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꧁༆•Especial Halloween•༆꧂

꧁༆•❤༒☬ քʀօʍɛֆǟ ☬༒❤•༆꧂

Era un sábado bastante húmedo y Octavio llevaba trabajando desde la mañana. Su madre decidió preparar una fiesta de Halloween para sus pacientes.
Alquiló un salón cerca del consultorio e invitó a todos los pequeños que había atendido a lo largo del año.

Por supuesto, el adolescente se convirtió en decorador, camarero y organizador de juegos.

No había una temática definida; los niños llegaron con diferentes disfraces. Las niñas llevaban pomposos vestidos y los niños se disfrazaron de superhéroes.

En esa época, Spiderman estaba de moda, así que el salón se llenó de princesas y arañas.

Octavio quería disfrazarse de zombie. Con pedazos de piel cayendo de su rostro y unos lentes de contacto blancos. Se imaginó a sí mismo corriendo y asustando a los niños.

Sin embargo, lo único que pudo hacer fue correr por la sala de su casa cuando su madre lo vió con esa apariencia.

Lo regañó tanto que al final tuvo que optar por otro disfraz.

Compró unos dientes de plástico en el kiosco y tras revolver en el armario, encontró una camisa blanca. Con una cortina negra improvisó una capa y con un labial rojo trazó líneas que parecían hilos de sangre cayendo por sus labios.

«Qué humillante», pensó al verse en el espejo. De un espeluznante muerto viviente pasó a ser un vampiro de bajo presupuesto.

A las tres de la tarde, los invitados empezaron a llegar y los anfitriones los recibieron con cálidos abrazos. La música sonaba suave, para no alarmar a algunos niños.

La madre de Octavio era psicóloga infantil y se especializaba en aquellos a los que el común de la gente describe como “especiales”. En particular, ahora atendía a un niño cuya patología era casi única en el mundo.

Ese pequeño, al que ella apodó “G”, fue uno de los últimos en llegar.

Si bien los padres podían quedarse, la realidad era que la gran mayoría prefirió retirarse. La madre de G era una de las pocas que aguardó cerca, en un bar tomando un café.

La fiesta comenzó.

Algunos se metieron a los inflables, otros se deslizaron por el tobogán. Los más osados jugaron en el área de escalar.

El pequeño G solo observaba desde un rincón.

Eran demasiado ruidosos.

Eran demasiado infantiles.

El gran y maduro niño de cinco años los miraba con un profundo desdén en sus ojos. Su evidente desprecio hacia los otros fue interrumpido por un grito.

—¡Petiso del mal! ¿Qué hacés ahí?

Octavio, con una gaseosa en la mano, rellenaba los vasos en la mesa. Al verlo, dejó todo y salió corriendo hacia él.

—¿Por qué estás acá solo? —preguntó mientras despeinaba esos ondulados cabellos—. ¡Qué copado! ¡Me gusta tu disfraz!

Por supuesto que le gustaba; esa fue su idea inicial, después de todo.

G no era un niño común. Otros se disfrazaban de héroes o príncipes, pero él iba a contracorriente. Con ese pensamiento diferente, se disfrazó de zombie.

El tema generó un profundo debate con su madre, quien había traído tantos disfraces como personajes de moda. Enojado al verlos, corrió a su cuarto, tomó una remera y un pantalón, los cortó y los manchó con pintura. Cuando su madre entró para negociar el disfraz, el pequeño G ya se estaba poniendo su ropa de muerto viviente.

Dándose por vencida, esa mañana, ella buscó una maquilladora infantil. Así que, en efecto, el regordete y bonito rostro tenía dibujados fragmentos de carne podrida, ojeras e incluso manchas verdes que simulaban moho.

Claro que no iba a contar esta gran hazaña. Mucho menos iba a explicar que, por alguna razón que desconocía, solo quería llegar a este lugar y llamar la atención de este vampiro.

«Vampiro», pensó, entrecerrando los ojos. Miró a Octavio de arriba hacia abajo y tras un fuerte escrutinio, de abajo hacia arriba.

En silencio.

Parece que corrió bastante tiempo, porque incluso su frente tenía una leve capa de sudor.

El adolescente se puso de cuclillas y observó el elaborado maquillaje. Presionó con el índice uno de los “huecos” donde estaban dibujados los tendones podridos.

—Qué cool. Ojo, no vayas asustando a los más pequeños, eh —lo regañó, aunque era evidente que se trataba de una advertencia falsa, sus redondos ojos brillaban y sus comisuras sonreían ampliamente.

A esa altura, G podía observar de cerca cada detalle del rostro del vampiro. Se pintó unas ojeras azules y en sus delgados labios dibujó líneas rojas que caían como venas gruesas.

Él extendió su regordete y pequeño dedo medio. Presionó en el extremo de la boca de Octavio y deslizó la cremosa textura hacia el labio inferior. Sin abandonar el suave contacto, trazó el borde final y lo extendió hacia afuera.

Octavio abrió los ojos sorprendido al ver al pequeño jugueteando con su boca. Tensó los labios y le dió un golpecito en la frente.

—Hey, no seas tan descarado —rió y se levantó—. Dale, andá a jugar con los otros.

La expresión del niño se ensombreció.

Primero, Octavio se pintó la boca como las niñas y por eso todos lo miraban. Segundo, lo que más lo enojó, fue que lo mandó a jugar con los otros niños.

La única razón por la que vino a ese lugar aburrido fue porque él le dijo que pasarían la tarde juntos.

¿Y ahora qué estaba haciendo?

En vez de estar con él, corría tras esos molestos.

Después de algunas llamadas, el niño finalmente volvió a la realidad. Abruptamente, fijó su mirada y se encontró con el vampiro, quien le hacía señas para que se acercara al tobogán.

Como encargado de los juegos, él ayudaba a las dos empleadas del salón.

Octavio conocía a cada uno de los pacientes de su madre. Algunos eran evitativos, jugando solos con calma, mientras que otros, llenos de energía inagotable, corrían sin descanso. Aunque para muchos era difícil vincularse, el adolescente ya lo había logrado. Aprendió a tratarlos y ellos lo habían aceptado también. Era más cómodo para todos si él estaba acompañándolos.

Con ellos, él era feliz.

Y esa felicidad se destilaba en toda su presencia.

El salón vibraba con el inconfundible bullicio de la alegría infantil. En total, había veintidós invitados, cada uno entretenido en la zona donde se sentía más cómodo.

En ese momento, cuatro pequeños se lanzaron por el tobogán. Una estructura formada por un laberinto de escaleras que culminaba en un túnel deslizante y desembocaba en un cúmulo de pelotas de colores.

Octavio no podía permanecer al lado de G todo el tiempo; los otros también requerían su atención. Sin embargo, le preocupaba que él no se integrará.

Lo llamó varias veces, pero no se acercó.

Cuando iba a intentarlo una vez más, una niña de cuatro años disfrazada de Cenicienta lo jaló desde atrás por su capa.

—¡O! —exclamó, sus ojos brillando de emoción—. ¡Mira mi vestido!

Como toda una princesa, levantó su falda de tul con gracia y dio un giro sobre sus pies. Ella era especialmente dulce y poseía una energía vibrante. Cada lunes, cuando Octavio pasaba a buscar a su madre al consultorio, siempre se cruzaban.

—Te ves hermosa, Luna —respondió él, inclinándose para estar a su altura—. ¿Por qué no estás jugando? ¿Vas a subir ahora?

Luna asintió vigorosamente.

—¡Sí! ¿Vas a venir a jugar conmigo?

Octavio sonrió.

—Ahora no puedo, pero si querés, te ayudo —respondió, extendiendo la mano para llevarla hacia la escalera.

Si las miradas fueran armas, alguien ya habría muerto.

G, desde su rincón, los observaba.

El adolescente, como todo un caballero, acompañó a la princesa. Mientras ascendía, miró hacia abajo con un poco de miedo.

—Es alto... —dijo nerviosa.

—No te preocupes, yo te cuido desde acá y cuando entres, te espero adelante.

Tras unos segundos de titubeo, Luna se armó de valor y entró.

Al darse la vuelta, Octavio se encontró de repente con el niño. En algún momento, este había cambiado de posición y él ni se había dado cuenta.

G lo miró con intensidad; sus ojos profundos y oscuros reflejaban un fuerte resentimiento. Al ver la postura tensa del pequeño, él sintió una creciente inquietud en el pecho.

—¿Alguien te molestó? —preguntó, bajando la voz para que solo él lo escuchara. Quería asegurarse de que nadie más oyera y de que el niño se sintiera seguro al delatar al posible abusivo.

G entrecerró los párpados.

¡Claro que lo habían molestado!

¿Acaso no era evidente?

El niño se sentía incapaz de encontrar las palabras para expresar su enojo. Estaba tan rabioso por dentro que quería morder el cuello de este vampiro sin corazón.

¡Cómo no se dio cuenta de lo que hizo!

Sus pequeños brazos vibraban de impotencia. En este momento le gustaría ser un niño tonto como los otros, tirarse en el suelo y hacer un berrinche.

Pero sabía que era mejor que eso.

Tragó toda su furia y negó con la cabeza en silencio.

Octavio sintió un nudo en el estómago al ver la molestia en el rostro del pequeño. Era claro que algo lo perturbaba, y aunque no podía comprender del todo lo que pasaba por su mente, sabía que debía intentarlo de nuevo.

—¿Estás seguro? Podés confiar en mí y contarme si…

Las palabras que debían brindar apoyo y consuelo quedaron en el aire, interrumpidas por un grito.

Luna, que ya había dado una vuelta por el juego, se encontró con que Octavio no estaba donde había dicho. Con su pequeña figura se acercó a ellos y tiró de los pantalones del vampiro, reclamando su atención:

—¡O! ¡Te esperé!

La pequeña parecía un rayo de luz, haciendo pucheros de manera tan tierna que derretía corazones.

Pero el rostro de G se tornó aún más horrible ante esta actuación.

—Luna, lo siento, yo… —intentó disculparse, pero la niña lo interrumpió.

—¡Upa! —levantó ambos brazos, pidiendo ser alzada—. Te perdono, subime —dijo, emocionada y completamente ajena a lo que sucedía a su alrededor.

—Claro, por supuesto que lo haré —susurró, antes de girar su mirada hacia el niño—. Ayudó a Luna y después seguimos nuestra charla.

Él no le respondió; se mantuvo inmóvil …por un momento.

Cuando ellos comenzaron a moverse, el niño los siguió casi por instinto. Antes de que su joven cerebro pudiera procesar sus acciones, ya subió por las escaleras. Bajó la cabeza y el adolescente le sonrió tontamente. 

—Divertite, te veo adelante.

G no comprendía del todo por qué hacía eso. Sin embargo, al llegar arriba y entrar en el juego, comenzó a entenderlo vagamente.

Estaba molesto con Octavio, pero aún más con la niña. Caminó un poco y tras unos minutos, la encontró. Entonces se detuvo.

Ver la espalda de Luna le resultó insoportablemente desagradable, tanto que no pudo evitar dar un paso hacia adelante.

Recordó cuando un compañero del jardín le quitó su juguete favorito. Él intentó ser amable, razonar y pedirle que se lo devolviera.

¿Y qué hizo el niño en respuesta?

¡¡¡El rompió su auto!!!

Con ese recuerdo, dio otro paso y acortó la distancia.

Entonces… si ahora intentaba explicarle a ella… ¿qué haría?

Todos los cachorros fueron, en algún momento, criaturas inocentes y frágiles. Seres indefensos y puros que aún no reconocían la oscuridad en su propio corazón.

Pero con el tiempo, el instinto natural comenzó a arder en ellos.

Cuando llegó el momento, algunos aprendieron a gruñir y a defenderse. No por deseo, sino por necesidad. Debían proteger lo que amaban y también lo que temían perder.

Sin embargo, otros no esperaron a esa etapa de defensa.

De algún modo, llegaron a una conclusión que parecía inevitable. Para ellos, el peligro no era solo algo que podrían enfrentar, sino algo que debían aplastar antes de que siquiera tuviera la oportunidad de convertirse en una amenaza.

En este mundo de constante competencia, algunos elegirían atacar antes que ser atacados.

Del lado de afuera del tobogán, un ¡plof! siguió a un ¡buaa!

La música infantil apenas sonaba en el fondo. Al escuchar el llanto, Octavio corrió hacia la escalera y subió rápidamente.

Era un adolescente de altura destacable, incluso entre sus pares. Su columna se arqueó para poder atravesar el angosto pasaje. Después de unos minutos, finalmente los encontró.

Delante de él, la princesa de vestido pomposo estaba sentada aferrada a sus rodillas con los ojos vidriosos. A su lado, el zombie la observaba en silencio con una expresión de absoluta indiferencia.

Al verlo aparecer, ella soltó un sollozo estridente y extendió sus manos llamándolo

El zombie ladeó la cabeza en dirección al vampiro y posó sus ojos fríos en él.

Octavio no se sorprendió ni por la reacción de él ni por la de ella. Sabía que los niños caían con frecuencia y tampoco le resultaba extraño el aire distante de G.

—¿Te duele mucho? —preguntó al arrodillarse frente a Luna, evaluando su estado.

La pequeña frunció los labios y con un rostro lleno de lágrimas, respondió:

—¡Mami!¡Me duele! Quiero a mi mami…

El niño escuchó sus palabras y esbozó una leve sonrisa.

Aquella expresión, tan extraña, podría haberle provocado escalofríos a cualquiera.

Octavio dirigió la mirada hacia G, solo para encontrar que el hermoso rostro del pequeño sonreía.

Al darse cuenta de que lo observaban, él cambió de inmediato su expresión, como si de verdad estuviera preocupado.

Por supuesto, cualquiera que hubiera tenido tratos con él sabría que ese rostro alarmado no era más que una burda fachada. Pero Octavio no le dio demasiadas vueltas; en su mente, todos los niños tenían una bondad natural.

No interpretaría que él esté disfrutando del llanto de Luna.

Después de unos minutos, finalmente los tres salieron del juego.

Él llevó en brazos a la niña. La madre de Luna los esperaba en el salón apartado destinado a los padres.

La instalación era segura, así que, en realidad, solo había sido el susto del momento; ella no había sufrido ninguna herida.

Lo que sucedió se podía resumir de la siguiente manera:

Luna, distraída y entretenida, golpeó accidentalmente con su espalda las manos de G y cayó hacia adelante.

Después de un breve momento de contención, ya estaba jugando y corriendo por todas partes, como si nada hubiera sucedido.

Esto solo provocó más frustración en otra persona.

꧁╭⊱❦⊱╮꧂

El salón contaba con un área de juegos y tres salas más pequeñas. En una de ellas, se encontraban los padres; en otra, se preparó juegos lúdicos y colchonetas para los niños que no disfrutaban del bullicio y la energía desbordante del resto. La última sala era la que Octavio seleccionó para entretener a los pequeños.

Eligió tres clásicos a su criterio infaltables en cualquier fiesta: el huevo podrido, el juego del globo y el juego de la silla.

En cada uno, todos, sin importar si perdían o ganaban, recibirían un premio consuelo. Además, para los ganadores había preparado calabazas de Halloween llenas de dulces y pequeños juguetes del tamaño de un dedo adulto.

Esa era la idea inicial, sin embargo, alguien no quería ese premio si ganaba.

Diez niños se alinearon alrededor de un círculo formado por nueve sillas.

—¿Entendieron las reglas? —preguntó el adolescente.

Unos asintieron en silencio y otros respondieron con un entusiasta "¡Sí!".

Entonces, Octavio encendió el reproductor.

♪・♫ 。・𝐴𝑙 𝑚𝑜𝑛𝑠𝑡𝑟𝑢𝑜 𝑑𝑒 𝑙𝑎 𝑙𝑎𝑔𝑢𝑛𝑎 𝑙𝑒 𝑔𝑢𝑠𝑡𝑎 𝑏𝑎𝑖𝑙𝑎𝑟 𝑙𝑎 𝑐𝑢𝑚𝑏𝑖𝑎. 𝑆𝑒 𝑒𝑚𝑝𝑖𝑒𝑧𝑎 𝑎 𝑚𝑜𝑣𝑒𝑟 𝑠𝑒𝑔𝑢𝑟𝑜. 𝐷𝑒 𝑎 𝑝𝑜𝑞𝑢𝑖𝑡𝑜 𝑦 𝑠𝑖𝑛 𝑎𝑝𝑢𝑟𝑜…・♩ 。。・♪

Todos comenzaron a moverse al ritmo de la música. Algunos niños miraban de reojo, calculando el momento exacto para lanzarse hacia una silla.

De repente, la música se detuvo.

En un instante, los niños se apresuraron a sentarse, pero una de ellos se quedó sin asiento.

—Bien hecho. —Le ofreció una paleta como premio de consuelo y la colocó a su lado—. Vamos a guiar los pasos de los otros, ¿me ayudás?

La niña aceptó el dulce mientras los demás celebraban, listos para avanzar a la siguiente ronda.

♪・♫ 。・𝑀𝑢𝑒𝑣𝑒 𝑙𝑜𝑠 𝑝𝑖𝑒𝑠, 𝑚𝑢𝑒𝑣𝑒 𝑙𝑎 𝑐𝑎𝑑𝑒𝑟𝑎, 𝑚𝑢𝑒𝑣𝑒 𝑙𝑜𝑠 ℎ𝑜𝑚𝑏𝑟𝑜𝑠, 𝑚𝑢𝑒𝑣𝑒 𝑙𝑎𝑠 𝑚𝑎𝑛𝑜𝑠, 𝑚𝑢𝑒𝑣𝑒 𝑙𝑎 𝑝𝑎𝑛𝑧𝑎. 𝑃𝑒𝑟𝑜 𝑛𝑜 𝑙𝑒 𝑎𝑙𝑐𝑎𝑛𝑧𝑎…・♩ 。。・♪

Los turnos iban pasando y el coreógrafo ya lideraba un equipo de princesas y hombres arañas que animaban al resto. Incluso los más tímidos hacían su mejor esfuerzo.

Bajo la mirada del adolescente, G se esforzó por sentarse en la silla. Se aseguró de que sus movimientos fueran bonitos y para nada bochornosos como los del resto.

Era un poco agotador, pero necesario.

Por el contrario, los demás niños no sentían esa presión y bailaban alegremente. Movían sus bracitos y caderas al ritmo de la música, siguiendo los pasos de Octavio.

Finalmente, llegó el gran momento.

A los cinco años, por más maduro que uno se considere, las pequeñas batallas se sienten como grandes guerras.

Y ahí estaba ella… su nuevo enemigo, el némesis que desconocía que tenía. Esa niña había llamado la atención de Octavio con sus gritos y lágrimas de arpía. No se trataba de un simple “ganar”; él debía demostrarles a todos que era el mejor. Era el único que merecía la atención de Octavio.

Previamente, el pequeño había tenido una breve conversación con el aldolescente. Zombie y vampiro llegaron a un acuerdo: si G ganaba, podría elegir su premio.

La mirada del niño se volvió profunda.

Tenía un objetivo claro: deseaba algo y estaba decidido a reclamarlo en cuanto obtuviera la victoria.

La música comenzó a sonar.

Dos criaturas corrían en círculos y al menos una de ellas danzaba alegremente alrededor de la silla.

¡Clack!

La música se detuvo y el silencio se instaló de golpe.

Luna perdió.

Él ganó.

¡¡¡Él ganó!!!

La emoción lo invadió y una pequeña sonrisa iluminó su rostro. Pero esa misma sonrisa se desvaneció rápidamente. Cuanto más pensaba en lo que realmente deseaba, más vergüenza sentía. Él no era como los otros; no podía simplemente decir “upa” con una sonrisa estúpida.

Todo ese esfuerzo parecía en vano.

—¡Eh, petiso del mal! Ganaste —dijo el adolescente mientras se acercaba y se inclinaba un poco para hablarle—. ¿Qué vas a querer?

Todavía sentado en la silla, el niño presionó sus dedos contra las rodillas, miró hacia arriba y permaneció en silencio.

—¿Al final no querías nada? Vamos, apurate a elegir tu premio, eh, eh —revolvió su cabello y sonrió ampliamente—. Dale, decime. No me enojo, ¿qué es?

Existen momentos en la vida en que uno debe ser fuerte y decidido para obtener lo que quiere. Él se levantó de un salto y se subió a la silla, pero aún había una diferencia de altura entre ellos. Sin embargo, un destello de orgullo natural brillaba en sus ojos imposible de ocultar.

Octavio se acercó más para ver qué tenía que decirle.

—Upa —susurró, tan bajo que apenas era audible.

Al escucharlo, el adolecente primero se sorprendió, después, una sonrisa asomó en su rostro.

—¿Era eso? —preguntó, observando al niño, cuyo rostro reflejaba una mezcla de frialdad y vergüenza. Echó un vistazo a los otros pequeños que los rodeaban. Sabía que no era muy sociable, así que, inclinándose de vuelta, le susurró al oído—: Te voy a llevar en mi espalda.

La oreja entera de G se tiñó de rojo ante una extraña sensación de felicidad. No pudo evitar frotarla. Aunque lo deseaba, no respondió a lo que le dijo.

El pequeño rara vez mostraba este tipo de expresión. Octavio, incapaz de resistirse, pellizcó una de esas mejillas redondas.

—¿Estás de acuerdo?

Él interpretó que su pequeño amigo sentía celos porque había alzado a otros niños. Cargarlo en su espalda era algo que no había hecho con otros. Era su manera de demostrarle que también era especial.

Se dio vuelta y se puso en cuclillas.

—Dale, subite.

Ahora, desde su posición elevada, observó a su alrededor con un ligero sentimiento de envidia. No logró comprender del todo por qué esa molestia persistía en su pecho. La calidez de la espalda de Octavio era reconfortante, pero la atención del adolescente seguía fija en los otros niños, riendo y jugando, como si él mismo fuera el payaso destinado a entretenerlos.

Apretó sus brazitos alrededor del cuello de Octavio y tensó los labios.

Al menos él era el único que podía abrazarlo de esa manera. Ni siquiera Luna había disfrutado de tanto tiempo en los brazos del adolescente. Ese pensamiento hizo que su pequeño corazón comenzará a calmarse poco a poco.

Después de planificar durante tanto tiempo, su cuerpo se relajó gradualmente. Octavio lo llevó a cuestas al mismo tiempo que dirigía los otros juegos.

Los grandes ojos almendrados de G comenzaron a nublarse, como si por fin pudiera permitir que su mente descansara. Se aferró con más fuerza y enterró su rostro en la curva del cuello delgado. Tras un par de bostezos, lentamente se dejó llevar por el sueño, entregándose a la seguridad que le brindaba esa espalda.

Con el paso del tiempo, un ligero movimiento lo fue despertando. Instintivamente, apretó su agarre temiendo caerse.

—Uh, ¿te desperté?

Sus pestañas se agitaron perezosamente antes de que sus ojos se levantarán hacia el rostro de Octavio.

En algún momento, mientras dormía profundamente, lo habían movido hacia adelante. Ahora se encontraba entre los brazos del adolescente. A pesar de ser pequeño, sus piernas colgaban y su mejilla derecha mostraba el maquillaje de zombie ya corrido. No sé dió cuenta y durmió  sobre el pecho de Octavio durante bastante tiempo.

La fiesta terminó y cuando despedían a cada uno de los invitados, la mamá de G llegó. Ella extendió los brazos para recibirlo.

El niño solo la miró y negó con la cabeza. En silencio, observó por última vez el rostro del adolescente y tras unos segundos, se bajó.

Adormilado, se tambaleó un poco, pero rápidamente se colocó al lado de ella.

Octavio, su madre y la de G intercambiaron algunas palabras antes de despedirse.

Cuando el niño llegó a la puerta  se detuvo recordando algo importante. Apretó la mano de su madre; ella lo entendió y sacó un sobre de su cartera.

Él corrió de regreso, jaló la capa del vampiro y lo miró con grandes ojos llenos de ilusión. Sin decir nada, extendió la tarjeta hacia él.

Octavio la tomó y con una pequeña sonrisa la abrió para leerla. Bueno, no había mucho que leer en realidad. Con el dedo índice y medio, agitó la tarjeta.

—Claro, petiso, no me lo pierdo por nada.

—¿Vas a venir?

—Te lo prometo —respondió guiñandole un ojo.

Lamentablemente, a veces las personas no cumplen sus promesas.

꧁╭⊱❦⊱╮꧂

Gio llegó a Buenos Aires hace unos días. Era 31 de octubre y los locales ofrecían grandes descuentos.

Él iba caminando hacia su departamento cuando se detuvo en una de esas tiendas. Las modas no cambian mucho, así como los intereses de los infantes y los adultos.

Calabazas naranjas, máscaras de personajes de terror, zombies, vampiros …

Él se quedó allí pensando.

¿Por qué no cambian ciertas cosas?

Un vampiro es un personaje misterioso, elegante, incluso con un atractivo hipnótico.

¿Que era un zombie?

Un monstruo, una cosa horrenda y desagradable.

Si uno lo profundiza, grandes romances rondan a esos inmortales. Por el contrario, los otros no tienen esa suerte. Ellos son tan repugnantes que no merecen amor.

Mientras uno podía ser sabio, estratega, gran conspirador hacia el mundo, el otro era una cuerpo podrido que se resumía en la necesidad intrínseca de alimentarse.

No había personaje más básico y patético que un zombie.

Gio sonrió.

Tan distintos y a la vez tan similares.

Después de todo, ambos perdieron su alma.

Ambos están muertos y vivos.

Quizás, algún día, ambos puedan compartir… algo más.

꧁༆•❤༒☬ ʄɨռ ☬༒❤•༆꧂

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