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Capítulo 14

ESTELA

No sé porque demonios había actuado así, defendiendo a ese monstruo colector de mujeres resentidas, pero me sentí burlada por ella. Esa mujer se había sentido superior a mí, y su forma de mirarme, de hablar y de criticar mi debilidad ante él me había puesto enferma.

Quise animarme diciéndome que no era consciente de lo que estaba haciendo y que sólo deseaba darle una lección por creerse superior a mí. Pero se me había ido de las manos, aparte de que, no imaginaba que Andreas me seguiría la jugada. Ese generoso acto aparte de conmoverme me había cortado el aliento entre otras cosas.

Por así decirlo, rascaba una herida que no suturaba con facilidad, y esa herida estaba abierta desde que lo conociera hasta que me sorprendiera con un comportamiento loco y descarado.

No obstante, estaba enfadada con él, por su culpa, en vez de estar trabajando tranquilamente me encontraba en la mesa de un restaurante con una pastilla en la mano que me iba a dejar secuelas por unos días.

–Cerdo, arrogante, patán, imbécil, inútil...

– ¿Tan malo es el servicio, cariño?

Al escuchar su voz, sentí el típico cosquilleo que me producía ese sonido entre ronco, grave y juguetón. Pero no debía confundirme, ese juego para él era nada más y nada menos que un desafío.

Levanté mi vista de la pastilla a los brazos estirados y apoyados en la mesa que tenía al lado, continué subiendo hasta su mandíbula y después perdí unos segundos de locura en su mirada directa y bien puesta en la mía con un brillo alterado. Terminé dedicándole un resoplido de aburrimiento.

–No. Mala es la compañía –dije con tono aburrido.

Andreas se enderezó, se desabrochó el botón de la americana y, con un movimiento rutinario se quitó la prenda para dejarla en el respaldo de la silla que tenía enfrente, después tomó asiento. Sin embargo, y muy a mi pesar, me fijé en esa constitución y en cómo se le marcaban los bíceps en la camisa.

Resoplé de nuevo y retiré mi mirada de ese torso.

–Tendrás que asumirla, no me pienso ir.

Estupendo.

Ahora me arrepentía de haber tomado la mala idea de entrar al primer lugar que se me cruzara. Debería de haber avanzado un poco, unos metros, tomar un bus e irme a casa, mi jornada laboral estaba a punto de terminar, pero mis ánimos estaban tan sumamente bajos que no daba pie con bola y entré en el restaurante que había al lado.

El movimiento de la carta que se encontraba debajo de mis brazos me tensó, pero no sólo porque él la tomara sin pedírmelo, sino porque, en una intencionada forma de mover ese papel plastificado, me tocó con la punta los pechos más de una vez.

Lo miré con furia, él simplemente se llevó la carta mientras sonreí a de oreja a oreja.

– ¿Qué me recomiendas? –preguntó tranquilamente.

–El parking.

Sin menear su cabeza, alzó la vista de la lista de comida y me miró bajo unas pestañas largas.

–No. Ese plato no es de mi interés, aunque, no te niego que después de comer, beber una copa y asegurarme de que te tomas eso, –retiró la mirada de mí, solo para señalar la pastilla que yo había dejado apartada encima de la mesa–, opte por ese camino. Peroantes –, está vez al mirarme sí que levantó el rostro–, tú y yo comeremos. Yo invito.

–Que generoso de tu parte, pero me la suda. No quiero deberte nada.

Esa sonrisa desquiciante y endiabladamente sensual se dibujó en sus labios y noté, con gran desolación como me estremecía.

–Si insistes, me lo puedes pagar como quieras.

Y del estremecimiento pasé al impulso de arrancarle la carne a tiras, con lentitud para después abandonarlo en un desierto, con cada músculo perfecto de su constitución al aire y dejar a los cuervos terminar con su existencia.

Abandoné las preciosas imágenes de ese cuerpo retorciéndose de dolor, y apoyé mis brazos encima de la mesa.

–Estupendo, ahora me tachas de ramera.

Él frunció el ceño.

– ¿Por qué siempre sacas conclusiones precipitadas? –preguntó.

–Porque de tu boca solo salen gilipolleces precipitadas.

–Y de la tuya solo salen rosas y canciones románticas.

–No siempre, únicamente me salen contigo.

Se acomodó glorioso y con descaro en su silla, luego se enderezó para levantar su barbilla en un acto vacilón pero frío. Mis ojos que parecían pendientes de cada movimiento que se acontecía en esa camisa blanca, se clavaron en el torso como un maldito imán.

Una sombra o un suspiro o un gesto -no lo tenía muy claro-, me advirtió de mi descaro, y cuando pude arrancar mi vista me topé con el rostro orgulloso y suficiente de un hombre que se sentía muy seguro de sí mismo.

Bueno, el tío estaba muy bueno, eso no se lo negaba.

–Así que –inició, con esa petulante voz que conseguía ponerme los pelos de punta–, ¿soy tu inspiración?

Mi inspiración a pegarme un tiro. Sí.

Mis pensamientos rondaron por mi cabeza de esa forma tan atroz, pero mi lengua tenía otra cosa en mente y fue mucho más sutil que el simple hecho de una respuesta en su contra.

–Eres toda mi inspiración a todo lo que aborrezco. Es como si viera una mierda en el suelo, y mis antenas se plantaran para dedicarle un rap a esa asquerosa y mal oliente masa, que casi piso y al dueño de cabeza hueca por no recogerla.

Terminé sonriendo porque a don perfecto, mi comparación no le gustó, pero me alegré al ver como borraba esa cara de felicidad.

–Tu destreza al hablar es tal como tu boca besando. Pésima.

Zas. El látigo me dio en toda la espalda.

–Tú sí que besas de pena, y follas aún peor.

Mentira.

Lo sabía, era una mentira gigante, ese hombre había conseguido más en un segundo que muchos en media hora, pero él no tenía por qué saber una mierda.

Andreas, tras mi comentario, me mostró una mirada cargada de furia.

–Venía de buen humor, e incluso quería agradecerte esa forma de actuar en la farmacia por dejar a esa loca petrificada, pero me temo que...

–Espera un momento –lo frené levantando un dedo–, que no te confunda mi actuación anterior. Mi comportamiento era debido a que tu novia, se estaba burlando de mí. No te defendía a ti, te utilizaba para defenderme yo misma.

Al ver como sus gestos se deformaban por la incredulidad, sentí una pequeña oleada de satisfacción.

Dios, ver como ese hombre se caía de la silla, era mejor que un orgasmo.

Si Andreas tenía pensado contestar a mi grosería, el camarero que servía mi mesa y que venía por segunda vez, lo dejó callado, ya que, el educado empresario, consiguió camuflar su dispar ira y miró al recién llegado.

El joven, con la misma sonrisa que me había atendido antes al sentarme, solo me miró a mí.

– ¿Ya se lo ha pensado? –preguntó en un tono coqueto. Yo sonreí y me retiré el pelo de la cara para ponerlo detrás de la oreja.

Andreas, delante de mí, miró ese gesto con una ceja alzada.

–Mmm –le robé la carta de las manos a mi mala suerte e hice un rápido repaso–, el número quince y un poco de pan.

– ¿Para beber?

–Agua.

Tomó nota y, borrando su sonrisa, miró a mi acompañante. A Andreas, que no le había pasado desapercibido el cambio en ese joven, habló con su reinante voz autoritaria;seco y de superioridad.

–Me traes el número treinta y tres y el cincuenta, y, que le quiten las almendras. No quiero ver ninguna en mi plato.

El chico se tensó, yo, como ya estaba acostumbrada a su forma directa de mandar, repasé las líneas rojas de la mesa con la yema de los dedos.

– ¿Y de beber?

–Una Coronita.

El muchacho, un poco cohibido por la situación se esfumó con rapidez, solo volvió el tiempo suficiente como para poner dos manteles rectangulares de tela delante de nosotros y unos cubiertos envueltos en servilletas de papel. Me coloqué la mía sobre el regazo e intenté disimular, turbándome con otra cosa que no fuera el espécimen que tenía delante.

Me ponía nerviosa que me observara de ese modo. Me cosquilleaban las manos y no sabía dónde meterlas para rascarme con saña sin que él se diera cuenta del efecto que causaba en mí

Al cabo de veinte minutos el camarero regresó con la comida.

–Ten cuidado –me indicó, con su dulce sonrisa–, que el plato está muy caliente. Buen provecho.

–Gracias.

–Tú sí que estás caliente –murmuró Andreas, en un tono que dejaba claro su molestia.

Me pregunté qué era lo que le cabreaba tanto; el que a él no le dedicara un cordial halago o, que ya se había quemado con el plato. Igualmente no entré en su mundo para saberlo, me daba igual, ese hombre empeoraba mi estado de ánimo y la temperatura de mi cuerpo.

Al menos él había pillado la indirecta de mi desinterés y tampoco se implicó en una conversación.

Comencé a comer, poco. Empujaba la comida de un lado a otro en el plato sin dejar de mirar como el arroz se bañaba con la salsa blanca que cubría la carne.

–Maldita sea, come de una vez y deja de jugar con la comida –espetó Andreas, en tono irritado.

Me sobresalté.

–No tengo tanta hambre como pensaba –logré responder con increíble indiferencia.

–Pues trae para acá. Parece mentira que viniendo de dónde vienes desprecies así la comida. A mí, desde luego me enseñaron que la comida no se tira.

Lo miré directamente a los ojos.

–Sí, soy de clase muy, muy, muy baja, de acuerdo. –Decidí tomármelo como un insulto y empujé el plato hasta su lado–. Pero en este caso, no la tiro, se la doy al perro para que se la termine.

El puño de Andreas se cerró en torno al tenedor con fuerza. No era un súper hombre, pero por el color que estaban adoptando los nudillos de su mano, el tenedor estaba en peligro de muerte.

Respiró dos o tres veces, soltándome puñales encendidos en fuego con la mirada, después, cerró los ojos, soltó el aire y el gris apareció de muevo, brillante y lleno de resentimiento.

Ligeramente le dediqué una sonrisa y él, sin cambio alguno, empujó mi plato y lo devolvió a su lugar.

–Come y calla. Dame la satisfacción de ver como solo abres tu bocaza para tragarte el arroz.

–Te he dicho que no tengo hambre...

–Y yo te digo que comas ahora. No pienso ir detrás de ti todo el día para comprobar que te comes esa puta pastilla. Tengo mejores cosas que hacer que estar aquí con una macarra con alteraciones hormónales.

–La pastilla y mis alteraciones son culpa tuya, sopla pollas.

–De verdad, dime de dónde te dan cuerda para cortarla y acabar con tu analfabetismo.

–Date el piro, y verás cómo todo se acaba.

–Menuda boca de mierda que...

Un carraspeo, junto con una exclamación agresiva nos calló a ambos. No era el joven camarero que nos había atendido, éste se encontraba escondido detrás deun hombre más mayor, mirándonos. El hombre, que parecía el cocinero por el mandil sucio, miraba directamente a Andreas con estoica frialdad.

– ¿Algún problema? –preguntó, con voz desafiante, dirigiéndose a mi acompañante.

–Ninguno, una discusión de enamorados –contestó Andreas.

El joven camarero soltó una exclamación de escepticismo, que se terminó en el mismo instante que yo daba mi grito.

– ¡No estamos enamorados...!

–Cariño –interrumpió Andreas, colocando una mano encima de la mía y apretando del mismo modo como lo había hecho con el tenedor–, tranquila, sé que estás enfadada pero en esto no tienes razón.

–Señor –llamó, el cocinero con tono seco.

Andreas lo miró, y de pronto, su rostro adquirió un rasgo de dolor perpetuo, como si pidiera clemencia.

–Estamos pasando por un momento delicado. –Hasta su voz, antes enfurecida ahora eran meras suplicas. Menudo cerdo improvisador. Se estaba vengando–. Le pido disculpas por actuar de esta manera, pero la he dejado embarazada y se quiere deshacer del bebé, –¿Qué? Me quedé muerta–. Intento suplicarle que no lo haga, quiero ser padre y la quiero a ella.

¿Qué? Será...

Intenté zafarme de esa mano, pero Andreas presionó con más fuerza. Me tragué una mueca de dolor.

El hombre dejó a un lado su gesto enfurecido para mirarlo con lástima y comprensión. Se lo estaba tragando y yo, me había quedado sin palabras.

–Mi vida –me llamó y lo miré. Una sonrisa espantosa iluminó su rostro–. Lo siento cariño, siento mucho haberme puesto tan agresivo. Te prometo que voy a cuidar de ti y del niño, pero por favor, te lo ruego, no asesines a nuestro bebé–. Tiró de mi brazo hasta llevárselo a los labios y darle un beso–. Dame la oportunidad de ser padre. Nos casaremos mañana mismo, sabes que a mí eso me da igual, tan sólo quiero que seamos una familia feliz.

Le dio dos besos más. Aguanté la respiración porque de pronto hacía un calor insoportable y las piernas me temblaban.

–Pues claro que sí –coincidió el cocinero, dándole un golpe de felicitación a Andreas en la espalda.

Eso lo motivó a soltarme y a mí, a caer a la tierra para darme cuenta de lo que se cocinaba. La mirada del cocinero estaba fija en mí, e incluso advertí que el ambiente entre el gentío pasaba de la curiosidad a algo más oscuro.

Me armé de valor y coloqué una sonrisa mucho más falsa en mis labios que la del actor que tenía delante.

–Supongo que no tengo más remedio que aceptar tu propuesta. Pero, si vuelves a traer a otra mujer a casa...Esto se terminó.

Andreas se tensó.

–No digas tonterías, sabes bien que la única mujer de mi vida eres tú...

–Y ¿Annette? ¿María?– improvisé–: ¿Susan? ¿Helena? ¿Sofía?...

– ¿Y Cody? –interrumpió él.

Me tensé radicalmente en la silla, tan recta como un palo.

Mierda, me había delatado.

Ese gesto fue visto ante todos, sin embargo, cuando yo había mencionado todos esos nombres de mujeres, Andreas solo había negado, con lo cual, mi sobresalto se había mostrado como una mujer infiel con las manos en la masa.

Miré nerviosa todas esas caras y por último a él. Pero que cerdo, que bien improvisaba.

–De acuerdo. Nos casaremos y tendremos a nuestro bebé –dije con sarcasmo y él sonrió. Había ganado esta batalla pero no me había hecho callar todavía. Un último as en la manga continuó por mí–: Entonces, –atrapé la lámina que contenía la pastilla y la mostré en alto–, supongo que esto ya no hace falta.

Inmediatamente, Andreas me arrebató la pastilla de la mano.

–No intentes engañarme, cielo, esas son las vitaminas que te acaba de dar la farmacéutica para las náuseas. Te la tienes que tomar después de comer.

Lo acribillé con la mirada, pero ese hombre parecía un impermeable, no podía borrar esa sonrisa victoriosa de ese careto de mentiroso.

–Bueno, entonces, todo aclarado –dijo el cocinero, juntando las manos en una expresión alegre.

–Todo aclarado –respondió Andreas, con soberbia.

Lo mato, lo mato. Lo mato lentamente.

Andreas le dedicó una falsa sonrisa al hombre. Que dio un cabezazo y después se giró a su espalda para gritar a la mujer de detrás de la barra que atenta, como todo el mundo que había ahí, nos miraba.

–Drazsta, saca una botella de licor, esta joven pareja tiene que celebrar que van a ser padres –festejó el cocinero dejándonos solos.

–Sabes que me vengaré –amenacé, inclinándome un poco hacia delante para que solo me escuchara él.

–Claro que sí, cariño, te dejo a ti escoger el nombre de nuestro bebé –alzó la voz para que todos lo escucharan.

Consiguió un efecto en cadena de gritos, palmas y felicitaciones, sin embargo, yo conseguí que me miraran como si fuera una bruja sin corazón. Intenté no mirar a mi delicioso y futuro padre, no fuera a perder los estribos y le retorciera allí mismo su exquisito cuello.

–Cabronazo.

–Zorrilla.

La rabia me calmó los nervios y al final me comí todo lo que había en el plato. Andreas engulló su comida con placer y solo se detuvo cuando le llamaron por teléfono. Se levantó de la mesa y se dirigió a la entrada. No tardó mucho, lo había visto entrar de nuevo, pagar y acercarse a mí, sólo qué, había girado la cara cuando se había puesto a mi lado.

–Nos vamos –anunció con tono firme, tomándome del brazo y ayudándome a levantarme.

Lo que no me esperaba es que, una vez de pie, me tomara de la cara y me besara en un arrebato loco de pasión que provocó otro grito de guerra de la gente que miraba la escena, después, se retiró y sin soltarme, me miró a los ojos.

–Gracias, cariño. Me has hecho el hombre más feliz del mundo –dijo, alzando la voz para que todo el mundo lo escuchara.

–Te odio –conseguí murmurar sin aliento, cuando me recuperé un poco de ese arrebato.

–Yo también.

Salimos fuera después de recibir otra felicitación, junto con una botella de licor, de recuerdo del dueño del bar para Andreas y una rosa para mí. Una vez en la calle y un poco más lejos de ese lugar, me deshice del brazo que rodeaba mi cintura dándole un empujón a su dueño y le quité la pastilla que aún no me había podido tomar. Después, me dispuse a caminar, pasando olímpicamente de Andreas y de sus quejas.

Entré en el edificio sin mirar a nadie. Casi no me crucé con ningún empleado y lo agradecí. Fui a mi mesa, tomé mis cosas y diez minutos más tarde me encontraba en la parada del bus esperando el número siete.

Refunfuñé y maldije por ser el día más largo de la historia de mi vida. Me habían pasado tantas cosas que no recordaba una semana así de ajetreada, es más, desde que había conocido a Andreas Divoua, alias "mala suerte", mi vida había dado un giro drástico de acontecimientos y sentimientos de los jodidamente espantosos.

Estaba claro que me gustaba, eso me di cuenta la primera vez que lo vi, pero el sentimiento que le procesaba de odio era mucho más grande.

¿Cuantas veces se había burlado de mí?

¿Cuántas veces me había humillado?

¿Cuántas veces me había puesto a mil? ¿Me había vuelto loca? ¿Y me había dejado sin aliento, ni pensamientos, ni inmunidad?

¿En qué momento había conseguido dejar de pensar en él?

No lo había hecho desde que lo conociera...Maldita sea.

Era como una sanguijuela exprimiéndome la sangre. Tan sumamente pegada a mi cabeza que no dejaba espacios para nada más, solo al deseo de volver a verlo, volver a sentir su cuerpo contra el mío, su piel, sus labios, sus guarieras contra mi oído, sus insultos, sus amenazas...

Cerré los ojos y solté una queja de lamentación. Desgraciadamente pelear con él era lo mejor del día.

E incluso, a veces, pensaba que lo desafiaba para volver a provocar un arrebato de los suyos. Un loco arrebato que terminara con el dentro de mí, dándome a lo bestia.

Sí, no estaría nada mal, al fin y al cabo, era para lo único que servía.

Un bocinazo, histérico que se convirtió en otro y otro y otro, me alteró de una forma que me entraron ganas de gritar. Me giré y me crucé con un coche que bien podía arrancarme las bragas -si llevara- del trasero. Abrí los ojos maravillada mientras veía como esa fiera plateada lentamente se acercaba a mí hasta quedar justo delante.

La ventana del copiloto se bajó y el cálido sonido de una mujer a través de los altavoces se expandió por todas partes.

Dios, que este bueno, que este bueno, que este bueno...

Sonreí y antes de agacharme escuché una voz odiosa y me enderezó de golpe.

– ¿Qué haces ahí, ratita?

Sin molestarme en contestar le planté el dedo corazón en alto, me di la vuelta y comencé a caminar. Por supuesto, Andreas me siguió.

–Sube –ordenó–. Te llevo a casa.

–Mmm...no. Paso de que sepas donde vivo.

–Sube, Estela –ordenó más fuerte y me frenó en seco.

Me giré y clavé mi mirada en ese magnífico vehículo.

–No...

–Sube al coche o te subo yo, y tú ya conoces mis modales.

Solté el aire y subí.

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