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Capítulo 13

ANDREAS

Pero... ¿Qué?

Me quedé petrificado. Mi felicidad había durado exactamente el tiempo que transcurrió desde que viera ese trasero desnudo, hasta que me corriera, en un fantástico orgasmo que nunca en mi vida había tenido. Fin.

Al principio ni siquiera me había molestado esa lengua venenosa, ni sus cometarios ni sus insufribles gestos, estaba completamente satisfecho, mejor que nunca, pero había abierto la boca y me había hundido en lo más profundo del océano con esas simples palabras.

No podía haberla cagado más.

Solté la respiración con un taco que resonó por las cuatro paredes de mi despacho y salí disparado en busca de esa mujer.

Tenía que solucionar esto, era mi culpa, mi responsabilidad... Maldita sea, pero ella me había notado, sabía que no me había puesto preservativo y no se había quejado.

¿Y cómo se me podía haber olvidado?

Jamás en mi vida había cometido un error así, nunca. Siempre me cuidaba, e incluso aunque la mujer con la que me acostaba se cuidara, prefería mantener mi pene bien resguardado de cualquier cosa, y sin embargo, aun siendo un hábito común en mí, esta vez mi descontrol había actuado en mi contra y mis demoledoras ansias por poseer a esa mujer fracturaron al hombre que soy realmente.

Pero la virgen. Llenarla por completo había sido magnífico, desconcertante, increíble, una experiencia tan buena como lanzarse al vacío y caer en un colchón de rosas.

Y de nuevo me lo repetía otra vez: Esa mujer me hacía perder el juicio.

Llegué al hall de la planta principal que daba a la calle, miré esa sala con lupa para ver si encontraba a Estela, no había ni rastro de ella, ni sabía por dónde buscar. Me acerqué a la recepcionista principal.

Una morena, de cabello corto que ni siquiera sabía cómo se llamaba, miraba, sobre una silla más baja que ese enorme mueble, la pantalla del ordenador que tenía a su derecha.

– ¿Perdón? ¿Sabes dónde hay una farmacia por aquí cerca?–La mujer, con una sonrisa en los labios se giró y cuando dio con mi rostro, se me quedó embobada mirando–. ¿Sabes dónde hay una farmacia? –repetí de nuevo, sin esconder mi desagrado por esa reacción.

–Eh...

La joven parecía que tuviera la mirada atascada en mis ojos, mis mejillas, mi mandíbula y la poca carne que se veía a través de los dos botones que llevaba desabrochados de la camisa.

Joder. Un poquito de profesionalidad.

– ¿Eh? –repetí, solo que de mi voz salió como un rugido.

Ella solo parpadeó.

Bufé y sacudí la cabeza. Deseé golpear esa mesa de mármol con el puño para espabilar a esa mujer qué, cada vez se le abría más la boca.

En otros momentos puede que ese gesto desconcertante, casi impresionado me halagara, pero en ese momento mis nervios estaban en un atolladero y mi poca paciencia se había convertido en nada.

Miré la chapa que colgaba de su pecho y leí; su nombre y apellido, después alcé la mirada y la clavé en ella. Ahora se ruborizaba y me molestó muchísimo que pensara erróneamente que acababa de echar un vistazo a sus pechos.

Ni siquiera me había fijado en ellos.

–Señorita Lane –profundicé marcando su nombre con autoridad. Dejando claro que yo era su jefe–. Le repetiré la pregunta de nuevo, porque parece que está en otro mundo y no se entera...

–En la segunda calle a la derecha, al lado del restaurante Mesón –dijo de repente, pero sin mostrar ningún cambio.

– ¿Segunda calle a la derecha? –me aseguré, soltando casi un grito.

Maldita sea.

Cuando por fin reaccionó y se dio cuenta de ese terrible despiste se puso colorada, e incluso se levantó de la silla como si yo fuera de la realeza.

–Sí. Segunda calle a la derecha. No tiene perdida –dijo con voz trémula.

– ¿Seguro? –insistí, con el mismo nivel de voz tirante.

–Sí, estoy completamente segura.Lo acabo de mirar en el ordenador ya que la señorita Nyven, la secretaria de su padre...

–Sí, ya sé quién es –interrumpí impaciente.

–Bueno, ella también me lo ha preguntado y le he dado esa misma dirección.

– ¿La has mandado a esa misma farmacia?

–Sí, señor Divoua.

Bien. Eso me alivió y no supe deducir porque motivo exacto.

–Vale, gracias. Y por cierto, espabila un poco.

Cathy Lane palideció y todo su cuerpo comenzó a temblar. Sus ojos, dos focos en color avellana brillaron más de lo normal y a continuación, le siguió un parpadeó frenético que parecía soportar un mar de lágrimas.

Lo que me faltaba. Inmediatamente me di la vuelta, pero pude escuchar el último ruego de Cathy.

–Disculpe señor, pero no me esperaba que...

–Bien, vale. No importa –dije sin mirarla.

Salí a la calle, recto, crucé la carretera sin mirar y recibí algún que otro bocinazo que fue respondido educadamente; con mi dedo en alto y un rostro que bien podía aterrar, ya que ninguno de esos capullos se atrevió a contradecir mi respuesta.

La segunda calle se presentó enseguida y el cartel del restaurante, que me había indicado Cathy, se me estampó por poco en la cara. Lo rodeé y pasé de largo, la farmacia se encontraba justo al lado.

Entré y vi el cuerpo nervioso de Estela, apoyado contra el aparador mientras agitaba las manos y me daba la espalda. Sin decir absolutamente nada me coloqué a su lado, no sin antes, darle un vistazo a ese trasero embutido en la falda ajustada que llevaba hoy.

El recuerdo de que no llevaba bragas me produjo un estremecimiento que se acentuó cuando tocó mis testículos. Solté la respiración con un sonido extra que sonó de lo más animal.

Tras mi gruñido, desgraciadamente sonoro, ella se giró y me miró. Fue glorioso ver, en primera fila como todos sus gestos cambiaron desde la curiosidad, la sorpresa de verme allí, a la confusión que la motivó a levantar una ceja disimulando un rasgo más que pude deducir como alegría, pero fue débil y pasó inadvertido, igualmente, y muy difícil de entender, me gustó ver ese rasgo en ella.

– ¿Qué haces aquí? –exigió, sin bajar esa rubia ceja.

–Me sueltas esa bomba y luego te largas.

No solo la ceja bajó, sino que su mirada se invadió de rencor.

–Oh, pobre señor Divoua, se ha cagado en los pantalones –dijo con sutileza y ofendiendo.

Pero que arpía era.

–Yo no soy quien ha salido corriendo como un conejito a por una pastilla.

Sus labios se presionaron y soltó la respiración con intención. Puede que soltara hasta un rugido en su cabeza por el grado de color que adaptó la oscuridad de su mirada, lo sospeché, pero no podía asegurar nada.

–Si lo piensas bien, gilipollas analfabeto, esto es culpa tuya. –Dura y pura, Estela con sus riquezas. Mi buena vibración me dio un calambrazo de los dolorosos–. Tú eres quien se ha tirado a la piscina, pero debo suponer que tienes quince años y eres idiota.

–Tú tampoco eres muy lista. No has dicho nada.

–No suelo hablar mucho cuando me la clavan a traición y por la espalda.

No pude reprimir la sonrisa en mis labios. Ese comentario me activo células que se habían apagado en el despacho y que ahora se encendían con rapidez, a su misma vez, la bestia que tenía dentro de los pantalones también se enchufó con fuerza y se estampó contra la tela.

Mierda. ¿Por qué me ponía tan duro esa mezquina mujer?

–Y encima te ríes –soltó, con tono incrédulo–. Sabes que ahora mismo puedo estar germinando a un mini Andreas petulante como tú. Te puedes hacer una ligera idea de lo que has hecho, de que puede que esté embarazada –recordó y, mi sonrisa se esfumó.

Se me atascó la voz, la respiración y un miedo increíble subió por mi espalda como el azote de una púa helada. Si esa mujer quería acojonarme de verdad lo acababa de conseguir, el simple hecho de que fuese a ser padre en este mismo instante fue tan parecido a que me apuntaran con una pistola en la cabeza.

Debió de notar algo en mi rostro, porque con la barbilla alta y una sarcástica sonrisa en los labios giró su rostro y fijó su mirada en una puerta corrediza que había detrás del mostrador.

Tragué saliva y estiré mi cuello para relajarme un poco, aunque continuaba igual de tenso me impliqué más en el motivo que me había empujado a seguir a Estela que en ella misma, ese cuerpo y lo que me provocaba dicho físico.

– ¿Ya la tienes? –espeté con la voz un poco chillona.

–Está consultando...

– ¿El qué?– interrumpí y observé como el cuerpo de Estela se erguía y su mirada brilló de rabia cuando volvió a fijarla en mí–. Solo es una mierda de pastilla...

–Que necesita receta, mendrugo.

– ¿Y qué hacemos aquí? Vamos a urgencias.

–No tengo tiempo y mis mentiras no se las tragaran con tanta facilidad. –Bajó la mirada y tímidamente continuó–: Me pone muy nerviosa el hospital.

Vaya, un punto débil, genial, lo curioso es que no me podía hacer una idea de esa declaración, igualmente me gustó ver como nerviosa se rascaba las palmas de las manos.

– ¿Mentiras? –pregunté, con satisfacción y con mejor voz.

Ella dejó sus manos y de nuevo, estaba mirándome con ganas de arrancarme la cabeza.

Mil y un cambios, esto era impresionante.

–Sí, he mentido un poco para sonsacarla. ¿Te piensas que me van a dar la pastilla por mi cara bonita?

Levanté una ceja porque no sabía si me hacía una pregunta retórica o se estaba burlando de mí. Ella bufó, negó con la cabeza y cerró los ojos.

–Me he inventado una historia convincente –continuó–, así que mantén esa boca cerrada y déjame a mí.

–Se me da bien interpretar un papel.

–Lo sé, eres todo un profesional.

–Lo tomaré como un halago, ratita. Está bien escucharte, de vez en cuando, hablar sin un insulto por el medio.

–Vete a la mierda, Andreas.

Me encantaba como pronunciaba mi nombre en ese tono irritado. Era un tono delicioso, su voz y mi nombre, una deliciosa mezcla...

Mierda, ya me estaba empalmando.

–Ya estoy en ella –dije irritado, al notar el calor que me subía por el cuerpo y como mi deseo por cogerla, subirla al mostrador y abrirle las piernas crecía con fuerza.

Estela, que estaba mirando a la farmacéutica que se acercaba a nosotros, se tensó y me dedicó una rápida mirada furiosa, pero no dijo nada, ya que la joven de la bata blanca se encontraba delante de nosotros.

–Me han pedido que haga una exhaustiva descripción de los hechos, pero me parece que vas a necesitar...

La joven que atendía a Estela se interrumpió en el instante que me miró. Sus ojos se abrieron como platos, tan igual a como se había sorprendido la recepcionista en el momento que había dado conmigo.

Joder, ya estamos otra vez igual.

–Andreas Divoua –dijo cruzándose de brazos.¿Me conocía?

Miré a esa joven de arriba abajo.

No distinguí mucho su figura bajo esa bata, pero estaba claro que tenía buenos melones, el escote del canalillo no pasaba desapercibido, pero dudaba mucho que eso a ella le importara. Su piel, blanca como la nieve destacaba bajo un cabello negro azabache y unos ojos almendrados se perfilaban de negro hasta unas pestañas largas que bien podían pasar por postizas, eso parecía tan natural como sus pechos.

Sus labios, pintados de rosa chicle, era el siguiente retoque que me dedicaba una sonrisa amarga.

Después de hacer ese repaso, hice otro repaso a mi bookde fotos personal de conquistas que guardaba en la cabeza y...No me sonaba mucho. Aunque estaba seguro, por el asco que me tiraba, que esa mujer no era una simple chica con la que sólo había compartido la copa.

–No me recuerdas, ¿verdad?

No, absolutamente de nada. No tengo ni pajolera idea de quién eres. Pensé, pero no lo dije. Por mucho que Estela me sacara de mis casillas, normalmente no era un estúpido con las otras mujeres.

–Tengo una ligera idea, pero no recuerdo tu nombre.

Esa joven me dedicó una mueca de desprecio que no me afectó en absoluto, sin embargo y sin darme cuenta, me arrimé a Estela un poco.

–Previsible viniendo de un hombre como tú.

Vale.

Esa mujer me conocía bien, y estaba claro que había compartido con ella mucho más.

Dejándome con la boca cerrada y un pequeño tic en la mandíbula, dirigió su atención a Estela, quien con ceño nos miraba a uno y al otro y leí, en ese color azul lo muy graciosa que le parecía la situación.

–Lo voy a intentar de nuevo –comentó, doña desconocida–, pero lo hago por ti, este parasito no se merece nada –sentenció, señalándome.

–Gracias –agradeció Estela.

Gracias por mí también. Ironicé en mi cabeza.

Parpadeé y rebusqué un poco más en mi memoria, pero deduje muy poco para comprender tal desprecio.

–Se te dan de muerte las mujeres –mencionó Estela, una vez solos.

La burla de Estela me empujó a mirarla. Sonreía de oreja a oreja.

–La lista es muy larga, no me aprendo todos los nombres de memoria.

–Sí, estás hecho todo un Casanova.

–Oye, no trató a las mujeres tan mal –me defendí–. Soy bastante respetuoso, no hago promesas y ellas acceden aun sabiendo lo que sucederá. No es mi culpa que se hagan ilusiones con; una casa en el campo, un coche familiar y una vida perfecta. Soy bastante contundente con ellas antes de meterlas en mi cama.

–Por supuesto –dijo con sarcasmo, indicándome como la había tratado a ella siempre.

Sonreí con malicia.

–Tú eres la excepción, ratita.

–Claro, a mí me penetras contra las puertas o encima de las mesas y luego me echas de tu lado dándome palmaditas.

Mi sonrisa se hizo más alargada, ella me miró con aburrimiento y ladeó la cabeza.

–En otras circunstancias, hubieras conocido lo encantador que soy.

Bufó largo y tendido.

–Difícil, aparte de que yo no pertenezco a tu secta, jamás me hubiera molestado en tratar de conocerte.

–Seguro que sí.

Su buen estado de humor desapareció para ser remplazado por la adorable y desquiciante Estela que conocí en el club. Y con ésta, me encantaba pelear.

–Pues sí, segurísimo. No hay nada en ti que me llame la atención –repuso molesta.

– ¿Te recuerdo como me comiste con la mirada en el ascensor y después saliste huyendo como una ratita?

Yo sí lo recordaba, por eso saqué el apelativo que mejor la calificaba. Ahí nació; ratita.

Estela abrió la boca para contestar, algo que me figuraría sería uno de sus insultos, pero la farmacéutica interrumpió nuestra conversación, e inmediatamente cerró esos labios como si se tratara de una caja con muelles.

–Tienes suerte –informó y dejó una lámina alargada y muy fina encima del mostrador con una pastilla justo en el centro–,la píldora postcoital.

– ¿Me la puedo tomar ya?–preguntó Estela, mirando ese plástico con la pastilla en el centro.

–Sí, tienes veinticuatro horas a partir de la eyaculación, pero antes estaría bien que comieras algo.

Tanto Estela como yo levantamos la mirada de golpe y la pusimos en ella.

– ¿Por qué?

Prácticamente, Estela me quitó la pregunta de los labios. Me parecía una tontería, y a la mujer que había preguntado también, porque, aunque no podía decir que conocía a Estela al cien por cien, comenzaba reconocer varios tonos de su voz y había utilizado uno similar al de incredulidad sarcástica.

–Por los efectos secundarios.

– ¿Cuál son los efectos secundarios? –pregunté yo.

– ¿No lo sabes? –sugirió, con prepotencia la desconocida farmacéutica, quien se estaba jugando que le metiera por la boca la pastilla con el envoltorio incluido.

– ¿Y porque iba yo a saber eso?

–Por todas las mujeres que te tiras –contestó con suficiencia–. Pensé que esta no sería la primera vez, e incluso me imaginé que tendrías más hijos por el mundo.

Será zorra. Esta tía era peor que la mujer que tenía al lado.

–Pues no. No tengo ningún hijo desperdigado por el mundo.

–Que tú sepas –inquirió con vacilación.

–Me cuido perfectamente bien...

–De eso sí que te acuerdas... Hasta hoy –se mofó y me entraron ganas de estamparla contra las cajas que tenía a su espalda.

Y tanta hostilidad, ¿de dónde cojones salía?

Puede que tuviera más conquistas que días tiene la semana, pero jamás había tratado tan mal a una mujer...

Hasta que apareció Estela.

Bueno, Estela me había tratado como una mierda desde el principio, pero el resto, todas las mujeres con las que me había acostado habían sido tratadas con mucha delicadeza. Y ésta, aunque en ese momento no la recordaba, desde luego es que no era diferente y me apostaba todo lo que tenía a que no la había tratado diferente.

–Sabes –continuó–, siempre me imaginé que sucediera esto, o que pillarías una enfermedad donde perderías tu amado tesoro a trozos.

Abrí los ojos, alucinado.

– ¿Perdón?

–Bueno, aquí hay mucho amor –murmuró Estela de fondo, mofándose.

Ese comentario, junto con la prosa deliberad de esa mujer, me motivó hacer algo completamente inesperado de mi parte, pero estaba harto de que me chulearan de esa forma. Bastante tenía con la ratita como para aguantar a un loca resentida.

–Pues te aseguro que mi pene está perfectamente bien, –pasé el brazo por encima de los hombros de Estela y la arrimé a mí, después clavé los ojos en ella–, ¿verdad, cariño?

Estela me miró como si se me hubiese ido la cabeza, pero se recuperó con rapidez e inmediatamente, comenzó a interpretar.

–Sí, cariño mío –ironizó y me pasó el brazo por la cintura, pero no fue un gesto agradable, esa mujer deslizó su mano por debajo de la americana y me clavó las uñas, y aunque quiso provocarme dolor, lo que provocó es que me pusiera más cachondo–, tan bien formada y perfecta que ha perdido el control antes que yo. Anda que dejarme con las ganas y después no poder volver a la carga...

–Disculpa, mi vida –interrumpí, antes de que continuara blasfemando–. Un arrebato, no pensaba en otra cosa que metértela. Pero te ha encantado –añadí con desdén, porque los arañazos se convirtieron en pellizcos.

En una violenta reacción se desquito mi brazo de encima, con un movimiento de hombros y una pequeña ayuda de su mano, dio un paso atrás para alejarse de mí y, como no, me acribilló con ese azul intenso.

–Una lástima que después no encontraras la forma de que eso se te plantara para terminar de complacer a tu chica.

–Por supuesto –se entrometió la farmacéutica, llamando nuestra atención–. Andreas es de los que, la meten primero y preguntan después. Tiende a ser todo un caballero, sobre todo despachando a la mujer de la cama al día siguiente. Él sabe cómo romper con el romanticismo de la noche al rumor de la mañana, es como un...

–Los efectos secundarios –interrumpí, completamente asqueado, marcando esas palabras con completa autoridad.

La farmacéutica se quedó mirándome con desprecio y después miró a Estela cuando habló.

–Depende de cada cuerpo, pero lo normal son: nauseas, dolor de cabeza, cansancio, molestias en las mamas, desarreglos en la menstruación y manchado irregular.

– ¿Manchado? –pregunté, confundido.

–Sangrado –contestó la dependienta, sin mucho interés y sin mirarme. Me trataba peor que una mosca.

–Mierda –murmuró Estela, bajando la mirada y soltado un suspiro.

Ese gesto me provocó un ligero sentimiento de culpabilidad.

–Tranquila, exceptuando el sangrado que dura hasta la próxima regla, el resto de molestias suelen desaparecer a los días –consoló la joven y odié que fuera ella quien animara a la ratita.

–Qué alivio –soltó Estela con ironía y los hombros hundidos.

Quise consolarla, volver a pasar mi brazo por sus hombros y rodearla con mi cuerpo para poder animar ese rostro, pero otra vez, y tan metiche como antes, la farmacéutica se metió.

La muy guarra.

–Eso es lo que pasa por juntarte con hombres como él, –me señaló con el dedo en alto. Le dediqué una muestra cariñosa con mi mirada–, tienden a utilizar a las mujeres como trapos, pero al menos aprenderás la lección–. Estela se tensó, yo también. Odiaba los días de después, pero más odiaba el volver a cruzarme con ellas por el maldito rencor que acumulaban y esta, por lo visto, me guardaba mucho–. Y consuélate que no eres la primera, ni serás la última.

A ese punto no sabía exactamente como me tiraba la piel de la furia que me tensaba cada músculo. Estela se guardó la lámina en un bolsillo secreto de la falda, sonrió a la joven y en el momento que vi esa barbilla alzarse, supe que estallaría la resaca que estaba atormentando el mar.

–He aprendido la lección, tranquila. Y ahora –sonrió exageradamente, después se giró cara mí y me tomó de las solapas de la americana para tirar un poco de mi cuerpo y pegarme a ella–, voy a castigar a mi prometido.

¿Qué?

Se me cortó el aire de los pulmones. Estela me guiñó un ojo, me mandó un beso y volvió su atención a la farmacéutica que nos miraba con el rostro completamente deformado, tan impactada por el golpe como yo.

–Había jodido, esta mañana, con el rumor del día–, se burló imitándola–, su romántica propuesta ya preparada cuando me había traído el desayuno a la cama. No lo sabía. Una lástima –añadió dedicándole un guiño a la farmacéutica–. Hoy, mi querido Andreas Divoua se me ha declarado, y de lo contento que se ha puesto cuando le he dicho que sí–, Estela se giró y me miró. Por un momento pensé que se había vuelto loca, pero después de ver como miraba a la dependienta y el tono vacilón de voz que utilizaba con deliberada intención, comprendí que lo único que hacía era defenderme de esa zorra–, me ha subido encima de la mesa de su despacho y me la ha metido hasta el fondo, sin parar, como una bestia –ronroneó y tragué con fuerza– y plass, ha perdido el control.

Sonrió y me sorprendió lo bien que se le daba mentir, hasta yo mismo me lo creí y eso que yo era uno de los protagonistas y las cosas, aunque se asemejaban, no habían sucedido así.

–Está completamente loco –añadió con fascinación y cortándome la respiración.

La tomé de la cintura, notando como todo su cuerpo se tensaba por la sorpresa y tiré de ella para pegarla completamente a mí.

–Sí, cariño, he perdido un poco el control, –sonreí, por el ligero temblor que sacudió su cuerpo cuando arrimé mi rostro al de ella con provocación, luego, continué siguiéndole el juego–, por eso–, metí la mano en ese bolsillo y saqué la lámina–, deberíamos pensar lo de tomarte esta pastilla. Después de todo, solo adelantamos lo que iba a suceder en un futuro temprano.

–Me gustaría, pero, todavía quiero disfrutar un poco de nuestra luna de miel, ¿no te parece? –dijo como si fuera una niña tonta y enamorada, e incluso me ofreció el espectáculo de una caída lenta de párpados.

–Por supuesto –contesté, un poco ronco.

Por impulso o por la tentación que me provocaba esa boca tan cerca me arrimé a ella con la intención de darle un beso. Estela se retiró con disimulo y me tomó de la mano.

–Cariño, págale a la adorable dependienta, te esperaré fuera –me arrancó la pastilla de la mano y me soltó.

Yo, con un par de narices y un poco cortado, no pude más que mirar ese trasero salir del establecimiento.

Dios... ¿Qué ha sucedido?

Pagué, sin dirigirle la palabra a la farmacéutica que parecía no salir de ese trance y salí fuera para encontrarme con la sorpresa de que, Estela, había desaparecido.

Mierda. Me lo había vuelto hacer.

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