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Capítulo 36 : Una vaga ilusión.

"Ella me reveló raíces de delicados sabores, 

y miel silvestre y rocío celestial,

y sin duda en su lengua extraña me decía: Te amo."

—John Keats, La Belle Dame sans Merci


—Aah... —escapa de sus delgados labios y un temblor involuntario recorre su cuerpo.

—¿Le duele? —La voz de Gio es suave, pero en su tono hay una atención excesiva—. ¿Quiere que vaya más despacio?

—Mmh...

Él observa la huella rojiza que sus dedos han dejado en la piel de Octavio y se detiene por un momento.

—Disculpe, no me di cuenta. —Con suavidad, su pulgar sigue recorriendo la línea de piel aún sensible, presionando con una intensidad cautelosa. La carne cede sin resistencia y él insiste, delicado pero firme—. Entonces, acá... —susurra, una leve sonrisa curvando sus labios mientras mantiene su mirada fija—. ¿Mejor?

Octavio cierra los ojos por un instante, sintiendo cómo el aliento de Gio se deposita en su muslo. Un suspiro ahogado escapa de su garganta, suave y tembloroso, pero se apresura a presionar sus labios con fuerza para contenerlo. «Realmente hay algo mal en mi cabeza», piensa, sintiéndose avergonzado. Al abrir los ojos, se encuentra con esos ojos oscuros y profundos. Algo en ellos le impide apartar la vista.

—Sí —responde, débilmente, como si no existiera otra respuesta posible.

El contacto, casual pero al mismo tiempo tan íntimo, se vuelve sofocante. Llevan así por varios días y Gio nunca cruza el límite. Siempre permanece justo al borde, donde un roce parece solo eso, un roce. Si viniera de otra persona, podría parecer inocente, sin segundas intenciones, pero con él es imposible no prejuzgar sus movimientos. A veces, Octavio no puede evitar sentirse como un tonto, imaginando que él está buscando algo más. Sin embargo, no sucede.

Es frustrante.

Está frustrado.

Un calor extenuante le recorre la espalda mientras su respiración se vuelve irregular.

No debería estar así.

No debería reaccionar así.

Y Gio lo sabe. Ha percibido cada cambio en su lenguaje corporal, cada señal involuntaria.

—Dése la vuelta.

Aunque su tono sigue siendo relajado, no pierde esos matices de orden. Al escucharlo, un pensamiento fugaz cruza la mente del profesor.

—¿Eh?

—Su cintura, profesor, ¿no le molesta también?

La voz de Gio es casi inocente, como si no estuviera haciendo más que un ofrecimiento casual. Octavio baja la mirada, sintiendo cómo sus pensamientos vuelven a jugarle en contra. Permanece en silencio por un momento, antes de finalmente asentir.

—Sí —responde, con la voz rasposa.

Sin prisa, el otro le quita los lentes. Mientras los coloca cuidadosamente a un lado, el profesor se da vuelta.

Con una lentitud tortuosa, Gio pasa sus dedos por el borde de la camiseta, elevándola poco a poco. La tela asciende, dejando al descubierto la curva de la espalda de Octavio y la palidez de su piel. Un deseo contenido lo invade y las esquinas de sus labios se curvan.

Octavio, incapaz de ver lo que sucede detrás de él, apenas soporta la frescura de la crema fría que traza una línea lánguida sobre su columna. Un estremecimiento recorre su cuerpo, seguido por un calor insistente que desciende por cada terminación nerviosa. La ambigüedad de la situación provoca que la piel de Octavio se encienda. Es como si, de repente, su mente dejara de responder con lógica y cada parte de su cuerpo reaccionara por su cuenta.

Sabe que todo depende de su autocontrol. Aunque la persona que fue ya no existe, aún quedan vestigios de su esencia. Inconscientemente, siempre intenta llevar la situación hacia donde él quiere; al menos, eso es lo que cree.

Sin embargo, su contrincante parece tener la misma idea. Ambos tiran de las cuerdas del otro, esperando que alguno ceda primero.

Gio no se apresura.

Sus manos recorren la cintura estrecha, suben y bajan con movimientos constantes. Con las rodillas aprisiona las piernas de Octavio. Instintivamente lo mantiene ahí, atrapado bajo su cuerpo, como si de esa forma pudiera evitar que se le escape. Asciende hasta los omóplatos, deslizándose por la piel que se tiñe lentamente de un tono rojizo.

Por un instante, el profesor se siente indefenso, como un animal con el cuello expuesto, aguardando a que el cazador finalmente clave los dientes. Esa imagen hace que su nuca queme y un calambre se aloje en su vientre. El cabello cae desordenado sobre la frente y finas gotas de sudor comienzan a alojarse por la recta línea de su nariz. Se siente avergonzado de sí mismo, está ahí, expectante y no puede evitarlo.

Quizás no sean tan maquiavélicos como suponen; tal vez solo son dos hombres temerosos de dar el primer paso. Porque quien se arriesga primero es quien suele recibir también el primer golpe. La armonía que han logrado en estos días, en el fondo, ninguno de los dos quiere ser el responsable de romperla.

En este momento, Gio es como una polilla sedienta, deambulando en busca de alivio y al final se lanza hacia ese cuerpo que lo seduce. Cae en él, incapaz de resistirse y se deja llevar.

Es inevitable.

Sin embargo, esto no debería ser así. Se ha prometido mantener la prudencia, retener sus impulsos bajo control.

No quiere presionar a Octavio; ya no más.

La mirada del hombre se profundiza. Suavemente, baja su torso y el cuerpo del profesor se tensa, cada músculo se pone rígido. Su mano derecha se presiona contra la sábana y los nudillos se marcan con fuerza.

Al ver el cambio en él, un impulso feroz se enciende en el pecho de Gio. Sus labios rozan ligeramente el oído del profesor, pero lucha por apaciguar el fuego que arde en su interior. Exhala lentamente, permitiendo que el aire caiga suavemente sobre la mejilla de Octavio.

—¿Cómo se siente? —Mira con atención su expresión, esperando una señal—. ¿Esto es suficiente?

Octavio no responde. Solo emite un "mmm".

Gio observa una y otra vez el perfil atractivo de este hombre. Después de un momento de reflexión, tras darle mil vueltas a la situación, un pensamiento humano prevalece en su mente.

Al final decide apartarse.

No puede expresarle lo que quiere en este momento, ni explicarle sus propios sentimientos ni acciones. Incluso este acercamiento no tiene sentido. Octavio, últimamente, hace lo mismo: se acerca y se retira, acepta y esquiva. Aunque tiene su atractivo, resulta igualmente doloroso.

A veces se siente como un bufón barato. Siempre al borde de caer de una tabla, esperando que lo ridiculicen, lo tomen en sus manos y lo tiren a la basura.

El cerebro de Gio se nubla por un momento.

Realmente... es tan difícil.

Exhala.

Tras unos segundos, se levanta y le cubre la espalda.

—Tengo que hacer unas cosas —de pie a su lado, lo observa—, pero no creo demorarme mucho.

Octavio intenta ver su rostro, pero no alcanza a hacerlo. Con su pecho contra el colchón, la posición le resulta incómoda. Pero frente a la situación particular de su cuerpo, prefiere no levantarse.

—Dormiré —responde por lo bajo.

Sin más, Gio se va y Octavio permanece allí, inmóvil.

Ambos siguen desconectados, errando en sus interpretaciones y perdidos en sus propios pensamientos.

≪•◦♥∘♥◦•≫

Horas después, Erick y Alan salen del laboratorio principal. El psicólogo camina un par de pasos detrás del médico. Después de meditarlo por un buen rato, rompe el silencio.

—Así que Vargas está conforme con el progreso. Hiciste bien en detenerte con el sujeto dos.

—Mmm... no valió la pena. No era entretenido si nadie salía realmente afectado —responde en voz baja, sin girarse.

Erick percibe claramente la frustración en esta persona y recuerda bien esos tres días en los que Alan descargó toda su ira sobre el segundo sujeto de prueba. A diferencia de Octavio, Agustín había sido disciplinado y mostró una gran resistencia. Pero Alan decidió llevarlo al extremo, manipulando los parámetros hasta sobreestimularlo. Había algo perverso en su empeño por quebrarlo, en esa necesidad de demostrar que H.R.Nova no era viable. Erick observa de reojo el perfil de su amigo; sabe que es el tipo de persona que está dispuesto a cruzar cualquier límite con tal de satisfacer algo oscuro dentro de él.

—Tres días —murmura Erick, sin poder ocultar del todo su desaprobación—. ¿Realmente era necesario... para sacarte la bronca?

Alan se detiene y gira lentamente hacia él, esbozando una sonrisa ladeada.

—¿Bronca? —Un silencio denso se instala entre ambos mientras sus miradas se sostienen—. Quizás —responde, esforzándose por mantener un tono neutral. Luego suelta una risa seca, carente de humor—. Hubo un tiempo en el que a mi tío le habrían importado esos resultados. Pero ahora, desde su última charla con ese tipo, parece haber adoptado un espíritu más... positivista.

La indiferencia de Gio hacia los resultados y la aceptación de Vargas ante las fluctuaciones en los datos hicieron que se desvaneciera la diversión de arruinar a Agustín.

—En cualquier caso —prosigue Alan, retomando el paso con un brillo extraño en los ojos—, todo depende de que H.R.Nova y la nueva fórmula se estabilicen para enero. Eso es justo lo que mi tío espera, así puede empezar con el suero a mediados del mes que viene.

Erick lo sigue en silencio, consciente de que el cuarto de vigilancia está a pocos metros. Se siente ajeno a todo esto, pero permanece ahí por una sola razón: le debe un favor a Alan. Cuando había tocado fondo y no tenía a quién recurrir, fue él quien le tendió la mano. Si lo hizo por amistad o para tenerlo a su disposición, solo Alan lo sabe. Pero así son las cosas. Aunque lo último que quisiera es estar aquí, sabe que tiene una deuda que pagar.

Ambos se detienen frente al cuarto de vigilancia, un espacio reducido pero bien iluminado. Una pared de vidrio ofrece una vista panorámica del pasillo, mientras varias pantallas alineadas muestran distintos puntos del lugar, tanto en el interior como en el exterior. Sin embargo, el ambiente no refleja el núcleo de seguridad inquebrantable que uno podría esperar.

Dentro, hay tres guardias de seguridad vestidos de negro. Uno apoya la barbilla en la mano, a punto de quedarse dormido. El otro, algo más despierto, parece más enfocado en su sudoku que en las imágenes de los monitores. A un lado, sobre una banca alta, un tercer guardia sostiene un mate y conversa en voz baja con los otros dos. Suelta alguna broma y se ríe solo, tomando sorbos sin prestar atención a las pantallas.

Al ver a Alan y Erick en la puerta, el guardia de la banca alta se quema con la infusión caliente. Tose violentamente y se baja torpemente fingiendo que no ha pasado nada.

—¿Ya terminaron? —pregunta, enderezándose y tratando de parecer profesional.

El médico no responde; lanza una mirada lenta y minuciosa por la habitación. Las cámaras de seguridad muestran el laboratorio vacío y corredores inmóviles.

¿No era estúpida la pregunta? ¿No se suponía que ellos debían notar que ya habían terminado?

Con ese pensamiento, algo llama su atención: en uno de los monitores, una imagen borrosa se ha quedado congelada, como si algo o alguien hubiera perturbado el lente. Sin embargo, los guardias no parecen haberse dado cuenta de la anomalía. Alan dirige la mirada hacia esa pantalla. Su rostro sigue sereno, pero una sonrisa lenta y casi burlona comienza a asomar en sus labios.

—Sí, hace un rato.

El guardia titubea por un momento, como si repasara mentalmente las instrucciones del protocolo. Después de unos segundos de silencio incómodo, toma su dispositivo y se prepara para realizar el escaneo facial, un procedimiento que se lleva a cabo cada vez que alguien ingresa o sale, incluso durante los cambios de turno con sus colegas.

Ellos entraron a las 8 de la mañana y ahora, a las 13:25, están listos para salir. La tableta registra sus identidades y envía la información a una computadora sobre la mesa que emite un pitido de confirmación.

El guardia asiente, pensando lo innecesario del procedimiento con este sujeto.

¿Quién en su sano juicio haría pasar por este protocolo al sobrino del jefe?

Aunque, claro, todos saben que el humor del "sobrino" es impredecible: a veces relajado y amable, y otras... mejor no meterse con él en esos días.

Hoy, afortunadamente, parece estar en su modo tranquilo.

El joven guardia aprovecha la oportunidad y con una sonrisa amistosa se dirige a Erick, con quien ha compartido algunas charlas.

—Señor, en el comedor ya sirvieron el almuerzo, pero la señora guardó para usted por si quiere pasar —baja la voz para que Alan no lo escuche y añade—. Hizo pastel de papa, el que usted le pidió la última vez que fue para allá.

Cuando abre la boca para contestar, Alan lo interrumpe de inmediato.

—Nosotros subimos.

Erick tenía la intención de desviarse al comedor y disfrutar del almuerzo y este tipo ni siquiera le dio la oportunidad de responder por sí mismo.

El guardia, algo incómodo, se apresura a despedirse.

—Oh, claro, ya se habilitó el ascensor. Que tengan buen día.

—Decile a la señora que lo lamento, será en otra oportunidad —suspira el psicólogo, apresurándose hacia el elevador.

Alan ya lo está esperando. Presiona un botón rojo y en cuestión de segundos la puerta se abre.

—¿Por qué no almorzás conmigo? —reprocha mientras ambos ingresan. Pulsa la tecla del piso superior y le lanza una mirada mordaz—. Anda a saber qué le ponen a la comida.

—No exagerés —responde el otro, cruzando los brazos mientras el elevador sube.

Un breve silencio los rodea.

Al detenerse, el ascensor se abre, revelando un pequeño espacio intermedio. A tan solo un metro, una nueva puerta los espera. Alan introduce el código en el panel y ambos entran a una habitación estrecha, apenas más grande que un armario.

Tras ese último umbral, salen finalmente a la superficie, al interior de la casa.

—Dale, vamos.

—¿A dónde?

—A comer. —Lo mira fijamente con una expresión complicada, como si lo que acaba de decir fuera obvio y Erick fuera un idiota.

—Mmm —suspira, tragando saliva. Ya se había pasado de su horario habitual y en verdad tenía hambre—. Bueno, dale.

A diferencia de Alan, Erick es alguien sencillo. De esas personas que pueden pasar desapercibidas tranquilamente. Es delgado y de hombros cortos, con una estatura promedio. Sin embargo, eso no quita que sus aires de intelectual refinado lo vuelvan interesante. Hace mucho se resignó a ser molestado por este sujeto. Tuvieron varios intercambios de ideas contradictorias y últimamente ambos han estado algo distantes.

Al llegar al comedor, se sienta y espera. Conoce bien a su amigo. Después de limpiarse las manos durante varios minutos, regresa a la mesa.

—¿Avisaste?

—¿Qué cosa?

—Vas a morir de hambre por lento.

Alan se va de nuevo y vuelve.

—En un momento traen el almuerzo —apoya una panera y con desgano, la desliza hacia Erick—. Andá picando.

Él no se ofende; al contrario, acepta y toma un pan. Sus dedos finos y cortos, pálidos y huesudos, cortan la masa delicadamente.

—Tenés el humor fatal —dice, llevando el pan a sus labios con una sonrisa apenas visible—. Deberías hacerte ver, estás peor que de costumbre.

—Tu lengua es la que está más afilada de lo habitual.

—Tengo hambre —replica, como si eso fuera una excusa suficiente.

Alan entrecierra los ojos y traga su molestia por el momento. La única razón por la que no lo manda a la mierda, es porque lleva tiempo queriendo hacerle una pregunta. Así que, decide que lo mejor es no discutir ahora.

—Ya deben de estar por traerlo. Igual ya había pedido tu comida favorita, así que relajate.

Erick levanta los ojos mientras mastica lentamente. Tras unos segundos, finalmente suelta:

—Hablá.

Era evidente para él que quería algo y Alan no pierde la oportunidad de preguntar lo que tanto lo ha estado preocupando.

—¿Cómo vas con eso?

—Leyendo —responde sacudiéndose las migas de las yemas de los dedos. Su expresión se vuelve completamente seria—. Soy humano, es bastante y todavía lo estoy analizando.

—El tiempo no está de nuestro lado.

—No presionés; no es tan fácil como creés.

—No dije que fuera fácil.

—Lo das a entender.

—Solo te lo recordaba.

—No lo necesito; sé perfectamente que me quedan pocos días.

—Estás realmente...

—Alan, si dije que podía, es porque puedo. No voy a tomar responsabilidad por algo que me exceda solo para complacer a esa persona. Hacer un perfil lleva tiempo, ¿sabés? Son demasiados puntos los que estoy evaluando. Dicho esto, ¿a qué viene tu pregunta? ¿Por qué el interés repentino?

—No es... mmm. —Alan se detiene, buscando las palabras adecuadas. Finalmente, tras pensarlo unos segundos, retoma la conversación—: Según lo que me comentó mi tío, este tipo le aseguró que lograría que lo ayude.

—¿Y?

—¿Cómo que "y"?

—Si lo logra, sería beneficioso para todos. ¿No es eso lo que esa persona quiere? Por algo te pidió que le encontraras un punto débil. Que vos no hayas podido engatusarlo, no significa que Giovanni no pueda.

Pfft, después de todo lo que le hizo, ¿creés que pueda? Solo está vendiéndose bien. Maldito bastardo.

—No sé exactamente cuál es tu problema con él, pero hasta ahora, te puedo decir que dudo que alguien logre que Octavio acceda. Sin embargo... tengo una vaga idea y combinando varios factores, es posible que pase.

Alan se cruza de brazos y rechina los dientes molesto.

—Entonces decime qué es. Yo puedo hacerlo.

—No, no lo entendés. Lamento informarte que tu rol en todo esto no es el que pensás. Sé que tu motivo es válido, lo sé. Pero no confundas las cosas. Octavio, Vargas, Giovanni, vos, yo, todos, absolutamente todos, estamos siendo empujados hacia una dirección —dice mientras vacía la panera lentamente—. Cuando él me pidió que analizara a Octavio, me pareció lógico. Pero al estar acá, repasando todo, me di cuenta de que, sin importar lo que diga, incluso mi análisis más descabellado, él ya lo habrá previsto.

Con calma, corta un pan en varios trozos y continúa explicando:

—En el ajedrez tenés peones, caballos, torres, alfiles... pero solo un rey y una reina. Entonces —prosigue mientras introduce cada trozo de pan en el recipiente—, ¿qué es lo que realmente importa? ¿Qué pieza es la que debe ser protegida, la que es fundamental para ganar? ¿Cuál es relevante? Bueno, todas y ninguna. Porque, al final, el jugador no se preocupa por los nombres o el valor de las piezas. ¿Qué es lo que él quiere? La victoria. Y para eso, no hay reglas fijas. Usará todo lo que tiene, sin importar lo que sea. Cada pieza es una herramienta y cada movimiento una estrategia. Incluso el rey, que parece ser la pieza más valiosa, es solo otro instrumento en el tablero.

Erick levanta la panera y la muestra.

—Alan... él quiere al recipiente que contiene todos los fragmentos, él quiere al jugador que también movió todas las piezas. Eso, mi amigo, vos no se lo podés dar.

Antes de que pudiera responder, la empleada entra con el almuerzo. La conversación se interrumpe por un instante y Alan se queda sumido en sus pensamientos mientras Erick come tranquilamente.

≪•◦♥∘♥◦•≫

El día avanza y Octavio despierta de un largo sueño.

Gio no ha regresado, o al menos eso parece.

Se pone los lentes y se levanta de la cama, sintiendo algo de sed y un poco de hambre. Aunque su garganta ha mejorado y ya puede hablar con mayor facilidad, aún no puede consumir alimentos sólidos. De momento, se conforma con consistencias cremosas y suaves, lo que hace que su estómago se vacíe rápidamente. No sabe qué hora es ni cuándo Gio podría volver, así que decide buscar algo para comer. Sus manos y piernas han mejorado, aunque a veces siente ligeros calambres en los músculos. Con paso lento, se dirige a la cocina.

Primero, se sirve un vaso de agua, su boca reseca y ávida. Lo bebe de un solo trago, sintiendo el líquido deslizarse por su garganta, y se sirve nuevamente. Medio adormilado, se da la vuelta y mientras toma despacio, sus ojos recorren la sala.

De golpe el líquido se detiene en su garganta. Un sofoco le recorre el pecho y la tos lo toma por sorpresa. Sus manos se aferran al vaso, pero su mirada sigue fija, clavada en la pantalla de la computadora sobre la mesa de té.

Tose varias veces, pero no aparta la vista.

Octavio permanece de pie, inmóvil, incrédulo.

La niebla en su mente comienza a disiparse, pero sigue sin poder creer lo que está viendo. Los zumbidos en sus oídos se intensifican, el mareo lo atrapa y el aire parece volverse más denso.

No entiende lo que está sucediendo, pero está seguro de que está despierto... o tal vez no.

¿Es esto un sueño?

La idea de pedir ayuda es posible.

¿Es real?

Por un breve instante, su mente se permite imaginarlo.

Libre...

Un escalofrío recorre su espalda y sus manos comienzan a sudar profusamente. El vaso resbala de sus dedos y cae al suelo, estrellándose en mil pedazos. El latido de su corazón retumba tan fuerte que ahoga el sonido de la caída.

La ilusión lo ciega y sus piernas parecen moverse solas. Un paso tembloroso hacia adelante, luego otro, hasta que una punzada de racionalidad lo detiene.

¿Una trampa?

¿Si él aparece y lo ve?

Y entonces...

Si lo descubre, esta calma, esta tregua momentánea... todo desaparecerá.

¿Una prueba?

Si da otro paso, si siquiera alarga la mano... él se dará cuenta.

Toda esa ira, violencia, odio y desprecio. Todo volvería.

La mano de Octavio cae junto a su costado.

¿Es posible?

Cierra los ojos, incluso respirar se vuelve extremadamente difícil.

Si tan solo pudiera enviar un mensaje...

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