Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

• Día 5 •

Día 5:
Yokai

Sabito no podía evitar mirarle desde lejos con infinita curiosidad.

Quizá porque eran diferentes. Quizá porque eran iguales. Él sabía que no tenía mucho sentido lo que decía, pero aquel niño de cabello azabache y grandes ojos azules era lo más similar que vio a él en mucho tiempo.

Claro, si no contaba las prominentes y puntiagudas orejas cubiertas de pelo que sobresalían de su cabeza, o la larga y mullida cola de zorro que parecía tener vida propia. O los colmillos con los que desgarraba la carne cruda de las liebres salvajes, o las garras con las que los cazaba.

Sabito era un kitsune, o eso es lo que explicaba su madre. Un espíritu zorro de las montañas, encargado de cuidarlas hasta que desapareciera de la memoria de los hombres.

Pero Sabito también era un humano, o eso es lo que dijo su padre hasta que ya no pudo verle más. No sabía cuántos años transcurrieron ya de su muerte, pero Sabito sí recordaba el jovial rostro de su padre llenándose de arrugas de repente y su cabello volviéndose blanco.

Sabito no podía entenderlo. Él sabía que los humanos envejecían con el paso del tiempo —los yokai, los espíritus como él, también lo hacían. Pero mientras Sabito continuaba siendo un niño pequeño que corría por las praderas al pie de las montañas y ocultándose en los templos abandonados, su padre se hizo anciano en un suspiro y sin darse cuenta.

Llevaba muchos años ya en el otro mundo.

Su madre intentaba consolarle diciendo que le había amado, pese a que era un humano y su hijo un espíritu prácticamente inmortal —pero Sabito no quería escucharla en absoluto.

Su madre y el resto de los yokai solían tomar la forma completa de zorros durante gran parte del tiempo. Esto les permitía recorrer a sus anchas, perderse entre los humanos y habitar zonas que Sabito solo podría ver en un sueño.

Porque él estaba atascado en su propio limbo: con una madre yokai y un padre humano, Sabito no tenía todos los beneficios de los seres inmortales ni mucho menos los de un ser mortal.

Cada vez que Sabito recordaba al bueno de su padre con nostalgia, su madre solía hacerle callar de una forma un poco descuidada —puede que ella lo hubiera apreciado un poco en vida, pero, ¿qué era la efímera vida humana a los ojos de un espíritu que puede vivir una eternidad?

Y él solo era un fenómeno con orejas y cola de zorro, que solo sabía hablar con ruidos guturales y se bañaba desnudo en las lagunas a la luz de la luna.

Hasta que ese niño pequeño de cabello oscuro y ojos azules se mudó a la vieja casita al pie de la montaña.

No es que el chico tuviera orejas o cola animal. Era un humano corriente; pero era uno muy curioso a ojos de Sabito. Posiblemente porque encontrar a alguien de su mismo tamaño entre los espíritus era como buscar una flor marchita en medio de la primavera.

Sabito le miraba mientras jugaba consigo mismo. Solía elegir la rama más grande, y fingía que era una espada —como esas que Sabito veía en los espíritus más poderosos y que servían como defensores— ya que la blandía de lado a lado contra un enemigo imaginario.

Usualmente, el muchacho no notaba su presencia, así que Sabito podía espiarlo a sus anchas: tenía el pelo a la altura de los omóplatos, y pese a que lo recogía con una cinta, este se le escapaba por todas partes dándole un aspecto más desaliñados. Tenía ojos más bien cansados, pero eran enormes y muy brillantes, y Sabito hubiera deseado poder verlos de frente.

El niño olía a incienso, té, y a todo lo que olía también su padre cuando iba a visitarlo. Era el olor de los humanos, supuso.

¡Giyuu! —Le llamaba con dulzura la voz de una joven mujer, la cual siempre se asomaba desde la entrada de la casita de madera mientras un suave aroma a especias desprendía del lugar—. ¡Es hora de cenar!

Giyuu. Ese debía ser su nombre. Sabito escuchaba maravillado cada vez que esa mujer pronunciaba su nombre con tanta paz y calma, como la de la suave brisa luego de que ha amainado la tormenta.

—¡Ya voy! —respondía Giyuu con su vocecita infantil, y el corazón de Sabito latía con más curiosidad—. ¡Espero que no haya vegetales otra vez para cenar...!

Giyuu arrojaba su rama a lo lejos —no parecía importarle que se perdiera, ya que la diversión del día siguiente sería encontrar un arma todavía mejor.

Y Sabito le veía correr con sus piernas flacuchas hasta el interior de la casa, cuando el sol comenzaba a ponerse y la luz anaranjada lo bañaba todo —incluso la pequeña silueta de Giyuu abrazándose de la joven mujer que le recibía con tanto cariño.

Sabito sentía que él y Giyuu eran similares por muchas razones; y, una de ellas, es porque algo en toda esa calidez y confianza tan familiar le recordaba a los días con su propio padre.

Tal vez Sabito quería saber más de Giyuu ya que era la única otra criatura que conocía acerca del amor de los humanos.

—¿Quién anda ahí? —preguntó la voz de Giyuu tras ahogar un jadeo, una tarde que Sabito trastabilló y pisó una rama sin querer—. ¡Muéstrate!

Sabito gruñó entre colmillos. Si él fuera un yokai completo, entonces podría haberse transformado rápidamente en un pequeño y escurridizo zorro.

Pero desde que Giyuu se había hecho un poco más grande —y él mismo, incluso, también; estaba seguro que cargaba encima más centímetros en su estatura—, se escabullía de la entrada de su hogar al pie de la montaña para practicar en un prado en donde los árboles eran escasos.

Era otoño, además. Los árboles se encontraban desnudos y desprovistos de sus hojas, y Sabito solo era capaz de esconderse ya que Giyuu demostró ser un niño bastante distraído.

—¡Muéstrate! —volvió a decir Giyuu, amenazando con su rama como si fuera una espada real—. ¡No me hagas atacarte!

Sabito tragó saliva. No tenía escapatoria, no detrás del tronco que le cubría —y que Giyuu encontraría si deseaba acercarse solo un poco. Ni siquiera era viable correr, ya que no había maleza o arbustos que ocultaran su humana silueta.

Los pasos del otro niño le sacaron de su ensimismamiento. Sabito contuvo la respiración, y apretó los párpados lo más fuerte que pudo. Como si fingiendo que no estaba allí entonces Giyuu no podría encontrarle.

Cuenta hasta diez, siguiendo los propios latidos de su corazón que parecen los tambores que resuenan lejos de la montaña cuando es época de festivales. Quizá si corre muy rápido, y luego se esconde el tiempo suficiente en alguna cueva...

Sabito no fue capaz de seguir con sus pensamientos. Sintió un tirón en la oreja izquierda que le hizo gruñir por instinto, sacando las zarpas y amenazando al extraño que jalaba de ella.

Giyuu dio un paso hacia atrás, ahogando un jadeo. Sabito ni siquiera se dio cuenta que estaban frente a frente, ni tampoco podía pensar en nada más que no fuera su pobre oreja ultrajada.

Se encogió sobre sí mismo; una de sus manos se sujetaba de la cabeza como si de un escudo protector se tratase, mientras que la otra curvó sus garras de forma amenazante en dirección al anonadado Giyuu que acababa de caerse de trasero sobre la tierra.

Le miraba con esos inmensos ojos azules. Sabito no quería que le viera de esa forma, porque le estaba haciendo sentir calor en las mejillas y en el pecho.

—¡Wow! —exclamó Giyuu, maravillado—. ¿Esas orejas son de verdad? ¿O te las hizo tu mamá con una tela? ¡Están muy suavecitas!

El otro muchacho se puso de pie con cuidado. Sabito intentó dar un paso hacia atrás para alejarse, pero el tronco que utilizó para ocultarse fue el que le bloqueó el camino. Pronto, Giyuu estuvo lo suficientemente cerca como para acorralar su huida.

Olía exactamente cómo pensaba: a glicinias, a comida de hogar, a barra de jabón. Bueno, no es como si hubiera estado pensando que olería de esa forma, pero era tan cálido y hogareño que pensó que ningún otro aroma podría sentarle mejor a ese niño tan curioso.

Sabito contuvo el aliento mientras Giyuu estiraba la mano hacia su oreja. No le estaba mirando directamente a la cara, sino que ladeaba su cabeza como un animal curioso —y su lengua se escapaba de la comisura de sus labios tras ponerse en puntillas de pie.

Sintió la suavidad de sus dedos cernirse dulcemente sobre la oreja peluda. Sabito estuvo a punto de sacar las zarpas otra vez, pero lejos de jalar de ella como antes, Giyuu la acarició con sus dedos siguiendo un patrón circular.

Todos los cabellos del cuerpo de Sabito se encresparon. La sonrisa de Giyuu se expandió por todo su rostro y le iluminó.

—¡Es muy suave de verdad! —Y de los labios del niño se escapó la sonrisa más melodiosa, la cual reveló que le faltaba uno de los dientes del costado—. Me llamo Giyuu, ¿y tú?

—Sabito —contestó de forma veloz, sin detenerse a pensar en las consecuencias de haber revelado su nombre a un extraño y humano, por mucho que le fascinara mirarlo—. Soy Sabito.

Giyuu retiró la mano de su oreja. Sabito empezó a sentir otra vez el anhelo de esa caricia humana y tan gentil.

—¡Me alegra conocerte, Sabito! —exclamó Giyuu, mientras buscaba su mano para estrecharla—. ¡De verdad tenías ganas de hacer un amigo!

No soltó su mano, sino que la apretó más fuerte. Como una promesa —la promesa de que estaba por comenzar entre los dos algo mucho mayor y que ninguno tenía la capacidad de comprender.

Pero Sabito, simplemente y con el corazón todavía desbocado, le sonrió de regreso.

Sabito se dio cuenta que, él también, quería ser el amigo de Giyuu.

Todos los días, y a cada hora que Giyuu tenía permitido salir —y mientras el clima estuviera de su parte—, los dos se fugaban a los prados al pie de la montaña para jugar con las espadas de madera.

Giyuu no era competencia para él; y Sabito era lo suficientemente competitivo para no dejarle ganar, por mucho que frunciera los labios y le viera con esos grandes ojos melancólicos.

—No se vale —lloriqueó Giyuu, desde el suelo y con las mejillas enrojecidas—. ¡Tú eres más fuerte que yo!

Sabito esbozó una sonrisa maliciosa. Observaba a Giyuu desde una gran roca a la cual se trepó y declaró como suya. Movía la cola de zorro de aquí para allá en un hipnótico vaivén.

—Pues mala suerte por no nacer yokai —dijo Sabito—. Quizá en tu próxima vida tengas más suerte.

—Yo todavía no entiendo mucho ese tema de los mokai —Giyuu refunfuñó, apretando las rodillas contra su pecho—. Sigo pensando que no es justo que sean más fuertes. ¡Y que tengan unas orejas y cola suavecitas!

Yokai, Giyuu —Sabito suspiró—. Somos los espíritus del bosque y la montaña. La protegemos. Y, créeme, en realidad no quieres ser uno de nosotros, por mucha fuerza que tengamos...

Giyuu rezongó. Se recostó sobre la suave capa de hojas que dejó el otoño, revolcándose en ellas como si fuera lo más divertido del mundo. Sabito le miró con la misma curiosidad que sintió aquella primera vez que lo cruzó de lejos.

—¿Por qué no? —inquirió Giyuu—. No tienes que irte a la cama temprano. Y nadie te da órdenes. Puedes jugar todo el día, cazar tu propia comida...

Sabito arqueó una ceja. Cambió de posición ya que una de sus piernas comenzaba a amortiguarse.

—¿Estás diciéndome que quieres comer una liebre cruda y despellejada...?

—No, no —Giyuu sacudió la cabeza con una mueca de asco—. Me refiero a que... eres completamente libre. ¡Toda la montaña podría ser tuya si lo quisieras! ¡Serías el rey de la montaña!

Soltó una carcajada de solo imaginar algo tan absurdo. Giyuu no tenía idea —y pensaba que un ser tan ínfimo y minúsculo como Sabito, que además era un mestizo, podría siquiera hacerle frente a alguno de los yokai más poderosos de la montaña.

Se lo comerían vivo si tan solo les diera la oportunidad.

—Además —agregó Giyuu con un carraspeo—, podrás vivir para siempre. No tienes que preocuparte de convertirte en un adulto y conseguir una esposa.

—Eso suena desagradable —dijo Sabito.

—Podrías ser un niño por siempre —suspiró Giyuu, girando sobre sí mismo y apoyando una mano contra el estómago—. No vas a dejarme, ¿verdad, Sabito?

Sabito se escabulló en silencio desde la roca. Dio un brinco hasta llegar al lado de Giyuu y recostarse a su lado, con el cálido sol de otoño bañándoles las mejillas y calentando sus pequeños cuerpos.

Giyuu ni siquiera le miró cuando se recostó a su lado, y Sabito tampoco lo hizo. Pero sus pequeñas y sucias manos llenas de tierra, se buscaron la una a la otra de una manera casi magnética.

Sabito sintió que el calor que nacía desde su mano unida a la de Giyuu era incluso más fuerte que el mismo sol.

—Incluso cuando yo crezca —continuó Giyuu—, incluso yo me muera... ¿vas a acompañarme, Sabito?

Sabito sintió una especie de presión en el pecho, y todos sus sentidos se agudizaron como cuando sentía el peligro de algún depredador. Ambos eran demasiado pequeños para hablar de esas cosas, pero allí estaban.

—No sé por qué piensas en esas cosas —Sabito chasqueó la lengua—. Los yokai vivimos para siempre, no andamos pensando en todo eso.

—Pero los humanos no somos para siempre —replicó Giyuu—. Por favor, Sabito. Solo respóndeme...

A Sabito no le gustaba pensar en el día que Giyuu se fuera —le recordaba a su padre, y como este envejeció poco a poco mientras que Sabito continuaba siendo un jovial niño con orejas y cola de zorro.

No estaba seguro de qué responder a Giyuu, pero optó decirle lo primero que salió de su corazón:

—Voy a acompañarte toda tu vida, Giyuu —Sabito sonrió hacia el sol, pero le miró de soslayo por el rabillo del ojo—. Y todo el tiempo que tú quieras.

La sonrisa que consiguió espiar en el otro fue suficiente para que las preocupaciones se disiparan.

Sabito no había pensado que sería capaz de hacerlo, pero complacer a Giyuu se volvió tan fácil como respirar.

Las semanas corrían, y los meses volaban —ambos, sin darse cuenta, empezaron a dejar atrás la niñez para convertirse poco a poco en dos hombrecitos.

Era difícil juntarse para jugar, y tampoco es que tenían muchas ganas de hacerlo. Cada uno tenía nuevos y encontrados intereses; u obligaciones, ya que Giyuu ahora debía ocupar sus mañanas en cortar leña para luego bajar al pueblo más cercano y venderla.

Sabito también tenía sus propias cosas: puede que la vida como yokai no tuviera las mismas y mundanas obligaciones de los humanos, pero Sabito comprendió que los mismos cumplían un rol importante en la existencia de los espíritus.

A menudo, y al principio acompañado de su madre, Sabito comprendió que debía bajar a los templos a escuchar los pedidos de los humanos y aceptar sus ofrendas —muchas veces, estos pedían cosas que el poder de Sabito no podía alcanzar, pero se volvía más y más poderoso con el correr de los días.

Y no sabía si era la magia, o qué cosa en absoluto, pero luego de tanto tiempo comenzó a dejar de verse como una mezcla de humano con cachorro de zorro: su cuerpo entero se estaba transformando en el de un hombre.

Exactamente como Giyuu.

Pero incluso si ambos estaban condenadamente ocupados con un montón de quehaceres, siempre alguno de los dos encontraba una excusa para salir en busca del otro, y suplicarle pasar un rato en el prado bajo la montaña.

Usualmente, era Sabito quien terminaba suplicándolo —pero Giyuu siempre reía cuando se aparecía para escabullirse por la ventana de su habitación.

—Mírate nada más —rio Sabito—, ya no eres un pequeño humano debilucho.

Y ya no lo era en absoluto: ambos sabían que Giyuu era ya casi un hombre, hecho y derecho. Con una gran espalda de hombros fuertes y erguidos, su rostro más cuadrado y con un débil rastro de vello facial, con el pelo tan largo y rebelde que una bandita tan pequeña como la que lo sujetaba no aguantaría mucho tiempo más.

Giyuu aguantó la risa que quería brotar de la base de su garganta. Con los años se había vuelto más serio —especialmente tras la prematura muerte de su dulce hermana mayor, a la cual Sabito no pudo proteger porque su magia todavía era muy débil.

Perdóname, Giyuu, era capaz de pensar —pero nunca decirlo en voz alta.

—Y mírate a ti —dijo Giyuu—, ya no pareces un espíritu abusón que no tiene problemas en apalear a los niños con un palo de madera.

—Me ofendes, Giyuu —Sabito se llevó una mano al pecho de manera teatral—, ¿te gustaría que te dé una paliza siendo un adulto, también?

Giyuu le desafió con la mirada un instante. Pero ambos acabaron por echarse a reír como si fuesen dos mocosos rodando por las hojas resecas de otoño y bajo un cálido sol.

Y que, sin mirarse, eran capaces de conseguir que sus manos se encontraran como si estuvieran hechas la una para la otra.

Sabito pensó que no tendría problemas en que aquello durase para siempre.

Pero, como Giyuu le dijo no muchos años atrás...

Los humanos no eran para siempre.

Sabito acompañó a Giyuu todo el tiempo que este lo deseó.

Él nunca estuvo seguro de qué eran ellos dos: ¿amigos? ¿hermanos? ¿quizá algo más?

Sabía muy bien que el vínculo que les unía era único en su especie —un humano y un yokai mestizo que decidían estar juntos para toda la vida, ¿quién se lo hubiera creído?

Sobre todo, porque el término de vida no era el mismo para ninguno de los dos.

Y Sabito sabía que él y Giyuu no podían traspasar más fronteras de las que lo habían hecho durante todos esos años. No importaba qué tanto aleteaban sus corazones al tenerse cerca, o cuando se enroscaban en un abrazo que parecía durar lo mismo que una luna en el vasto cielo nocturno.

Sabito era para siempre. Pero Giyuu no lo sería.

Y no estaba seguro de querer hacerle aquello a Giyuu, y tampoco a su propio corazón; así que era más fácil amarle del modo que solo ellos dos conocían, incluso si ambos morían por intentarlo un poco más.

Así que Sabito le soltaba lentamente la mano, cada día un poco más. Pero nunca del todo.

Porque nunca hubiese tenido las agallas de alejarse por completo.

Sabito le comprendió cuando Giyuu le dijo que se iría una temporada a trabajar en otra ciudad, ya que el invierno en la montaña sería duro y necesitaba dinero para provisiones. Protegió su hogar con uñas y dientes de todos esos que quisieron profanar la morada que con tanto amor construyeron los hermanos Tomioka.

Sabito le esperó, incluso cuando su trabajo se convirtió en seis temporadas y no solo una, y jamás le reprochó a Giyuu por haberle dejado solo y abandonado todo ese tiempo. Porque la vida de un yokai podía volverse muy solitaria.

Incluso Sabito le apoyó cuando Giyuu regresó de la mano de una preciosa muchacha llamada Shinobu y que prendía su cabello con un adorno de mariposa. Lejos de sentirse celoso, a Sabito le gustaba verla sonreír con sinceridad cada vez que miraba a Giyuu.

Era inevitable no sentirse reflejado en aquella muchacha. Y, aunque doliera un poco en su interior, Sabito solo había querido que el efímero tiempo de Giyuu como humano en la tierra fuese el más feliz posible.

Incluso si era lejos de su lado. Aunque nunca era lo suficientemente lejos para Sabito.

Ni siquiera cuando Giyuu y Shinobu concibieron cuatro hijos juguetones que peleaban con espaditas de madera en el prado al pie de la montaña. Ni tampoco cuando Shinobu falleció intentando dar a luz a su quinto hijo, y Giyuu quedó solo a merced de la soledad.

Sabito a veces se aparecía a su lado. Había dominado el arte de la invisibilidad, y le venía bastante a mano para ocultarse de los curiosos hijos de Giyuu que no dejaban de hablar del rey zorro de la montaña, el juguetón espíritu que conquistaba los corazones de todo aquel en el que decidiera posar sus ojos.

—Bueno, no se equivocaban —reía Sabito luego de espiarles desde afuera, en una tarde invernal en que todos se reunieron alrededor de un tenue fuego hogareño—. Aunque lo que yo hubiese dado por poder robar el corazón de ese padre de ustedes...

Y Giyuu sonreía cada vez que él hablaba. Incluso si Sabito no permitía que le escuchara. No sabía si era magia, pero Sabito se contentaba con aquello.

Ah, pero ¡cuánto hubiera deseado que Giyuu mirara en su dirección! ¡Que le otorgara la bendición de ver sus enormes ojos azules otra vez!

Eso no importa, se decía todo el tiempo. Al menos tú puedes verlo.

Y terminaba dándose cuenta que, a pesar del dolor en su corazón, al menos eso era suficiente.

Era el agrio precio a pagar por ser el vástago de un humano y una yokai. Porque Sabito jamás terminaba de pertenecer a ninguno de los dos mundos.

Pero hasta cuando Giyuu yacía en el lecho de su cama en un amanecer de invierno, con el rostro surcado de arrugas y ocultando lo que alguna vez fueron hermosas facciones, Sabito tampoco olvidó lo que alguna vez prometió.

Tal vez un humano corriente olvidara aquella tonta promesa infantil. Pero no Sabito. Porque él no era un humano. Pero tampoco era yokai.

Era simplemente Sabito. El Sabito que, durante todos esos años, perteneció a un muchacho llamado Giyuu.

—Mírate nada más —rio Sabito tras aparecerse al pie de su futón, escuchando a Giyuu respirar con dificultad—, eres otra vez un pequeño humano debilucho.

El rostro de Giyuu se contrajo con algo así como una sonrisa. Extendió su mano callosa, manchada y llena de arrugas hacia la sombra que se asomaba en la inmensa oscuridad.

—Y mírate a ti —respondió Giyuu con la voz bastante débil, y sus ojos azules casi achinados y mirando al techo de la casa—, sigues luciendo como un guapo y joven espíritu abusón con orejas de zorro.

Y en efectivo, Sabito seguía viéndose como si apenas pasara las dos décadas humanas. Sus orejas y su cola de zorro eran tan grandes que ni un zorro real podría hacerles competencia.

—Oh, ¿crees que soy guapo? —preguntó Sabito con sorna. Flotó lentamente hacia el costado de Giyuu, acariciándole con los nudillos el largo cabello blanco que le tapaba la cara—. No me lo dijiste en todos estos años.

—Siempre fuiste guapo —suspiró Giyuu—. Debiste saberlo. No dejé de mirarte ni un solo momento, Sabito.

La garganta de Sabito se cerró con algo de tristeza. Por supuesto que dejaste de mirarme, pensó. Pasaron demasiados años.

Pero casi como si Giyuu pudiera leerle la mente, desvió su mirada azul desde el techo hacia sus grandes ojos color lavanda. El corazón de Sabito dio un brinco, porque no había pensado que podría mirar esos hermosos ojos otra vez.

—Te miraba todo el tiempo en mi mente —habló Giyuu—, y me preguntaba si algún día podría hacerlo otra vez...

Su voz era cada vez más débil. Sabito se estaba obligando a sí mismo a mantener la sonrisa extendida por su rostro, ya que sabía que, si se lo permitía...

Terminaría ahogándose en lágrimas de amargura.

Pero no lo haría. Al menos soportaría por Giyuu. Una última vez.

—Bueno, aquí me tienes —dijo Sabito con su tono socarrón—. Me pediste que no te abandonara, y no lo he hecho en todos estos años. Tuve que cuidar de tu trasero para que no te cayeras por el barranco. Puedes agradecerme luego.

Giyuu intentó sonreír. Como si hubiera un luego. Como si tuvieran la infantil ilusión de reencontrarse una vez más en el prado.

La mano de Giyuu tanteó en busca de la suya. Y Sabito se la tomó. Incluso si ya no tenían las fuerzas para encontrarse al otro de una magnética, el roce de sus dedos siempre terminaba enviando chispazos por toda su espalda.

Sabito sonrió con tristeza a través de las lágrimas que acabaron traicionándole.

—Te pedí que me acompañaras toda la vida —Giyuu respiró con fuerza—. Y aquí estás.

—Y aquí estoy —confirmó Sabito—. Te acompañaré todo el tiempo que tú quieras, Giyuu.

Giyuu cerró los ojos con fuerza. Unas lágrimas se escaparon y trazaron el camino de esas arrugas que simbolizaban la finita y mortal vida de los humanos.

Ah —Giyuu inspiró otra vez—. Si por mí fuera... me quedaría toda la eternidad a tu lado...

Poco a poco, el agarre de sus manos comenzó a perder fuerza.

—Quisiera poder vivir para siempre contigo, Sabito.

Giyuu exhaló por última vez. Sabito estuvo esperando a que todo fuese una cruel broma, en la que Giyuu se despertaba y le decía que era un yokai demasiado débil por ponerse a llorar sobre el cadáver de un anciano decrépito.

Pero no era ninguna broma. Después de todo, los humanos no eran para siempre.

Sabito besó la frente de Giyuu. Seguía oliendo a glicinias, a comida hogareña y a la barra de jabón. Se obligó a sí mismo a recordarlo por el resto de la eternidad.

Cuando el sol terminó de salir por el cielo, y cuando Sabito se obligó a dar la vuelta para abandonar aquel hogar que tantos recuerdos le trajo, estos mismos comenzaron a bombardear su mente y su corazón sin darle tregua.

La sonrisa de Giyuu. La calidez de sus manos. La curiosidad en sus ojos. El aroma de su piel. El tono de su voz. La belleza que emanaba con tan solo existir.

Y Sabito sabía que, tal vez, tenía una eterna y solitaria vida como yokai a partir de ahora...

Pero pensó que... tal vez... solo tal vez...

Si conseguía recordar todo aquello que el muchacho fue alguna vez...

Tal vez así, Sabito conseguiría que Giyuu fuese para siempre.

Okay, cambio de planes... de repente hay angst en esta week

No pude evitarlo, de acuerdo? Los yokai acarrean mucho angst de por si, ahhhhh. Y la verdad esto podría haberme quedado cien veces más doloroso así que agradezcan que en el fondo soy un ser benévolo y quedó bien leve

Quizá en el futuro escriba otra historia de yokai entre estos dos ;;u;; amo la temática y en verdad me hubiera encantado tener tiempo de dejarlo larguísimo como me gusta a mi...

Pero bueno, el show debe continuar (?) y como soy un fracaso, no tengo más que una oración del día de mañana. Ah pero el último día ya está escrito (????) quien comprende a mi mente, porque yo no

El día de hoy está dedicado a una personita a la que quiero mucho ;;o;; y que ama el SabiGiyuu y los yokai tanto o incluso más que yo (?) Sky_Black1999 no se si esté a la altura, pero espero que esta cosita tonta te guste aunque sea un poco ♥️

Muchísimas gracias a todos los que sigan leyendo! ♥️ Ya no queda nada para que acabe, y en parte me emociona porque podré escribir una cochinada TodoDeku que ya se me metió en la cabeza para San Valentín... tengo miedo de mi misma (?)

Nos vemos mañana! Porque terminaré ese OS aunque sea lo último que haga ;;m;;

Besitos ♥️

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro