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Capítulo 37: Cicatrices que no cierran

"tu canto no me ayuda. 

cada vez más tenazas,

más miedos, más sombras negras."

—Alejandra Pizarnik, Te hablo


El aire se siente denso, como si todo a su alrededor intentara aplastarle el pecho. El suelo está cubierto de fragmentos de vidrio y sobre la cerámica, charcos dispersos trazan líneas irregulares de agua. En la pequeña mesa de madera, hojas sueltas descansan junto a una computadora portátil abierta.

Un hombre está sentado, solo, en una silla.

Sus manos se aferran con fuerza a sus rodillas, mientras su rostro permanece inclinado. No hay otro sonido, salvo el ruido rítmico de la silla crujiente bajo su pierna temblorosa. Cada segundo de silencio le deja oírse a sí mismo con una claridad enfermiza. «No lo hice», repite, pero cada palabra se apaga un poco más con el paso del tiempo.

Cuando la puerta se abre, esas sílabas ya no tienen fuerza.

Un rastro familiar se extiende en el aire: un aroma dulce y fresco, tan arraigado en su memoria como una cicatriz.

Uno, dos... los pasos se aproximan con un ritmo lento y cadencioso, como si cada pisada estuviera destinada a desgarrar la poca cordura que le queda.

Tres, cuatro... Octavio cierra los ojos, sus pestañas tiemblan al rozar su piel. «Tranquilo», se ordena, pero sus manos no obedecen.

El sonido de esos zapatos sigue avanzando. Veinticinco, veintiséis, veintisiete... la cuenta se detiene.

Sus uñas se clavan en su piel hasta que el dolor lo obliga a soltarse. Permanece inmóvil, observando las marcas rojizas en sus piernas, mientras su mente se pierde en un trance caótico.

Los pasos retoman su curso y vuelven a acecharlo.

Por más que se esfuerza, Octavio no puede calmarse. «Está bien, todo está bien», se repite, aferrándose a esas palabras como si fueran una suerte de salvación a manifestarse. Pero desde lo más profundo de sus entrañas, una voz emerge para responderle.

«¿Y si no te cree? »

Esa pregunta, susurrada con malicia, se multiplica en su interior. Resuena, ahonda en su miseria, desafiándola y burlándose de ella al mismo tiempo.

«¿Vos lo creerías?», se burla, ríe, como si hasta formular la pregunta le resultara ridículo. «No mientas».

La respiración de Octavio se queda atrapada en su pecho. «No estoy mintiendo», intenta convencerse. La incomodidad se enreda en su estómago y su cuerpo reacciona de forma automática. Lleva su mano temblorosa a la frente para apartar el sudor y respira profundamente, pero la sensación de agobio persiste.

Es entonces cuando escucha a la persona detenerse junto a su lado. La sombra de aquel hombre lo envuelve, provocando un escalofrío que le recorre todo el cuerpo. Una sensación extraña se filtra hasta lo más profundo de sus huesos.

—¿Profesor?

La voz es fría y distante. Aunque la oye, no se atreve a levantar la mirada. Sus dedos vibran, sus fosas nasales se dilatan, pero permanece quieto.

—Octavio.

Lo llama de nuevo, esta vez con un tono que lo obliga a reaccionar. Pasan unos segundos antes de que alce la cabeza. Es Gio, pero hay algo distinto en él. En ese rostro tan conocido, destacan unos ojos vacíos que lo traspasan como si él no existiera.

—Yo no... —Las palabras se atascan en su garganta.

El hombre lo contempla en silencio, inclinando ligeramente la cabeza, evaluándolo. Finalmente, después de un largo minuto, rompe el silencio.

—No lo hizo, pero lo pensó.

—¿Qué...? —Empieza, pero las palabras se disuelven antes de llegar a sus labios.

—Tuvo la intención.

El pecho de Octavio se contrae, su respiración se vuelve imposible.

«No va a creer tus mentiras, ya no».

Esa voz sigue presionándolo y él lleva una mano a su abdomen, tratando de inhalar.

—Eso no es... no es verdad.

—¿No?

Los ojos inhumanos se clavan en los suyos mientras se inclina hacia adelante. De repente, gira la silla con Octavio aún sentado en ella. Sus manos caen sobre sus piernas, presionándolas con tal fuerza que le impiden moverse.

—Solo un segundo, un instante en el que lo pensó. Con eso basta.

La sangre del profesor se congela en sus venas. Una parte de él desea negarlo, pero algo oscuro y profundo en su mente le advierte:

«Ya lo sabés... solo te espera una consecuencia».

¿Por qué?

En realidad, no lo había hecho. Se había detenido.

No es justo.

Otra vez.

Los recuerdos permanecen allí, sepultados, pero aún vivos, como una herida infectada cubierta por una fina capa de costra.

Nunca terminó de sanar.

Es cierto.

Pero mientras permanecieran ocultos, lejos de la superficie, todo estaría bien.

Era tolerable.

Era necesario.

Octavio siente el sudor correr nuevamente por su frente. Un calor sofocante se mezcla con el frío punzante de esa mirada inquisitiva.

—La intención es el primer paso hacia el acto, usted lo sabe.

—No...

El hombre clava los dedos en sus piernas con mayor rudeza y la silla cruje bajo el peso de ambos.

—¿Por qué no lo hizo? —susurra, con los labios rozando su oído.

—Yo... —Intenta encontrar las palabras mientras frota el índice y el pulgar, buscando tranquilizarse.

Sin embargo, Gio lo interrumpe antes de que pueda hablar.

—Sí, dígalo. —Su tono es burlón y su sonrisa cruel—. Quiero escuchar la respuesta que ambos conocemos.

Octavio tensa los labios; no es viable. Decir la razón, revelarla, es... vergonzoso. Admitir la verdad significa exponerse como nunca antes. Es como mostrar una herida abierta, sangrante. Es esperar el rechazo o, peor aún, la lástima.

Gio eleva el rostro del profesor. El gesto es violento y la piel se enciende al contacto. Se forma una marca de las yemas de los dedos que permanecen sobre su rostro.

—Siempre tan silencioso, ocultando todo. ¿No lo cansa?

Cierra los ojos con fuerza, como si al bloquear la visión pudiera borrar lo que está sucediendo.

—No lo hice.

—Esa respuesta no me satisface en absoluto. Le hice una pregunta diferente y espero una respuesta clara. Así que, ¿por qué no se toma un momento y contesta correctamente esta vez? —Extiende el pulgar y le acaricia con lentitud las comisuras de los labios—. Profesor... Le pedí que confiara en mí. Me he esforzado incansablemente por su bien y mire cómo me lo retribuye. ¿De verdad cree que puede engañarme? Usted sabe que lo conozco mejor que nadie.

Octavio traga saliva con dificultad. El sudor empapa sus palmas aferradas con fuerza al borde de la silla. Su cuerpo tiembla, cada músculo retorciéndose. Una pequeña grieta se abre en su corazón, apenas perceptible, pero suficiente para dejar escapar un hilo constante de dolor que lo ahoga desde dentro. Intenta centrarse, enfocarse, pero todo es inútil. Sus sienes laten con fuerza. Se siente dividido, atrapado e indefenso. Como un conejo acorralado que muerde en defensa propia, el miedo de Octavio se transforma en una furia incontrolable. El pánico y la angustia lo invaden y explota:

—¡Es verdad!

Un impulso lo obliga a levantarse bruscamente. La silla cae al suelo con un estrépito que sacude el cuarto.

—¡Dejame en paz! ¡Siempre estás presionándome, empujándome, echándome la culpa! —De golpe, su voz se corta, como si sus cuerdas vocales se sofocaran—. Ya no puedo más, ¿entendés?

El hombre suelta una risa larga, una carcajada grotesca y burlona.

—¿En serio? ¿Piensa que voy a perder mi tiempo dándole vueltas a su patético discurso?

Esas palabras perforan a Octavio, cada sílaba parece anclarse en la base de su cabeza. Un zumbido invade sus oídos. Un dolor punzante, como un filo helado, atraviesa su cráneo de lado a lado.

—Dígame, profesor, ¿algo de lo que ha dicho es realmente importante? Porque, al final... ¿quién está culpando a quién acá?

Él intenta enfocar a través del cristal empañado de sus lentes. Sin embargo, todo lo que ve es un caos. Las luces explotan en destellos cegadores y la figura del hombre que lo acecha se distorsiona en una silueta turbia.

—Usted siempre me está buscando. Una y otra vez. Y yo, solo le doy lo que quiere. Es divertido, ¿sabe? Ver cómo cree que tiene el control. Pero, profesor, la verdad es que solo le sigo la corriente.

La risa de Gio resuena, llenando la habitación de un eco insistente que reverbera en las paredes y sacude el suelo bajo los pies de Octavio. Como un muñeco con las piernas rotas, intenta mantenerse en pie sobre un hilo delgado. Pero el hilo cede y su cuerpo se tambalea. Da un paso hacia atrás y luego otro, como si cada palabra de este hombre lo empujara inexorablemente hacia la pared.

—Se considera demasiado a sí mismo. ¿Cuántas veces se lo he dicho ya? —Una sonrisa burlona se dibuja en sus labios—. Cree que es el centro del universo, que todo gira en torno a usted. Pero, ¿alguna vez se ha detenido a pensar en lo ridículo que resulta eso? Su egocentrismo es casi digno de lástima.

La espalda de Octavio choca con la fría superficie. Esa persona ya lo ha alcanzado y se detiene justo frente a él.

No hay salida.

—La razón por la cual usted no intenta pedir ayuda es... Vamos, dígalo. ¿Qué lo detiene?

Para cuándo hace esa última pregunta, el rostro de ese hombre se deforma completamente. Ante los ojos de Octavio, es reemplazado por el de un joven de veintitantos. Los buenos recuerdos se proyectan en su mente: un muchacho que siempre le sonríe, que envuelve su cuello con una bufanda para protegerlo del frío. Alguien que siempre está a su lado, con una amplia sonrisa y una mirada de afecto. Una antigua calidez se expande por su corazón, causando un dolor profundo. Él lo mira en silencio por un largo tiempo y finalmente, deja caer sus pestañas. Es como un anciano que ha extraviado su memoria, esforzándose por reensamblar los fragmentos de lo que una vez fue importante para él. Los recoge con delicadeza, sosteniéndolos en sus temblorosas manos como si temiera dañarlos. Cuando finalmente los tiene todos, los observa con una profunda nostalgia. Con una voz cargada de tristeza, formula una miserable pregunta:

—¿Por qué tenés que ser así...?

El hombre no responde, solo levanta la mano e intenta tocarlo. Él cierra los ojos en un reflejo involuntario. Pero entonces, lo percibe.

Un sonido distinto.

Un crujido metálico.

Mueve un pie y el ruido lo paraliza.

Una cadena.

«No de nuevo», el frío del metal rodea su tobillo y un escalofrío lo atraviesa. Intenta mover los brazos, pero están inmovilizados. Un helado hormigueo sube por su rostro, arrastrándose desde la comisura de sus labios hasta el párpado inferior. «Por favor...», el pensamiento se quiebra en un hilo de desesperación, como si le arrancara un pedazo del alma. «Dijiste que confiara en vos. Que... que todo iba a estar bien».

Un gemido ahogado escapa de su garganta. Es corto, luego se prolonga. El ritmo se acelera a medida que su cuerpo libera todo el dolor enterrado. La realidad no está clara; solo el dolor es real.

Todo vuelve.

Nada se marcha.

Todo se junta y lo destruye.

Las rodillas ceden bajo el peso del hombre. Choca contra el suelo y el crujido sordo que sigue podría ser de un hueso, o quizás de su corazón rompiéndose. A este punto, la diferencia ya no importa.

Gio lo sujeta del cabello, pero Octavio ya no puede verlo. Todo su campo de visión es completamente negro.

—Por favor... no sigás haciendo esto. No sigás...

La súplica se corta cuando su rostro golpea el suelo. Sangre brota de las viejas cicatrices, trazando caminos familiares en su piel rota. Minutos después, un cinturón se cierra alrededor de su garganta. Cada vez que intenta levantar la cabeza, vuelve a estamparla contra el piso.

Cuando la sangre brota de su nariz, lo obliga a levantarse y lo arrastra hacia adelante. La brusquedad del movimiento le roba el poco aliento que le queda. Lo arroja sobre otra cosa y un instante de desconcierto lo invade mientras la planta de sus pies explora torpemente la nueva superficie.

El cinturón que había mordido su carne momentos antes desaparece, solo para ser reemplazado por algo peor. Un par de manos se cierran alrededor de su garganta. El agarre es firme, como si conocieran la medida exacta para hacerle daño sin matarlo. Patalea, mueve los pies con desesperación, los dedos arrastrándose contra la textura del cuero, buscando algo, cualquier cosa para zafarse.

No hay nada.

Su cabeza da vueltas y sus pulmones arden. La presión en su cuello aumenta sin cesar, como si el hombre estuviera ansioso por ver hasta dónde puede llegar antes de quebrarlo. Lágrimas calientes y pesadas brotan de sus ojos, mezclándose con la sangre que mana de sus heridas. El borde de la conciencia comienza a desdibujarse y sus pensamientos se vuelven lentos, como si una niebla densa los tragara. Pero incluso mientras la vida parece escaparse, un odio silencioso permanece. No hacia las manos que lo sostienen ni hacia el dolor que le causan, sino hacia sí mismo.

Se odia tanto.

Cuando el agarre finalmente se intensifica hasta el punto de ruptura, su mente se desconecta. Todo se vuelve blanco y un frío vacío lo rodea. Las lágrimas continúan cayendo, incluso en estado de inconsciencia.

≪•◦♥∘♥◦•≫

El aire se siente denso, como si todo a su alrededor intentara aplastarle el pecho. El suelo está cubierto de fragmentos de vidrio y sobre la cerámica, charcos dispersos trazan líneas irregulares de agua. En la pequeña mesa de madera, hojas sueltas descansan junto a una computadora portátil abierta.

Un hombre está sentado, solo, en un sillón.

Su cuerpo está encorvado, aferrado a sus rodillas con el rostro enterrado en ellas. Una voz frente a él lo llama. En el instante en que abre los ojos, todo lo que ocurrió antes se desvanece, como si hubiera sido una simple pesadilla. Sus ojos están rojos e hinchados y su mente nublada.

—¿Se encuentra bien?

Octavio parpadea ante la pregunta, pero no reacciona de inmediato. Su cuerpo está completamente rígido. Tras unos segundos, levanta lentamente la cabeza. Cuando sus pupilas finalmente se encuentran con las de Gio, el vacío en su mirada es abrumador.

Un brillo enfermizo de sudor cubre su frente, y los ojos del hombre se clavan en los labios del profesor, tan pálidos que parecen incoloros. Sin pensarlo demasiado, se sienta a su lado hasta que su rostro queda a centímetros del de Octavio. Con un movimiento lento, extiende la mano hacia él. Sus dedos rozan primero su muñeca, en un contacto delicado.

—Profesor —insiste, esta vez con más fuerza, pero manteniendo la ternura en su voz.

Desliza un dedo por la húmeda palma, brindando calidez donde solo hay frío. A pesar del temblor constante, la sujeta con suavidad. El roce parece anclarlo al momento, pero no de la manera que Gio espera.

Octavio desvía la mirada hacia la computadora sobre la mesa. Sus dedos vibran antes de curvarse hacia adentro, presionando la mano de Gio. Cierra los párpados como si estuviera reprimiendo algo que amenaza con desbordarse.

Resiste... hasta que no puede más.

—Te estaba esperando. —Es lo único que se le ocurre decir. Quiere ser honesto, pero al final decide mentir como siempre—. Para cenar.

Cuando abre los ojos de nuevo, descubre que él lo ha estado observando todo el tiempo. Esa mirada lo hace sentirse extraño; triste.

Gio abre la boca, a punto de preguntar, pero se detiene. Sabe que algo debe haber sucedido, pero también reconoce cuánto él intenta aparentar ser fuerte.

No puede preguntarle.

No se atreve.

El silencio entre ellos se prolonga hasta que él se inclina y lo rodea en un abrazo.

—Lamento haberme demorado.

Octavio vacila, pero finalmente se aferra a este hombre como si se estuviera desmoronando.

En ese momento, la tristeza que lo había consumido empieza a ser reemplazada por una calma extraña; un alivio tibio generado por el rítmico latido del corazón del otro.

Sin embargo, ese confort trae consigo el miedo de nuevo.

No hay mayor temor que encontrar refugio en alguien, porque cuando se pierde, lo que queda es una soledad insoportable. Lo sabe bien. Una vez tuvo calidez, una felicidad breve que murió, dejándolo sumido en la más absoluta soledad. Años después, cuando sintió algo similar, lo dejó ir. Ahora, con Gio aquí de nuevo, siente que esa calidez vuelve a envolverlo.

Pero, ¿y si todo es otra fantasía?

Su mente se ahoga en la incertidumbre, pero sus manos parecen decidir por él.

¿Y si todo es una nueva mentira que se ha creado?

Esta vez no podría soportarlo.

Mientras tanto, a través de la pantalla, Alan observa cada minuto de la secuencia. Ahora comprende a qué se refiere Erick, aunque eso no significa que esté de acuerdo.

Analiza a las dos personas que se abrazan y se pierde en sus pensamientos. Una sonrisa se forma lentamente en su rostro y el brillo en sus ojos revela una idea que empieza a tomar forma en su imaginación.

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