Penélope
Tras un pequeño combate contra las fuertes ventiscas de la mañana, logró cerrar la puerta de su amado hogar. Su mirar analizó aquel hermoso cielo azul, con espectaculares nubes idénticas al algodón, y un gran sol resplandeciente.
Tan bello espectáculo dibujó una pura sonrisa en su rostro. Al darse cuenta que el tiempo avanzaba en su pequeño reloj, decidió emprender rumbo a su trabajo.
Caminaba entre las coloridas calles de su adorado pueblo, luciendo uno de sus hermosos vestidos, el cual ondeaba en compañía del viento. Saludaba todos los que veía, eran viejos amigos, y conocidos.
— ¡Hola, Judy! — gritó una alegre madre borrega.
— ¡Hola, Martha! — contestó ella.
— ¡Buenos días, Judy! — alzó el brazo Robert, un amigable señor castor que se dedicaba a la carpintería. — ¡Qué linda te ves hoy!
— ¡Digo exactamente lo mismo! — se apresuró con varios trotes por la calle principal.
El sol le acariciaba con cuidado, no le faltaba mucho recorrido. Para tener un atajo, entró rápido a la estación del tren, el atravesar el andén le resultaba más rápido que pasar por el centro del pueblo. Pasó con velocidad frente a varios animales, quienes con paciencia, esperaban el siguiente tren con sus bolsillos y maletas en mano.
Miró sonriente los vagones que se aproximaban, le gustaban mucho esos radiantes carmesíes, y llamativos dorados, junto al negro noche. En el momento en el que pasó a su lado, pudo distinguir los cómodos asientos que resguardaban a los transportados. Corriendo, observó el rostro de cada uno de los pasajeros, se veían altamente felices, lo cual se le contagió.
En cuanto estaba a punto de apartar la mirada, y acabar su trayecto por el andén; sus ojos se toparon con dos esmeraldas que se encontraban expectantes, el mirar sorprendido de un curioso viajero. Judy sintió como el tiempo le jugó la broma de detenerse, parar por unos segundos mientras esas dos almas se conocían, se conectaban.
Pero sólo fue un leve y fugaz roce; el agua volvió a caer, el reloj continuó sonando sus manecillas, el tren llegó a la estación, la coneja siguió corriendo; junto un corazón desbocado. Había sido una simple casualidad. Una que pasó a segundo plano al recordar su trabajo.
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— Son tan hermosas, y desprenden un olor exquisito — admiró la Señora Florencia, una amable suricata, dueña del local, y jefa de Judy. — Cuidas muy bien de ellas, querida — delineó el bello pétalo de un lirio.
— Sí, muchas gracias por darme la oportunidad — dijo la empleada a duras penas, se encontraba cargando varias macetas de barro. — Me estoy esforzando mucho, y las flores por fin dan a conocerlo — le miró con una sonrisa al terminar de depositar el cargamento del otro lado del lugar.
— Nunca dudé de ti, después de todo, eres una descendiente de los Hopps — conversó mientras revisaba otras plantas. — Esa familia es bien conocida por ser excelentes agricultores.
La chica sintió hervir sus mejillas, no solía sentirse tan orgullosa de sus trabajos, no hasta ahora.
Y era así, Judy se levantaba temprano para llegar a su trabajo, una floristería, que era un pequeño y decorado huerto; la tienda de flores más requerida en aquel soleado lugar. Los limpios cristales, dejaban que la clientela se diera una idea de la gran diversidad de flora que se conservaba en ese lugar. Mil y un colores, daban vida, y alegría al enorme corazón de la coneja. Se sentía enormemente feliz de haber encontrado tan positivo empleo.
En cuanto notó la alegría de Judy, la dueña le vio con cariño, su cola se arrastraba por donde andaba, y con lentitud se acercó.
— ¿Sabes, mi niña? — su suave voz resopló entre cada flor. — Me recuerdas mucho a una amada persona, que cómo calor de verano se esfumó — sus orbes de chocolate reflejaban melancolía, y un inmenso amor.
— ¿De verdad? — se sorprendió por tal comparación. — ¿Y quién era? — preguntó sin prisa. — ¿Cómo tuvo la dicha de conocer a tan amado ser?
La suricata mantuvo su sonrisa.
— Era una pequeña, amaba todo tipo de flores, y tenía mucho talento con ellas — describió con dulzura, y pasión. — Tenía un modo amable, siempre daba todo de si para que sus metas se vieran alcanzadas — observó con amor unas bellas bugambilias que empezaban a florear. — Su nombre era Penélope, era mi amada hija.
Todas las coloridas se dejaron llevar con la brisa que dejaba entrar la puerta, meciéndose con paz en sus macetas.
— Y-yo... — no sabía qué decir, no sin que su corazón se apachurrara. — L-lo lamento mucho, Señora Flo.
— No tienes porqué, estoy feliz de que su luz haya existido en mi vida — recitó alzando hombros. — Es lindo, tú me recuerdas mucho a ella — nerviosa, Judy sonrió de lado.
Fuera del local, entre las calles había movimiento, más que el de costumbre, haciendo que las voces de los habitantes se impregnaran en el ambiente de la florería.
— Se que sonará tonto, pero... — la dueña le tomó con ternura las manos. — ¿Puedo llamarte así?
— ¿Penélope? — dudó. La suricata asintió con tranquilidad. — Sería un honor — finalizó contenta.
Las nubes avanzaban con calma por la enorme área azul, bonitos óleos de un inspirado artista.
Era medio día, la adorada hora del Sandwich y jugo, tiempo de relajación. O eso se suponía.
— ¡Mis lentes de sol! ¡Ocupo mis lentes de sol! — sin aliento, la joven atravesó el huerto, adentrándose a lo que era la casa; dejando a Judy con cierta impresión.
— Hola, Keith — saludó la jefa, mientras gozaba de un tibio té.
— ¡Tía, Flo! — exclamó la suricata más chica. — ¿No sabe dónde dejé mis lentes de sol? — cuestionó con decepción. — Los necesito urgentemente.
— En el buró del salón, querida — bebió un poco de la taza. — Los pusiste ahí la última vez.
— ¡Perfecto! — celebró dándose prisa.
Keith era la sobrina de la Señora Florencia, ambas mantenían una relación muy comunicativa y afectuosa. La joven solía visitar a su tía muy seguido, eso después de haber trabajado ahí por un tiempo. Ahora, ella se dedicaba a mantener un pequeño comercio en el centro del pueblo, uno que abría rara vez.
— ¡Por fin puedo ir! — continuó, modelando sus amados lentes.
— ¿Qué sucede, niña? — habló la mayor. — ¿Por qué hay tanto alboroto afuera?
— ¿Qué no se ha enterado, tía? — con su gran bolso, se posicionó frente a la familiar. — ¡Todos están muy emocionados! — chilló con emoción. Escuchando el relato, Judy dio otro mordisco a su merienda. — El primer tren que arribó en la mañana estaba lleno de turistas, hay muchos nuevos caminando por los empedrados.
— Ajá, ¿y eso qué?
— De uno de los vagones, bajó un zorro — prosiguió. — Un apuesto zorro de perfecta figura. Le llaman Wilde, poseedor de los ojos más preciosos que se han visto por estos campos.
— Y estoy segura de que todas las chicas están babeando por él — respondió con desinterés. — ¡Váyase de aquí, niña! ¡Fuera!
— ¡Adiós, tía, te quiero! — a paso veloz, la joven salió del local. — ¡Adiós, Jud's!
— Oh, estos jóvenes de ahora... — suspiró la señora Flo, causando una risita en la coneja.
No pasan de las dos de la tarde, la dueña del local salió por unos asuntos pendientes.
Su mente gozaba de fantasía, tomando la escoba de barrer, danzaba con la música que el reproductor producía. Eran pasos tranquilos, llenos de sentimientos. De vez en cuando, movía aquel utensilio de limpieza, su lugar de trabajo no resultaba tan sucio.
La tonada acariciaba su corazón, y alegraba a su ser, un mágico momento.
— Buenas tardes.
Junto a un pequeño grito, Judy cayó entre dos mesas pintadas de blanco, quedando cara a cara con los soportes de ellas.
— ¿Buenas tardes?
— ¡Buenas tardes! — se levantó, y saludó de manera rápida. — ¿Qué se le ofrecía?
En la entrada del establecimiento, un joven zorro cargaba un maletín, su aspecto era elegante; muy formal para un sitio como ese. Cuando sus ojos se toparon con los de la coneja, una sincera sonrisa se presentó en su cara.
— Que tal, mi nombre es Wilde — acomodó la corbata que decoraba su cuello. — Soy de una academia un tanto lejos de este lugar, he venido junto a varios compañeros, y compañeras, en busca de respuestas.
Mientras el chico hablaba, Judy hacia memoria, juraba haberlo visto antes.
— No sé si sea molestia — deslizó el cierre del maletín, y se introdujo en ella en busca de algo. — ,que me dejase estudiar las plantas que tienen en este huerto, se ve que tienen muchas — al conseguir lo que buscaba, cerró, y mostró un gran portafolio de color negro. — Mi meta es llenar esto de mucha investigación, la verdad, es que me fascina la botánica.
Su sonrisa le era de lo más adorable, con razón Keith y todas las hembras del lugar se morían por él. Pausó su tarea de identificar a ese joven, dándole el permiso de permanecer ahí e investigar de las plantas.
No perdió tiempo, el estudiante agradeció, y se acomodó en la floristería. Se sentó en el suelo, al lado de unas bonitas flores. Con un bolígrafo, comenzó a escribir en una de las hojas blancas que portaba.
— ¿Dónde se encuentran tus compañeros? — preguntó Judy, le pareció extraño la soledad del anaranjado.
— Oh, cómo ve, acabamos de llegar. Este es un lugar completamente nuevo, no dudaron en posponer su proyecto, e ir a visitar cada parte de este pueblo; creo también buscan una cantina — explicó Wilde.
— Eres comprometido, fuiste directo a hacer tu deber.
— Sí — rió abochornado. — Por ello mis amigos me regañaron, y se enojaron.
La de ojos morados sonrió bobamente, todo paró en cuanto reaccionó: tenía un invitado, y no le había ofrecido absolutamente nada.
— ¿G-gustas un poco de jugo? — tembló. — Puedo dártelo en compañía de unas galletas... — sé arrepintió instantáneamente, sonó bastante ridículo.
— ¡Por supuesto!
Rápidamente huyó a la pequeña cocina, el paquete de galletas estaba en la alacena.
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— ¡Wow, estoy exhausto! — el zorro se estiró mientras se libraba del bolígrafo.
— Es por el esfuerzo, mira que llevas muy aventajado.
— Así parece, pero no creo avanzar más.
— ¿Qué? — Judy miró con pesar. — ¿Por qué?
— El tiempo de cierre de la floristería está por llegar — dijo al apuntar el horario que estaba escrito en la ventana. — Además, estoy cansado.
— Oh, ya veo.
— ¿Puedo venir mañana? — cuestionó mientras alistaba su maletín. — No terminé hoy, pero sí que puedo terminar mañana — al tenerlo listo, se acomodó, nuevamente, la corbata. — Claro, sí me lo permite.
Sintió su corazón latir con gran velocidad, accedió ante el zorro, quien se alegró por tal permiso. Con educación se despidió, deseó buena noche, y partió.
A los minutos, Judy cerró el local, andando por las lindas calles del su hogar, se dedicó a contemplar estrellas; dulces, y calladas estrellas. Llegó a su casa, se bañó, cambió, y cansada, se recostó.
Eran inolvidables los sucesos del día, resultó maravilloso. No hubo más discusión, sabía que a hace chico lo había visto en el andén. Sabía que sus ojos se hipnotizaron con los contrarios. Sobretodo, sabía que se había convertido cómo a las demás chicas, que estaba en las enredosas redes del amor.
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— Capaz, y es carnívora — sospechó el zorro.
— ¿Podrá?
— Oh, claro que sí — entusiasta, notó rápidamente en sus hojas blancas. — Esto le fascinará al profesor.
Judy sonrió mientras regaba las últimas plantas. Al terminar con ello, se quitó el mandil, y tomó el bolso que llevó ese día. Levantó la mirada, a Wilde le llamó la atención aquella acción.
— ¿Qué sucede?
— No se preocupe, manténgase ahí, yo sólo he acabado mi turno — alzó los hombros. — Está por llegar otra chica, estoy segura que le agradará tenerte de compañía — Judy se acercó a la salida.
— ¡Oh, espere! — guardó todo en su maletín, y corrió hacia ella. — ¡Acabé por hoy, me retiro también!
Le dio gracia la repentina actitud del zorro, estando los dos afuera del local, Judy sólo emparejó la puerta.
— ¿Y qué hará?
— ¿Yo? — Wilde meditó. — Realmente no lo sé.
Con una pequeña risita, la coneja le observó.
— Pretendo ir a la panadería, debo conseguir mi cena, ¿gusta acompañarme?
La miró con detenimiento, algo lindo a su parecer.
— Por supuesto.
Ambos caminaron por las calles, había mucho movimiento por el lugar. Varias mariposas revoloteaban por las flores de los jardines, y un pequeño canal llevaba fresca agua por los bordes de las banquetas.
Comenzaron una plática, una muy sencilla pero bastante interesante.
Al andar por el centro, uno al lado del otro. Pasaron los locales, y dieron rumbo a la panadería.
— ¡Buenas! — saludó el dueño de la verdulería, quien llevaba unas entregas.
— ¡Buenas tardes, señor Max! — devolvió la coneja.
— ¡Hey, que te vaya bien! — se despidió Carl, un vendedor de velas.
— ¡Muchas gracias, suerte con la cera!
— Vaya, parece que todos se conocen aquí — admiró Wilde mientras admiraba el lugar.
— Claro, nos conocemos de toda la vida. No hay cosa que pase desapercibida, todo se sabe — comentó con diversión.
La campanilla de la puerta sonó, muy gustoso, el panadero salió a recibir a sus clientes. Les pasó una bandeja, y unas pinzas para que tomaran del pan que más agrado causara.
— ¡Se ve muy sabroso! — comentó aquel zorro.
— ¿Sí? — la coneja colocó una pieza en su bandeja. — Pues tome uno, yo lo invito.
Wilde se avergonzó un poco, pero al escuchar las muchas súplicas de la chica, decidió tomar un rollo de canela; no está de más decir que se moría de hambre.
Se hizo la compra, y salieron del local. Metiendo sus piezas en el bolsillo, la de ojos morados habló:
— ¿Y ha terminado su proyecto?
— No, no del todo — se retiró unas migajas del ahora inexistente pan. — Planeo anexar unas hojas más, aunque lo que he conseguido es muy interesante.
— Vale... — murmuró mientras formaba una gran idea. — ¿Y qué tal sí vamos al valle?
— ¿Valle?
— Ajá, ahí se encuentran muchas plantas que no tenemos en la floristería, podría encontrar una especial.
— Me parece excelente, ¿no interviene con sus planes de hoy? — dudó Wilde.
— Para nada — caminó por un puente de piedra, frente a él deslumbraban hectáreas de abundante flora. — Sígame, es por aquí.
Sosteniendo bien su único maletín, el zorro siguió a aquella chica.
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Podía jurar que nunca había visto un césped tan verde y vivo cómo el que deleitaba sus ojos. El anaranjado estaba anonadado con la belleza de la naturaleza.
Allá a la distancia, se admiraban los robles, muchos árboles que creaban un frondoso, y fresco bosque.
— Señorita... — exhaló. — ¡Esto es glorioso!
— Sí que lo es — confirmó a paso lento.
No dejó ir el tiempo, abrió el maletín, y sacó su portafolio. Se aproximó hacia un curioso arbusto, y rápido anotó con su bolígrafo. Solicitó el apoyo de la coneja, ella no se despegó de él; le brindaba de características, a proposiciones de nombres.
Mientras el estudiante escribía a toda velocidad, ella miró los hermosos cielos que su hogar ilustraba; amaba ese lugar, adoraba cada instante transcurrido.
Decidieron explorar otras áreas, desde el campo de margaritas, hasta la gran parota central.
Su proyecto no tardó en darse por finalizado, Wilde estaba contento, ¿era posible no estarlo?
Caminaron entre las extensas áreas verdes, perdiéndose en el campo, ahogándose en la calma.
Llegó el momento en el que terminaron doloridos por la caminata, se tumbaron en el pasto, y adoraron al anaranjado sol escondido entre las lejanas montañas.
Sus pulmones también estaban agotados, parece que se excedieron en las pláticas, pero ninguno de los dos lo lamentaba.
En el silencio, el zorro se giró, quedando así frente a la coneja; ella se mantuvo fija al cielo.
— Quiero pedirle un favor — comentó en voz baja.
— ¿Qué es? — con una tranquila sonrisa, le miró de reojo.
Wilde no prosiguió, y la de orbes morados captó aquello, terminó girándose de igual manera; ahora ambos se miraban cara a cara.
— Señorita, por favor... — susurró. — Dígame su nombre, señorita.
Una brisa hizo cantar a la alta hierba, llevándose toda incomodidad.
— Yo desde un inicio le di a conocer mi nombre, todo este tiempo me he dirigido a usted por "señorita", permítame saber el suyo — añadió el zorro.
Con paz, la coneja cerró los ojos.
— Penélope.
Y volviendo a ver esas memorables esmeraldas, repitió decidida:
— Me llamo Penélope.
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En esos últimos días, las noticias corrían a toda velocidad por el pequeño pueblo, uno de los temas principales era la bonita relación que se traían esos dos. La joven Hopps, y el caminante Wilde estaban en boca de todos.
Tú podrías salir a comprar cualquier cosa por el centro, y fácilmente te encontrabas con el risueño par.
Muchas opiniones eran lanzadas al aire, pero ninguna de ellas llegaba al corazón de los jóvenes.
En la floristería, la señora Flo estaba maravillada por calidad del trabajo que hacía el zorro; Wilde le había pedido el permiso para trabajar ahí, la suricata por supuesto que no se negó.
— ¡Asombroso, joven Wilde! — aplaudió la dueña del local. — Se ve que tienes bastante conocimiento en todo esto.
— Muchas gracias — sonrió el anaranjado.
— ¡Es genial! — admiró. — ¿No es así, Penélope?
— Claro que sí — rió la coneja.
Tras cada jornada de trabajo, acostumbraban ir a tomar un café, comer algún delicioso pan, o caminar sin rumbo alguno .
Cuando la noche amenazaba, se despedían amablemente, y poco a poco, la despedida fue acompañada por un tierno beso en la mejilla. A la hora de dormir, Hopps pensaba en él, sabía que era feliz, ahora la felicidad estaba al alcance de su mano.
En los fines de semana llenaban una cesta, colocaban bebidas, apetitosos bocadillos; se iban de picnic junto a un lindo río. Tendían una manta de cuadros coloridos, sobre ella se sentaban, y ordenaban las cosas. Pasaban todo el día ahí, disfrutando de la compañía que se hacían.
Se acurrucaban al admirar el atardecer, aquel acto que daba a finalizar la belleza del día.
Parecido a su tiempo juntos.
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Pasó lo que tenía que pasar, aquella mañana no fue alegre como las otras. Desde que se levantó sintió su corazón doler, su alma decaída, no podía creer que los días acabaran. Se puso su vestido dedicado a los domingos, y se colocó sus zapatos de tacón. Bebió un poco de jugo, tomó su bolso marrón, salió, e inició su camino hacia la floristería.
Un día antes, los estudiantes se habían puesto a realizar el proyecto que olvidaron elaborar durante todo ese tiempo, desvelándose entre papeles, y bolígrafos. Se les podía ver por las calles del centro, ojerosos, dando unos últimos vistazos al pueblo que les acogió.
La coneja ignoró todo eso, sólo quería llegar a su trabajo.
Al abrir la puerta, sólo se dedicó a observar de frente, ahí estaba la señora Flo, con un semblante triste, dando algunas palabras al zorro que iba a retirarse.
— Fuiste de mucha ayuda, Wilde, no puedo creer que el tiempo pase tan rápido — miraba al de mayor estatura. — Espero de todo corazón que hayas disfrutado el estar aquí, y que hagas lo que hagas te vaya bien.
La coneja se mantuvo callada, sus ojos estaban muertos, y su ser desesperado.
— Yo le doy las gracias, fue muy amable al recibirme — la platica finalizó con un abrazo, y tras acabarlo, la suricata se dirigió a la chica.
— Cariño, no hace falta que trabajes hoy, Keith vendrá a acompañarme en un rato, tú tómate el día libre.
Aún con su mirada tristona, la coneja asintió.
Ya afuera del local, caminaban juntos, ella miraba el suelo, y él la observaba en silencio. No sabía cómo iniciar la platica, resultaba muy duro para ambos.
— Hey, te ves muy hermosa con ese vestido.
— Te lo agradezco — respondió con su cabeza baja, y una voz de lo más triste.
— No me gusta verte así, Penélope — la tomó de la mano. — Haces doler mi corazón.
— Me desagrada fingir felicidad cuando lo único que quiero es llorar, cuanto lamento.
Ninguna palabra salió del zorro, la abrazó, dejando que ella se perdiera en lo inmenso de su persona.
Anduvieron por los caminos de piedra, pasaron por el puente de un lindo riachuelo, viendo los enormes pastizales por los que alguna vez corrieron. Las flores desprendían ricos olores de primavera, acompañaban su despedida.
No dejaban de darse amor, ya sea en palabras, o en acciones. Dolía el pensar que los instantes quedarían como dulces recuerdos, dentro de muy poco.
Regresando al pueblo, iban agarrados de la mano mientras hablaban. Aún había animales que los volteaban a ver con desprecio, una osadía grave según. Su vestido lucía con la luz del sol, Wilde se encontraba feliz, aliviado de caminar junto a tan precioso ser.
— Tu maleta, ¿dónde se encuentran tus pertenencias? — preguntó la de orbes púrpuras.
— La organización citó un lugar para dejar las cosas, en un momento indicado, subirán todas las pertenencias de los estudiantes al tren — respondió, se detuvo un momento para observar las casas construidas de madera. — Me levanté temprano, y las dejé en el sitio que dijeron.
— Ya...
— ¿Sabes? — suspiró el de naranja. — Este lugar nunca se borrará de mi mente, aquí me he sentido tan vivo, nunca había estado así — con una sonrisa, se inclinó a ella. — Y te conocí a ti, lo agradezco a más no poder.
Después de tanto rato, la coneja sonrió, una delicada, pero sincera sonrisa.
— Igual, doy miles de gracias por que aparecieras en mi vida.
Y pocas habían sido las palabras, sus sentimientos podrían abarcar más de un libro grueso, tal vez cuatro.
Transitaban por las ya conocidas calles, el sol cálido anunciaba la tarde, habían comprado unos últimos panes, los cuales estaban comiendo.
Interrumpiendo sus momentos de dicha, el silbato del tren perturbó, hizo temblar dos corazones.
Nunca se soltaron, caminaron a pasos deprimentes rumbo a la estación.
Manteniéndose de pie en el andén, muchos estudiantes subían despreocupados a los vagones, sentándose, y preparándose para un viaje de varias horas. Frente la gran máquina, los dos jóvenes se miraban de frente.
— Penélope, mi tiempo aquí se ha terminado — soltó en voz baja. — Sabíamos que esto iba a llegar.
— Sí, no me importó — escupió de manera apagada, y seca.
Una lágrima se formaba en los ojos de la decepcionada coneja, el pecho de Wilde apretaba, aprisionaba a su atemorizado corazón. Las promesas estaban fuera de su vocabulario, sí era alguien de palabra, pero le incomodaba en prometer. Claro, hasta este caso.
— Amor mío, no me llores — le habló con la mayor dulzura. — Debo regresar, tengo que terminar mis estudios, y ganar dinero. Tras hacer todo eso, juro que volveré antes que de los sauces caigan las hojas.
La coneja se quedó quieta, dejando que su mente repitiera cuantas veces quisiera. Una ilusión nació en aquel momento.
El tren silbó por una última vez, era hora de partir.
Decidido, Wilde tomó el rostro de la chica, y besó su frente, un toque delicado, sereno.
— Piensa en mí, querida, piensa un poco en mí.
Con pasos veloces, el zorro subió por los pequeños escalones, introduciéndose en el vagón con sus demás compañeros.
Judy, ahora Penélope, se quedó parada en el andén; sus manos cubrieron su pecho, sintiendo los acelerados palpitares que producía su interior.
— Miren quien llegó, Romeo, el gran conquistador — exclamó unos de los estudiantes, sentado junto a sus amigos, quienes rieron a carcajadas. Las acciones del anaranjado no pasaron desapercibidas ante los ojos de los compañeros, y cada uno de ellos tenía su opinión al respecto; no es que importara mucho.
Apresurado, Wilde tomó el asiento más cercano, y abalanzándose a la ventana abierta, se expresó:
— ¡Volveré por ti, lo juro! — la miró desde su lugar.
Pudo admirar cómo le sonrió, procuró inmortalizar esa imagen.
De pronto, la máquina comenzó a desplazarse, expandiendo una inmensa nube de humo por los aires.
Agitando las manos, la pareja se decía un adiós, y siguieron así, hasta que la distancia les hizo desaparecer.
Girándose para dar marcha a casa, la chica observó todos los sauces que acompañaban la calle mayor, alta la esperanza.
Sosteniendo su bolso, comenzó a caminar, todo ocurrido en una tarde de primavera.
[ • • • ]
Al día siguiente, la coneja asistió a su trabajo, parecía que todo había vuelto a la normalidad. Con los guantes de jardinería, movía algunas macetas a la ventana, para que las plantas, tomarán un poco de sol. Sentía el mundo pausar, cuando se topaba con los trabajos que había realizado el zorro, esas actividades que hizo al formar parte del local.
La señora Flo, quien estuvo observando todo este ese tiempo, notó algo extraño en la actitud de la joven, le veía más centrada, y un tanto sería. No se atrevía a comentar algo al respecto, sabiendo por lo que estaba pasando, lo mejor era dejarla sola, que sus emociones se calmaran.
A la hora de salir, ella caminaba junto al atardecer, pasaba frente a la estación del tren. Esperanzada, miraba arriba, allá donde estaban los sauces, los cuales de decían que aún era muy temprano para volver.
[ • • • ]
Tras varias semanas de haber llegado a la ciudad, Wilde ya había entregado su trabajo, cabe destacar que fue de los mejores que se pudieron haber hecho, y ahora debía entregar otros proyectos más. Cada vez que caminaba por las caóticas calles de a ciudad, recordaba su viaje, la tranquilidad, a su preciosa Penélope.
Su deseo número uno era terminar su carrera, poder buscar empleo, e iniciar su regreso.
Al abrir la puerta de su casa, lo recibía su madre con mucho amor, hacía un buen trabajo cómo hijo único. Las tardes eran dedicadas a la tarea, y últimamente, en crear fantasías.
No le faltaba mucho para librarse del estudio, unos meses, antes de otoño, él ya estaría listo para trabajar.
De esa manera transcurrió su vida y su pensar, día tras día, semana, hasta el mes.
La señora Wilde miraba el incesante atareo de su pequeño. Nunca le cuestionó nada, pues el plan que ese zorro traía, estaba bien pegado en su cabeza, sabía que no se daría por vencido.
El pecho del joven se aceleraba, tal vez por la angustia, o impaciencia, sólo quería verla, abrazarle para nunca soltarle.
No paraba de fantasear, miraba por su ventana, mientras estudiaba. Junto a los bordes de madera, una pequeña planta crecía por afuera de la abertura; diminuta, y verde. Al zorro le gustaba, podía imaginarse en los grandes campos de pradera a través de ella, tomado de la linda coneja.
Un grito sonó desde la primera planta, siempre había algo que le bajaba de las nubes, su madre pidió su ayuda para limpiar la casa. Con un poco de cansancio, y depositando el libro que conservaba en el escritorio, Wilde se apresuró a cumplir su mandato.
[ • • • ]
Odiaba tener que cruzar por esa calle, no lograba soportar la sequedad de esos árboles. Pronto, muy pronto, sus bellas hojas verdes se teñirían de café, guiándolas a su inevitable fin. Y tenía miedo, pues no veía algún cambio en los trenes, aún no estaba él, eso le asustaba, hacía que sus pensamientos se agrandaran por las noches, dolía.
Se sentía extraña, también triste, notaba que el amor por su trabajo disminuía con velocidad, ya no era lo mismo, amenazaba con desaparecer.
Una idea la molestaba, insistía, pero siempre terminaba ignorada.
O al menos eso trataba.
Podía sentir cuatro paredes, muy grandes, y sin salida. Poco a poco, le quitaban el espacio, atrayendo desesperación. Ese era el momento en el que se dejaba desplomar, cerrando la puerta de su casa, y ahogando sus lamentos, dejando que las lágrimas crearán camino; siempre en silencio, si alguien escuchara sería un gran problema, ella ya no quería más.
[ • • • ]
La tan esperada ceremonia ya se llevaba a cabo, los egresados estaban emocionados, y conmovidos por recibir lo que tanto habían estudiado. Y ahí se encontraba él, se podría decir que entre todos los presentes, Wilde era el más feliz, pues significaba mucho más de lo que había pensado en un principio.
Al escuchar su nombre, se aproximó con pasos firmes, se extendió de brazos para recibir aquel documento. Cuando lo obtuvo, sintió una liberación en su pecho, muchas felicitaciones se dedicaron a él, por fin.
La tarde de ese mismo día, Wilde acudió a una pequeña empresa, solicitaban el apoyo de un experto en botánica, y le resultó como anillo al dedo. Presentó el paleo indicado, no tardaría en hablarse con el director del lugar.
Claramente estaba nervioso, sí todo salía correcto, pronto, muy pronto, estaría en los brazos de su amada.
— Wilde, puede pasar ahora — desde su escritorio, notificó la recepcionista del lugar.
Agradeciéndole, tomó sus cosas, y se adentró por el pasillo, empujando levemente la puerta del fondo.
— B-buenas tardes...
— ¡Ah, joven Wilde! — espetó el jefe de toda esa empresa. — Adelante, tome asiento.
Queriendo olvidar sus nervios, obedeció la indicación, colocándose en una de las dos sillas que estaban frente al director.
— Los documentos que nos envió — habló mientras analizaba las carpetas de la mesa. — Están muy completos, es un candidato muy tentador.
— Muchas gracias, señor.
— Bien, tener a nuevos talentos beneficiará a la empresa, ¿estás al tanto de cuál sería tu primer deber?
— Por supuesto, mi conocimiento en botánica es extenso.
— Llenar una antología — comentó tranquilamente, mientras encendía un puro. — Un mes, quinientas páginas, cada una dando a conocer especies reconocidas, sus características, y sin errores — explicó con el humo saliente. — ¿Te crees capaz, muchacho?
— Y dispuesto, señor.
El mayor le miró de arriba a bajo, temió que sus gestos fueran por desaprobación.
— Pues bienvenido seas, eres parte de esta empresa.
— ¡¿De verdad?! — pegó un brinco por la noticia. — ¡Oh, muchas gracias! — exclamó, y se puso de pie. — Sobre la paga...
— Empieza el trabajo cuanto antes, la cantidad que propones puedo cumplirla sin problema alguno.
— ¡Le agradezco de nuevo, regresaré con el trabajo finalizado!
Tras salir de la oficina, y cerrar la puerta, Wilde alzó sus orejas al escuchar unas graves risas provenir de ella. Terminando por darle igual, se apresuró a salir para llegar a casa.
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— ¡Madre, madre! — exclamó corriendo, cómo niño que entraba a su casa después de jugar. — No creerás lo que pasó, ¡conseguí un empleo! — notificó al encontrarse con su señora. Las palabras que le dijo su hijo, la hizo alegrar mucho, provocando un lindo abrazo familiar.
— Eso es muy bueno, así podrás realizar el viaje que tanto me has contado — sonrió la mamá. — ¿Qué es lo que tienes que hacer?
— ¡Sí, están dispuestos a darme lo que les pido! — el zorro prosiguió a contestar la otra pregunta. — Tengo que hacer una antología, redactar de todas las plantas que sé.
— ¡Oh, lo que mejor se te da, cariño! — felicitó. — Bien, si ocupas algo, cualquier cosa, cuenta conmigo.
— Muchas gracias, mamá.
Se hidrató un poco, e inmediatamente, subió a su habitación. Colocó en su escritorio de madera, la base de hojas blancas que había comprado en el camino, unas elegantes, resistentes pastas, su portada y contraportada; con la cantidad exacta de quinientas hojas, listas para ser escritas con la tinta que Wilde había guardado para la ocasión.
Ansioso, sacó todos sus libros de la pequeña estantería que tenía sobre su cama, colocándolos en el suelo, y abiertos en las secciones más interesantes. Listo para redactar, relajó su mente, decidió que lo mejor sería escribir las especies a partir del abecedario, sin más preámbulos, inició su escritura.
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Se arregló, aparentando de esa manera, la mayor normalidad posible. Con lentitud, se dirigió a la floristería. Al llegar, empujó sin muchas fuerzas la gran puerta, dejando ver aquel lugar tan lleno de vida, y fragancias naturales. Sentada ahí, se encontraba la señora Flo. Sintiendo alivio a verla, la suricata se acercó a ella.
— Judy... — tomó sus mejillas. — Querida, pensé que ya no vendrías.
— Penélope — corrigió sin ánimo alguno. — Vengo a pedirle la renuncia, señora Flo.
Sorprendida por la petición, la dueña del local abrazó a aquella decaiga coneja; ofreciendo por completo sus brazos para su reconocimiento.
— Si sientes que eso te convendrá, no me opondré — dijo la suricata, sintiendo una profunda preocupación. — Prefiero tu bienestar.
Agradeciendo todo lo que le ofreció, la coneja se despidió de buena manera, dejando muy en claro que siempre sentiría un enorme cariño por ella.
De vuelta a su casa, pudo observar su entorno con gran detenimiento, el otoño estaba más que cerca, y eso hizo que en su delicado corazón se prendiera una diminuta luz, una pequeña esperanza.
— Wilde... — suspiró, esas palabras fueron robadas por el viento.
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Se podía contar casi la mitad del mes, Wilde ya llevaba mucho más de lo que imaginaba en su antología. Se había encantado con sus escritos, lo estaba haciendo de maravilla, aunque había algo que le tenía pensando de más. Desde sus primeras páginas redactadas, pensó que daría una mejor impresión si el texto viniera acompañado de ilustraciones, que luciera tan bien cómo los libros que amaba leer de pequeño. Por desgracia, nunca fue bueno para el dibujo, no se alegraba de los garabatos que salían de sus lápices al ponerlos contra el papel, y eso era una desventaja.
Mientras trazaba letras, pensaba en que podía hacer para realizar su idea. Empezar desde cero con el dibujo le retrasaría mucho, contratar a alguien estaría bien, pero le preocupaba el costo, podía ser demasiado alto.
Insatisfecho, dejó en pausa su labor, recargándose con pesadez sobre el asiento; estaba exhausto.
Bajó por las escaleras después de escuchar el llamado de su mamá, ya era hora de comer. Madre e hijo, entre diversas pláticas, disfrutaban de los sabrosos alimentos. Hubo un momento en el que Wilde observó los cuadros colgados de la pared, eran muy hermosos, algo así le gustaría plasmar en su libro. De golpe le llegó el recuerdo, todas esas obras decorativas las había pintado su mamá, en ese instante se atragantó con el bocado, dándole un buen susto a la señora.
— ¡¿Todo bien?! — preguntó angustiada.
— Claro, claro — tragó rápidamente lo que le pudo causar asfixia. — Mamá, tú pintaste esos cuadros, ¿no?
— Sí, son todos hechos al óleo, y con mucho amor, ¿por qué? — preguntó.
— Q-quiero pedirte un gigantesco favor, adoraría tener unas bonitas ilustraciones en el trabajo que estoy haciendo, y quería saber si podías...
— ¿Quieres que yo haga los dibujos? — trató de descifrar.
— ¡Sí, deseo tu ayuda con ellos! — se mostró esperanzado. — Puedo darte a cambio lo que quieras, dinero para que vayas de compras y luzcas bellos vestidos.
— Oh, cariño, no debes darme nada — sonrió tranquilamente. — Estaré gustosa de poder ayudarte.
— Muchas gracias — levantándose de su lugar, Wilde la rodeó con un abrazo.
En todo lo que restaba de ese día, el zorro se propuso a terminar absolutamente todos los escritos. Mientras tanto, su mente tomó liderazgo a lo largo de esa estrellada noche. Le resultó demasiado hermoso recordar su estadía en aquel pueblo mientras redactaba, los momentos que pasó en aquella floristería, siempre junto a la coneja que maravilló a su universo.
Una sincera sonrisa se mantuvo en las últimas hojas, pues las dedicó especialmente a las plantas que descubrió al lado de Penélope en ese gran valle. El término llegó, Wilde soltó un largo suspiro acompañado de un sentimiento que no pudo descifrar. Soñoliento, cerró libros, y apagó luces, era momento para descansar.
Al día siguiente, los lápices y colores fueron desempolvados. La madre de Wilde sostuvo la antología, estaba totalmente sorprendida por todo lo que había elaborado su hijo. Una vez analizado, estaba lista para comenzar. El zorro se acomodó cerca de donde dibujaría su mamá. Iniciando con la primera planta, Wilde explicó la forma, y los colores que la componían, haciendo extraños garabatos en hojas aparte para darse a entender mejor, acusando risitas de parte de la mayor.
Los trazos que hacía sobre el trabajo eran sin duda cautelosos, un error podría arruinar mucho, o de esa manera lo veía la madre. Él estaba contento de haber finalizado todo el texto, así habría más tiempo para la ilustración, sin tener que sobrecargar a su mayor. Envueltos en esa aura tan acogedora, el zorro narraba cada característica del espécimen tratado, contaba sus texturas, y si era posible olores, lo hacía con tanta calma que era bastante obvio la similitud con la coneja, aquellos días donde ella recitaba, y el escuchaba, total deleite. Sus memorias se habían hecho tan vitales desde hace varios ayeres, tan preciosas que eran de agradecer.
Fue un trabajo con un total de dos semanas, las ilustraciones eran impecables, era un sueño hecho realidad para el fascinado zorro. Como pudo, dio mil gracias a su querida madre, millones de abrazos, a la vez que halagos.
Se aseguró en el calendario, sobraban justo tres días para la entrega de la antología. Enseguida, llamó a la empresa, dando a conocer que su trabajo estaba hecho, y se emocionó al saber que podía ir mañana para presentarlo.
Estaba lleno de alegría, todo estaba resultando muy bien.
Decidió que una cena especial era lo ideal para celebrar, se proclamó único cocinero de esa noche, dejando a su madre reposar en la sala. Cuando ya todo se encontraba oscuro, la mesa estaba preparada, un exquisito manjar se mantenía en el centro, sí era digno de celebración.
Y al quedar satisfechos, los platos fueron levantados.
Una vez que ya se había propuesto ir a la cama, la madre se dirigió a su propia habitación, pero en el camino, notó la puerta entreabierta de la recámara de Wilde. Dispuesta a cerrar por completo, su vista juró ver una maleta llena de ropa, lista para salir mañana. Sonriendo, cerró la puerta. Bostezando se metió a su cuarto, apagando así la última luz.
[ • • • ]
El sol dio el anunció de un nuevo día, volviendo a sentir los palpitares de su corazón, la chica salió apurada de su cama. Después de muchos días en cautiverio, salió de su casa, tan reluciente cómo antes era. Sus largos y bellos vestidos la hacían ver cómo la dama más preciosa del lugar.
Algunos se sorprendieron al verla, sí que se había sentido su ausencia; lo que les causó más intriga fue el notarla tan feliz y tranquila, sabiendo por lo que ella había pasado, actuaba cómo si nada hubiera ocurrido.
¿Y cómo no estar feliz?
Hoy era el día en el que su amor volvería.
Le extrañó sonreír, hace mucho que ya no lo hacía, que lindo se sintió. Ahora se sentía viva, ansiosa por verle otra vez.
Con una lista de compras, se encargó de llevar varias cosas del mercado. Tenía que ser rápida, quería tener todo listo para cuando el anochecer visitará, y cenar a la luz de la luna un festín, claro que junto a él. En cuanto su bolsa de tela mantenía todo lo necesario dentro de ella, salió corriendo a casa.
Lo que nadie sabía, es que desde hace ya meses estaba trabajando en su propio huerto, ubicado en su pequeño jardín. Esos últimos días donde no había salido, se dedicó de lleno a las plantitas que crecían ahí, destacando las zanahorias y patatas; e inesperadamente bellas flores. Le pareció suerte saber que esas verduras ya estaban listas para cosechar, irían directo a la cocina.
Entrando deprisa, cerró la puerta de su casa, dirigiéndose a una de las repisas que tenía, colocando las compras que hizo, eran muchas especias.
Como la mañana era joven, la coneja adelantó un poco el alimento, rebanando, y metiendo a hervir en una olla.
Le aliviaba el corazón saber que ya no viviría en esa agonía, se salvó de ese horrible abismo.
Acabando con esa tarea, miró el reloj, faltaba poco para que arribase el primer tren. Él nunca dijo en que tren llegaría, ni la hora, hubiera sido ilógico de todas formas. Ni de chiste perdería su reencuentro con el zorro, así que se dio un baño, se vistió con un vestido aún más lindo que el anterior, agarró el bolso que tenía preparado desde ayer, y caminó a la estación.
Avanzando con calma por la calle mayor, admiraba aquellos altos sauces, sus hojas se habían tornado de un amarillo y café que avisaban su próxima caída.
— Antes que de los sauces caigan las hojas... — repitió las palabras que el zorro había jurado al irse.
Llegando a su destino, se adentró en el andén. Las vías estaban solas, no por mucho sabía ella. Eligiendo un lugar donde no pegara tanto el sol, la coneja se quedó de pie. Contenta, aguardaría hasta su llegada, junto a un corazón que amenazaba con salir del pecho.
Pasando un rato, las vías comenzaron a vibrar. Ella alzó las orejas, y sus ojos se abrieron de la impresión. Sintió fallecer cuando divisó el primer tren, era hora. Acercándose al punto donde bajarían los tripulantes, esperó con anhelo. Cuando la imponente máquina paró, sus puertas dejaron ir a muchos turistas. La chica estallaba de emoción, intentaba ver dónde se encontraba el zorro entre tanto viajero, se ponía de puntillas, hasta se movía de lugar. Su sonrisa desapareció al darse cuenta que su amor no estaba allí.
El tren avanzó, despidiéndose de la estación y dando rumbo a quien sabe dónde. El andén que hace instantes estaba tan lleno, se quedó vacío, dejando a la coneja con una gran decepción. Volvió al lugar donde se había quedado en un principio, cerrando sus ojos trató de calmarse. Era sólo un tren, además el de primera hora, aún faltaban muchos más.
Volviendo a sonreír, siguió esperando en la estación.
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— ¡Buenos días, señor! — exclamó el zorro, mientras abría la puerta de la oficina.
— ¡Wilde, anda pasa! — respondió el jefe, sentado detrás del escritorio.
La cara del anaranjado se encontraba repleta de emoción. Muy ansioso, tomó asiento.
— Veo que ya terminaste la antología.
— Sí, aquí la tiene — sintiendo pocos nervios, entregó el libro al jefe.
Tras tomarla, y colocarla en su escritorio, el líder de la empresa comenzó a analizar todas las hojas del trabajo elaborado. Tomaba una, daba vuelta, tomaba otra, e igual.
Wilde esperaba en silencio, en momentos dejaba de divagar por la oficina y miraba al frente, tal vez intentando adivinar que pensaba ese inexpresivo rostro.
— Las imágenes... — comentó el jefe. — Están muy bien hechas, hasta parecen impresas.
— Fueron elaboradas a mano, señor.
— Y los textos están completos, explica todo a la perfección — viendo las buenas cosas que le habían dicho, Wilde percibió el alivio en su ser. — Muchas felicidades, Wilde, tu trabajo está muy bien hecho.
El jefe abrió uno de los cajones, tomando algo de papel, ¡al fin, la paga!
El zorro se inquietó al ver una simple hoja, no lo que esperaba. E inmediatamente, el mayor le extendió una tinta negra.
— ¿Q-qué?
— Ahora debe de hacer quince ejemplares más.
— ¿Cómo? — cada músculo de su cuerpo se tensó. — ¡¿Por qué?!
— Digamos que la empresa está pasando por malos momentos, el poder imprimir varios textos resulta algo muy complicado, al igual que costoso, y algunas caras nuevas no vendrían nada mal. Es algo lento, pero asegura dar muy bueno resultados en un futuro.
— Las imágenes están hechas manualmente, s-señor, no puedo hacer algo así.
— ¿Y acaso dije que teníamos problemas con la impresión de imágenes? — respondió.
No salió palabra alguna, sus palpitares gritaban el miedo que le asfixiaba.
— U-usted dijo que me daría la paga al entregar el trabajo...
— No has acabado el trabajo, Wilde.
Esto no era posible, nunca podría aceptar algo así.
— ¡Me niego a hacer tal cosa! — gruñó.
— Lo imaginé — tras un chasquido, unos imponentes animales taparon la salida. — No le dejaré ir tan fácil, joven Wilde. — levantándose de su asiento, el malvado jefe deambuló por la oficina. — He mandado seguirte hasta a tu casa por estos amigos, sé exactamente dónde resides, tus horarios, todo. Al ver tu negativa y esperada respuesta me veo en la necesidad de amenazarte.
El zorro temeroso, se clavó en la silla.
— Si no quieres que a ti, o a tu mami les pasé una tragedia, será mejor que firmes aquí — señaló la hoja que había puesto antes en su escritorio.
Estaba asustado, no había escapatoria.
Con un semblante triste, tomó la tinta, y comenzó a firmar.
Al salir de aquel cuarto del infierno, talló con desilusión su cara.
— Lo siento, mi amor...
Y destrozado, agarró la maleta que había dejado a un lado de la puerta, dirigiéndose con lentitud a su casa.
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Ya todos se habían ido a dormir, partió el último tren del día de hoy. La coneja inhaló profundo, un su bolso colgando, y su carita triste, caminó a casa. Las luces amarillentas del pueblo iluminaban su trayecto por las calles de piedra.
Pensaba en que ese no era el día de su llegada, probablemente, estaría al día siguiente.
Cerró con llave la puerta de su casa, puso con pereza el bolso sobre el sofá. Tenía mucha hambre, comió un poco de lo que ya había preparado, lo demás lo guardó para mañana, un gran día.
Podrían ser las doce del día, no lo sabía, ya habían pasado dos trenes, ambos con respuesta negativa. Sus patitas comenzaban a doler, llevaba mucho tiempo de pie. Volteó con delicadeza a los lados, ahí pudo ver un banco de pino verde, el cual había ignorado por completo el día de ayer. Estaba solo, dio pasos tímidos, sonando ligeramente los tacones, estando ya junto a él, se quedó sentada.
En momentos su mente la hería con alto descaro, pensaba si realmente él vendría, las probabilidades de que le hubiera visto la cara, convirtiéndola en una gran ilusa. De inmediato borraba aquello, Wilde le prometió volver, y ella creía en él.
Las horas, a partir de ese momento, se veían pasajeras, ya no le importaba mucho, ahora disfrutaba de ver los extensos cielos; dejaba de admirarlos cuando escuchaba un silbar de tren.
Veía a varios visitantes bajar de él, pero ninguno con los ojos cual campo que ella esperaba.
Molestia no le causaba el esperar, la verdad es que le parecía un bajo precio por estar en brazos de su amado.
Los vientos de otoño jugueteaban por las empedradas calles del rústico lugar, refrescando todo hogar, y llevándose consigo muchísimas hojas secas.
Para muchos la situación de la coneja era lamentable, habían pasado algunos días, probablemente una semana, desde que habían visto a Hopps ir a la estación, quedarse ahí todo el día, y regresar a casa muy de noche.
Le causaba alegría cuando las puertas abrían, ella se arrimaba a ver, para únicamente recibir lindos saludos de los pasajeros, todos eran buenos.
Un día, la chica se mantenía sentada, miraba para abajo porque se divertía moviendo sus patitas una tras otra, en eso, un llamado se escuchó. Curiosa, miró hacia dónde gritaron su nombre, era la amigable Martha.
Sonriendo, se acercó a la coneja. Sentándose a su lado, y platicando, le ofreció uno de los dos cafés que traía con ella.
Las dos bebieron mientras la pequeña hija de la borrega jugaba por la seguridad del andén, se llevaban muy bien, pero la razón por la que Martha estaba ahí era porque sentía demasiada preocupación por la chica, un tropiezo alimenticio, y tragedias podían suceder.
Al pasar la hora, la borrega se tuvo que ir junto a su criatura, despidiéndose con ternura de la coneja.
— Aún es temprano — se dijo, y continuó con la espera.
Las ventiscas empeoraban con el pasar de los días, eso no era problema para Penélope, pues hacía uso de sus lujosos suéteres. Se veía tan linda, siempre arreglada, sonriente, sobretodo esperanzada.
Cada que un tren llegaba se emocionaba, sus fantasías revivían, no le dolía llevarse siempre una decepción, para nada; eso era algo que ella podía soportar.
Cree que pudo ser un viernes, no estaba muy segura, cuando compartió asiento con un agradable turista, él también venía bien abrigado. Le contó todo lo que tenía planeado para disfrutar el invierno junto a su familia, cuantas estaciones debía pasar, y los alimentos que prepararían; era un buen tipo, se quedó sorprendida al no sentir su ausencia cuando subió al tren.
El estar en casa ya no era de su agrado, se sentía tan extraña, muy ajena a ese sitio. Lucha al comer, pues nada le llegaba a apetecer.
Daba muchas vueltas en su cama, le costaba dormir.
Su hogar no le gustaba.
Odiar su casa trajo muchas cosas, se volvía normal quedarse a dormir en el andén, descansar bajo las estrellas tenía una duración de dos días, después volvía al lugar mal querido. El desapego causó deterioros en la residencia, tanto internos, como externos. Se olvidó de sus amados cultivos, las patatas se pudrieron, las zanahorias no crecieron, y hasta la última de sus preciosas flores se marchitó.
Las temperaturas fueron subiendo, los sonidos del campo eran acompañados por el cálido sol. Los pomposos suéteres fueron directo al armario, era tiempo de vestir coloridos vestidos.
Abrazada por ocasiones por el calor solar, Penélope abría su bolso marrón, sacando un decorado abanico, e iniciando a menearlo con cautela.
Siempre se quedaba con una ligera sonrisa, no importará lo que sintiera, el sonreír le era obligación; por más falsa que fuera, se podría jurar que era la más linda.
Los trenes venían, paraban, e iban, todo calculado como una rutina. A los pasajeros, uno tras otro los veía pasar, miraba sus alegres caras, les oía hablar y carcajear, ahora a todos los veía por iguales, para ella no eran más que simples muñecos.
Recordar se había vuelto una de sus actividades preferidas, con exactitud se veía contenta entre los pastizales, riendo junto a su amor, escuchaba su risa, admiraba sus exóticos ojos, tan puros.
No pudo seguir con esa alegría, pues nuevamente, una voz femenina gritó su nombre.
Volviendo en sí, la coneja atendió.
Esta vez sonrío con sinceridad.
— Señora Flo — recitó.
La suricata saludó feliz, aunque en su interior, se asustó un poco al notar lo apagadas que estaban las violetas pupilas de su querida niña, cómo tenía unas pequeñas cavidades debajo de sus ojitos, nunca la había visto con ojeras.
— Judy... — sentándose con ella, la mayor reaccionó. — P-penélope, ¿cómo estás, cariño?
— Muy feliz, señora Flo — suspiró encantada. — Wilde viene de regreso, volverá pronto.
— ¿Sí? — respondió dudosa. — Me alegro demasiado por ti — agregó mientras abría la canasta que había traído.
— ¿Cómo está usted, Keith, y la floristería? — preguntó la coneja.
— Hemos estado bien, desde hace un tiempo, Keith ha vuelto a ayudarme con las flores, pero no es lo mismo sin ti — sirviendo jugo en un vaso que traía, Flo se lo entregó a la chica, para después destapar un pequeño traste con unos deliciosos sándwiches. — Te extrañamos mucho, me alivia saber que te sientes bien — en un plato, colocó un sándwich, y se lo dio.
Conmovida por el cariño recibido, la coneja comió lo que la suricata había preparado, amó cada segundo que pasó junto a la señora, aparentaba tanto a los viejos tiempos que veía próximas las lágrimas.
Esta vez sí le dolió la partida de la amable señora, volvía a caer en la soledad, y lo peor es que ya se había acostumbrado.
De observar tanto a la naturaleza, de la pared donde se solía recargar comenzó a brotar una pequeña plantita, quien decoraría esa blanca barda. Los árboles se tintaban, al igual que las hojas, caían, y el frío envolvía con brusquedad.
Su casa estaba muerta, y sentada en el banco de pino verde se acurrucaba, dormir era una salvación.
La primavera volvía a pintar, habían pasado muchísimos días desde que entabló una conversación decente; no es que la necesitara, se tenía a ella, a sus memorias, y a su amado zorro.
Los árboles cercanos a la estación estaban más vivos que nunca, muchas flores blancas se emparejaban con las verdosas hojas. Atacada por la duda, la coneja volteó hacia atrás; estaba en lo correcto, el pequeño capullo que estaba en lo más alto de la enredadera de la pared ya había brotado, formándose en una bella flor morada.
No había un sauce en la calle mayor, y Penélope ni enterada estaba.
El tiempo ya no importaba, desde hace mucho se extinguió.
Sus ojos, ahora cansados de esperar, brillaban cuando una locomotora silbaba al lo lejos, avisando su llegada. Su alma tan desgastada, siguió al tren hasta arribar.
De pronto, el ruido del pequeño poblado aumentó.
Decían, gritaban en el pueblo que el caminante al fin había vuelto.
El zorro bajó del tren con la maleta de aquel fatídico día, avanzó por el andén, encontrándose con la inmóvil coneja sentada en su banco de pino verde, se veía tan bella, era la perfección encarnada.
Su corazón revivió, y lloró, pues había vuelto la amada que tanto necesitó. Corriendo se acercó a ella, la llamó entre lágrimas:
— ¡Penélope! — fue un desgarre en su garganta. — ¡Mi amor! ¡Mi amante fiel! ¡Mi paz! — ella le miró con ilusión. — Por favor deja de tejer sueños en tu mente, querida.
El aroma de las flores moradas era de juego con la añorada escena.
— ¡Mírame! ¡Soy tu amor! ¡Regresé! — Wilde extendió sus brazos, no podía con tanta felicidad, todo lo que hizo no fue en vano.
La coneja le dio la mejor de sus sonrisas, sus ojitos estaban llenitos del ayer, que veía al joven y apuesto zorro que iluminó su vida, pero algo andaba mal:
— No era así su cara, ni su piel — dijo al ver lo agotadas que estaban esas pupilas casi verdosas, y ese vago pelaje naranja que no era tan rojizo. — No, tú no eres quien yo espero.
Y se quedó con su lindo bolso marrón,
y sus zapatitos de tacón,
sentada en aquella estación.
Fin.
¡Hey, muchos holas! ❤️
Ha pasado mucho tiempo, les pido perdón.
Es que me ha pasado de cosas que si se las digo no me creerían, but it's okay! ¡Estoy muy felizzzzz!
Bien, esta vez regresé con una especie de "tributo" a una canción que dejó su marquita en mi infancia, Penélope es una de esas canciones que te dejan un no sé qué asombroso. Cuando era pequeña me imagina la historia, y me dejaba con una mega tristeza, acá se las dejo con el maestro Joan Manuel Serrat.
[Aquí debería haber un GIF o video. Actualiza la aplicación ahora para visualizarlo.]
Sé que este intento de historia no llega del todo a ser digna a la obra maestra de Penélope, y que tiene tantas alternativas en la trama que está no es correcta al cien, pero es que debía hacerlo, disfruté hacerlo, espero no haberlos aburrido.
Dandole de nuevo con mi ausencia, en este tiempo le avancé a muchos proyectos que les puede gustar, sigo trabajando en ellos, ya no me tardaré tanto. Sorry!
¡Muchas gracias por leer!
¡Sayonara! ❤️
26/07/2019
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