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Capítulo 33: Manipular.

"Toda la gente solitaria, ¿de dónde vienen?

Toda la gente solitaria, ¿a dónde pertenecen?"

—The Beatles, Eleanor Rigby

Octavio sabe que está soñando. Ante él, el cielo se despliega claro y vasto. Bajo sus pies, el césped finamente cortado brilla en un verde intenso. Extiende ambas manos, suaves e intactas. Después de tantas pesadillas, al menos en esta ocasión, su subconsciente parece ofrecerle algo agradable.

Recorre el espacio admirando el paisaje desconocido. Abre un elegante portón de hierro, adornado con hileras de serpentinas de colores que danzan al viento.

«Es una fiesta».

Sigue caminando, maravillado por el entorno: un delgado camino empedrado lo dirige hacia una casa de verano. El aire se impregna del dulce aroma de las flores de temporada, mientras música infantil suena de fondo.

A medida que avanza por el lateral de la casa, globos de diferentes tamaños ondean, atados en la parte superior, proyectando destellos de colores en el suelo.

Cuando llega al patio trasero, encuentra mesones dispuestos en diferentes islas de comida.

Una leve sonrisa asoma a sus labios.

Es la fiesta de un pequeño que, sin duda, disfruta de un buen pasar económico.

Algunos niños se agolpan alrededor de esas mesas, en tanto que los adultos se dispersan en distintas direcciones.

Aunque aún le resulta incómodo, ya no se asusta al ver esos rostros sin facciones que lo rodean. Caras sin ojos ni bocas, solo cráneos revestidos de piel y cabello. Después de entrar y salir de estos sueños confusos tantas veces, se ha acostumbrado a su presencia. Mientras no se conviertan en una amenaza, son simplemente parte del paisaje.

Octavio se deleita con el aroma, la vista y todo lo que lo rodea.

Después de tantos días encerrado, cada vez que contempla el cielo, su corazón se llena de ilusión.

Una ilusión dolorosa...

Por un instante, se detiene, cierra los ojos y deja que el aire cálido lo envuelva. Imagina que es un hombre de nuevo... un hombre libre, aunque sea en sueños.

Suspira y da media vuelta, alejándose del área abarrotada de gente.

Al adentrarse en el jardín, el aire se vuelve fresco de repente. Su mirada se dirige a una mesa bajo un árbol de jacarandá, llena de dulces y obsequios, curiosamente alejada de la fiesta.

En una esquina, se apilan cajas de diferentes tamaños, mientras que en el otro extremo se alza una torre de pastelitos variados, rodeada de platos. Detrás de la mesa hay dos sillas, y en una de ellas está sentado un niño.

Con la cabeza baja, las flores violáceas del árbol caen suavemente sobre su cabello ondulado. Ligeramente encorvado, parece esperar algo mientras juguetea con un objeto entre sus regordetas manos.

No debe tener más de cinco o seis años.

Es muy bonito; incluso con la mirada baja, sus redondeadas mejillas se ven suaves y tiernas.

Cuando Octavio era adolescente, siempre estaba rodeado de niños. No los buscaba, pero la profesión de su madre lo hacía inevitable.

Al principio, le resultaba un poco molesto. No sabía cómo tratarlos y su carácter chocaba con la energía desbordante de los más pequeños. Sin embargo, con el tiempo se acostumbró.

Empezó a notar cómo lo miraban, con esos ojos brillantes llenos de admiración. Ser el mayor entre ellos despertaba en Octavio un sentimiento que jamás había experimentado: ser un hermano mayor. Ese rol, aunque no lo había solicitado, le brindaba satisfacción. Le gustaba cómo se aferraban a sus palabras y cómo imitaban sus gestos. En su interior, algo se inflaba de orgullo. Con algunos, su relación iba más allá de un simple "hermano mayor". Sin darse cuenta, comenzaba a adoptar un aura paternal.

No es que lo hubiera planeado, pero al no tener una figura paterna propia, de alguna manera podía personificarla para otros. Esa imagen, esa ilusión de ser lo que él mismo no tenía, le proporcionaba una especie de felicidad.

Tenía una madre maravillosa, a la que amaba con todo su corazón. Y a ese adolescente le gustaba ser alguien a quien otra persona pudiera admirar, alguien que brindara protección.

Cuando perdió a su madre eso se terminó.

Ahora que lo observa más de cerca, nota algo extraño.

Lo reconoce, o al menos, debería.

A diferencia de las figuras de otros sueños, él tiene un rostro claramente definido. Siempre que pasa por esto, las personas que aparecen y conoce logran mantener facciones nítidas. Si no, son solo parte del decorado.

Pero este varoncito... es distinto.

Una intriga involuntaria lo invade, como si su subconsciente le dijera que esto es importante.

Mira a su alrededor, observando detenidamente el entorno que lo rodea. No, no recuerda esta casa en lo absoluto. Así que la pregunta que debe responder es: ¿quién es?

Se inclina ligeramente, girando hacia un costado e intentando suavizar su tono para sonar amable.

—Hola —dice con una media sonrisa y luego se detiene.

En realidad, no tiene idea de cómo seguir.

¿Qué se le dice a un niño en un sueño?

Pero el pequeño ni siquiera lo mira. Lo ignora de manera descarada, como si Octavio no existiera. De hecho, oculta lo que tiene en las manos, escondiéndolo tras su espalda, como si el adulto frente a él fuera un ladrón.

La sonrisa del profesor desaparece.

«Qué maleducado», siente un leve enfado que no logra explicarse del todo. Es solo un niño, pero sus acciones le irritan más de lo que deberían. «Ahora entiendo por qué está solo», se dice a sí mismo, con una mezcla de fastidio y algo que podría rozar la pena, aunque no lo suficiente como para motivarlo a seguir intentándolo.

La curiosidad que lo invadía hace un momento se esfumó tan rápido como llegó. Ya no le interesa saber quién es ni por qué lo ha visto aquí. Sus ganas de interactuar con él desaparecen.

Descartándolo por completo, Octavio dirige su mirada hacia la mesa. Un leve "mmm" escapa de sus labios, cargado de interés.

Allí, frente a él, se despliegan cosas tan agradables a la vista como al paladar. Por un momento, lanza una mirada furtiva por encima de su hombro. El varoncito sigue en la misma posición, inmóvil, ignorándolo.

No importa.

Ahora mismo, lo único que realmente cuenta está frente a él.

Entre las pesadillas y su deteriorada condición física, no ha probado un bocado sólido en lo que su distorsionada percepción del tiempo calcula como días.

Cada vez que despierta, solo logra mantenerse consciente por breves momentos. En esos instantes, le dan algo que, según él, es repugnante. Al ver la mesa llena de dulces, siente un hambre que había olvidado.

Sus dedos recorren el borde de la mesa, lanzando miradas rápidas hacia atrás. Sin embargo, el niño parece sumergido en su propio mundo, desentendiéndose por completo.

«Es un sueño, al final de cuentas», se recuerda a sí mismo, como si eso justificara lo que estaba a punto de hacer.

Finalmente, toma una pequeña tarta. El suave aroma a durazno provoca un destello de satisfacción en su expresión. La muerde con delicadeza y al instante, la textura esponjosa de la masa y la ligereza de la crema lo envuelven. El sabor dulce, perfectamente equilibrado con la frescura de la fruta, desarma las últimas barreras que le quedaban.

Experimenta cada matiz de sabor tal como lo recordaba.

Uno, dos... antes de darse cuenta, ya se ha devorado varias.

Un golpe inesperado en las pantorrillas lo saca bruscamente de su placer. Cuando el profesor se da la vuelta, encuentra al varoncito de pie, con el ceño fruncido y los ojos encendidos de furia. Este, con las mejillas ardiendo de indignación, levanta un pie y lo patea con toda la fuerza que puede reunir.

El impacto es insignificante, apenas perceptible para un adulto. Sin embargo, lo que le falta en potencia lo compensa con rabia.

Octavio ni siquiera deja escapar un sonido, lo que parece enardecer aún más al pequeño.

Los diminutos puños se cierran y los golpes caen uno tras otro sobre los muslos del profesor. La respiración del varoncito se acelera y él lo observa en silencio.

El niño mantiene la cabeza gacha, ocultando sus ojos, pero de vez en cuando, sus pupilas se elevan. En esos momentos, Octavio se encuentra frente a una mirada tan cargada de odio y dolor que le resulta difícil de descifrar. No comprende lo que sucede, pero las palabras que escapan de esos labios están impregnadas de una furia que, no debería existir en un ser de tan corta edad.

Él reconoce los insultos, pero no se siente ofendido.

No puede.

Al parecer, ha cometido un error que ha perturbado al pequeño.

De repente, un instante de silencio cae entre ambos y el niño, exhausto, deja de golpearlo.

Octavio baja suavemente las pestañas, sin saber qué decir para calmar la situación.

Por lo poco que logra entender, este lugar apartado estaba destinado a alguien especial.

Y él lo ha arruinado.

Los pastelillos que devoró sin cuidado habían sido preparados para otra persona, alguien a quien el niño esperaba con esperanza en el corazón.

Lo único que puede hacer es disculparse.

—Lo lamento.

Apenas extiende la mano para consolarlo, el niño levanta la cabeza de repente y lo muerde. El dolor le atraviesa la piel, pero no es eso lo que lo deja mudo. Es la expresión en esos ojos oscuros que ahora brillan con una angustiosa capa de humedad.

Octavio siente algo extraño removerse dentro de él.

Pero no sabe qué es.

Finalmente, él lo suelta. Lágrimas se acumulan en los bordes de sus párpados. Se los frota con rudeza para que no caigan. Da una última patada débil antes de retroceder.

Las flores que caen del jacarandá se posan sobre sus hombros y su mirada se encuentra nuevamente con la de Octavio.

Tras unos segundos, él grita una palabra tres veces y sale corriendo, dejando al profesor solo bajo el árbol.

Octavio se queda aturdido por un momento.

Esto es tan extraño.

Sin embargo, no planea seguirlo.

Se deja caer en la silla que estaba al lado de donde se sentaba el niño, apoyando los codos sobre las rodillas y fijando la mirada en la dirección en que desapareció.

Absorto en sus pensamientos, rebusca entre los fragmentos de su memoria. Aunque le resulta familiar, no logra ubicarlo con claridad.

El zapato, inquieto por el tic nervioso de su pierna, tropieza con algo.

Baja la vista y ve el objeto con el que el niño jugaba en el suelo. Se inclina y lo recoge. «Una pelota antiestrés». La examina entre sus dedos y se da cuenta de que la sonrisa impresa en su superficie se ha desvanecido.

¿Cuántas veces habría sido apretada para llegar a ese estado?

Antes de irse, el niño le había gritado:

"¡Te odio, te odio, te odio!"

Octavio rueda la esfera entre sus delgados dedos. Frunce el ceño un momento y un recuerdo borroso atraviesa su mente.

—¿Cómo se llamaba?

A su alrededor, caen flores moradas mientras intenta recordar a aquella persona. Poco a poco, el cielo se sumerge en una abrasadora oscuridad.

≪•◦♥∘♥◦•≫

En particular, este sueño no le resulta revelador; solo deja una sensación melancólica en su corazón.

Después de todo, han pasado más de veinte años y ese período en el que fue feliz se ha borrado por completo de su memoria.

Los momentos de alegría solo hacen que el sufrimiento se vuelva más insoportable. Después de tanto dolor, Octavio ha aprendido a no apegarse a esos vagos recuerdos.

Pasar de un caos a otro es más sencillo que aferrarse a la falsa esperanza de regresar a un lugar donde fue feliz.

Porque esa ilusión es más cruel que el propio sufrimiento.

Octavio lucha contra el ciclo interminable de despertar agotado y volver a otro sueño sin tiempo definido.

Desde que cayó en este lugar, los días y las noches se han vuelto indistinguibles. Al abrir los ojos esta vez, una sensación pesada le oprime el pecho. De repente, como si algo lo sacara de su letargo, su mirada cobra vida y se enfoca en la fuente de ese peso.

Y ahí está.

La cabeza de Gio descansa de lado, con su oído apoyado sobre el corazón del profesor.

En algún momento, mientras las horas de cuidado avanzaban, él se quedó dormido.

Está no es la primera vez.

En este último tiempo, las cosas no avanzaron pero tampoco empeoraron. Era como si ambos, por diferentes motivos, se hubieran propuesto estar en paz.

Al inicio, el profesor se despertaba aturdido. A veces, las pesadillas eran muy angustiantes; en otras, simplemente absurdas.

Gio trataba de estar presente todo el tiempo y cuando no podía, le dejaba notas a un lado.

Esta situación lleva varios días.

Octavio intenta levantar la mano derecha, sus dedos apenas se elevan para antes de detenerse. Vacila un segundo y decide quedarse así, inmóvil.

Su cuerpo está limpio, con un ligero aroma floral, pero hace tiempo que dejó de preocuparse por lo que ocurre mientras está inconsciente. Mientras no sienta incomodidad en ese lugar en particular, al menos... si es porque está en esta habitación...

Después de todo, el calor que desprende el hombre dormido sobre él no es incómodo... de hecho, es agradable.

Pasados unos minutos, el sueño comienza a desvanecerse de Gio. Con un largo suspiro, sus pestañas tiemblan antes de que sus ojos se abran lentamente.

Al ver que el profesor ya está despierto, una sonrisa dulce curva sus labios. Con calma, se incorpora, todavía adormilado y estira el cuello con pereza. Luego, se acerca y inclina levemente la cabeza.

—¿Qué le parece si se sienta un momento? —dice, mientras toma la espalda del profesor y coloca unas almohadas detrás de él. Enseguida, agarra los lentes de la mesita de noche y se los pone—. ¿Quiere ir...?

Octavio ajusta la vista y niega con la cabeza. A continuación, se recuesta en la almohada, como si se hubiera agotado.

—¿Le parece si come algo?

Al escuchar la pregunta, se da cuenta de que en realidad tiene algo de hambre. Tensa los labios por un momento, exhala y asiente con un gesto.

Al ver esa mueca de asco, la sonrisa en los labios del hombre se suaviza.

—Sé que no le gusta, pero si puede mantenerse despierto un poco más estos días, le prometo que le prepararé algo más de su agrado.

Sin esperar una respuesta, él se da la vuelta y se aleja por unos minutos.

En soledad, el profesor levanta la mano derecha. Mueve cada dedo y luego los cierra. Presiona con algo de fuerza y después los abre. Aunque las heridas duelen un poco, su mano ya está bien.

El hombre regresa con una taza y una cuchara. El aroma de las vitaminas mezclado con el dulce de leche provoca que el rostro de Octavio se contorsione de manera horrible.

Aunque se contiene, Gio no puede evitar sonreír. A veces, el profesor es tan infantil. Sin embargo, rápidamente borra esa expresión y trata de sonar serio.

—¿Puede usted? ¿O quiere que lo ayude?

Los labios del profesor se abren ligeramente y se cierran de golpe. Frunce el ceño, pensando por un momento. Baja los ojos y se toma un momento para ocultar sus verdaderos pensamientos y emociones. Finge que intenta levantar la mano y niega con la cabeza.

—Está bien, no se preocupe —afirma sin apartar la mirada de Octavio.

Las heridas antiguas en el rostro del profesor han adquirido un delicado tono rosáceo. Una sutil depresión en el párpado indica el lugar donde la piel aún lucha por regenerarse. Sus ojos, levemente hinchados por un sueño interminable, suavizan el semblante que habitualmente es frío y distante. Ahora, brumosos y tiernos, invitan a quien los contemple a perderse en ellos. Los labios, de un suave color durazno, contrastan con la fina piel del cuello, donde las costras comienzan a desprenderse, revelando pequeñas grietas de carne nueva.

La mirada de Gio se detiene, intensa, recorriendo cada centímetro con una pasión creciente y silenciosa.

Aunque Octavio ha vuelto a perder peso, su cuerpo sigue siendo una provocación. La camiseta, cuelga con descuido sobre sus hombros, dejando al descubierto sus marcadas clavículas. Desde esta perspectiva, admira cada milímetro del profesor, sintiendo cómo el anhelo y la ternura se entrelazan, oprimiéndole el pecho. Sin embargo, por el bien de esta momentánea calma, esconde su deseo y desvía la mirada.

De seguir así, solo con los ojos podría despojarlo de su ropa y hacer lo que ya no debe. El solo pensamiento de eso hace que su cabeza arda. El profesor se ve increíblemente atractivo y frágil en este momento.

Gio presiona la taza con fuerza y tras apaciguarse internamente, se sienta a su lado y lo alimenta con una cuchara.

La consistencia es líquida, pero algo densa, con un sabor a dulce de leche extremadamente fuerte. Al menos es refrescante al deslizarse por su garganta irritada, aunque el gusto sigue siendo desagradable para él.

Octavio entrecierra los ojos.

El rostro del hombre ya no está hinchado, aunque varios moretones aún lo cubren. Las marcas bajo sus ojos sugieren que no ha dormido bien.

El silencio entre ellos es tan profundo que ninguno puede adivinar lo que pasa por la mente del otro.

Gio ha sido amable y cálido. No se burló de él ni mencionó lo ocurrido antes. Por el contrario, actúa como si nada hubiera pasado.

En todos estos días, no es que el profesor haya aclarado sus sentimientos; siguen fluctuando, confusos.

Sin embargo, mientras él no pueda caminar bien, Gio lo sostendrá.

Mientras no pueda mover los dedos, Gio lo alimentará con una sonrisa.

Octavio no tuvo que pensarlo demasiado. Aunque sus piernas ya están más estables y sus manos han recuperado fuerza, mientras siga mostrándose frágil e indefenso, él continuará siendo extremadamente atento y afectuoso.

Al menos, de esta forma no se apartará de su lado.

Y eso, en este momento, es lo único que quiere.

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