Capítulo 30: Desesperación
Gio retrocede otro paso más, buscando en el espacio entre él y Octavio brindarle seguridad, una demostración de que el daño no se repetirá. De que está vez cumplirá con sus palabras. La súplica escapa en un susurro, más para sí mismo que para Octavio:
—Por favor...
«Por favor, perdóname, no quería lastimarte».
Es un ruego para que el profesor no lo mire con ese terror en los ojos, para que no le arranque lo único que aún lo mantiene en pie.
Una oportunidad, una ilusión, una esperanza.
«Nunca quise arruinarte».
Su garganta, seca y cerrada, traga con dificultad. Los labios de Gio se aprietan en impotencia mientras baja la mirada como un animal herido.
«Dame la oportunidad de demostrarte que todo esto fue porque te amo».
Esos pensamientos se desvanecen antes de materializarse, evaporándose en el aire, carentes de la fuerza o la posibilidad de existir.
No tiene derecho a pedir nada.
No tiene derecho a anhelar nada.
En este momento, algo no encaja para Octavio. Las palabras de Gio resuenan en sus oídos, haciendo que algo profundo dentro de él se retuerza con violencia. Parpadea lentamente, con la vista nublada por el dolor y el agotamiento, mientras intenta comprender lo que ocurre. Con esfuerzo, levanta una mano temblorosa y señala su garganta, luego sus labios hinchados.
Quiere preguntar, necesita saber qué ha sucedido.
Pero no puede.
No puede hablar.
El silencio entre ambos se vuelve insoportablemente denso.
Desconcertado, intenta incorporarse, luchando contra la debilidad que lo invade. Logra sentarse con dificultad y extiende su mano. Los dedos, fríos y torpes, se extienden por el aire vacío, intentando llegar a la piel maltratada de Gio, pero no logran rozarla.
Demasiado lejos. Tan cerca, pero tan inaccesible.
El pecho de Octavio arde, sofocado por la frustración.
No puede alcanzarlo y el otro no se acerca. Vuelve a señalar sus labios, incapaz de guardar silencio. Necesita que lo entienda, que comprenda que no le tiene miedo.
Mientras tanto, la mente de Gio es una vorágine de pensamientos de auto desprecio.
"No voy a hacerte daño".
¿Cómo podría Octavio creerle?
El hombre sabe que sus palabras son sinceras, pero también es consciente de que las circunstancias a menudo conspiran contra las promesas más firmes. La culpa lo asfixia, el recuerdo de la rabia descontrolada que casi lo llevó a destruir al hombre que ama lo persigue como una sombra. A pesar de todo, se aferra con desesperación a la pequeña chispa de esperanza, a la posibilidad de que, tal vez, pueda redimirse. Quizás, si el profesor escucha lo que realmente sucedió, si comprende, pueda recibir el perdón algún día. En lo más profundo, una voz cruel le susurra que no merece ser perdonado. Porque, ¿cómo podría recibir perdón si ni siquiera puede perdonarse a sí mismo?
Gio solo puede ofrecerle una cosa. Lo único que Octavio siempre quiso.
"...la única razón por la que te soporta es porque lo has obligado".
Es cierto.
El siempre lo rechazó.
"Aléjate de mí".
"No vuelvas a tocarme".
"Es repugnante".
"Me das asco".
"Enfermo".
"Morite".
Una sonrisa amarga y vacía cruza los labios del hombre. Es patética, desprovista de cualquier alegría. No puede cargar con la culpa ni sostener la esperanza que sabe que no merece. Esto es todo lo que puede ofrecerle ahora.
—Profesor desde este momento, no volveré a buscarlo de esa forma.
Los dedos de Octavio caen lentamente, junto con su mirada.
¿Hizo algo mal? ¿Por qué...?
Quiere hablar, quiere decir tantas cosas, pero cuando vuelve en sí mismo, Gio ya no está. Se ha ido, sin esperar una respuesta.
≪•◦♥∘♥◦•≫
Al mismo tiempo, en el laboratorio principal, Erick entra nuevamente al cuarto de suministros.
—¿Necesitás ayuda?—pregunta con calma, aunque no logra esconder la pizca de preocupación en su tono.
Alan, inclinado sobre un pequeño espejo de mano, desinfecta las heridas en su rostro. La hinchazón deforma sus facciones, que alguna vez fueron atractivas y las marcas rojas en su piel parecen multiplicarse con cada segundo.
—No. —La respuesta es corta y directa. Apenas levanta la vista hacia el psicólogo antes de concentrarse otra vez en su reflejo—. Termino en unos minutos y empezamos.
Erick suspira, se para frente a él y se cruza de brazos.
—Es mejor que hoy no lo hagamos. ¿Sabés lo que me costó calmarlo? Voy a pedir que se lo lleven y cuando termines, llamo a alguien para que limpie este desastre.
—¿Lo calmaste? ¿Para qué? —Detiene su movimiento sobre una herida y, sin alzar la vista, responde con un sarcasmo helado—. Lo hubieras dejado así. Hubiera sido divertido.
—¿De qué hablás? Por culpa del numerito de ustedes, entró en pánico. Ayer respondió bien. Hoy los resultados serían completamente diferentes.
Alan sonríe, pero la sonrisa no llega a sus ojos, mientras sigue limpiando las heridas.
—Ya te dije que hubiera sido divertido.
Erick está al borde de perder la paciencia, pero se fuerza a mantener el control.
—Escúchame, ¿para qué hacer todo esto? Es en vano. Todo podría ir de forma pacífica... ¿qué necesidad tenés?
Finalmente, el médico alza la mirada, sus ojos brillando con una frialdad indiferente.
—Porque se me da la gana. Punto.
El silencio que sigue es incómodo.
Erick suelta un suspiro profundo, bajando los hombros en señal de agotamiento.
—Mirá, yo estoy para ayudarte, pero no podemos seguir así. ¿Cuánto llevo acá? Y encima... —Su tono es bajo, pero la frustración subyacente es evidente—. Vi con mis propios ojos cómo provocás a ese tipo. ¿Para qué? Ese no es el plan.
Alan mantiene la vista en el espejo por un segundo más antes de soltarlo sobre la mesa con un chasquido seco. Sus ojos, rojos por la rabia, se clavan en el psicólogo con apatía.
—¿Ayudar? No te confundas. El que te ayudó fui yo. Esta me la debés.
Erick lo mira, tratando de mantener la calma. Pero la verdad que esta persona le recuerda toca un punto débil.
—Lo sé, no lo olvido. Gracias por recordármelo cada cinco minutos. Pero si seguís por este camino, solo vas a arruinar todo. Si continuás con esa actitud de "me da la gana", todo por lo que venís trabajando hace años se va a ir al carajo.
—¿De verdad creés que importa lo que yo haga o deje de hacer con estos tipos? ¿Qué va a cambiar algo? Esto se va a ir al carajo igual. Al menos, yo decido cómo pasarlo.
—No todo gira alrededor de lo que querés. Tenés que pensar más allá de eso.
—¿Y para qué? ¿Esperar pacientemente a que todo explote de la manera "correcta"? Seguís siendo ingenuo. Si no te diste cuenta, ya estamos hasta el cuello. Incluso vos, mi buen amigo.
Erick cierra los ojos por un instante, reprimiendo la impotencia que amenaza con apoderarse de él. Alan lo mira durante un largo segundo, pero luego agarra el desinfectante de nuevo y lo aplica en otra herida.
—Lo que tiene que pasar va a pasar de todas formas. Ya lo escuchaste. Hago esto porque se me da la gana. Así que, vamos con el segundo sujeto, ¿no fue esa la orden del bastardo?
Lamentablemente, quien cargará con toda la rabia y la ira de Alan será Agustín, el segundo sujeto de prueba. Después de las últimas palabras, Erick prefiere no responder más. Se limita a rechistar mientras deja a su viejo amigo en la sala, aún concentrado en curar las heridas en su rostro y cuerpo.
≪•◦♥∘♥◦•≫
En la habitación de Gio, veinte minutos después, Octavio comienza a sentirse mal. Un mareo repentino lo golpea con fuerza; su visión se vuelve borrosa y un sudor frío comienza a recorrer su espalda.
Confundido, se pregunta qué está ocurriendo.
Él se fue.
Dijo esas palabras y se marchó.
Lucha contra una marea de emociones que amenaza con desbordarse. Aunque no debería sentirse así, no puede evitarlo. Al final, esas palabras de anoche eran solo promesas vacías. Hay algo quebrado en él que no puede reparar y eso lo aterra más que cualquier golpe.
Lo que le hizo Gio no se puede borrar; es una cicatriz que llevará siempre consigo. Está atrapado en un nudo de espinas, donde sentimientos confusos se entrelazan y desgarran sus órganos con cada movimiento. El odio crece como una bestia salvaje, rasgando su interior, mientras el amor pasado se aferra como una caricia amarga, un veneno que arde en su sangre. Intentar liberarse solo lo destruiría más, porque en esa mezcla venenosa de emociones contradictorias no hay salida: solo el sufrimiento y el arrebato feroz de no poder renunciar a lo que más lo hiere.
"No voy a hacerte daño."
Cada palabra de Gio, cada gesto, lo deja perdido y adicto a la búsqueda de comprensión. Es un ciclo en su mente que nunca parece tener fin.
El agua de la ducha cae.
El sonido constante es lo único que llena el silencio. Cada gota que golpea el suelo al otro lado de la pared resuena en su cerebro. Su cuerpo está exhausto, pero su mente, llena de pensamientos caóticos, no le permite descansar.
Está ahí, tan cerca y al mismo tiempo, tan lejos.
Octavio se desliza al borde de la cama, intentando levantarse, pero el cuarto se tambalea frente a sus ojos. Al caer, el impacto le arranca un jadeo seco; su garganta inflamada solo puede emitir un gemido ahogado.
El dolor que siente no es solo físico; es como si algo dentro de él estuviera siendo desmembrado con cada respiración. Una red de raíces afiladas, retorciéndose por sus entrañas, araña desde el estómago hasta la garganta, robándole el aire.
Se arrastra lentamente, con torpeza, usando la única mano que puede mover. Cada centímetro que avanza es una agonía. El sufrimiento, pegajoso y denso como alquitrán, lo arrastra hacia abajo, haciendo cada movimiento más pesado.
La puerta parece inalcanzable. El sonido del agua es lejano, un eco en un espacio al que él ya no pertenece. El sudor le recubre la frente, mezclándose con el temblor de su mano y la humedad que se acumula en el borde de sus ojos.
La fiebre le hace arder la piel; sin embargo, a pesar de la temperatura corporal creciente, solo siente un frío helado, un vacío en el centro de su ser que no logra disipar.
Está solo; se han derrumbado todas sus capas, solo quedan músculos pulverizados y neuronas atrofiadas junto a un alma desolada.
«Déjame explicarte...» Su mente grita, aunque sus labios solo se abren para liberar vapor caliente. No sabe si es el malestar físico o su propio patetismo lo que lo está asfixiando.
Su brazo se arrastra por el suelo, raspando la cerámica en su intento de avanzar, pero su figura no responde. La distancia entre él y la puerta se torna inalcanzable.
«¿Te arrepentiste?»
No hay respuesta, solo el sonido de su respiración que se acelera, pero no importa cuánto jadee, el aire parece no llegar a sus pulmones.
«Me confundís... ¿qué querés de mí?»
El dolor en su pecho ya no es solo un peso; es un animal acorralado, golpeando con furia dentro de su jaula. Su corazón late con fuerza, como si intentara escapar de su propia piel, pero está atrapado, igual que él.
«¿Por qué jugás conmigo?»
Su cuerpo se detiene, agotado.
«Dijiste que creyera en vos. Entonces, ¿por qué...? Abrí la puerta... volvé acá...»
Todo lo que puede hacer es esperar mientras gotas de sudor caen sobre el suelo bajo su rostro.
«No volteaste a verme.»
Recuerda ese momento, cuando Gio se fue sin siquiera esperar una respuesta. La herida en su garganta arde, pero la angustia en su corazón es peor.
«Dijiste que me conocías. ¿No ves... no ves que yo...?»
Los minutos transcurren y el silencio lo agobia; solo escucha el agua que sigue corriendo.
Hasta que se detiene.
Cuando la puerta de la habitación finalmente se abre, el hombre aparece con el cabello aún húmedo y una toalla colgando precariamente de su cintura. Sus ojos se detienen al encontrar la figura de Octavio en el suelo, encogido, completamente derrumbado.
Por un segundo, todo se congela.
De repente, Gio avanza con pasos rápidos, su rostro pálido y marcado por una mezcla de miedo y preocupación. Se posiciona junto al profesor e intenta reincorporarlo. Sin embargo, el cuerpo afiebrado de Octavio apenas logra mantenerse arrodillado.
A pesar de la frenética actividad a su alrededor, las palabras que el hombre murmura, los movimientos que realiza, todo se vuelve brumoso en su mente. Su realidad se reduce a sus propios lamentos, a las palabras que ha estado suplicando en silencio durante lo que parecieron horas.
«Volviste...»
El sufrimiento que le atraviesa el pecho, ese dolor agudo y punzante que parece perforar su corazón, se convierte en el único sonido en su mundo, ahogando cualquier rastro de razón. Un velo rojo oculta sus ojos, empañados por la humedad. Parpadea lentamente, esforzándose por enfocar su visión. Eleva sus delgados y largos dedos con pesadez, acariciando suavemente las heridas en el rostro de Gio. Las yemas recorren el contorno de cada golpe con una delicadeza temblorosa, como un niño que recibe un tesoro preciado. Cada toque está impregnado de nerviosismo y esperanza, temiendo que pudiera alejarse y dejarlo nuevamente en la soledad.
«No me apartes... no ahora», intenta transmitirle con todas sus fuerzas, como si de alguna manera pudiera ser comprendido.
El contacto es suave, pero la calidez de sus dedos penetra en la piel de Gio, inundando su corazón. El hombre cierra los ojos un instante, saboreando esa sensación, pero al abrirlos, sus pupilas se clavan en las del profesor, sin pronunciar palabra.
La atmósfera entre ellos es densa, cargada de sentimientos reprimidos.
Octavio se esfuerza por comunicar con sus caricias lo que su voz no puede transmitir. Gio está al borde de ceder, de desbordar el dolor y el amor que ha estado acumulando en su interior. Sin embargo, en vez de eso, se limita a ofrecer una mirada impregnada de tristeza, frente a esta farsa que se despliega ante él.
El profesor continúa moviendo la mano con una suavidad cargada de desesperación; cada movimiento revela su profunda preocupación, arrepentimiento y vulnerabilidad.
«Haré todo lo que me pidas... comeré lo que me des...»
Octavio se inclina más cerca, sus ojos suplican una respuesta en los de Gio.
«Puedo arreglarlo... puedo hacerlo... puedo mejorar...»
Pero no importa cuánto busque, no encuentra una respuesta.
Está realmente mareado por la fiebre y la indiferencia de Gio lo sorprende. Mira al hombre frente a él estupefacto.
Las yemas de los dedos se deslizan centímetro a centímetro, desde la línea de la mandíbula, a lo largo de la ondulada nuez de Adán.
Anhela calor, deseo, compasión... algo.
Entonces, sin pensarlo, sus pálidos labios se encuentran con los del hombre en un beso desesperado. Su lengua explora las comisuras, pero solo se topa con la fría indiferencia y el rechazo.
Esa frialdad lo destroza. Se aparta un momento, intentando enfocar la vista, pero está tan aturdido que todo se vuelve borroso. Su pecho late descontroladamente. Lo sujeta con fuerza mientras las lágrimas fluyen libremente por su rostro y lo besa de nuevo.
«¿Por qué... no ahora? ¿Por qué no querés?»
Mientras lo intenta una vez más, sus dedos recorren el brazo de Gio, bajando hacia su pecho y abdomen.
«Esto te gusta, sé que te gusta.»
Pero está equivocado, una vez más.
—No hagas esto —murmura, apartando suavemente la mano del profesor—. Ya no es necesario.
La mente de Octavio se desmorona, atrapada en la necesidad de arreglar algo que no entiende del todo. Dicen que cuando tocas fondo ya no puedes caer más, que lo único que queda es subir.
Qué mentira.
Cuando golpeas el fondo, te retuerces de dolor durante un tiempo. Luego, con mucho esfuerzo, te arrastras en círculos como un perro hasta perder la conciencia.
Con suerte, después de que tus extremidades ardan y todo tu cuerpo sangre, cuando solo queden los huesos y tendones rotos, tal vez, solo tal vez, logres ponerte de pie.
Entonces, ¿qué es lo que se levanta?
¿Qué es lo que queda?
¿Qué eres ahora?
El amor no es más que un fuego que consume el alma, una llama que quema el corazón y deja solo cenizas. Los pensamientos de Octavio se vuelven desordenados y caóticos.
«Sé que vos... siempre sonreías para mí... siempre me cuidabas... estabas ahí para mí... ¿por qué ahora? No entiendo.»
Las lágrimas, calientes y pesadas, brotan de sus ojos y se deslizan por sus mejillas.
«Yo también tengo miedo... también siento...»
El cuerpo delgado, arruinado y vulnerable, tiembla incontrolablemente.
«No puedo más... no lo soporto. Entendéme... »
Los ojos de Octavio buscan en los de Gio algún indicio de comprensión.
«Tenía miedo, me equivoqué. Ahora no... no te vayas... no me apartes... »
Su respiración es forzada y el pecho se eleva y desciende con dificultad.
«Dejá de jugar... por favor. Por favor... no me alejes... »
Su mente arde y sus extremidades vibran. Sabe que si Gio se levanta en este momento, si lo deja allí en el suelo, eso significa el fin.
«No me dejes... »
Octavio se aferra con las últimas fuerzas que le quedan, pero sus dedos tiemblan, deslizándose sobre la piel del otro. Las lágrimas brotan incesantemente, arrastrando consigo todo el dolor acumulado, todo lo que nunca pudo expresar, todo lo que guardó durante años.
No se detiene.
Apoya la frente en el pecho del hombre y llora como si el mundo entero pudiera colapsar con cada sollozo. Grita en silencio, volcando toda su miseria en el torso del otro.
Se rinde por completo, permitiendo que su sufrimiento lo inunde.
El contacto entre sus cuerpos es la única ancla que tiene para no hundirse por completo. Si el calor de esta persona se desvanece, si pierde también esto, se desmorona con él la última chispa de consuelo que queda.
El corazón de Gio parece detenerse en ese momento. Quería trazar una línea con Octavio, mantener distancia para que él se sienta tranquilo y demostrarle que no está obligado a involucrarse con él de nuevo.
A partir de hoy, cumpliría su petición de dejarlo en paz.
En esta ocasión, Gio quería hacer todo lo posible por hacer lo correcto. Sabe que el profesor no está así porque realmente lo desee, ni porque quiera estar a su lado. No es ingenuo ni ignorante; las palabras de Alan rompieron algo dentro de él, dejando fragmentos punzantes. Reconoce que todo esto es solo una secuela de H.R.Nova. Pero al ver los ojos del profesor, inquietos y tristes, repletos de pensamientos no expresados, su fuerza de voluntad tambalea.
Ya no sabe cómo afrontar esta situación.
Mira a Octavio nuevamente y no puede contenerse. Lo abraza con todas sus fuerzas.
—Lo siento, tranquilo, todo está bien, todo va a estar bien.
Solo en ese momento, frente al contacto del otro, el pecho de Octavio deja de temblar. Sin embargo, sigue aferrado, como si el simple acto de sujetarse pudiera hacer que todo esto termine. El aire a su alrededor parece inmóvil, atrapado en una quietud que paraliza el tiempo.
Las lágrimas cesan lentamente, pero el vacío que dejan atrás es helado. Siente las palpitaciones de Gio contra su piel, un latido que se entrelaza con el suyo, como si compartieran un único corazón. En ese suave sonido, la sangre de ambos corazones sigue aflorando y lentamente, inevitablemente, se vacían el uno en el otro.
Arrodillados en el suelo, sus almas sangran más que sus cuerpos. Con cada latido algo en ellos se rompe un poco más. Hasta que uno de esos corazones finalmente derrama la última gota. El peso de esa gota final lo aplasta, lo silencia y por un instante, todo se calma.
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