería el error de mirar. Ni loco.
Ocupé mi tiempo mirando por todas partes, deslizando mis ojos por el local para ver si tenía suerte y veía a Kimberly, aunque, sabía de sobra que ella solo trabajaba los sábados, igualmente necesitaba turbarme con algo que no fuera la escena de ver a esa zorra coqueteando otra vez con mi amigo.
El nervio de la cólera me nubló la vista y cerré los ojos para aclarar mi visión, hasta que, la gran figura de Joe se me plantó delante con una mueca de rendición en los labios.
Contuve el aliento y estiré mi cuello para ver si se me destensaban los músculos.
– ¿Y bien? –grazné.
–No puede –contestó como un corderito herido–. Tiene la barra a tope y solo está ella y otra camarera.
Solté el aire.
–Lo siento –dije con ironía. Carraspeé, porque mi amigo fruncía de nuevo el ceño y continué, cortando con todo esto–: Ahora me voy.
–Si te esperas un poco...
–No –espeté y volví a darme la vuelta.
–Espera, Andreas.
De nuevo, y con más presión, Joe me frenó.
Oh, amigo mío, estás acabando con mi mierda de paciencia.
Me giré, otra vez y lo acribillé con una mirada aún más terrorífica que la anterior. No solo me soltó, sino que dio un paso atrás y levantó las manos en un signo de paz. Después, con cuidado, se acercó.
–Tranquilo.
–Estoy muy tranquilo –gruñí.
No, no lo estaba.
Él se dio cuenta y levantó las cejas, después, me dedicó esa sonrisa que sólo un amigo te puede mostrar. Igualmente, las ganas de borrarla no se esfumaron.
–Tengo una idea –añadió con tono amistoso–. Vamos a casa de Darío. Están todos allí, en una partida de Poker y, abajo, su vecino tiene una fiesta liada. Si te aburres, bajamos y bebemos hasta reventar.
Me pareció una buenísima idea. Todo lo que fuera alejarme de esa mujer me parecía estupendo y lo de beber hasta reventar se me antojo fabuloso.
Lo que no sabía es que, nada más llegar allí me toparía con Timothy.
Mi mejor amigo hasta que intentó abusar de mi hermana en Italia, se había convertido en mi mayor enemigo. No lo había vuelto a ver desde que firmáramos el contrato que nos daría una sustancial prima, pero, Dante llamó cabreado con la noticia y todo cambió. Mi padre rompió el contrato y yo mi amistad con él.
Saludé a Darío, a su primoAaron y me salté a Tim, el bufó y repasó las fichas que le quedaban en la mesa. Estaba perdiendo.
Genial. Y más que vas a perder.
Nos sentamos a la mesa y Darío dispuso dos copas nuevas en ella que llenó de inmediato.
– ¿A cuánto vais? –preguntó Joe, quitándose su chaqueta y dedicándole un fría mirada a Tim, después me miró a mí y supe que estaba pensando lo mismo que yo.
–A cien –contestó Aaron, dándole un trago a su bebida–. ¿De dónde venís?
–De Calipso.
Era Joe quien contestaba mientras yo preparaba, minuciosamente mis fichas en pilares del mismo color.
– ¿Y no traéis unas cuantas muñequitas?
–Tienes abajo un festín de miedo, ¿es que quieres más? –bromeó Darío, barajando las cartas.
–Mi pregunta iba directa a Andreas, –levanté la vista y miré a Aaron, mi amigo me miraba con una sonrisa maliciosa–, nuestro amigo y su exigente gusto a la hora de buscar mujeres.
–Ni que tuviera un puto radar –dije.
–Lo tienes –reafirmó Darío. Tim carraspeó como indicando que esa información era certera. No me molesté en mirarlo.
–Porque no has vista a la camarera que nos ha atendido, un auténtico bomboncito. –Me tensé y clavé los ojos en Joe como si pudiera quemarlo con la mirada–. Una amiguita de Andreas –añadió, guiñando un ojo.
Sentí todos los ojos puestos en mí exceptuando los que me interesaban. Hablar de Estela en un lugar que consideraba un templo de tranquilidad me sacaba de quicio y odié la idea de que Joe fuera quien sacara el tema, pero odie más, que ella anduviera en la boca de mis amigos y no era exactamente por celos...Creo...
No.
Era simplemente porque esa mujer era una vulgar rabalera que no encajaba para nada en mi mundo.
– ¿Una amiguita? ¿Rubia o morena? –insistió Aaron, muy interesado.
–Rubia, de curvas perfectas, un trasero que te pondría de rodillas y unos pechos que hacen que casi se me salten los ojos.
–Cierra el pico, Joe, no era para tanto. –Desgraciadamente mi voz salió irritada y mis amigos me conocían demasiado bien como para no notarlo.
–Uooh –exclamó Aaron–. La tía tiene que ser impresionante para que tu voz suene tan chillona.
–Yo no chillo –me quejé, precisamente chillando.
–Le gusta...
– ¡No! –grité, dando un golpe en la mesa.
Todos se silenciaron, miraron mi puño y después mi careto que estaba rojo de furia, finalmente y mosqueándome mucho más, soltaron una carcajada, Tim incluido.
– ¿Quién es? Venga, Andreas, ¿Cuál es su nombre? –insistió Joe. Bufé crispado–. La llamaste ratita...
–Joder, amigo, pero si le has puesto un apodo cariñoso y todo –se mofó Aaron.
–Me gustaría verla –pronunció Darío, con su típico sonido misterioso–. Tus elecciones siempre son impresionantes, yo aún sueño con Tania.
–Podemos dejar de hablar del tema y concentrarnos en la partida.
–Maldita sea, Andreas, ¿piensas dejarnos con esta incógnita?
Mi mirada, directa e intensa a Aaron, le sirvió como contestación.
–Trabaja en Calipso –anunció Joe, y a parte que deseé que el techo se me cayera encima, también deseé pegarle una paliza a ese bocazas–. Es una de las camareras.
–Bien, pues mañana saldremos de fiesta –anunció Darío, repartiendo por fin las cartas.
Y para mi suerte, el tema de Estela se cerró completamente.
Un par de horas más tarde, con cinco copas ya consumidas y un buen montón de fichas a mi lado, solo quedábamos Darío y yo.
Mi amigo dejó las cartas encima de la mesa boca abajo, luego apoyó los codos y me sonrió.
–Hagamos una cosa para ponerlo más interesante –dijo.
– ¿Quieres apostar más fuerte?
–Sí.
–Me va bien la noche –presumí.
– ¿Tienes miedo?–No contesté, simplemente levanté las cejas y esperé a ver que me podía ofrecer–. Si yo gano, nos hablas de esa ratita, y si pierdo, nadie en esta mesa volverá a mencionarla ni se meterá con ella.
–Eh –se quejó Joe–, habla por ti, a mi esa mujer me ha dejado marca...
–Nadie –interrumpió Darío, con una amenaza implícita en su voz.
Me encogí de hombros, tenía una buena mano. Darío iba a perder.
–Como quieras.
Asintió con la cabeza, recogió sus cartas y se apoyó cómodamente en la silla.
–Destapa –pidió.
Destapé y presenté en la mesa mi jugada: escalera de color. Mis amigos vitorearon y miraron a Darío, él resopló y tiró sus cartas ya destapadas por encima con gesto hundido.
Por supuesto, acababa de perder.
–Mierda –masculló él y los que nos rodeaban.
Recogí las fichas y sonreí con alegría. Mis amigos eran un poco cabrones, pero en cuanto a promesas se trataba, lo respetaban a raja tabla.
Estela ya no se mencionaría.
–A Andreas le gusta esconder todos sus tesoros –murmuró Tim, luego se giró y me miró–. ¿Temes que te la robemos?
Apreté los puños, sintiendo como las fichas se me clavaban en las palmas.
–Tú precisamente –reí sin ganas–, pasaría por tu lado y ni siquiera conseguirías llamar su atención.
– ¿Apuestas algo a que sí?
La sangre me hirvió. Pensar siquiera en que ese bastardo se acercara a Estela me hizo apretar la mandíbula.
–Inténtalo, si te atreves...
–Venga, amigos, relajaros –pidióAaron.
A mí lado, Joe se contenía casi tanto como yo, es más, apoyó una mano en mi hombro cuando Tim sonrió con suficiencia.
Hubo una tensión que llenó completamente el salón de pura testosterona. Ambos nos teníamos ganas, se notaba, pero yo no me rebajaría a dar el primer golpe, de todas formas estaba preparado para el que él me pudiera dar.
–Lo dejaré estar porque no quiero que luego andes llorando por las esquinas comocuando te dejó Renata...
–Hijo de perra...
Me levanté como un resorte, dispuesto a darle con todas mis fuerzas. El enorme cuerpo de mi amigo Darío, el más sensato de todos se interpuso en mi camino y me cogió de los brazos para mantenerme quieto. Tim tuvo la suerte de que Darío era un camión, sino, ahora mismo estaría chorreando sangre.
–Andreas, por favor –pronunció y luego se acercó un poco más para que solo yo escuchara las siguientes palabras–; pasa de él, está amargado por lo de tu hermana. No entres en su juego, quiere joderte igual que Dante lo jodió a él.
–No lo soporto –murmuré.
–Yo a ti tampoco –escupió Tim.
–Tú también –amenazó Darío girándose cara él con el dedo en alto–, cierra el pico.
–Por supuesto. No jodamos la noche –dijo Aaron, también levantado con aspecto indeciso.
Miré intensamente a Tim, él también me miró a mí, pero decidí pasar de sus comentarios.
–Que te den –dije entre dientes.
Me senté de nuevo sin dirigirle la mirada. No me iba a dejar manipular, Darío tenía razón.
–Bueno, chicos –dijo Aaron, apaciblemente–, ¿qué tal si bajamos a la fiesta y miramos si hay ratitas para nosotros?
Yo fui el primero en levantarme, me siguió Joe de cerca y Aaron.Detrás, un poco más retrasados Darío, que le murmuraba algo a Tim. Supuse que le estaría echando la bronca. Me dio igual, el sonido de la música me propulsó al interior de la casa.
La fiesta estaba en todo su apogeo, los cuerpo se restregaban y las cabezas se balanceaban de un lado a otro ya fuera por el alcohol u otras cosas. Pasamos de largo el pasillo y una habitación que lanzaba destellos rojos hasta llegar al enorme salón. Allí nos detuvimos.
–Olalá –aulló Joe, como un loco a mi espalda–. No queríais saber quién es la ratita.
Me tensé, completamente con el cuerpo engarrotado y me di la vuelta, escuchando como mis huesos se rozaban oxidados. Mi amigo miraba, con ojos saltones y una amplia sonrisa en la boca algo detrás de mí.
– ¿No me digas que está aquí? –preguntó Aaron, incrédulo.
La respiración se me cortó cunado vi, los ojos color avellana de Aaron ansiosos mientras buscaban...se detuvieron en el mismo punto que los de Joe y se abrieron de la misma forma.
– ¿Dónde? –Ese era Darío y justo detrás de él, Tim.
–Justo encima de la mesa. –Joe no solo se encargó de informar, la señaló con el dedo en alto.
Todos los ojos actuaron igual, se fijaron y se abrieron añadiéndole una amplia sonrisa llena de lascivia.
–Yo también la escondería, Andreas.
Escuché la voz de Darío, pero mi atención fue puesta en el foco de todo. Me giré con lentitud, mucha y di con ella. Encima de una mesa rodeada de enfermos tan salidos como mis amigos.
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